Heráclito 19

La dama y las acuarelas
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Lola Frexas
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Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
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El Pasaje Rivarola tiene una sola cuadra de extensión que comunica las calles Bartolomé Mitre con Tte. Gral. Perón, equidistante entre las avenidas Callao y 9 de Julio. De arquitectura ininterrumpida en ambas aceras, crea un microclima casi parisino en medio del caos ordenado de la ciudad de Buenos Aires. Allí, en uno de sus pisos vive y tiene su taller Lola Frexas, que desde el óleo a la acuarela ha recorrido las diferentes técnicas con las que gratificó el sentido estético de argentinos y extranjeros. Y allí recibió a Heráclito en la cordialidad de su hogar, sí, pero también en medio de multitud de trabajos, unos enmarcados y listos para ser enviados a su próxima muestra, otros situados más o menos ordenadamente en los muros ya escamoteados tras tanto arte. Aquellos sobre una mesa, estos sobre la biblioteca o adelantándose a otro mueble, todos sin enmarcar, son acuarelas que denuncian la pasión de la artista por los colores y las formas, puestos con la soltura de quien tiene belleza en su espíritu y conoce la docilidad de su mano y de su pincel para expresarla.
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Supimos de su pasión por la poesía y por las otras letras y acerca de ello conversamos. Lola nos recitó extensos poemas que iban viniendo a su memoria a medida que discurríamos sentados a uno y otro lado de su mesa de trabajo. "Puedo recitarle todo el Quijote de memoria", exageró. Ocurrente y vivaz, hizo algunas reflexiones acerca del tiempo. “Es inacabable cuando padecemos, pero fugaz cuando somos felices; hay un tiempo para medir y otro tiempo diferente para vivir”. Recordó su infancia y la casa paterna, próxima a la estación ferroviaria de Villa Luro, recordó sus juegos y sus relaciones. Es una mujer particular, con un sentido del humor que va y viene de la solemnidad al histrionismo. Inquisitiva, sabe de ti antes de que se lo digas. Y en eso hace interesante la charla.
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Todo parece desaparecer ante la felicidad. Pero la felicidad, así como es fuerte, es también efímera. Es un estallido el de la felicidad. Por ejemplo, cuando yo era chica fui muy feliz, no porque fuéramos pudientes, que no lo éramos. Vivíamos en aquella casa de la calle Virgilio y conocimos la dicha de verdad. Fíjese que éramos tres hermanas y juntas vivimos tiempos de maravilla..., en realidad, nadie podía con nosotras…” La interrumpimos para decirle que hoy mismo con ella no se puede muy fácilmente. Y ahí nomás, la curiosidad de mujer: “¿Por qué?”. Le recordamos que durante la charla telefónica al encuentro nos sorprendió con un torrente inacabable de ocurrencias, citas, reflexiones, ironías de variada clase; y por eso supimos que nuestra ulterior entrevista no habría de tener desperdicio. Y ella interrumpió ésta vez: “Bueno..., yo no quisiera ser una de esas horribles personas normales, vió...?” Al conversar con Lola uno percibe varias aristas del carácter y de la conducta humanos, todos juntos y superpuestos, al revés del Aleph borgeano, pero también ve la particular relación que ésta artista tiene con su entorno y consigo misma. Comprende la preocupación humanista que oculta cada una de sus reflexiones y de sus ocurrencias. Es como hablar con un adelantado del espíritu o con un sufí, pero hecho a la manera de occidente. Tan es así que "yo –nos dijo- no expreso en mis pinturas mis momentos de angustia o de tristeza. Sólo expreso estados de dicha y de sosiego". Y esto es un regalo, el más generoso que puede hacernos un artista. Su obra da fe de ello.
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No bastándole a esta mujer con pintar como lo hace, esgrime el lápiz para decir con palabras sus impresiones y sus sentires. A propósito del asunto, le preguntamos si siente más libertad al pintar o al escribir, habida cuenta que las palabras tienen un significado asignado al que ha de ceñirse el escritor; no así, la forma y el color son creados en cada momento por el pintor. "No lo creo así –nos contestó-, tanta libertad tienen el uno como el otro. La creación trasciende las convenciones".
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Si es cierto que el artista tiene sus particularidades, en Lola Frexas tenemos el paradigma de esto. Concluyamos con sus palabras: “Yo no quisiera ser una de esas horribles personas normales, vio...?”
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H 35 – 26.01.2001
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La dama y las acuarelas
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Lola y las acuarelas
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Eduardo Baliari
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Para la acuarela, el privilegio de dialogar con las nubes, de tutearse con el viento, de modelar el aire. Si el óleo tiene la fuerza de la convicción real, de la demostración concluyente de la razón, la acuarela modula temblorosamente en el pentagrama de la poesía. No en vano su esencia es el agua y su procedimiento la impronta. Y es en ese terreno donde se asiste a este despliegue pocas veces superado de un registro tan extenso y variado como el que posee Lola Frexas. Su forma es fiesta; su color es luz. Es la alegría eufórica de descubrir el mundo y es por ello que los frutos, las flores y aún los objetos, se reencuentran en sus cuadros con un destino que se daba por extraviado. Porque innegablemente en sus cuadros el mundo vuelve a reintegrarnos la capacidad de asombro. Y comienza de nuevo: el color es anterior a las formas, la luz nace de las sombras ahuyentándolas. Y como en el caso de las rosas: si intentáramos llegar al corazón de su misterio, del misterio de su belleza, nos quedaríamos con los pétalos sin posibilidad de recomposición. Por eso el idioma de los colores de sus cuadros puede ser el lenguaje de los poetas.
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Por momentos, ese vértigo de color que distribuye en diminutas partículas, se convierte en impresión alucinante y el cuadro debido a ello, no admite la vivisección de la ortodoxia académica. Al igual que en los paisajes, en las impresiones al aire libre, su dialéctica plástica es el discurso vivificante, sin afectación, buscando solamente la continuidad en el tiempo. Quizá allí esté el secreto de su actividad vital: el encuentro que se produce entre el tiempo y el espacio para felicidad –acaso última felicidad-, de los que todavía permanecemos esperanzados aquí abajo.
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H 35 – 26.01.2001
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Serie Creencias del mundo
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El Zen, una actitud existencial
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José Carlos García Fajardo*
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En China se inventó el papel, la brújula, la pólvora, el té, la seda, la porcelana; es la cuna de seres únicos como Lao-Tsé y Chuang-Tzú, poetas Tang, como Li Po y Tu-Fu; paisajistas de la pintura Sung, Wang-Wei y Wu Tao-Tzú; o esa explosión armoniosa contenida en la porcelana Ming.
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Es la patria del arte del Bushi-do "para detener la flecha en el aire", de donde proceden "caminos" (Do) de la mano, Judo; de la espada, Kendo; del arco, Kyudo; de todo el cuerpo, Aikido. Todo arranca del Jiu-jitsu o arte de aprovechar la fuerza del contrario, para restablecer la armonía cuyo equilibrio se ha visto amenazado que después inspiraría el Taekwondo.
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Así como la ceremonia del té, Chado y la sinfonía de la danza Tai Chi Chuang, no se pueden expresar con palabras. "¿Cómo te voy a explicar el sabor de una taza de té?"; té de colores sepia, ámbar, rojo o negro, con sabor a humedad, a humo, a bayas o a magnolias. El té que degustaban "el anfitrión, el huésped y el crisantemo... sin decir palabra" ¿Qué habrían de decir si el colmo de la amistad es estar juntos en silencio?
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"Desde hace poco conozco una profunda quietud. Mi espíritu no se inquieta por nada del mundo. La brisa que viene del bosque de pinos. Hace volar mi bufanda. La luna de la montaña brilla sobre el arpa. ¿Me preguntáis la razón del éxito o fracaso? La canción del pescador se hunde en el río", escribía Wang-Wei.
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En Occidente, se construyen palacios y templos macizos y cerrados, para afirmar la fijeza y enraizarse como la piedra; en Oriente, los templos y los palacios tienen la ligereza del cerezo y del bambú y son abiertos para gozar de la naturaleza hasta el punto de que no se podría determinar donde terminan los pabellones y comienzan los jardines, para expresar la entrega al fluir de las mutaciones. Nada permanece, todo fluye y todo pasa, como refleja el I Ching.
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El gran poeta del siglo XVII, Basho, padre de los haikú de 17 sílabas, subraya el gusto chino por plantar flores sobre el agua para afirmar su gusto por lo impermanente. El haikú es como un relámpago que ilumina la realidad, como si penetrara hasta el fondo de las cosas; ese relámpago entre dos oscuridades que queda aprehendido como signo de un paso. Como aquellos "pasos" de la pastora Marcela que recuerda el Quijote: "Contemplar... el cielo, pasos con que camina el alma a su morada primera." No pensar, dejar de lado palabras y conceptos. "Los ánades no pretenden dejar su reflejo, ni el agua piensa recibir su imagen".
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Emblemático de la sabiduría oriental es el loto que necesita hundir sus raíces en el cieno, extiende sus hojas sobre el agua para subir y descender al ritmo de las mareas y abre sus flores al sol sin permitir una mota de polvo sobre sus pétalos. Así el discípulo camina en la senda de la sabiduría con los pies firmemente apoyados en el suelo pero sin que el polvo le impida ver la luna reflejada sobre el agua del estanque. Los monos, como los ignorantes, se quedan mirando el dedo que les señala la luna o pretenden coger la imagen reflejada sobre la superficie del lago.
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Una de las más ricas aportaciones de Oriente a la sabiduría universal es el Zendo, el Camino del Zen. Educa para estar plenamente en lo que se hace: "Pasar el río sin mojarse los pies significa hacer las cosas sin ser prisionero de ellas", aconseja Liang Chieh. Es una manera de ver el mundo y de vivir estando aquí y ahora, trascendiendo la propia personalidad y las ataduras del ego, como se apaga una luz para mirar a través de los cristales.
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"Mañana" no es una realidad, sino una hipótesis; "ayer" tampoco existe, si acaso memoria que puede activar el recuerdo (pasar otra vez por el corazón); tan sólo son reales "aquí" y "ahora". No hay mañana, y hoy puede ser siempre, todavía.
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El discípulo, cuando tiene hambre, come; cuando tiene sed, bebe; cuando tiene sueño, duerme; cuando está cansado, se sienta. El Maestro Zen, cuando come, come; cuando bebe, bebe; cuando duerme, duerme; cuando descansa, descansa. Como Miguel de Unamuno apuntó, las cosas fueron primero, su para qué, después.
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Al despertar y adquirir la mentalidad Zen, se exclama "¡Qué maravilla, qué misterioso! Llevo leña, subo agua". Y, en otro lugar, "Sentado tranquilamente, la primavera viene, la hierba crece".
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Po Chu I, un poeta tang, explica el comportamiento adecuado a través de la sabiduría natural de los pinos: "En otoño susurran un canto sedante, en verano esparcen fresca sombra, en primavera, la suave lluvia crepuscular llena sus agujas de perlas pequeñas y brillantes, al acabar el año, pesada nieve adorna sus ramas con jade inmaculado. Porque saben derivar de cada estación. Un encanto particular. No tienen par entre los árboles".
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El Zen se originó en China, hacia el siglo VI, al encuentro del budismo Mahayana, originario de India, con el Taoísmo. Se tradujeron las obras budistas al chino, su implantación duró unos tres siglos y dio lugar al Ch’ang que corresponde al concepto sánscrito de Dhyana, contemplación. Los signos chinos para nombrarlo significan "a solas con el Cielo". Siglos más tarde, al llegar a Japón con el patriarca Dogen, los mismos signos o kanyis se pronunciarán Zen. Después de años de peregrinar por monasterios de China, practicando el Zen, resumió lo que había aprendido: "Los ojos son horizontales, la nariz es recta".
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El fundador del Zen en China es el legendario Bodhidarma, representado con ojos saltones, de tanto mantenerlos abiertos para no dormirse durante la meditación.
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El Zen no es ni una religión ni una filosofía, es una actitud existencial de concentración en lo que está pasando, y de asombro ante las cosas corrientes de la vida. Por medio de la meditación, con la postura correcta y la respiración adecuada, se alcanza la experiencia del despertar, o satori. Sin pensar en nada, dejando circular los pensamientos "como las nubes que acarician la montaña". Sin acogerlos ni rechazarlos, dejarlos ir. El satori es la percepción inmediata de la realidad, que ilumina la naturaleza de las cosas y supera todo dualismo. Es la realización de la visión advaita, no dualista aportada por India.
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Todas las cosas son unidad "empty oneness", unidad vacía.
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La meditación ni cierra ni atrofia los sentidos sino que los agudiza y hace más sutiles y delicados. Pero, una vez más, el que sabe no habla, el que habla no sabe.
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"Espacio abierto, nada de sagrado", respondió Bodhidarma al emperador a quien censuró por buscar el mérito de las acciones. Las cosas son como son... e mais nada.
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* Profesor de Pensamiento Político y Social de la Universidad Complutense de Madrid y Presidente de la ONG Solidarios para el Desarrollo.
H 37 – 09.02.2001
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Terremoto con remezones literarios*
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Osvaldo Mitchell

. Se cumplieron 230 años del gran terremoto que sacudió a la capital de Portugal en 1755. Emplazada sobre una cuenca geológica de formación terciaria, la ciudad cedió en aquellos barrios edificados sobre sectores que descansan sobre lechos de arcilla azul, rica en residuos orgánicos, mientras que las construcciones asentadas en piedra caliza y basalto no sufrieron mayores daños. Con todo, al sismo se añadió una violentísima oleada que rompió sobre los muelles del Tajo y hundió muchas embarcaciones y un incendio sobreviniente completó la obra destructora. La pérdida de vidas se calculó en alrededor de las 40.000 y el valor de la propiedad destruida ascendió a unos 45 millones de escudos, o sea, mil quinientos millones de dólares, según el actual valor del oro.
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No se trataba, por cierto, del primer movimiento sísmico de importancia registrado en Europa; 1698, 1268 y 836 se produjeron otros igualmente graves y el que afectó las costas del Mediterráneo en el año 526 fue mucho peor, pero el de Lisboa se singularizó por ocasionar, de rebote, una tormenta literaria que afectó las relaciones de dos hombres pensantes de la época. Voltaire, que así se llamó a partir de l718 Francisco María Arouet, tuvo la idea de aprovechar esta catástrofe, que había impresionado profundamente a la opinión del continente, para publicar en 1756 su “Poéme sur le désartre de Lisbonne”, que trasuntaba la posición antirreligiosa del autor. Rousseau, cuyo deísmo y temperamento sentimental contrastaban con el racionalismo de Voltaire, dirigió a éste una célebre carta el 18 de agosto del mismo año, 1756, en la que reivindicaba la idea religiosa y se quejaba de que el “poema” acentuaba las penas y lo sumía en la desesperación. La polémica así entablada sustituyó la amistad que hasta entonces unía a ambos pensadores; la respuesta de Voltaire fue el “Cándido o el optimismo” (1758), cuento filosófico en el que, a partir de las desventuras del protagonista en sus viajes por el viejo y el nuevo mundo, se desvirtúa la intervención de la Divina Providencia en los acontecimientos terrenales, plenos de catástrofes, sinsabores e injusticias, y se satiriza el optimismo creyente de Leibniz, resumido en el principio tout est pour le mieux, dans le meilleur des mondes que se repite, con volteriana ironía, a través del relato. A ese optimismo a ultranza no opone Voltaire una desesperanza total; ante las innúmeras calamidades de que el joven Cándido y su preceptor Pangloss son testigos, entre las que el terremoto de Lisboa es un ejemplo, el autor brinda una receta práctica, aunque de un conformismo que no intenta curas radicales. “Cultivemos nuestro jardín”, nos aconseja, es decir, luchemos por el bien en el reducido campo reservado a nuestra iniciativa. Tal es el corolario del pequeño libro que, no obstante su brevedad, ha perdurado como una inmortal creación del Voltaire dentro de la vastedad de su obra.
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Cualquiera sea el partido que se asuma en la famosa polémica, el gran mérito que se reconoce al Candide, brillante legado intelectual al par que producto indirecto de una gran catástrofe, sugiere que, si todo no está perfectamente bien en el mejor de los mundos posibles, como quería Leibniz, al menos no hay mal que por bien no venga, según nos consuela la sabiduría popular.
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* Publicado en el diario La Prensa de Buenos Aires en su edición del 3 de noviembre de 1985.
H 34 – 19.01.2001
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Las cosas del tiempo
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Heriberto Gallo Machado *
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Ese fantasma que recorre el Universo se burla de nosotros. Ríe a carcajadas con las estupideces que inventamos para trazarle límites, cuando él se regodea libre por confines infinitos, imponiendo reglas que después cambiará abruptamente, en el momento e instante que no espera el Hombre. Y éste, iluso, cree aprisionarlo en un reloj o en las hojas del calendario en el que se delimita el año. El tiempo es un niño inquieto, juguetón, amigo de las bromas, que canta y baila con nuestra angustia por asirlo.
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Se suceden los días, las noches, el Universo palpita vital y trepidante, impregnado por el cambio constante en su estructura. Mientras, los hombres aquí nos cansamos de sandeces y hablamos de nuevo milenio o nuevo siglo, tonterías de esas que se convierten en polémicas vacías, inútiles y estériles, como cuando en la Edad Media se quebraban los pensadores la cabeza averiguando el sexo de los ángeles. Me aburre esta discusión inútil, que si hubo año cero o no lo hubo, que cómo fue el comienzo.
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Cuál comienzo si la eternidad con su caudal de tiempo estuvo siempre y si un año le debemos a la Vida, tenemos otra eternidad para pagarlo.
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* El autor integra un grupo de estudios de postgrado en Ciencias Políticas de la Universidad de Medellín, Colombia.
H 34 – 19.01.2001
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Juan Matías Loiseau, “Tute”
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Conocido como dibujante y humorista gráfico, este argentino es quien en entregas anteriores de Heráclito respondió a la pregunta “Los filósofos ¿ríen?”. Lo hizo titulando su respuesta así: “El humor es síntesis y asociación, la poesía, duda; la filosofía quizás ambas, ¿no?”. Y con ello ganó estimación también en los territorios del pensamiento y de la reflexión.
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Nos gusta este encuentro de dos quehaceres que, ciertamente, han recorrido caminos diferentes en la historia del hombre pero que si bien se los mira no pueden ser definitivamente delimitados, porque uno y otro hacen vivir. Y ahora, para nuestro regocijo y el de nuestros lectores, vamos a mostrar a Tute poeta. En efecto, dos poemarios publicados dan cuenta de sus cualidades como tal, pero de eso hablaremos en una próxima ocasión. Ahora regalémonos con unos versos suyos que integrarán un volumen de próxima publicación. Con su anticipación nos privilegió el amigo, hoy, poeta.
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IV
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Lo mataron por la espalda.
Confundido, vio la muerte.
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III
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No gritó. Ni siquiera dejó una lágrima.
No por valor, sino por ignorancia.
Murió sin saber lo que pasaba.
La máscara está en el suelo.
El cuerpo es un recuerdo del presente, que se apaga.
Y hay que ver qué ridículo se vuelve un bolsillo.
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II
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Caminaba y se miraba caminar
en las vidrieras.
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I
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Esta mañana,
Darío amaneció inmortal.
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El truco
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El anciano me hablaba mientras jugaba..

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Pintó los naipes, alzó los arrugados párpados, y dijo como sin querer, “tanto ha venido a visitarme la amistad que no he logrado suicidarme”. Y el compañero deslizó el “Envido…”
“¡Truco!” le grité.

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Quiero ver su truco; yo le enseño el milagro”.


Siete oros tiré en la mesa. Él, fingiendo que la carta era pesada, dejó caer el as de espada. Cruzó la última línea del cuadrado y, sonriendo, dijo: “Pero un día me haré negar para todos”.
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El río de Heráclito
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Un poema puede ser todas las cosas.
Un poema quiere ser todas las cosas.
Sus aguas son aguas de río,
el río de Heráclito, espejo furtivo.
El laberinto está perdido.
El trágico centro se ha vuelto ridículo.
La asida espada yace en la hierba,
y la tinta negra continúa fresca.
Sur, norte, este y oeste se confunden;
el antes, el después y el todavía son
la misma cosa.
El círculo nunca se cierra.
En Ginebra, Borges sólo perdió la ceguera.
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H 36 – 02.02.2001
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Ariel Petroccelli y su “Cancionero del ejedrez”*
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Peón de ajedrez
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Trabajé en el mar
en el salitral
y en las cataratas.
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Hice la pared
soy el albañil
y no tengo casa.
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Pero soy un peón
el cuerpo y el alma
y en la sociedad
y en el ajedrez
soy el que trabaja.
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Trabajé en el box
en el mostrador
y en el tren fantasma.
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Traje el algodón
hilo en el telar
y no tengo manta.
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Pero soy un peón
el trabajo puro
y en el esplendor
del amanecer
hago andar al mundo.
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En el ajedrez
trabajé de alfil
trabajé de torre
morí por la dama.
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Después del final
volví a ser un peón
dendro de una caja.
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Subo al trampolín
visto al maniquí
lleno las acequias.
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Carpintero al fin
pulso el garlopín
y no tengo mesa.
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Pero soy el peón
el brazo del tiempo
y allá en el taller
me vuelvo a nacer
Y origino el viento.
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Sudo en el jardín
cuido del delfín
corto los racimos.
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Voy por el carbón
y en el corralón
me muero de frío.
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Pero soy un peón
el cristal y el barro
y en ese crisol
de la humanidad
hierve mi cansancio.
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* Musicalizado por Isamara.
H 39 – 23.02.2001