Heráclito 9

Excusa de un autor inmodesto

Al presentar Último Testamento a la consideración pública dudé si debía hacerlo en este medio. Heráclito es patrimonio de todos y no debe servir a los fines personales de su director. Así lo creí desde el principio y me equivoqué. Y de esa equivocación vengo a dar testimonio en esta entrega.

El exceso de asepsia oculta tras de sí una forma sutil de vanidad. Y ningún libro, más allá de su valor literario, puede prescindir del lector; al contrario, debe salir en su búsqueda, debe procurar esa alianza que le da vida, la alianza con el lector.

En esta inteligencia, doy de seguido una de sus cartas de presentación y los dos pórticos de mi libro, el de su entrada y el de su salida. También una de sus imaginaciones finales.

Eduardo Dermardirossian

H 16 – 15.09.2000


Sobre el Último Testamento

Es mi intención dar aviso del material de inmensa peligrosidad que representa el libro de Eduardo Dermardirossian, que bajo el título “Último Testamento de cuando Dios y Satanás se reunieron y de la Segunda Creación”, verá la luz muy próximamente en Buenos Aires. Según las normas usuales, según la "moral correcta" de los tiempos postmodernos, este libro debería estar introducido por las palabras: “Las autoridades advierten que estas páginas son altamente peligrosas para su salud mental, para el orden y la convivencia ‘normalizada’ de la sociedad. Su ‘consumo’ provoca ensoñaciones y esperanzas utópicas. Se recomienda lo mantengan fuera del alcance de los niños. En caso de adicción acuda inmediatamente a su especialista.

En efecto, el autor se ha atrevido a tocar un tema sagrado: el dinero. En este tiempo de globalizados capitales, en este planeta de consumos-insumos que convierten al corazón en un código de barras, en esta sociedad de la información que atenta contra el conocimiento, hay una palabra prohibida, denostada y subversiva que se convierte en amenaza en el universo de los pragmáticos ciudadanos consumidores. Me refiero –cómo no– a la Utopía.

Entre los caudales de tinta que vierten los medios de comunicación nada hay que invite a soñar; en la educación de los niños y los jóvenes poco hay que incite a la imaginación, a la necesidad plausible de crear una sociedad distinta -mejor- que la que ellos conocen; en los mensajes "inefables" de los representantes políticos no hay una reflexión, un incentivo que motive a cambiar este mundo para hacer de él un lugar habitable. La especulación es el deporte de moda: “gane fácil y rápido, sea un privilegiado y no se pregunte por qué”. Es el deporte olímpico de los poderosos sin rostro, de los que matan con macroeconomía, de los que condenan a la pobreza a millones de personas con su silencio de compro-vendo.

Se educa a los niños pensando en su futuro económico, en su progreso económico, en su bienestar económico. En las universidades se enseña para ser competitivo y conseguir un trabajo, pero no para desentrañar el mundo, para ser ingeniero de esperanzas, emprendedor de sueños, feliz, al fin y al cabo.

Los medios de comunicación le declaran la guerra a la imaginación, al conocimiento. Ellos definen el mundo que existe; deciden qué existe y qué no; lo que importa y lo prescindible. En la televisión, la felicidad se vende a precio de concurso y la sonrisa es una máscara de escayola.

El poder, dueño de la palabra, configura el mundo a su imagen y semejanza y convierte al trabajo en la forma más sofisticada de esclavitud. Somos esclavos de nuestra propia ambición y caemos en su propio juego. El trabajo se come nuestra vida, nos roba nuestro tiempo..., pero no importa, porque si uno se esfuerza, se vuelve competitivo, si no se queja, si es sumiso y obediente, si su vida personal queda en segundo plano, si tiene disponibilidad absoluta, entonces, quizás, algún día consiga el sueño moderno de ser alguien importante con seguridad económica, con una vida plena. Ofrecen soluciones tecnológicas a la pobreza, mientras deshumanizan la vida cotidiana y atribuyen a las personas el simple papel de pasivos observadores del mundo.

Pero volvamos a la Utopía. Decía que es una palabra prohibida y, por tanto, se considera enajenados, locos, iluminados, a los que creen en ella y la defienden. Es delincuente el que se atreve a soñar, a crear, a volar... Por eso Último Testamento es una provocación, pues ya desde su inicio nos invita a participar en un Ensayo Utópico.

Prosa poética, cuentos, mestizaje de estilos, diálogos de corte clásico, poesía, todo encontrará en el libro menos la palabra hueca, disecada, la trampa del pragmatismo, el lenguaje ortodoxo. Dermardirossian nos devuelve la verdadera dimensión humana. Nos abre puertas para que crucemos al otro lado de la vida, nos despierta el corazón para que no nos resignemos a seguir existiendo en la trampa del dinero.

Todo hay que soñarlo primero, desearlo, para hacerlo realidad después. En sus textos el autor nos alienta a no claudicar, a soñar tantos mundos posibles como seres humanos hay en la tierra, a tatuar esperanzas en los muros grises de nuestros paisajes interiores.

Marta Caravantes
Madrid, Septiembre 2000

H 16 – 15.09.2000


Por qué soñar


La pequeña aldea provinciana que recorría aquella vez, está situada sobre la margen oriental de una laguna a la que acuden los pescadores para tentar suerte. Ahí vi a un hombre de edad madura y tez cetrina que, aparejo en mano, estaba sentado en el extremo del muelle, pescando. Dialogando con él, supe que había nacido en un lugar distante y que no obstante que él y su esposa ya no comían pan por consejo médico, éste nunca faltaba en su mesa. Porque, explicó, el pan había estado dolorosamente ausente en su niñez. Y ahora, ya sesentón, quería ver diariamente su mesa ornada con pan, siempre.

Creo que tal acontece en mi vida. No con el alimento que llevo cotidianamente a mi boca, sí con el que precisa mi espíritu para hallar sosiego. Miro en derredor y veo a mis iguales afanándose por poseerlo todo, cambiando amor por dinero y anhelando lo que les es del todo innecesario. Miro hacia atrás y también hacia adelante en el tiempo, ojeo la historia de los hombres y escudriño en sus anhelos y veo que no veo. Busco entonces un territorio distinto y elijo un paisaje blanco, fecundo y preñado de perplejidad. Y sueño.

Producto de esos sueños es éste libro que pongo en tus manos, ofrezco a tu lectura y confío a tu comprensión. Desnudo mi alma en él para mostrarte sin pudor mis adentros y mis reflexiones. Quiero mostrarte el pan que adorna mi mesa cada día.

Antes de iniciar el viaje por este camino de papel y de tinta, déjame hacerte una advertencia, lector. Ten en cuenta que ninguna realidad ha estado ausente en los sueños, afanes y utopías que ayer edificaron los hombres. Y aquí, si quieres, puedes encontrarte también con el anhelo y la fatiga de Dios.

E. D.

H 16 – 15.09.2000


Por qué vivir

Nuestra última página es ésta, lector. Hasta aquí hemos recorrido juntos el territorio de mis sueños. De aquí en más transitaremos cada uno de nosotros por caminos diferentes, azarosos, como son siempre los caminos de la vida.

Quisiera, si me dejas, pedirte algo: que olvides cuanto relaté hasta aquí, ignores su argumento, también a quien lo dijo y recuerdes solamente el mensaje del principio, donde nos preguntamos por qué soñar. Así, de este modo creo que guardarás para ti la enseñanza de aquel pescador ocasional que no hacía faltar el pan en su mesa.

Sea como el pan nuestra esperanza, alentemos utopías, miremos con ojos inocentes a uno y otro lado. No hay pecado ni culpa ni castigo. Hay amaneceres hoy y hoy es siempre. El sol, lo dijo el efesino, es nuevo cada día.

Oye, lector: cuando miro los escaparates del mundo veo unas cosas adelante, otras detrás, y otras más atrás todavía, como sintiendo vergüenza de mostrarse a los ojos de los hombres. Elijo estas últimas, les quito el polvo que los tiempos depositaron sobre ellas y veo que brillan, son bellas, tanto como las primeras. Entonces las pongo delante. Y las cosas de abajo las pongo arriba y las de arriba quedan abajo. Subvierto todo. ¿También los sueños, también la realidad?

Vivo porque me dices si y porque me dices no. Porque soy Dios y hombre, porque soy todo y nada. Porque Heráclito es mi hermano. Porque soy el intersticio infinito entre hoy y mañana. Vivo por eso.

E. D.

H 16 – 15.09.2000


Celia Adler

Notable pintora, ceramista, muralista y docente del arte, ilustró Último Testamento, Cuentos de Jacinto y Memorias Fictas de Eduardo Dermardirossian. Lo hizo con dibujos que si bien responden a la temática del libro, también vuelan por sus propios fueros. “Fue porque el libro me motivó, porque sentí gusto por su lectura que pude ilustrarlo. Dos son quienes expresan la misma cosa, uno lo hace con la pluma y el otro con el pincel: es una alianza”. Y cita a Eli Faure para decir que los hombres no nos entenderíamos en nuestras relaciones espirituales de no mediar el arte.

Explica que no encuentra una relación necesaria entre arte y filosofía. “Cuando el artista crea no lo hace a partir de ideas filosóficas sino desde su propia carnadura. Pero hay un punto en que la obra se desprende de su autor, adquiere vida propia y busca su particular destino. Por eso la obra no puede ser explicada, porque de alguna manera todos somos ajenos a ella”. Se inflama en este punto y defiende la autonomía del arte.

Cecilia Marcovich, Juan Carlos Castagnino y Antonio Pujía, entre otros, fueron sus maestros.

Sobradamente conocida en el medio, durante 1997 realizó su última exposición en el exterior, en Israel, bajo el lema "No matarás”, con gran éxito de público y de crítica. En Argentina, en 1998 realizó tres exposiciones individuales. Y hoy, como siempre, pinta, dibuja, restaura, enseña. Felizmente no cesa la labor creadora de esta exquisita artista, cuyas obras podremos gustar en este libro de muy inminente primera edición.

Silvia Valeria García
Buenos Aires, Setiembre 2000.

H 16 – 15.09.2000


Café - Bar

Primera jornada


Primer Cafecito

Me dijeron que juega a los dados con las galaxias y las constelaciones. Que las arroja displicentemente aquí y allá y luego se retira, algunas veces sin interesarse por el resultado.
Me dijeron -no me consta- que sus partidas, siempre en solitario, suelen durar millones de años luz y que el espacio de sus divertimentos se extiende más allá de aquel lugar que llaman infinito. Y he sabido, porque también me fue dicho, que gusta de un particular juego donde el oponente que es vencido muere al final de la partida. Que su maestría no conoce rival digno y que los despojos de los vencidos son destinados a edificar su
templo, siempre inconcluso.

Y reflexionando sobre este asunto tuve curiosidad por conocerlo, por ver el espacio de sus juegos, conocer cuán veloz es en las partidas y saber porqué edifica un templo con despojos de vencidos. Tuve curiosidad por el asunto y creí que podría serle útil mi consejo.

Apronté mi equipaje para emprender el viaje y fui sorprendido por su emisario que me entregó el pasaje. Pero con otro destino. Yo no había jugado, pero partía.

Segundo Cafecito

No nos miramos durante el viaje. Ni intercambiamos palabras. Absorto en mis disquisiciones acerca de cómo sería aquel lugar, no advertí que acabábamos de trasponer una puerta pesada y herrumbrosa a cuyos lados, abandonados en el suelo, yacían incensarios malogrados ya por el desuso y el
curso del tiempo.

Por fin arribamos al templo, aún inconcluso, desde cuyo
interior se dejaban oír plegarias ininteligibles, pronunciadas como remotas letanías que traían a mi memoria recuerdos de hechos no vividos todavía. Y vi el altar. Y vi también que tras él, un poco más alto que su mesa, en un copón antiguo, quizás tanto como la edad del universo, giraban las estrellas y las constelaciones y el incomprensible infinito. También me vi a mí mismo adentro de la copa. Y vi, por fin, que un soplo, fuerte como corceles desbocados, volteó la copa y derramó su contenido. Y las estrellas y los soles y el infinito todo se derramó en el lodo. Rodé también y al alzar mi vista quise mirar al oficiante y vi que no veía.

Entonces, un tropel de unicornios inició un rito extraño a mi alrededor, levantando polvaredas con las cenizas que los muertos habían devuelto a la tierra.

Segunda jornada

Primer cafecito

Y cuando descendiendo lentamente como en un tiempo sin tiempo la polvareda se hubo depositado nuevamente sobre el suelo seco y duro de aquel lugar, cegando mis ojos y cubriendo mis cabellos y mi ropa, oí una letanía, como una plegaria de seres anónimos e invisibles que partiendo desde dentro de una caverna se elevaba en la atmósfera irrespirable de aquel lugar, para perderse luego, capturada por el infinito silencio.

Más tarde lavé mis ojos con la lluvia azul que descendía copiosamente, mojando ese extraño paraje. Lavé mis ojos, sí, y no veía. Luego, cuando la lluvia azul me hubo mojado por entero y comenzaban a anegarse los caminos, perdí el oído y el gusto y el olfato también. Y cuando pude andar unos pasos por el camino enlodado ya no sentí mis ropas. No sentí mi cuerpo. Por fin..., por fin, sentí que no sentía. Que era el vacío, el sin sentido, la ausencia sin el ausente. Ni aquí ni allá. No el orden. Ni siquiera el caos. Y ya no fue la palabra...

Segundo Cafecito

Deambulé por las calles angostas durante un tiempo que no sé precisar. Vi transitar a hombres y mujeres en direcciones contrarias, unos apurando el paso, otros, lentamente, balanceando su cuerpo a uno y otro lado, caminando sin rumbo, sin destino. A estos últimos seguí. Y cuando hubimos arribado a destino, juntos todos y sin mirarnos mutuamente, nos dejamos caer sobre el piso de cemento que cedió a nuestro peso. Y nos hundimos..., nos hundimos cada vez más hasta quedar sepultados bajo la tierra, los unos junto a los otros, tomados todos de la mano y con sendas cintas rojas anudadas a nuestros cuellos. No sé si era ornamento..., no lo sé. No sé tampoco si era el instrumento, pero a poco de respirar, que respirábamos bajo la tierra, alcé mi mano. La alcé tan alto que emergió del suelo y sentí un calor abrasador que laceraba mi piel. Nooo....! Y preferí el entierro y el cordel rojo en torno de mi cuello. Tomé un lápiz de mi bolsillo, mas no hallé donde escribir. No lo hallé...

* Del capítulo Memorias fictas de Último Testamento, de E. Dertmardirossian, Ed. Dermarte, Buenos Aires 2000.
H 15 – 08.09.2000