Heráclito 17

La resurrección del tiempo *
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Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
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Años más tarde me tocó andar peligrosamente en la noche de Año Nuevo por las calles de Nápoles. De cada ventana, de cada una de las ventanas de cada casa napolitana, brotaban los fuegos artificiales, las bengalas y los cohetes. ¡Que competencia sin igual en la locura fosfórica! Lo grave para mí, transeúnte perdido en aquellas calles, fue que después de reconstituido el silencio y apagados los estallidos de la luz, comenzaron a caer a mi alrededor toda clase de objetos indescriptibles. Mesas cojas, librotes y botellas, desvencijados sofás, marcos desdorados con fotografías bigotarias, cacerolas agujereadas. Los napolitanos tiran por el balcón sus pobrezas del año. Se desprenden con alegría de los trastos inútiles y asumen en cada resurrección del tiempo el deber de la limpieza sin concesiones” (Pablo Neruda, “Por las costas del mundo”, Ed. Andrés Bello 1999).
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Las gentes miran el cambio del milenio como un hecho de inusual importancia. Algunos lo ven como un privilegio deparado a estas generaciones. Otros, como un episodio decisivo en la vida de la humanidad, más aún de lo que han sido los sucesivos reemplazos de calendarios que hicieron cada 365 días. No faltan quienes buscan significados mágicos o misteriosos en el advenimiento del 2001, que es cuando de verdad cambia el milenio cristiano. Y quienes preanuncian catástrofes nunca antes ocurridas.
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No pocos asumen el año que vendrá como todo otro advenimiento del tiempo, y se esperanzan, como lo hicieron tantas veces como años cuentan en sus vidas, con un porvenir mejor.
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Finalmente los hay que miran el hecho como el simple devenir de un nuevo amanecer, tal como acontece con cada día de cada mes de cada año de sus vidas. Éstos últimos son quienes gozan de mi simpatía.
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Cierto es que el hombre necesita señales, hitos, referencias para marcar el tiempo ido y el por venir. Un compás, un péndulo, un tic tac que le marque alguna clase de ritmo en su transcurrir por el mundo. La vida –que de eso se trata- no parece posible en un devenir llano, continuo, sin pulsiones que la conmuevan de cuando en cuando, de modo que sea la acumulación de todos esos cuandos lo que deje en cada quien la sensación de haber vivido. Cada día de año nuevo es también una pulsión, y en mayor medida lo es cada día de una nueva década. Y qué decir del día primero de un siglo. Pero el día uno de un milenio -¡de un milenio!-, ese día tiene, para tantos, un significado que escapa a toda medida. Entonces se disponen para asistir a lo extraordinario, inimaginado por quienes ya partieron e inimaginable para quienes estamos todavía poblando de pié el planeta. Y no tan sólo el planeta. Porque siendo el tiempo una categoría universal, el cambio, si es tal, es para todo el Universo. Entonces ¿cómo no ver el tránsito como un devenir desmesurado y, por tanto, alojo de episodios o de esperanzas sin medida?
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Los hay (lo dije antes) que no ven en ello nada extraordinario, salvo lo que de extraordinario tiene el despertar cada día para ver la luz y amanecer a la certeza de estar vivos. Ellos (nosotros) no alzan fetiches para conmemorar los hechos que los tiempos ya borraron. No buscan en la vida otra justificación que la vida misma. Son, ignoro cuántos, los que cumplen días en vez de años y por eso celebran cada amanecer. Los que, en definitiva, tienen un poeta, ignoto quizá, alojado en sus adentros. No mejores, no peores, tampoco diferentes. Son, no otra cosa, los que ven en cada instante la resurrección del tiempo. Y miran (miramos) con alguna indiferencia los episodios infrecuentes, celebrando cada jornada de la propia vida para decir con Heráclito que el sol es nuevo cada día.
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Con el alba de cada jornada, entonces, ser napolitano, acompañar a la luna en su travesía, celebrar la vida.
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* Un apunte inicial de esta nota fue publicado en La Nación de Buenos Aires, el 14 de diciembre de 1999.
H 31 – 29.12.2000
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La utopía como esperanza y anhelo de felicidad
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Rogelio Blanco Martinez
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Desde que tenemos conocimiento de los comportamientos del hombre, sabemos que éste viaja incesantemente con una fuerza inevitable y, a la vez, esperanzadora, hasta un punto de deseo que le haga feliz; esta capacidad anhelante es anticipadora y, con frecuencia, se llama utopía. (Aquí, el concepto de utopía, “no-lugar”, no debe confundirse con el de utopía, “el buen-lugar”).
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Esa imaginación anhelante de futuro, más o menos próximo, es una forma primigenia de empezar a construír desde el momento en el que se sueña. Ya, en el Antiguo Testamento los profetas, hombres despiertos y de gran lucidez, discurrían y enseñaban a sus conciudadanos acerca de futuros fenómenos que, posteriormente, se verificarían y que, potencialmente, serían salutíferos. Tales sueños o fantasías de anticipación fueron adaptándose reiteradamente en cada momento histórico. Cada desarrollo anhelante de felicidad, cada proyección utópica devenían en favorecer un aspecto de esa imparable capacidad de imaginación del hombre. Capacidad que, las más de las veces, se presentaba anticipadora, (fórmula bien conocida en la filosofía griega). Estos anhelos y esperanzas del hombre históricamente, se han plasmado en sociedades concretas, se han perfilado en proyectos utópicos con visión de futuro. El hombre predice, imagina, sueña su futuro. Y en este ejercicio evoluciona desde los viejos mitos hasta las modernas elucubraciones científicas
[ii].
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Para llegar al actual pundo donde nos encontramos, para alcanzar una situación que en tiempos pasados se calificaría como utópica, ha sido preciso que determinados prohombres ensoñaran viajes extraordinarios, viajes mentales, que posteriormente se acercarían a la realidad; basta contemplar casos tan ilustrativos como Francis Bacon, Isaac Newton, Albert Einstein o Julio Verne. Ese deseo de soñar ya deviene en el hombre desde el prototípico comportamiento de los legendarios Dédalo e Ícaro, cuando ensamblaron plumas con cera para constrir las alas que les ayudarían a huir del laberinto.
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De modo natural el hombre trabaja a favor de la utopía, de la felicidad, para la esperanza. “Esperanzas que, a través de los siglos, alumbraron el camino de la humanidad: esperanzas o utopías (neomagias, ensayos científico-técnicos, construcciones decisivas...) que han venido acumulándose para organizar sociedades mejores"
[iii].
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La teleología del hombre en este mundo es la búsqueda de espacios felices; el hombre tiene una propensión innata hacia la utopía. Propensión que suele realizar a través de sueños, desarrollos religiosos, edenes o paraísos terrenales, etc., en una palabra, descubriendo una utopía. “La mayor fuerza de los diálogos discursivos de Platón radican, cuando se leen en un registro utópico, en el aserto de que la ciudad ideal había existido ya, antiguamente. Desde la evocación platónica de las ‘Atenas’ de tiempos antiguos en el Critias hasta la añoranza de los ingleses por la época anterior al yugo normando y hasta el primitivismo del siglo XVIII, en modo nostálgico, ha sido una de las constantes auxiliares de la utopía
[iv].
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Así pues, el hombre realiza un desarrollo onírico, ejecuta su capacidad de soñador en esa búsqueda de elevarse sobre las insatisfacciones de este mundo, a fin de buscar algún espacio edénico; por otra parte, no es propio del soñador el tener una actitud negativa. Se puede afirmar, pues, que el anhelo de felicidad es inherente a la naturaleza humana y que la utopía contribuye a reforzar tal anhelo, porque ésta es una manifestación necesaria del hombre, es una necesidad radicalmente antorpológica. “En un principio utopía es la imagen de un deseo. Posteriormente esta imagen se complicará y diversificará, llegará incluso a convertirse en una forma profunda de expresar una crítica o una sátira social pero en su base persistirá siempre un deseo irreal. La historia de la utopía, reflejará por consiguiente, las condiciones de vida y las aspiraciones de los individuos y de las clases en diferentes épocas de la historia. El país descrito bajo el nombre de utopía variará, naturalmente, con los diferentes escritores, pero por encima de estas variaciones hallaremos una modificación continua que sigue el curso normal del deseo histórico... Los poetas, los profetas, los filósofos, la han utilizado para instruir o para deleitar, pero antes que los poetas, los profetas y los filósofos, está el pueblo, con sus fortunas y desgracias, sus leyendas y sus sueños
[v].
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[i]La ciudad ausente”, Akal, Madrid 1999, pp. 54 a 56.
[ii] W.H.G. Armytage, "Visión histórica del futuro", Península, Barcelona 1971. Obra clásica dedicada a narrar el optimismo antropológico frente al futuro.
[iii] S. Vilar, El viaje y la eutopía, iniciación a la teoría y a la práctica anticipadoras, Laila, Barcelona 1985, pág. 8.
[iv] F.E. Manuel y F.P. Manuel, "El pensamiento utópico en el mundo occidental, antecedentes y nacimiento de la utopía" (hasta el siglo XVI), ibíden, pág. 9.
[v] M.J. Lasky, "Utopía y revolución", Fondo de Cultura Económica, México 1985, págs. 9 y ss.
H 32 – 05.01.2001
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Serie Creencias del mundo
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Budismo: iluminación y sabiduría
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José Carlos García Fajardo*
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El budismo enseña que el camino a la Verdad es un viaje hacia el interior de uno mismo; todos poseemos la naturaleza de Buda en lo más profundo y el sentido de la vida consiste en despertar a la auténtica realidad.
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Señala A. Shearer que el género humano es único en cuanto a su capacidad de infelicidad. Es como si nos hubieran herido con una flecha envenenada pero, antes de aceptar ayuda, nos debatimos razonando sobre quién la ha disparado, en qué dirección vino y de qué material está hecha. La actitud budista es arrancarse inmediatamente la flecha. Aceptamos las limitaciones y adversidades como algo consubstancial a la vida mientras nos enajenamos buscando satisfacciones en el trabajo, las relaciones sociales o en los sentidos. Es como un preso que pintase de purpurina los barrotes de su celda, pero sigue privado de libertad.
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De acuerdo con el budismo, vivimos dominados por el sufrimiento y urge encontrar una solución, porque si no reconocemos este hecho y encontramos la causa, no seremos capaces de reconocer nuestro derecho a ser felices en armonía con los demás seres.
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Buda jamás admitió tener ningún don especial, ni inspiración divina o ser enviado de Dios para fundar religión alguna, nos legó una doctrina basada en conocimientos científicos cuyas fuentes ignoramos. De hecho, advertía a sus oyentes de que no aceptasen sus palabras ciegamente sino que las contrastase con la ineludible experiencia personal. Conocida es su expresión "Venid y vedlo por vosotros mismos" que los maestros Zen transformarán en "¿Cómo te voy a contar el sabor de una taza de té?". Se trata de una revolución de la consciencia al trascender el sentido individual del yo. Este cambio radical en la percepción es la única curación del sufrimiento que padecemos y que causamos a los demás. El despertar significa plenitud, felicidad y gozo.
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Su mensaje se recoge en el Dhammapada: "Las enseñanzas que conducen a la paz y no a las pasiones, al despego y no al egoísmo, a la frugalidad y no a la avidez, a la satisfacción y no a la insatisfacción, a la soledad y no a la multitud, a la alegría de hacer el bien y no el mal, son las que nos permiten afirmar con certeza."
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Sidharta Gautama nació hacia el 560 a. C. en una región fronteriza entre India y Nepal. Su padre era rey del clan de los sakyas, de donde le vendría el sobrenombre de Sakyamuni. Aunque personaje histórico, su infancia se ha mitificado y nos ha llegado envuelta en leyendas, como las de los demás fundadores de religiones. Vivió en una época en la que, en el espacio de un siglo, serían contemporáneos Lao- Tsé y Confucio, en China; Heráclito, Pitágoras y Sócrates, en Grecia; Zoroastro, en Persia; el profeta jaín Mahavira, en India y de los grandes profetas de Israel, separados entre sí por millares de kilómetros y surgidos en culturas diferentes.
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Su padre rodeó al príncipe de todos los lujos sin permitirle salir del palacio. Se casó a los dieciséis años y tuvo un hijo al que llamó Rahula. Pero un día, Sidharta salió y vio pasar a un anciano encorvado, después a un enfermo y, finalmente, vio un cadáver envuelto en un sudario. A sus preguntas, respondió su fiel Channa: "Es la vida, mi señor". Profundamente impresionado, regresaba al palacio cuando descubrió a un sadhu, santón errante, con la serena expresión de su rostro y tomó la determinación de abandonar la vida que llevaba y acompañar a los santones en su búsqueda de la Verdad que permanece.
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Abandonó el palacio con Channa, cortó sus cabellos y cambió sus vestidos por los de un mendigo a quien regaló el caballo y, durante siete años, practicó la meditación en la aspereza del ascetismo.
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Pero no encontró la felicidad y abandonó a los ascetas después de haber oído a un pescador que recomendaba a su hijo, refiriéndose a las cuerdas del laúd "Ni tan tenso que se rompa ni tan flojo que no suene".
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Se retiró a los jardines de Bodh Gaya, y se sentó bajo una higuera a meditar hasta que alcanzase la iluminación. Así permaneció durante cuarenta y nueve días hasta que el 8 de diciembre, cuando Venus brillaba en el firmamento, alcanzó la iluminación, o budheidad, y exclamó "Todos los seres son Budha". Comprendió que todos están iluminados pero que no son conscientes de ello por vivir atados a los apegos.
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Budha, o "el plenamente consciente", tenía 35 años cuando tuvo lugar su nirvana y hasta su muerte, a los ochenta años, viajó por el noreste de la India enseñando el camino, dharma, estableciendo comunidades de monjes, shanga, y viviendo la compasión por todos los seres.
Antes de morir, reunió a sus monjes y les rogó que no se afligieran porque la "decadencia es inherente a todas las cosas compuestas" y les urgió para "que fueran diligentes para alcanzar su despertar".
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Buda enseñaba el dharma a todo aquel que encontraba sin importarle su estado o condición social, hombre o mujer, rechazaba el sistema de las castas. Cuando le preguntaban por los dioses o por la vida después de la muerte les remitía a sus propias experiencias, advirtiéndoles de que no aceptasen doctrinas porque las propusiera una autoridad o las avalase la costumbre.
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"El bienaventurado Gautama enseña el dharma utilizando un sistema que escapa al razonamiento y que se basa en la práctica".
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Buda no escribió nada. Sus enseñanzas se recogieron en los aforismos del Dhammapada. Surgieron varias escuelas: el Theravada, o "Doctrina de los Ancianos" que se extendió a Ceilán, Birmania y Tailandia, y el Mahayana o "Gran vehículo" que se extendió por Tíbet, China y Japón.
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La enseñanza de Buda fue enunciada en el Parque de los ciervos de Sarnath, cerca de Benarés, en el discurso sobre "Las cuatro nobles verdades": del sufrimiento, de la causa del sufrimiento, del fin del sufrimiento y de la óctuple senda.
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La vida es sufrimiento porque nada permanece y nos aterra morir. Aunque Buda jamás negó la felicidad que pueden ofrecer el amor, el trabajo, la familia y la amistad, su realismo descubre que toda experiencia es insatisfactoria porque no perdura.
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Para Buda la causa de nuestra penuria radica en la ignorancia o percepción equivocada de la realidad y llama a trascender este sentido de existencia aislada y descubrir la libertad y felicidad del nirvana. Una mente clarificada por la meditación ve las cosas como son en realidad.
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En el “Sermón de las flores”, cuando le preguntaron sobre la naturaleza del nirvana, cogió una flor y permaneció en silencio. Sólo su discípulo Ananda sonrió, y Buda le entregó el manto, el cuenco y el bastón.
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Cuando le preguntaron sobre la causa de la alegría de sus discípulos, respondió: “No se arrepienten de su pasado, ni se obsesionan con el futuro. Viven en el presente y por eso están radiantes de felicidad”.
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* El autor es profesor de Pensamiento Político y Social de la Universidad Complutense de Madrid y presidente de la ONG Solidarios para el Desarrollo.
H 35 – 26.01.2001
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El hombre sin pasado
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Carlos Parma *
Especial para Heráclito
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Su mundo era virtual, él no tenía pasado. Un sitio web con más de 35 megas a nombre de Tomás Mor le daba razón a su existencia. En tanto, se lo conocía en el universo digital como “el pájaro”, precisamente por su don de estar en cada casa imprevisiblemente y su rapidez para fugarse sin ser visto.
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Su página era visitada por cientos de miles de internautas a diario, ya que ofrecía una variada gama de soluciones para ser feliz.
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"Mi novio me ha dejado por otra", consultaba enardecida una adolescente de Estocolmo... “volverá la tesis de Max Planc...”, rezaba la predica de un anciano de Burundi. Y “el pájaro”, como si fuera un Garrik cibernético, aconsejaba en el mismo tiempo que era consultado.
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Su computadora vivía permanentemente conectada, las respuestas estaban como preordenadas, por lo que “el pájaro” muy pocas preguntas contactaba personalmente. Su programa se encargaba de todo, hasta de cobrar una fuerte suma de dinero mensual, incorporarla a su cuenta bancaria y enviar la orden para que un mensajero se la entregue en mano, en su propio domicilio. Este circuito hacía que nuestro protagonista no deje nunca su hogar absolutamente para nada.
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Tenía un vago recuerdo de su madre reprochándolo. Una infancia amordazada y un padre ausente, se encargarían de estigmatizarlo como un carenciado afectivo.
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Nunca supo que la lengua vasca era única y de las más antiguas del mundo, tampoco sintió en la piel la mística que instalaron los sacerdotes de Ur o Lagash. Nadie le habló de la toma de Bizancio o de las dudas del Dante frente a las puertas del infierno... el mundo para él no tenía pasado.
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Cuando dormitaba, una brizna de imágenes lejanas lo invadían. Era la voz de una gitana, que en un etéreo encuentro en el Albaicin le asestó -como un dardo- su profecía ... “asesinarán al asesino...”
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Oblicuo y perspicaz, el mouse deambulaba por el paño cuando inusualmente “el pájaro” se detuvo para preguntarse ¿qué hora era? Miró el ángulo inferior de su monitor y exclamó: “las dos de la tarde”. Un frío colapsó su interior y una mortecina escena se apropió de su sala... la pregunta decía algo más. Casi sin aliento, dirigió el ratón a “pedidos” (un icono que le permitía conectarse con el mundo exterior, aun para pedir comidas a domicilio). Pidió una hamburguesa y una gaseosa y luego se desplomó.
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El espanto era su dueño en el lúgubre devenir de ideas que lo obligaban a volver sobre aquel acertijo ¿qué hora es?... ¿dónde?...¿en el cuadrante de mi vida? Esto lo hizo advertir dos dimensiones. El tiempo horario, que reproducía y retomaba el tiempo cósmico que se establece según el movimiento de la tierra y la posición del sol, o la “hora de su vida”, que en el arco vital de la existencia siempre tiende hacia el fin.
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Comprendió que el presente era sólo un punto en el curso lineal de su tiempo existencial. Así, limitado y acorralado por el instante anterior y el inmediato futuro, se cuestionó su vivencia en el tiempo cosmológico y, aunque no lo conocía, pensó con Bergson y pudo hablar de una “vivencia exclusiva del tiempo espiritual” o con Husserl “de una vivencia del tiempo inmanente”, o tal vez de aquella visión Agustiniana de la “subjetividad” del tiempo. Cierto era que su pasado estaba signado a ser extinto, su presente volátil y fugaz y su futuro incierto, salvo aquella premonición ilegible de la sibila granadina.
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Un timbre vigilante anunciaba a alguien en la puerta. “Es la comida”, razonó.
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Al abrir la puerta una daga filosa atravesó su humanidad. Apareció diáfana la imagen de su madre dándole un beso antes de dormir. “¡Hijo de perra!” profirieron sus fauces... y níveo penetró súbitamente al túnel del silencio eterno.
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El caco le quitó el reloj, una buena suma de dinero y revisando la casa vio una opulenta computadora prendida que le llamó la atención. Pensó en llevarla pero era muy grande. Menos mal, porque “el pájaro” pagaría con gusto con su vida antes que alguien toque su web.
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Al día siguiente, el diario “Noticia” tituló: “Fue abatido famoso asesino serial en una disputa con policías”. Abajo decía: “Se sabe que había practicado recientes atracos. Entre sus pertenencias había un valioso reloj con las siglas WWW. La policía sigue investigando".
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Intertanto, la computadora seguía contestando los requerimientos de los cibernautas y solucionando sus problemas...

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* El autor es Juez de Cámara del Departamento Judicial de Mendoza, Argentina y Profesor de Derecho Penal de la Universidad Nacional de Cuyo.
H 34 – 19.01.2001
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La duración del infierno
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Jorge Luis Borges *
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... Ahora se levanta sobre mí el tercero de los argumentos, el único. Se escribe así, tal vez: Hay eternidad de cielo y de infierno porque la dignidad del libre albedrío así lo precisa; o tenemos la facultad de obrar para siempre o es una delusión este yo. La virtud de este razonamiento no es lógica, es mucho más: es enteramente dramática. Nos impone un juego terrible, nos concede el atroz derecho de perdernos, de insistir en el mal, de rechazar las operaciones de la gracia, de ser alimento del fuego que no se acaba, de hacer fracasar a Dios en nuestro destino, del cuerpo sin claridad en lo eterno y del detestabile cum cacodaemonibus consortium. Tu destino es cosa de veras, nos dice, condenación eterna y salvación eterna están en tu minuto; esa responsabilidad es tu honor. Es sentimiento parecido al de Bunyan: Dios no jugó al convencerme, el demonio no jugó al tentarme, ni jugué yo al hundirme como en un abismo sin fondo, cuando las aflicciones del infierno se apoderaron de mí; tampoco debo jugar ahora al contarlas. (Grace Abounding to the Chief of Sinners; The Preface.)
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Yo creo que en el impensable destino nuestro, en que rigen infamias como el dolor carnal, toda estrafalaria cosa es posible, hasta la perpetuidad de un infierno, pero también que es una irreligiosidad creer en él.
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Posdata
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En esta página de mera noticia puedo comunicar también la de un sueño. Soñé que salía de otro –populoso de cataclismos y de tumultos- y que me despertaba en una pieza irreconocible. Clareaba: una detenida luz general definía el pie de la cama de fierro, la silla estricta, la puerta y la ventana cerradas, la mesa en blanco. Pensé con miedo ¿dónde estoy? Y comprendí que no lo sabía. Pensé ¿quién soy? y no me pude reconocer. El miedo creció en mí. Pensé: Esta vigilia desconsolada ya es el Infierno, esta vigilia sin destino será mi eternidad. Entonces desperté de veras: temblando.
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* “Discusión”, Obras Completas, tomo 1, ed. Emecé, Barcelona 1996, pp. 237 y 238.
H 33 – 12.01.2001
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Friedrich Nietzsche *


-Viajero, ¿quién eres tú? Veo que recorres tu camino sin desdén, sin amor, con ojos indescifrables; húmedo y triste cual una sonda que, insaciada, vuelve a retornar a la luz desde toda profundidad -¿qué buscaba allá abajo?-, con un pecho que no suspira, con un labio que oculta su náusea, con una mano que ya sólo con lentitud aferra las cosas: ¿Quién eres tú? ¿Qué has hecho? Descansa aquí: este lugar es hospitalario para todo el mundo –¡recupérate! Y seas quien seas: ¿Qué es lo que ahora te agrada? ¿Qué es lo que te sirve para reconfortarte? Basta que lo nombres: ¡lo que yo tenga te lo ofrezco!

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–¿Para reconfortarme? ¿Para reconfortarme? Oh tú, curioso, ¡qué es lo que dices! Pero dame, te lo ruego.
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-¿Qué? ¡Dilo!
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–¡Una máscara más! ¡Una segunda máscara...
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* “Más allá del bien y del mal”, sección novena, Orbis, Buenos Aires 1983, parr. 278, pp. 243 y 244.
H 33 – 12.01.2001
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Lecturas escogidas
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Bertrand Russell *
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Entre los muchos novelistas sombríos de la escuela realista, acaso el más lóbrego sea Gissing. Como todos sus personajes, vive bajo el peso de una gran opresión: el poder del temido y, sin embargo, adorado ídolo del dinero. Una de sus novelas típicas es ‘El rescate de Eva’, donde la heroína, con varios subterfugios vergonzosos, desprecia al hombre pobre a quien quiere, para casarse con el hombre rico, cuyas rentas desea aún más. El pobre, dándose cuenta de que las rentas del rico le proporcionan a la joven una vida mejor y de más categoría que la que podría proporcionarle su amor, decide que ella obró muy bien y que él merece ser castigado por su falta de dinero. En esta novela, como en otros libros suyos, Gissing ha presentado, de una manera completamente exacta, el actual nominio del dinero y la impersonal adoración que exige de la gran mayoría de la humanidad civilizada (...)
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Su adoración al dinero va unida a su conciencia de derrota interior. En el mundo moderno, en general, la miseria de la vida es lo que ha promovido la religión de los bienes materiales; y la religión de los bienes materiales ha acelerado, a su vez, la miseria de la vida con la cual medra.
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* “La propiedad", Escritos básicos, trad. Aníbal Froufe, ed. Planeta-De Agostini, Barcelona 1985, T. II, p. 423.
H 26 – 24.11.2000