Heráclito 32

Globalización y cultura
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Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

I
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Infinitas definiciones de la cultura, mil ensayos para que las culturas particulares tengan un lugar en el mundo global. Y sin embargo aquí estamos, peregrinando entre chips y números binarios, acomodando los trastos viejos en los anaqueles nuevos de la sobremodernidad.

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Estas breves anotaciones quieren revisar las dificultades que la globalización le plantea a las culturas. Discurriré, pues, en el marco limitado de esta serie, donde antes me referí al trabajo humano, al dinero y al poder, y próximamente hablaré del amor y de las relaciones interpersonales en el país global de los hombres.
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Huelga decir que la cultura es el rasgo que identifica a una comunidad humana, su sello distintivo, su modo de relacionarse con los otros y con el medio que lo circunda. La cultura es la arquitectura que las comunidades humanas consideran más perdurable que sus templos de mármol, pero con la particularidad de que quiere mudar morosamente a través del tiempo para acompañar al hombre en cada circunstancia de su vida. Los monumentos pétreos quieren ser historia y, entonces, pasado, tiempo ido, memoria; la cultura en su conjunto, en cambio, aspira a ser un presente perpetuo en la vida de las comunidades humanas, ora recordándoles sus valores perdurables y entonces regresándolas a sus raíces, ora marcando rumbos que los hombres transitarán mañana para perdurar al compás de los tiempos.
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II
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Así, la cultura es un límite, un marco, un condicionante para la libertad de los hombres, pero con la advertencia de que es también un cobijo amable, un arropamiento acogedor que los preserva de las inclemencias de la naturaleza. Yugo y alas a un tiempo, la cultura es el ropaje que le ahorra a las sociedades el pudor de verse desnudas.
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Dicho de otro modo, el hombre ha querido transitar la vida conformándose a determinadas pautas culturales. Cultura que así ha llegado a ser su segunda naturaleza. Pero cuidarse de no errar la mirada es importante en esto. Libertad y cultura no deben verse como opósitos sino como contenido y continente, en este orden, que hacen posible la vida en comunidad. Sin compulsión ni violencia, así como el hombre ciñe su vida biológica dentro del continente de su propio cuerpo, también desarrolla su vida espiritual y sus conductas dentro del ámbito de su propia cultura. Libertad y cultura es conducta humana, libertad sin cultura es biología y azar, libertad y violencia son opósitos irreconciliables. Y cultura y violencia es la hechura del mundo global de este tiempo.
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Cuando digo cultura y violencia no me refiero a la fusión cultural habida entre diferentes comunidades humanas a lo largo de la historia. Digo que una acción sostenida por la fuerza, física o psicológica, es ejercida sobre una comunidad humana para modificar compulsivamente sus patrones culturales.
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Creo que estas cosas de la cultura conviene mirarlas atentamente, ver cómo los hombres son acosados por la propaganda, manipuladora impune del hoy y del mañana humanos, cómo la trasnacionalización de los productos y de las costumbres los transforma en homo alieni, forasteros de sí mismos. Al hombre lo han tomado de las orejas para sumergirlo en un mundo, en un modo de vivir que le es ajeno, que no ha sido el producto de la decantación de sus ritos, que no ha encarnado con sus apetitos ni ha hecho migas con sus dioses. Y así, viviendo rodeado por lo que nunca quiso vitalmente, creyéndose dueño de lo que no puede asir, rodeado de costumbres, leyes y afanes que le son hostiles, este hombre ve progresivamente aniquilada su libertad, advierte que ya no le es acogedor su medio. Y comienza a recorrer el camino de la infelicidad.
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III
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Llamo fusión global al proceso por el cual la persona se ve inmersa en unos modos de vivir que no ha buscado y que son el producto de la voluntad de grupos supranacionales y aculturales que actúan con vistas a sus exclusivos propósitos de lucro y de poder. Es la enajenación no ya de la economía, no tan solo de los intereses materiales, sino también, y sobre todo, del hombre y de sus esperanzas. Trabaja el hombre por un salario que no lo sostiene, camina por senderos y hacia destinos que no conoce ni ha elegido, murmura canciones cuyo ritmo no es el de sus tambores, y entonces no sabe por qué trabaja, por qué vota si al cabo del comicio su voluntad y sus esperanzas serán los grandes ausentes.
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Un hombre tal siente que ha perdido el cobijo de sus certezas, la caricia de sus canciones, la alegría de sus festivales, la vocación de cambiar lo que no le apetece ya. Un hombre tal, prisionero de la cultura global, mira su casa como un extranjero, y, a lo más, aguarda a que llegue alguna vez la ocasión de sacudirse el yugo oprobioso de saberse enajenado al diablo, pero, a diferencia de Fausto, sin el concurso de su voluntad. Un hombre tal necesita alzar nuevas banderas que reivindiquen su vocación de ser él mismo, nada menos.
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H 50 – 11.05.2001
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Temas de solidaridad

Es preciso actuar

José Carlos García Fajardo


Nuevo aporte para nuestros lectores de este profesor emérito de la Universidad Complutense de Madrid y presidente de la ONG Solidarios para el Desarrollo.

"¿Cómo es posible que los hombres no se alegren cada día por el placer de estar vivos?" se preguntaba el poeta Kenko en el siglo XIV. Ueda Miyoji exclamaba: "¡Hagamos tiempo para el ocio! ¡Y vivamos un día como si fueran dos!". La vida sólo ocurre en el presente y, mientras no sepamos vivir cada instante como si fuera único, corremos peligro de no vivir con plenitud. El mismo Kenko repetía sin cesar: "Las personas que temen la muerte deberían amar intensamente la vida".

Algo no puede ir bien cuando la vida se transforma en espera, muchas veces sin esperanza.

¿Y el placer de crear, de participar, de saberse responsable solidario? El placer infinito de saborear los silencios y de salir al encuentro de quienes tienden sus manos hacia nosotros para escucharlos con atención, porque los encuentros sólo se producen una vez en la vida. Por eso, todas las despedidas son eternas, porque la repetición es imposible.

La gota de agua que se sabe océano, la persona que se sabe humanidad y, por lo tanto, necesaria, insubstituible, única, tiene una actitud radicalmente distinta a la de las gentes manipuladas por el consumismo, las prisas y el miedo. Es preocupante el constatar, cómo la historia de los pueblos del Sur, sus tradiciones culturales y religiosas enriquecedoras por lo diversas, su realidad vivida y sufrida, no tenga cabida en la actualidad de los medios de
comunicación. Y, sin embargo, ninguna de las personas de los países ricos podría pasarse sin las materias primas y la inmensidad de las aportaciones que los pueblos del Sur tienen que hacer a la fuerza para que los ciudadanos del Norte puedan mantener su nivel de consumo y despilfarro, al que denominamos vida.

Para ello es preciso mantener más de treinta guerras vivas que consuman armas y municiones y que destrocen lo suficiente para así tener que conceder al Sur empréstitos en forma de "fondos de ayuda al desarrollo" para su reconstrucción. Es preciso que más de dos mil millones de personas continúen en el umbral de la pobreza sin acceso a los alimentos necesarios, a los cuidados sanitarios primordiales y a una educación elemental para bastarse a sí mismos. Es preciso contaminar la Tierra y todo el medio ambiente del que formamos parte substantiva... haciendo de muchos pueblos pobres los cementerios de los residuos nucleares de las centrales del Norte. Es preciso que millones de niños menores de 14 años trabajen sin sueldo o por un cuenco de arroz, que centenares de menores tengan que ser prostituidos. Es preciso sostener nueve personas en uniforme militar por cada uno con bata blanca... o por medio maestro. Es preciso mantener sembrados con las minas de la muerte campos que antes servían para la labranza.

Es preciso que cada minuto se gasten dos millones de dólares en armamento y que cada hora se mueran 1.500 niños de hambre o de enfermedades causadas por ésta.
¿Es preciso que cada mes el sistema económico mundial añada 75.000 millones de dólares a la deuda del billón y medio que grava a los pueblos del Sur?

No, no es preciso. Pero, junto al grito de protesta, las adecuadas propuestas para compartir solidariamente la justicia de la causa de los pueblos del Sur y de muchos ciudadanos empobrecidos del Norte. Los Estados se han mostrado incapaces de resolver este nudo gordiano. Quizá sólo quede la revolución social que anunció Butros Ghali, ex Secretario General de la ONU, en la Cumbre Social de Copenhaguen.

La pobreza y la marginación no son naturales, sino consecuencia de la desigualdad injusta. Frente a este sistema de producción alienante se alza la solidaridad que es radical porque va a las raíces de la injusticia que domina las estructuras imperantes.

H 52 – 25.05.2001


Historia de la eternidad

El tiempo circular

Jorge Luis Borges, Obras completas, T. 1 (1923-1949), Emecé, Barcelona 1996, págs. 394/396.

...De tal profusión de testimonios básteme copiar uno, de Marco Aurelio: “Aunque los años de tu vida fueren tres mil o diez veces tres mil, recuerda que ninguno pierde otra vida que la que vive ahora ni vive otra que la que pierde. El término más largo y el más breve son, pues, iguales. El presente es de todos; morir es perder el presente, que es un lapso brevísimo. Nadie pierde el pasado ni el porvenir, pues a nadie pueden quitarle lo que no tiene. Recuerda que todas las cosas giran y vuelven a girar por las mismas órbitas y que para el espectador es igual verla un siglo o dos o infinitamente” (Reflexiones, 14).

Si leemos con alguna seriedad las líneas anteriores (id est, si nos resolvemos a no juzgarlas una mera exhortación o una moralidad), veremos que declaran, o presuponen, dos curiosas ideas. La primera: negar la realidad del pasado y del porvenir. La enuncia este pasaje de Schopenhauer: “La forma de aparición de la voluntad es sólo el presente, no el pasado ni el porvenir: éstos no existen más que para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de razón. Nadie ha vivido en el pasado, nadie vivirá en el futuro; el presente es la forma de toda vida” (El mundo como voluntad y representación, primer tomo, 54). La segunda: negar, como el Eclesiastés, cualquier novedad. La conjetura de que todas las experiencias del hombre son (de algún modo) análogas, puede a primera vista parecer un mero empobrecimiento del mundo.

Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikings, de Judas Iscariote y de mi lector secretamente son el mismo destino –el único destino posible-, la historia universal es la de un solo hombre. En rigor, Marco Aurelio no nos impone esta simplificación enigmática. (Yo imaginé hace tiempo un cuento fantástico, a la manera de León Bloy: un teólogo consagra toda su vida a confutar a un heresiarca; lo vence en intrincadas polémicas, lo denuncia, lo hace quemar; en el Cielo descubre que para Dios el heresiarca y él forman una sola persona.) Marco Aurelio afirma la analogía, no la identidad, de los muchos destinos individuales. Afirma que cualquier lapso -un siglo, un año, una sola noche, tal vez el inasible presente- contiene íntegramente la historia. En su forma extrema esa conjetura es de fácil refutación: un sabor difiere de otro sabor; diez minutos de dolor físico no equivalen a diez minutos de álgebra. Aplicada a grandes períodos, a los setenta años de edad que el Libro de los Salmos nos adjudica, la conjetura es verosímil o tolerable. Se reduce a afirmar que el número de percepciones, de emociones, de pensamientos, de vicisitudes humanas, es limitado, y que antes de la muerte lo agotaremos. Repite Marco Aurelio: “Quien ha mirado lo presente ha mirado todas las cosas: las que ocurrieron en el insondable pasado, las que ocurrirán en el porvenir (Reflexiones, libro sexto, 37).

En tiempos de auge la conjetura de que la existencia del hombre es una cantidad constante, invariable, puede entristecer o irritar: en tiempos que declinan (como éstos), es la promesa de que ningún oprobio, ninguna calamidad, ningún dictador podrá empobrecernos.

H 52 – 25.05.2001


Juan Matías Loiseau

Poeta argentino nacido en 1974, ha dedicado a Borges su poemario El destino, esa sombra, editado por Nuevohacer, Buenos Aires 2000. Este joven talento literario, también humorista gráfico que firma sus trabajos en La Nación y en otros diarios de Chile, Puerto Rico, El Salvador, Uruguay, México y Estados Unidos con el pseudónimo de Tute, admite su deslumbramiento por el gran hombre de letras argentino. Es evidente la influencia que éste ha ejercido sobre nuestro poeta de hoy, dueño, no obstante, de una pluma de particular estilo. He aquí la muestra de este aserto (N del E).

EL POETA

Un hombre elemental asesinó a un poeta.
Impulsado por fuerzas divinas (él lo afirmó),
con la sangre de la víctima escribió un poema en la tierra.
Lo escribió y lo olvidó.
Fue condenado a vagar por el mundo
como Caín, sin rumbo, marcado.
Un libro está siendo leído en algún sitio.
Su redactor no lo sabe, pero sospecha
que el poema es eterno.
Otro Caín abraza un cuerpo frío en una guerra.
El mismo poema será escrito, y será otro.
¡Todo homicidio es fraticidio!, se hace oír el Cielo.
Alejandría vio arder en llamas a todos los libros.
Shih Huang Ti abrasó todos los libros
y enterró vivos a los hombres eruditos,
para que la historia se escribiera a partir
de él. (Hoy, un libro de Confucio acecha
desde mi anaquel.) Él no lo sabía: El libro tiene alma.
Nadie lo sabe, sólo algunos lo sospechan en voz baja:
El poeta nunca muere

H 52 – 25.05.2001


Ray Respall Rojas es un jovencísimo talento cubano que reside en La Habana y escribe cuentos desde los diez años de edad. Él ha merecido este estímulo de Fidel Castro:”Consejo de Estado. La Habana, 29 de agosto de 1997. Año del 30 Aniversario de la caída en combate del Guerrillero Heroico y sus compañeros. Cro. Ray Respall Rojas. Querido amiguito Ray: En nombre del Comandante en Jefe Fidel Castro te doy las gracias por el mensaje de felicitación y de compromiso con el importante programa de reforestación "Mi Programa Verde" que, junto con el obsequio de tus hermosos cuentos sobre la naturaleza, le hicieras llegar para homenajearlo en su septuagésimo primer cumpleaños. Recibe un abrazo que te envía el compañero Fidel, junto a nuestro más cordial saludo y nuestros mejores deseos de que continúes desarrollando tus habilidades de escritor preocupado por los destinos del mundo que nos rodea. Con todo el afecto, Felipe Pérez Roque.” (N del E).

Amigo de las doce de la noche

Hola, querido lector. ¿Alguna vez te has imaginado que un ser humano pueda tener como mejor amigo a un miembro del reino vegetal? Pues ese es mi caso... Mi nombre es Ray, tengo diez años y muchas historias que contar; también tengo un gran amigo. A mis compañeros les gusta mucho que les cuente las historias que sé; entre ellas la preferida es "Amigo de las doce de la noche". ¿Te la cuento?

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Comienza cuando yo era un pequeño de seis años. El mundo me era entonces un poco aburrido, siempre la misma rutina: ir a la escuela todas las mañanas, jugar los mismos juegos por las tardes, acostarme a las ocho y treinta de la noche...Deseaba algo distinto, una aventura. Cada noche me quedaba despierto imaginando cosas fantásticas.

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Un día, exactamente cuando el reloj de la sala daba las doce de la noche, pensé: "Quisiera estar en un lugar distinto". Y en un abrir y cerrar de ojos, estuve frente a un cartel que decía: "La Tierra de un solo habitante".

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Al terminar de leer comprendí que había saltado a otro mundo. Miré a mi alrededor y no vi nada, ¿dónde estaría ese misterioso habitante? Grité: "!Oigan ¿no hay nadie aquí?" Choqué con una pequeña planta y cuando la toqué me dijo: "!Hola Ray!" y desprendió sus raíces del suelo como si fueran piececitos, usando las hojas como manitas.

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Al ver esto quise irme, pero después de pensarlo me quedé; en fin de cuentas lo que yo estaba buscando era una aventura. Por otro lado, no sabía como saltar de nuevo a mi mundo. Ella podía crecer hasta alcanzar mi tamaño; también se sentía sola, porque era la única habitante de su mundo. Me contó que los seres que habían poblado su planeta perdían todo su tiempo en guerras inútiles y no cuidaban de la naturaleza. Así ésta empezó a debilitarse. Fueron muriendo aves, peces, mariposas. Finalmente quedaron las plantas, pero como la atmósfera y el agua estaban muy contaminados, éstos también fueron desapareciendo hasta quedar solo ella, no sabía ni cómo.

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Se había sentido muy triste, y en su desesperación por buscar compañía un día descubrió que podía zafar sus raíces del suelo y caminar. Luego aprendió a hablar y a escribir, pero no tenía amigos con quién conversar ni a quienes escribirles cartas. Entonces puso un letrero en su planeta llamándolo "La Tierra de un solo habitante".

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Conversamos sobre nuestras vidas y vimos que teníamos muchas cosas en común; nos hicimos amigos. Me dijo que no tenía nombre porque nadie había tenido necesidad de llamarlo. Yo lo llamé Maxi, porque fue la máxima sorpresa que había tenido en mi vida. Salimos a caminar para conocer su lugar de origen, todo era desolado y árido. De pronto, empecé a hundirme en un pantano. Mientras más trataba de salir, más me hundía en su lodo. Maxi creció hasta alcanzar mi brazo, me haló hacia arriba y me salvó.

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En ese momento desperté. Yo estaba en casa. Había regresado, pero en el fondo estaba triste porque pensaba en lo que me había contado la planta sobre la guerra y la destrucción que sembró ésta en su planeta; además, había perdido a un amigo, dejándolo solo de nuevamente en aquel lugar de pesadilla. Pero al mirar mi almohada vi una tarjeta que decía: "Ve al patio". Lleno de curiosidad fui corriendo al patio. Ya casi estaba amaneciendo; vi a Maxi esperándome, pero salió el primer rayo del sol y se transformó en una plantica común, metida en una maceta. No entendía lo que estaba pasando, observé que al lado de la maceta había una cartica que decía: "Amigo, llegaste un poco tarde; salté contigo a tu mundo porque estaba agarrado muy fuerte a tu mano. Pero me alegro, porque así ni tú ni yo estaremos más solos o aburridos. Aquí soy un poco diferente: por el día, una planta corriente, y a las doce de la noche la planta que conociste.
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Confío en que me cuidarás y que enseñarás a todos tus amigos a cuidar las plantas, los animales, el cielo, las aguas y sobre todo a amar la Paz, para que este hermoso planeta donde vives no se vuelva un enorme desierto como el mío. Tu amigo, Maxi".
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Desde ese momento supe que el compañero que pensaba que había perdido volvería todas las noches y seguiríamos siendo amigos para siempre. Desde entonces han pasado cuatro años, pero he sido fiel a la promesa que le hice a Maxi, cuido de él con esmero y le hablo a todos de la Paz, de cuidar mucho la Naturaleza y en especial a los árboles, esos amigos silenciosos. Maxi crece al mismo tiempo que yo. Dentro de poco lo plantaré en un cantero, para que se convierta en un joven árbol. Mi aventura en el planeta amarillo la cuento a todo el que quiera oírla, esperando que aprendan la lección, porque como dice mi amigo de las doce de la noche, la Tierra es demasiado linda para correr la misma suerte.
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H 52 – 25.05.2001


Julio Pino es un escritor cubano radicado en Miami, EEUU. Asiduo lector de Ray Respall Rojas, ha escrito esta Introducción, que elegimos publicar al pié de su cuento.

Ray, el lugar y el tiempo


Como esas serpientes que abundan en los cuentos de Ray el tiempo se dobla y me mira con ojos muy aviesos. Ya han pasado trece años desde que me fui de mi país, y mi amigo Ray tiene justamente la edad de mi ausencia, los acaba de cumplir alegre en su apartamento de La Habana y en el mismo barrio de mi juventud y de mi lejana adolescencia, Miramar.

Mi amigo Ray a veces me recuerda a mí mismo, otras no; no se parece a mí porque Ray vive en un lugar ya muy lejano y se reconoce en sus propios amigos, en su escuela; pero se parece por el afán de querer encontrar un cuento detrás de cada cosa, de la vida que pasa ante su mirada siempre tan despierta, y en los mismos sueños pescados a orillas de los mares de todas las fábulas, para contarnos entonces una historia que es siempre la misma: la del prístino nacimiento de las palabras en la vida de un niño, palabras que se vuelven hacia nosotros como preguntándonos traviesas, ¿de verdad creen que no tengo nada nuevo que decir?

Y Ray me recuerda mucho también a mi otro amigo Bastián Baltasar Bux, el héroe de La Historia Interminable. Y como Bastián, Ray cabalga en el Dragón Blanco, lucha con el León del Desierto –y siempre lo vence-, ama a la Emperatriz Infantil, y cada vez que se introduce en el Mundo de la Fantasía es para salvar el mundo de los hombres. Porque Ray me salva de la Serpiente mala que me mira con sus ojos aviesos como queriendo apresarme entre sus grandes anillos... Y es que creo que quien sabe caminar todas las noches por el sendero oscuro que conduce al Castillo Mágico, trepar sin miedo por las altas enredaderas que cubren la piedra amurallada y llegar a la Alta Torre donde yace el Secreto de los Sueños Perdidos, es sólo quien al otro día, siempre muy serio y atildado, puede ponerse a escribir los testimonios que le dejó en suerte la pesada jornada, solamente interrumpido por los requiebros de su hermanita, o un beso de su madre.

¿Pero qué puedo decir, qué de nuevo añadir en torno a ese misterio de la escritura que nace precoz en la imaginación de un muchacho...? Galaxias y antiguas heráldicas, moralejas y bromas componen en él una cosmovisión que en cierto sentido es ya ancilar, pertenecen a un pasado literario que las historietas, el cine y los juegos de video han sabido recoger. Pero las historias para niños no son tan antiguas como se imagina, quienes las compusieron no esperaban tener a los niños como lectores, eso no hicieron Walter Scott, ni los hermanos Grimm, ni tampoco el anónimo autor de Las Mil y una Noches (...).

Aquí estamos ante el caso de un niño que escribe, que ya no le bastaba con seguir usurpando los antiguos textos sino que ahora su escritura también le pertenece, es de él y de quienes como yo atentamente lo leen. ¿Continuará Ray escribiendo durante toda su vida?, ¿quedará su escritura como testimonio de una edad irrepetible e intransferible? No lo sé, como tampoco sé decir de veras qué decir como feliz y unánime saludo al acto naciente de las palabras de Ray. Por ello es que digo simplemente lo más obvio y lo más grato, para terminar esta introducción general: "Había una vez un niño que contaba historias... ese niño era mi amigo".

H 52 – 25.05.2001


Un cuento de Voltaire

Historia de un buen brahmín

Planeta, Madrid 2000, en edición especial para La Nación de Buenos Aires, págs. 227/229. Traducción de Carlos Pujol.

En el curso de mis viajes tropecé con un viejo brahmín, hombre de muy buen juicio, lleno de ingenio y muy sabio; además, era rico, y por lo tanto su juicio era aún mejor; pues, al no carecer de nada, no tenía necesidad de engañar a nadie. Su familia estaba muy bien gobernada por tres hermosas mujeres que se esforzaban por complacerle; y cuando no se distraía con sus mujeres, se ocupaba en filosofar.

Cerca de su casa, que era bella, bien adornada y rodeada de jardines encantadores, vivía una vieja india, beata, imbécil y bastante pobre.

Cierto día el brahmín me dijo:

- Quisiera no haber nacido.

Le pregunté por qué. Él me respondió:

- Hace cuarenta años que estudio, y son cuarenta años perdidos; enseño a los demás y yo lo ignoro todo: esta situación hace que mi alma se sienta tan humillada y asqueada que la vida me resulta insoportable. He nacido, vivo en el tiempo y no sé lo que es el tiempo; me encuentro en un punto entre dos eternidades, como dicen nuestros sabios*, y no tengo ni la menor idea de la eternidad. Estoy compuesto de materia; pienso, y jamás he podido llegar a saber lo que produce el pensamiento; ignoro si mi entendimiento es en mí una simple facultad, como la de andar o la de digerir, y si pienso con mi cabeza como cojo las cosas con mis manos. No solamente me es desconocido el principio de mi pensamiento, sino que incluso el principio de mis movimientos me es igualmente ignorado: no sé por qué existo. Sin embargo, todos los días me hacen preguntas acerca de todos esos puntos; y hay que responderlas; no tengo nada interesante que decir; hablo mucho, y después de haber hablado me quedo confuso y avergonzado de mí mismo. Lo peor es cuando me preguntan si Brahma fue producido por Vishnú o si los dos son eternos. Dios es testigo de que no sé ni una palabra de todo eso, y bien que se ve por mis respuestas. “¡Ah, reverendo padre! (me dicen), explicadnos cómo el alma inunda toda la tierra”. Mi ignorancia es igual a la de los que me formulan esta pregunta; a veces les digo que en el mundo todo va del mejor modo posible; pero los que se han arruinado o han sido mutilados en la guerra no me creen, y yo tampoco me lo creo; me retiro a mi casa abrumado por mi curiosidad y mi ignorancia. Leo nuestros antiguos libros y ellos espesan todavía más mis tinieblas. Hablo con mis compañeros: los unos me responden que hay que gozar de la vida y burlarse de los hombres; los otros creen saber algo y se pierden en ideas extravagantes; todo aumenta el sentimiento doloroso que experimento. A veces estoy a punto de caer en la desesperación cuando pienso que, después de tanto estudiar, no sé ni de dónde vengo, ni lo que soy, ni adónde iré, ni lo que será de mí.

El estado de este buen hombre me causó verdadera pena: nadie era más razonable ni más sincero que él. Comprendí que cuantos más conocimientos tenía en su cabeza y más sensibilidad en su corazón, más desgraciado era.

Aquel mismo día vi a la vieja que vivía cerca de su casa; le pregunté si alguna vez se había sentido afligida por no saber cómo estaba hecha su alma. Ella ni siquiera comprendió mi pregunta: en toda su vida nunca había reflexionado ni un momento acerca de una sola de las cuestiones que torturaban al brahmín; creía con toda su alma en las metamorfosis de Vishnú, y con tal de poder tener de vez en cuando agua del Ganges para lavarse, se consideraba la más feliz de las mujeres.

Impresionado por la dicha de aquella pobre mujer, volví a visitar a mi filósofo y le dije:

- ¿No os avergüenza ser desgraciado cuando a vuestra puerta hay una vieja autómata que no piensa en nada y que vive contenta?

-Tenéis razón –me respondió-; cien veces me tengo dicho que yo sería feliz si fuese tan necio como mi vecina, y sin embargo no quisiera semejante felicidad.

Esta respuesta de mi brahmín me produjo mayor impresión que todo lo demás; me examiné a mí mismo y vi que en efecto no quisiera ser feliz a condición de ser imbécil.

Propuse el dilema a unos filósofos, que fueron de mi misma opinión.

- Y no obstante –decía yo-, hay una escandalosa contradicción en esta manera de pensar; porque, al fin y al cabo, ¿de qué se trata? De ser feliz. ¿Qué importa tener talento o ser necio? Todavía hay más: los que están satisfechos de cómo son, están muy seguros de estar satisfechos; los que razonan, no están tan seguros de razonar bien. Está, pues, bien claro -decía yo- que habría que aspirar a no tener sentido común, por poco que este sentido común
contribuya a nuestra infelicidad.

Todo el mundo fue de mi parecer, y sin embargo no encontré a nadie que quisiera aceptar el trato de convertirse en imbécil para vivir contento. De lo cual deduje que, aunque apreciamos mucho la felicidad, aún apreciamos más la razón.

Pero, después de haber reflexionado sobre el asunto, me parece que preferir la razón a la felicidad es ser muy insensato. ¿Cómo, pues, puede explicarse esta contradicción? Como todas las demás. Hay aquí materia para hablar muchísimo.

* Alusión irónica a Pascal.
H 52 – 25.05.2001

Heráclito 31 Jacinto Azul

Caperucita, Heráclito y mi hijo
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Preguntarás, lector, qué tienen que ver uno con otro. Responderé con llaneza: son caros a mis afectos porque me habitan y colman los lugares más gozosos de mi vida, porque cada uno por sí mismo y los tres en conjunto, representan el justo equilibrio entre mi corazón y mi razón; pasión y entendimiento se aúnan en ellos. Y por otra razón les saludo a ellos en el título: me gusta dedicarle de este modo a mi hijo, Carlos Eduardo, el cuento de Caperucita en el regazo del viejo Heráclito, que leerás después de estas líneas. Creo que son bastantes razones para elegir este título.
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Por otra parte, he notado que los escritores suelen ser más o menos asépticos a la hora de dedicar sus textos; lo hacen con alguna fingida afectación, como quien viste su obsequio con finos papeles y ornatos para entregárselos escamoteados al agasajado. Pues no, yo elegí hacer mi regalo así, desenfadadamente, convocando la dulzura y la candidez de la niña, la hondura de pensamiento del más enigmático de los griegos y el amor paterno, todo en un solo título.
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Una razón más voy a levantar para defender mi derecho a titular así esta presentación: mi condición de padre que no ha podido dejar de observarse a sí mismo en la juventud de su hijo. Razón egoísta e interesada, si se mira bien; pues, ¿qué menos que ventajas puede uno recoger cuando desde su edad de ahora pretende espejarse en la persona de su hijo? Sin embargo, creo que Dios perdona esta clase de pecadillos, y creo también que podrán perdonarme mi hijo y mi lector.
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E. D.
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Suplemento de H 123 – Oct. 2002
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Caperucita en el regazo del viejo Heráclito
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Eduardo Dermardirossian

eduardodermar@gmail.com
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Dicen algunos que el azar les prodigó esta aventura e hizo que se encontraran en algún lugar del tiempo. Yo no lo creo así, creo no es preciso buscar azares donde no los hay. Creo que alguna oculta deliberación quiso reunirlos para que juntos jugaran una rayuela en los entresijos del tiempo y que para eso se encontraron en esa infinita dimensión; más cerca de ella o de él, no lo sé. Y no me preguntes más de cuanto te diga, lector, porque quiero ser veraz y no suplir con mi imaginación lo que no conservo en mi memoria.
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Ella conocía lugares y lugares, distantes unos de otros, algunas veces alejados de su casa y también de la de su abuela, a quien frecuentaba cada semana. Valles y montañas, ríos y lagunas, prados y bosques, campos, ciudades y hasta el mar, todo esto y aún más había conocido Caperucita a su corta edad, que entonces era de cinco años. Había cruzado a la ribera opuesta del río que divide al mundo en dos, el misterio de las estrellas que cortejan a la luna en el espejo del río no le era ignorado, tampoco los mundos de diferentes colores que ruedan en el cielo. Había conocido a hombres y mujeres de todas las edades, de distintas condiciones, sabios unos e iletrados otros, animales de diferentes especies y hasta seres fantásticos que nacen de los dibujos y se corporizan del aire. Todo esto y aún más guardaba la niña en el cofre de su memoria. Pero bien sabía ella que más era lo ignorado, lo que escapaba a sus sentidos y a su imaginación fecunda. Caperucita sabía que no sabía, que aún le eran desconocidos muchos secretos de la vida. Los secretos del tiempo, entre ellos.
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Y es así que decidió emprender un viaje a través de las edades y de los siglos para ver otros aconteceres. Quería conocer a los habitantes de otros tiempos, pasados y por venir, conversar con ellos, escuchar sus historias, narrarles sus propios cuentos. Los misterios que yacían ocultos bajo las cenizas azuzaban su conciencia blanca. Y no pudiendo ya resistir su curiosidad, fue al encuentro de su padre que trabajaba en el huerto: “Papito, partiré hacia otros tiempos, conoceré las edades, seré las horas y los días y los años. Seré siglos en una y en otra dirección. Y cuando el ave que ahora sobrevuela nuestra casa aún no haya posado sus patitas en la tierra, antes de que hayas terminado de recoger el verdeo que estás segando ahora, regresaré y te encontraré aquí, en el huerto. Dame tu permiso, dime tu bendición y besa mi frente”.
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Bien sabía el papá que Caperucita haría ese viaje. Que sin desobedecerle pero sin cejar en su propósito emprendería el viaje. Sabía que su niña se nutría de pan y de amor, sí, pero también de su curiosidad irresistible. “Ve, hija, que sea fácil tu travesía”, le dijo él y besó su frente.
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En otro tiempo del tiempo y en otro lugar del mundo, un hombre viejo, sabio, barbado y flaco hacía aprontes para un viaje: pan, agua y un raro calendario era cuanto tenía como equipaje. Cuánto distaba Éfeso, su ciudad, de la casa de la niña, no importa ahora; pero sí el tiempo, que era de unos dos mil quinientos años, nada menos. Su nombre, Heráclito, era bien conocido por sus contemporáneos, y el mismísimo rey Darío de Persia había querido aprender de su ciencia.
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Heráclito había hurgado en sus adentros los misterios de la vida, que son los misterios del tiempo. Había inquirido al río que discurre y al fuego que se prende y apaga medidamente, para verse espejado en ellos. Lo eterno y lo no eterno, lo concorde y lo discorde son uno, decía. Severo escrutador de la naturaleza humana y divina, su cuño aristocrático le distanció de sus compatriotas, que merecieron duros reproches de él. Luego, allá en la Grecia de los filósofos, fue alabado y reprobado por sus pensamientos y alguien de merecida fama lo motejó El oscuro.
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Amanecer primero
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Se encontraron, como te digo, en algún sitio del tiempo. Si fue su anhelo que los transportó, si algún poder que les fue dado, si un duende travieso quebró el secreto de las edades y los reunió, no lo sé. Tan sólo puedo decir que así Caperucita como Heráclito atravesaron los días y los siglos en la dirección de sus anhelos.
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Y se encontraron al pie un árbol que repartía su sombra sobre el cauce de un arroyo y una casita azul. Se encontraron la niña y el sabio y se miraron curiosos de saberse mutuamente. Ella vio en él a un hombre adusto, casi severo, que por su edad podía ser el padre de su padre; con barba entrecana, mirada melancólica y honda y vestido con un manto. Él la vio niña, con una capucha que cubría parte de su cabellera larga y rizada, vestida con atuendos que le eran desconocidos. La vio vivaz e inquisidora. Se saludaron y se sentaron sobre una peña que emergía de la ribera, clavados sus ojos sobre el curso del arroyo que apresuraba ruidosamente sus aguas hacia la parte inferior de la quebrada. Soleado por momentos, por momentos umbrío bajo el follaje de los árboles, haciendo remolinos en los estanques, serpenteando y precipitándose en pequeñas cascadas, el curso del agua parecía desmentir aquel encuentro que había transportado al viejo hacia adelante en el tiempo y a la niña hacia atrás.
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Unas cabras pastaban en las inmediaciones y multitud de aves rasgaban el cielo, todas en la misma dirección, norte o sur no lo sabía la niña, quizá sí el viejo. Y entre esas aves Caperucita vio a la que sobrevolaba el huerto de su padre, la vio y al pronto pudo reconocerla. No por su diverso plumaje ni por su tamaño, que en esto era igual a las otras, no; la reconoció por su modo de volar, porque merodeaba el sitio sin buscar el horizonte. ¿Era la bendición de su padre? ¿su emisaria?
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“Me llaman Caperucita, tengo cinco años, mi padre es hortelano y mi madre cuida de nosotros y prepara ricos dulces”, inauguró el diálogo la niña. “Lo sé”, y el viejo paseó su nudosa mano por la cabellera canela de la niña. Un largo silencio siguió y sólo el canturreo del agua les acompaño en sus cavilaciones. El sol ya estaba alto en aquella mañana y su tibieza terminaba de recoger las últimas perlas de rocío que la noche había sembrado. La casita azul lucía curiosamente bella, mitad resguardada por sus muros y sus enseres, mitad abierta al fervor de las plantas y a la luz del sol.
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De pronto el viejo levantó su mirada al cielo y sentenció: “El sol es nuevo cada día”, y a partir de entonces el astro padre pareció reavivar sus llamaradas, inquietarse y hasta apresurar su tránsito hacia el cenit. El agua cristalina del arroyo brilló y brincó entre las pulidas piedras como nunca lo había hecho antes y la casita azul adquirió un nuevo esplendor. El anciano dijo que cada jornada es en sí misma todas las jornadas habidas y por haber, y que todas las jornadas pasadas y presentes son una.
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“¿Qué dices, Heráclito –dijo la niña que de sobra conocía el nombre de aquel sabio-, dices que hoy es siempre?”. “Lo es”. El hombre se expresaba con seguridad, sí, pero también con un dejo de misterio en su voz. Eso le hizo dudar a la niña sobre tan audaz afirmación, porque, se preguntó íntimamente, si hoy es siempre ¿qué hay de la esperanza que precisa un mañana para manifestarse o para desvanecerse en el desencanto? Acaso ¿no fueron muchos hoyes y mañanas los que la transportaron a su edad de cinco años? “Dime qué haré con mis anhelos, qué con mis sueños y con mis esperas si no hay mañana?”. Heráclito tomó a Caperucita con sus manos rudas, la sentó en su regazo, acarició nuevamente sus pelos color canela y le dijo así: “No sientas temor por tus anhelos y no creas que se frustran tus esperas. No mires más allá del arroyo, porque en él verás todo cuanto hubo, hay y habrá. Lo que anhelas está presente en tu anhelo, así como ya está en tu casa lo que aún esperas. Ayer, hoy y mañana son uno, como lo es el río, como lo eres tú. Y Dios. Él es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, hartura y hambre; pero adopta diversas formas al igual que el fuego”. Calló por un momento. Luego agregó: “Si miras bien, si atiendes no a mí, sino a la razón, estarás de acuerdo en que la sabiduría consiste en que lo uno es todo”.
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La niña escuchaba al sabio con mucha atención y se esforzaba en entender cuanta cosa salía de su boca, aún sus gestos y su mirada escudriñaba para asir su saber completamente. Los movimientos de sus manos rugosas, el énfasis que se insinuaba en algunas de sus expresiones, todo esto leía ella con afán de tomar para sí cuanto podía enseñarle el anciano. Pero, a decir verdad, ciertas cosas le eran difíciles de comprender. Por ejemplo, si es nuevo el sol cada día, ¿no es porque hay muchos días? Esto preguntó y aguardó respuesta. Él insistió en que el todo es uno y que el uno es todo, que ayer es hoy y también mañana, que un ave es todas las aves; más cosas de esta clase dijo Heráclito a Caperucita. Y, repentinamente, ella comprendió. Que de algún ayer venía él al encuentro y de algún mañana venía ella, que el ave que sobrevolaba el huerto de su padre era, a un tiempo y a pesar de las edades, la misma que había surcado el cielo en el momento del encuentro. Y hasta llegó a comprender que nada es de algún modo si otra cosa no es de modo diferente. Que lo uno es en lo otro, eso comprendió.
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Ambos volvieron sus miradas sobre el agua del arroyo y así permanecieron largo rato. Luego el viejo tomó pan de su alforja, lo partió dando a la niña un trozo y él comió el restante. También compartieron el agua que él llevaba consigo. Y cuando aún el sol habitaba el cielo, él se incorporó, tomó la mano de la pequeña y dirigiéndose a la casita azul, le dijo: “Ea, vamos ya, debemos descansar de las fatigas de este día. Durmamos, niña, que el sol que vendrá, desde ahora nos está esperando”.
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Amanecer segundo
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El sol temprano de la mañana los despertó a ambos. A Caperucita la encontró en un lecho mullido y a Heráclito en un rincón, tendido sobre el piso y cubierto con unas mantas azules. Como las paredes, como el vano de la puerta inexistente, como los pocos muebles y cortinas que ornaban la casa, como la guitarra de seis pares de cuerdas que descansaba en otro rincón, azules todos. También como el cielo.
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Ambos lavaron sus rostros en el arroyo, alisaron sus pelos y partieron aguas arriba para recoger frutos. Fresas e higos hallaron en abundancia para su desayuno, y mientras los comían la brisa fresca de la mañana acariciaba las copas de los árboles haciéndoles hablar un idioma que la niña no conocía. Ella sabía que algo se decían los árboles y las matas, que tales melodías no eran vacuas, que por alguna razón quebraban el silencio de aquellas montañas. “Dime, Heráclito, de qué hablan las plantas, qué se dicen las unas a las otras; dime también por qué no puedo yo entender su lengua”.
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“Ellas, las plantas y los árboles, las flores y sus frutos, también los peñascos y las bestias hablan la lengua del tiempo. Que es la lengua del río que siendo el mismo, muda incesantemente, es otro cada vez que te sumerges en él. Porque, dime, pequeña, mira con tus ojos, pero también con todo tu entendimiento y tu corazón y dime, ¿por qué había de estar ahí el río todavía si ya le has conocido antes y no ha mudado? ¿Por qué causa ha de seguir siendo aquello que no alienta esperanza? ¿Por qué tú habías de hablar conmigo, por qué inquirirme, si todo fuera como ayer y nada hubiera cambiado? Mira el curso del río, cómo discurren sus aguas; mira también cómo los árboles se agitan y murmuran al compás del viento, y hablan de cosas, diferentes las unas de las otras.” Heráclito calló. Y en ese momento el ave que sobrevoló el huerto del padre de la niña, la misma que surcó el cielo en el anterior amanecer, vino cerca de ellos, revoloteó sobre el lugar y finalmente se posó en el hombro del viejo. Éste no pareció sorprenderse y quedamente recogió uno de los frutos que aún tenía a su alcance y le dio de comer. “He aquí que me habla y yo le entiendo y le respondo. Mira y ve, Caperucita, cómo no son necesarias las palabras que empleamos los hombres, aún los filósofos, para entender a las aves. También para entender a las plantas y al río no ha menester de palabras. Y yo creo que, en verdad, tampoco los hombres precisamos de ellas para decirnos las cosas que más importan en nuestras vidas. Quizá ahora también tú puedas entender la lengua de los árboles, de las aves, del universo.”
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Caperucita acarició la barba desordenada del anciano, besó su diestra y luego, lentamente, se acercó al arroyo para sentarse a su vera y fijar la mirada en sus aguas cristalinas. Heráclito no la acompañó, la dejó sola. Y como la niña no regresaba a su lado, no abandonaba la ribera ni quitaba sus ojos del agua que corría incesantemente, partió solo de regreso a la casita azul y allí la esperó sin ansiedad y sin temor. De sobra sabía que ella regresaría.
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El sol acariciaba el poniente cuando el viejo vio a Caperucita que llegaba con unas nueces en su falda. Sonrió la niña al verle, pero él no, porque sus ojos aún estaban colmados de lágrimas. ¿Qué pensamientos le acompañaron durante su estancia a solas en la casita azul? ¿qué recuerdos, si los tenía, habían castigado su soledad? No sabía la niña dar respuesta a estas preguntas y él calló. En la casita azul, sobre la mesa robusta quebraron una a una las nueces, separaron las cáscaras que dieron al fuego para alentar sus llamas, y comieron el fruto con fruición, porque ambos estaban hambrientos. Luego, Heráclito fue al monte próximo y regresó con unos leños secos para alimentar el fuego, que prometía acompañarlos durante aquella noche fría.
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Las llamas danzaban sobre los leños. Sus formas ondulantes y caprichosas se alternaban con chisporroteos que de cuando en cuando arrojaban estrellas a los pies de la niña y del viejo. La casita estaba tibia y la guitarra devolvía los reflejos del fuego; sus cuerdas, en pares, querían vibrar y lo sabían ellos pero ¡ay!, no sabían arrancar melodías de esa caja azul. Sin embargo las cuerdas vibraban, primero unas, luego las otras, siempre en pares, cada vez más, y ellos aguardaban que algo ocurriera. No esperaron mucho, porque unos acordes comenzaron a brotar desde el vientre del instrumento, una armonía extraña, diríase que la suma de sonidos discordes producían un resultado armonioso. Heráclito escuchaba y miraba el extraño calendario que había traído consigo y que, desenrollado, descansaba sobre la mesa cubriéndola enteramente. Y por primera vez sonreía. La niña le miraba y se complacía de ver al anciano feliz.
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Ignoro cuánto tiempo escucharon ambos esa extraña y elemental melodía, pero puedo decirte con certeza que mientras su sonido ocupaba los rincones de la casa y el fuego ardía en lenguas multiformes, Caperucita y Heráclito emprendieron juntos un viaje. Partieron primero en dirección al ayer, más lejos todavía que el tiempo que le vio nacer al viejo, mucho más lejos. Vieron cielos y mares, aves y animales rapaces, hombres y mujeres ataviados con ropajes no vistos por ellos hasta entonces. Vieron ríos y hogueras, vieron monarcas opulentos y súbditos menesterosos, vieron nacer a unos y morir a otros, vieron luces y penumbras. Tomados de ambas manos y mirándose el uno al otro continuaron el viaje hacia el ahora, discurriendo por las tierras de Heráclito y sus vecindades y allí un hombre los detuvo, amigablemente les miró a los ojos y les obsequió una sonrisa y un trozo de pan untado con miel, que comieron los viajeros. Heráclito le dijo al hombre que al siguiente día fuera a la casita azul para retribuir su hospitalidad, para hacerle conocer el arroyo y para que le enseñara su saber a la niña. El hombre asintió y continuaron ellos su viaje en dirección al mañana.
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Y, en efecto, recorrieron muchos aconteceres más allá del tiempo en que el papá de Caperucita trabajaba en su huerto; pero de lo que vieron en esa parte de la travesía nunca hablaron. Y por eso, lector, no sé decirte nada a su respecto.
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Cuando por fin regresaron a la casita azul, la guitarra dijo sus últimos acordes y calló y el viejo arrolló el calendario que aún cubría la mesa, mientras el fuego seguía ardiendo en llamaradas. La niña se sumergió entre las sábanas, se cubrió con abrigos para que fuera reparador su sueño y pronto se durmió. Mientras, Heráclito ocupaba su rincón en el cuarto y desde ahí miraba el fuego que no cesaba de danzar.
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Amanecer tercero
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“Para el Dios todas las cosas son hermosas y buenas y justas; pero los hombres sostienen que algunas cosas son injustas y otras justas”, dijo Heráclito desde su rincón, cubierto aún por las mantas que le abrigaban en aquel amanecer fresco. Caperucita le oyó, porque ya había despertado y desde su lecho miraba amorosamente al viejo. “¿Por qué así, Heráclito, por qué son distintas las cosas para Dios y para los hombres, siendo que Él las hizo una, según me enseñaste?”
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He aquí la cuestión -dijo para sí el viejo. Si sobre su conciencia blanca la niña puede escribir esa pregunta y también la respuesta, entonces habrá hallado el camino y ya nada podrá perturbarla. “Tengo la pregunta. Dame tú la respuesta y ya no seré perturbada mientras transite por la vida”, dijo ella, que misteriosamente había leído el pensamiento de Heráclito. Él la miró, la tomó por sus hombros y dulcemente la sentó en su regazo como lo había hecho en el primer amanecer, y le dijo así: “El Uno es atributo de Dios, no de los hombres. El Uno es bello en sí y por sí. Por su condición es bello, y no le está dado al hombre verlo con sus sentidos. Los hombres vemos lo múltiple, y, por eso, vemos los opósitos y nos bañamos en las aguas del conflicto.” Caperucita pudo comprender que la desventura viene al hombre por causa del conflicto y que el conflicto no puede manifestarse si las cosas son una. Pero aún así, sintió que algo no comprendía, y no podía discernir qué era. Miró al anciano y él supo leer en los ojos de la niña. “Algo de cuanto decimos te estará vedado, y es el conocimiento del Uno, que es el conocimiento de Dios. Tú, yo, todos los hombres, sólo podemos concebirle con nuestra perplejidad. Mirando el discurrir de las aguas del río, o el caprichoso llamear del fuego en la hoguera, o sopesando lo uno respecto de lo otro. Pero si comprendemos que en esa duplicidad que ven nuestros sentidos la divinidad se manifiesta en su unidad, entonces sabremos que no hay conflicto. Y esta es la respuesta que has de escribir en tu conciencia. Y saber que sólo la perplejidad podrá responderte cada vez que inquieras lo insondable.”
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Caperucita comprendió. Y sin más fue a sentarse a orillas del arroyo para fijar nuevamente sus ojos en las aguas que corrían en dirección al valle.
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Heráclito regresó de un paseo que había dado por las inmediaciones del arroyo, aguas arriba, con unos frutos para el almuerzo, porque esperaba que su invitado llegara pronto. La niña le esperaba en la casita azul, con la mesa arreglada para tres comensales. Ambos se sentaron sobre un tronco que los años habían derribado y la niña le contaba al anciano sobre un amigo que había tenido y que cierta vez, mirando el revolotear de unos pájaros, los siguió con su mirada hasta que, habiéndose ocultado ellos tras las copas de los árboles, sin proponérselo él también voló y los alcanzó y danzó con ellos por los aires. Le dijo que otra vez su amigo sanó las heridas de un ave y luego, cuando hubo partido para no regresar más, en algún sitio vio a un anciano de barbas blancas que irradiaba luz y que tenía una cicatriz en el mismo lugar del ave que él había sanado. Que su nombre era Jacinto y que él le había enseñado el secreto de las estrellas que cortejan a la luna en las aguas del arroyo. Más cosas le dijo Caperucita a Heráclito acerca de su amigo Jacinto. Y estaba ella hablándole aún, cuando vieron llegar al griego barbado que habían conocido en el anterior amanecer.
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“Eres bienvenido”, le recibió Heráclito y le ofreció un lugar en la mesa. Demócrito, que éste era el nombre del recién llegado, compartió con ellos el alimento, y cuando Caperucita retiró las pocas vajillas que habían usado, dijo: “Encontré vuestra casita azul bordeando la margen derecha del arroyo, en dirección al curso de sus aguas. Y desde las tierras altas pude ver que ella está situada en el lugar más escondido de esta quebrada. ¿Por qué lo elegisteis? ¿O fue el azar que determinó que vuestro encuentro fuera en este lugar?” “El infinito universo –respondió Heráclito- no tiene un sitio que los hombres podamos elegir, y el tiempo, mi querido amigo, es un niño que juega con los dados. Henos aquí, entonces, por una voluntad que no es la nuestra. Mas sí la tuya, que queriendo venir aquí y ahora, enderezaste tus pasos con rumbo cierto. Tal certeza te da alegría y pone en tu alma y en tu boca esa sonrisa que quiero le transmitas a la niña. Porque no es bueno que al comenzar su tránsito por la vida emparente conmigo, que soy de lágrimas prontas; es mejor que, habiendo ya aprendido los enseres primeros del mundo, transite de tu mano el sendero de regreso a su morada.” Dicho esto, el viejo Heráclito tomó a Caperucita de su mano, acarició nuevamente sus cabellos color canela, y así le dijo su legado: “Sé la luz, toma la mano tibia de mi amigo Demócrito y ve con él para llevar la risa a los hombres. Y honra a los dioses porque en ellos hallarás sabiduría”.
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La niña miró a su nuevo compañero y vio que otro era su rostro, que no había tristeza en su mirada y que una dulce sonrisa se dibujaba en su boca. Miró hacia atrás para ver a Heráclito por otra vez, pero él había vuelto su rostro en dirección al arroyo que discurría hacia el valle, siempre hacia el valle. Y como el arroyo, ella eligió descender acompañando el curso de las aguas, hasta llegar al huerto donde todavía el ave revoloteaba en el cielo y su padre no había terminado de cosechar el fruto verde de la tierra.
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Suplemento de H 123 – Oct. 2002
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Amigo de las doce de la noche *
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Un cuento que Ray Respall Rojas, joven escritor cubano de 15 años de edad, escribió cuando contaba solamente 10.
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Hola, querido lector. ¿Alguna vez te has imaginado que un ser humano pueda tener como mejor amigo a un miembro del reino vegetal? Mi historia comienza cuando yo era un pequeño de seis años. El mundo me era entonces un poco aburrido, siempre la misma rutina: ir a la escuela todas las mañanas, jugar los mismos juegos por las tardes, irme a la cama a las ocho y treinta de la noche... Deseaba algo distinto, una aventura. Cada noche me quedaba despierto imaginándome cosas fantásticas.
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Un día, exactamente cuando el reloj de la sala daba las doce de la noche, pensé: "Quisiera estar en un lugar distinto", y en un abrir y cerrar de ojos, estuve frente a un cartel que decía: "La Tierra de un solo habitante". Comprendí que había saltado a otro mundo. Miré a mi alrededor y no vi nada, ¿dónde estaría ese misterioso habitante? Grité: - ¿No hay nadie aquí?
Choqué con una pequeña planta y cuando la toqué me dijo:
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-Hola! -y desprendió sus raíces del suelo como si fueran piecitos, usando las hojas como manitas.
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Al ver esto sentí un poco de miedo y me quise ir, pero después de pensarlo me quedé, en fin de cuentas lo que yo estaba buscando era una aventura. Por otro lado, no sabía como saltar de nuevo a mi mundo y la planta parecía inofensiva, muy dispuesta a conversar.
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Ella también se sentía sola, porque era el único habitante de su mundo. Me contó que los seres que había poblado su planeta no cuidaban de la naturaleza, así esta empezó a debilitarse. Fueron muriendo aves, peces, mariposas. Finalmente quedaron las plantas, pero como la atmósfera y el agua estaban muy contaminadas, estas también fueron desapareciendo hasta quedar solo ella, no sabía ni como.
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Se había sentido muy triste y en su desesperación por buscar compañía, un día descubrió que podía zafar sus raíces del suelo y caminar. Luego aprendió a hablar y a escribir, pero no tenía amigos con quién conversar ni a quienes escribirles cartas. Entonces puso un letrero en su planeta llamándolo La Tierra de un solo habitante.
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Conversamos sobre nuestras vidas y vimos que teníamos muchas cosas en común; nos hicimos amigos. Me dijo que no tenía nombre, porque nadie había tenido necesidad de llamarlo. Yo lo llamé Maxi, porque fue la máxima sorpresa que había tenido en mi vida.

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Salimos a caminar para conocer su lugar de origen, todo era desolado y árido. De pronto, me empecé a hundir en un pantano. Mientras más trataba de salir, más me hundía en su lodo. Maxi se estiró hasta alcanzar mi brazo, me haló hacia arriba y me salvó.
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En ese momento desperté. Yo estaba en casa. Había regresado, pero en el fondo estaba triste, porque pensaba en lo que me había contado la planta la destrucción de su planeta; además, había perdido a un amigo, dejándolo solo de nuevo en aquel lugar de pesadilla. Pero al mirar mi almohada vi una tarjeta que decía: "Ve al Patio".
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Lleno de curiosidad fui corriendo al patio. Ya casi estaba amaneciendo; vi a Maxi esperándome, pero salió el primer rayo del sol y se transformó en una planta común, metida en una maceta. No entendía lo que estaba pasando, observé que al lado de la maceta había una carta que decía:
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Amigo, llegaste un poco tarde, salté contigo porque estaba agarrado muy fuerte a tu mano, pero me alegro, porque así ni tú ni yo estaremos más solos. Aquí soy un poco diferente, por el día una planta corriente y a las doce de la noche el amigo que conociste. Confío en que me cuidarás y que enseñarás a todos tus amigos a cuidar las plantas, los animales, el cielo, las aguas, para que este hermoso planeta donde vives no se vuelva un enorme desierto como el mío. Tu amigo, Maxi.
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Desde ese momento supe que seguiríamos siendo amigos para siempre... Han pasado cuatro años, pero he sido fiel a la promesa que le hice a Maxi, cuido de él con esmero y le hablo a todos de cuidar mucho la Naturaleza y en especial a los árboles, esos amigos silenciosos.
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Maxi crece al mismo tiempo que yo. Dentro de poco lo plantaré en un cantero, para que se convierta en un joven árbol. Mi aventura en el planeta amarillo la cuento a todo el que quiera oírla, esperando que aprendan la lección, porque como dice mi amigo de las doce de la noche, la Tierra es demasiado hermosa para correr la misma suerte.
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* Este cuento, que Ray escribió conmovido porque el hermano de un cyberamigo suyo, residente en España, padecía una enfermedad que oe tenía en estado vegetativo, obtuvo el Gran Premio en un concurso literario nacional de Cuba. Además, mereció una carta de felicitación de Fidel Castro, en la que el Comandante lo alentaba a seguir escribiendo.
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Suplemento de H 127 – Nov. 2002
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Desafiando a tu espejo
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Aduke Balewari
Desde Abuja, Nigeria
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Miro mis manos vueltas hacia arriba, luego hacia abajo; miro mis pies, mis piernas, mi cuerpo todo; mi rostro en la claridad del estanque, mis ojos. Las formas simétricas con que fui amasado ¿a qué se deben?, ¿por qué el Alfarero que amasó el barro de mi hechura me esculpió así? ¿O acaso me hizo de modo diferente, y luego, cuando creyó que la obra era conclusa, quiso el azar mostrarla en un espejo?
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Dijiste cierta vez, amigo distante, que tu Caperucita cruzó el río para buscarse en cierto espejo que duplica las cosas, que situado en el medio de la vida duplica lo que es tangible y lo que no. ¿Será así como dijiste? Mis manos, mis pies, toda mi figura dice que sí. Pero los fantasmas que me habitan, esos que pueblan mis adentros en el sueño y en la vigilia, en la guerra y en el sosiego, en el hambre y en la hartura, esos fantasmas no obedecen a la porfía del espejo: a cada si dicen un no, a cada esperanza oponen un desencanto; esos fantasmas confían el niño al tibio regazo de su madre y, a un tiempo, visten al muerto con el manto gris de la partida.
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Consagraste a tu hijo con el nombre de tu padre: Heráclito le llamaste, y así desafiaste el misterio del espejo; lo que es no es, dijiste. No proclamaste el revés, no; anunciaste el opósito, la guerra, el fuego cambiante, el río que discurre. Y, curiosamente, los hiciste uno en el nombre de tu padre, en el nombre de tu hijo. Creo, mi amigo, que no te hubiera amado Heráclito, quizá sí Jacinto.
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Otra vez miro mis manos y mis pies y mi anatomía, y ahora comprendo su simetría, su engañosa duplicidad, su copia vana. Ellos no son como el fuego que se enciende y apaga medidamente, no son como la guerra que estalla y se sosiega y vuelve a estallar... y siempre está ahí, como el río que no cesa de andar. Soy leño para el fuego, soy un estertor en la guerra, una gota en el inagotable caudal de la vida. Por eso soy y no soy y no tengo derecho a conjugar el verbo en otro tiempo.
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Suplemento de H 127 – Nov. 2002
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Del hablar
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Gibran Khalil Gibran, El Profeta, Kier, 4° ed., Buenos Aires 1978, págs. 91/92. Traducción de Jose E. Guráieb.
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Un erudito le dijo:
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-Háblanos, Maestro, de nuestro parlamento.
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Y le contestó diciendo:
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-Vosotros habláis cuando se cierran contra vuestros pensamientos las puertas de la paz. Y cuando no podéis vivir la soledad de vuestros corazones, es cuando os habláis flotando a flor de vuestros labios, embobados por la vibración de la voz. La voz os sirve de pasatiempo.
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En vuestra locuacidad se suicida dolorosa y tristemente vuestro pensamiento, porque éste es una de las tantas aves que surca el espacio y tiende sus alas dentro de la jaula de las palabras, pero que no puede remontar su vuelo en ese espacio.
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Hay entre vosotros hombres que acuden al parlanchín, aburridos de la soledad y del aislamiento, porque la quietud del retiro exhibe ante sus ojos la clara figura de su desnudez, figura que les hace temblar y huir.
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Hay otros entre vosotros que hablan, pero con toda ignorancia, y, sin propósito deliberado, manifiestan una verdad que ellos mismos no entienden*.
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Mas otros hay entre vosotros que llevan la verdad y la razón dentro de sus corazones, pero que rehúyen revestirlas con el ropaje de las palabras. En el regazo de estos últimos descansa el Espíritu con paz y calma.
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Si ves a tu amigo a la vera del camino, o si te reúnes con él en la plaza pública o en la feria, deja que el Espíritu que hay en ti mueva tus labios y tu lengua. Suelta la voz que está en lo más hondo de tu voz y así ella parlamentará al oído de su oído, y su alma conservará los secretos de tu corazón, a igual que su boca que conservará el perfume de la ambrosía, por más que no recuerde su color o que se haya roto el vaso que la contenía.
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*Aquí el traductor dice “no la entienden”. Nos hemos tomado la licencia de introducir el cambio (N del E).
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Suplemento de H 127 – Nov. 2002
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Abdul’lah Ben Almocaffa, filósofo persa del siglo VIII d.C., es el autor de este cuento que integra su colección Calila y Dimna.
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El orfebre músico y el comerciante
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Y no tardé en comprender que al hombre que se olvida de lo esencial para ocuparse de lo trivial, le pasará lo que a cierto comerciante*, que poseía un precioso diamante y lo llevó a un hábil joyero-orfebre para que se lo labrara y se lo engarzara en un anillo de oro puro. El precio que con el joyero convino era de cien denarios por día. Mas cuando el comerciante hubo entrado en el taller del orfebre, notó que en la pared estaba colgado un címbalo.
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-¿De quién es ese hermoso címbalo? -preguntó el comerciante.
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-Es mío, señor.
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-Entonces, si sabes tañer ¿por qué no me haces oír un poco de música?
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El joyero, que era maestro en su instrumento, quiso complacer a su buen cliente. Cuando terminó, dejó el joyero su címbalo y tomó el diamante para dar comienzo a la obra.
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-¡Oh, no, por Alah! -dijo el comerciante- prosigue con tu música, pues los armoniosos sonidos de tu címbalo han cautivado mi corazón.
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-Si esa es tu voluntad, señor, tus deseos serán cumplidos.
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Y siguió tocando en medio de los gestos de admiración y de aprobación del comerciante, quien no dejaba de moverse a todos lados, gritando: “¡Alah, Alah!”, hasta cerrarse la noche. Entonces se levantó el joyero y después de colgar su instrumento, le dijo al comerciante:
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-Me aelegro que mi música te haya gustado. Ahora que pasó el día ten a bien pagarme mi jornal.
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-¡Cómo! -exclamó estupefacto el comerciante-. ¿Si todavía no hiciste nada en mi diamante!
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-Hice lo que tú me ordenaste. Te aconsejo que me pagues, antes de ridiculizarte ante el Cadi.
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Convencido el ingenuo comerciante de las razones del joyero, pagó callado y se retiró, diciendo para sí: “Vine a tallar un diamante y salí pagando música...”
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Y me convencí que cuanto más me alejaba de los hombres, más me sentía seguro de mí mismo. Y un puerto se me presentó en lontananza: el puerto de la felicidad eterna, al cual solamente conducen las virtudes del hombre asceta, una vida de probidad, sin ambiciones, sin envidia, lejos de todo lo inicuo. Pero temí que al retirarme del mundo profano no pudiera acostumbrarme a la vida dura del asceta y me flaqueara el ánimo en la mitad del camino...
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* En la traducción que José E. Guraieb hizo de Calila y Dimna, Hachette, Buenos Aires 1980, págs. 63 y 64, dice: le pasará lo que le pasó a cierto comerciante. Este editor se ha permitido el ligero cambio en la sintaxis.
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Suplemento de H 127 – Nov. 2002
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Caminar suavemente hacia una fuente
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Antoine De Saint-Exupery, El Principito, Cap. XXIII
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–Buenos días– dijo el principito.
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–Buenos días– dijo el mercader. Era un mercader de píldoras perfeccionadas que aplacan la sed. Se toma una por semana y no se siente más la necesidad de beber.
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–¿Porqué vendes eso?– dijo el principito.
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–Es una gran economía de tiempo– dijo el mercader-. Los expertos han hecho cálculos. Se ahorran cincuenta y tres minutos por semana.
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–Y, ¿qué se hace con esos cincuenta y tres minutos?
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–Se hace lo que se quiere...
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Yo, se dijo el principito, si tuviera cincuenta y tres minutos para gastar, caminaría suavemente hacia una fuente...”.
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Suplemento de H 127 – Nov. 2002

Heráclito 30 Café Filosófico

Del moderador editorial
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Las primeras presentaciones de nuestro Café Filosófico se hicieron en las columnas semanales de Heráclito Filosofía y Arte. Por entonces los debates se hacía en ediciones sucesivas, cada vez que nuestros columnistas y lectores disentían con las opiniones publicadas.
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En octubre de 2002 vio la luz nuestra primera mesa de Café Filosófico como suplemento de la publicación central; los temas fueron propuestos por la dirección y los panelistas invitados participaron en cada encuentro. El intercambio se hizo más ordenado y los resultados fueron salutíferos según las opiniones de los lectores. El primer Café fue alrededor de un texto de J. L. Borges (Heráclito 10) y el segundo sobre la guerra y la paz según el Leviatán de Tomás Hobbes (Heráclito 20).
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En esta ocasión publicamos unas reflexiones de Luis Herrero sobre el pensamiento de Federico Nietzsche y la respuesta de Jorge Venturini. Creemos que la lectura comparada de uno y otro texto arrojará alguna luz sobre el asunto, arduo desde siempre. También creemos que de esta manera estimulamos a nuestros lectores para recorrer los caminos de la reflexión filosófica, tan llenos de perplejidades.
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Eduardo Dermardirossian
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CFH – 3° mesa, mar. 2003
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Luis Herrero reflexiona sobre
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Lo dionisíaco y lo apolíneo en Federico Nietzsche. El porqué de Sócrates* .

Cuando Nietzsche nos plantea por vez primera el fenómeno jánico Dioniso/Apolo (dos caras de una misma moneda), lo hace en su libro El origen de la tragedia a partir del espíritu de la música, escrito a los 27 años de edad. En esta obra -compuesta en homenaje al que suponía era la reencarnación griega de la visión trágica de la existencia, R. Wagner- se refiere por vez primera a esta dualidad, pero como dos componentes separados, aislados el uno del otro; dos componentes enfrentados en lucha permanente, en una confrontación auténtica (como si lo apolíneo estuviera en una parte y lo dionisíaco en otra), pero que a su vez no pueden vivir el uno sin el otro. Tal como ocurre con los sexos.
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En el curso de la evolución de su pensamiento, esta contraposición inicial se radicaliza hasta que lo apolíneo llega a ser absorbido por lo dionisíaco. La vida in-finita misma (lo dionisíaco) es lo constructivo, lo configurador, lo que crea las figuras (el principio de individuación) que luego vuelve a romper, a aniquilarlas y a sumergirlas a ese fondo subyacente, a esa noche sin límites.
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Ésta concepción es trágica, y lo es porque la desaparición de la propia vida tiene sus raíces hundidas en el conocimiento fundamental de que todas las figuras finitas son sólo olas momentáneas en la gran marea del universo; de que el hundimiento del ente finito no significa la aniquilación total, sino la vuelta al fondo de la existencia (lo dionisíaco) del que ha surgido todo lo individualizado (Principium individuationis). Este pathos trágico (amor fati) se alimenta del saber perceptivo de que “todo es uno”, no individualizado.
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Lo apolíneo y lo dionisíaco se muestran en primer momento como dos instintos estéticos. Apolo simboliza el instinto figurativo; el dios de la claridad, de la luz, de la medida, de la forma, de la disposición bella, de la razón. Dionisos, en cambio, el dios de lo caótico, de lo desmesurado, de lo informe, del oleaje hirviente de la vida, del frenesí sexual, el dios de la noche y, en contraposición a Apolo, que ama las figuras, el dios de la música; pero no de la música severa, refrenada, que no pasa de ser una “arquitectura dórica de sonidos”, sino, más bien, de la música seductora, excitante, que desata todas las pasiones.
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Apolo y Dionisos son tomados al principio como metáforas para expresar los contrapuestos instintos artísticos del griego, como el antagonismo de la figura y la música.
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En un segundo período, Nietzsche ve esta dualidad de manera diferente: desde ese fondo in-finito donde la existencia juega su juego inocente de nacimiento y muerte eternas (más allá de toda moral), surge la representación de las figuras, de las imágenes expresadas a la luz de la razón y del entendimiento. Surge lo apolíneo como expresión o resultante de lo dionisíaco. Apolo contenido en Dioniso. Apolo: los fenómenos, las imágenes, el “principio de individuación”, son sólo expresión de ese fondo llamado Dioniso.
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Esta es la razón por la cual la filosofía es para Nietzsche sinónimo de sabiduría trágica; la mirada esencial que penetra en la lucha originaria de los principios antagónicos de estos dioses helénicos; es la visión de la batalla entablada entre el fondo vital informe (lo dionisiaco), que todo lo engendra y todo lo destruye (como el niño de Heráclito que juega con piedras armando estructuras para luego destruir), y el reino luminoso de las figuras estables, que es el reino de la apariencia, de los fenómenos, de “la cosa para mí” de Kant, o de la “representación” schopenhaueriana.
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O dicho de otro modo: filosofía es para Nietzsche la visión de la lucha eterna entre unicidad e individualidad, entre cosa en sí y fenómeno, entre embriaguez y sueño. Es más fácil de captar el significado de lo apolíneo, el principium individuationis, pues nosotros vivimos en efecto en el mundo, y en él, tanto las cosas como nosotros mismos, estamos individualizados.

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Pero el otro, el concepto dionisíaco, es más difícil al entendimiento, pertenece al reino de la totalidad y tiene que ver con la concepción trágica de la existencia, donde rige únicamente la ley inexorable de la decadencia de todo aquello que, desde el fundamento del ser (lo dionisíaco) ha salido a la luz, a la existencia, de manera particularizada, desgajándose -por decirlo de algún modo- de la vida fluyente del todo que lo contiene.
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En esta visión dionisíaca, vida y muerte, nacimiento y decadencia de lo finito (usted, yo, el árbol, etc.) se encuentran entrelazados. Este entrelazamiento, este pathos trágico no es un pesimismo huero, es más bien una afirmación de la vida, un sentimiento jubiloso, incluso a lo terrible y horrible, a la muerte y a la ruina. Pero cuidado, no confundirse: se ven las cosas equivocadamente cuando se lo quiere interpretar al pathos trágico como una actitud heroica, como una valentía inmotivada.
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Ahora bien, ¿por qué Nietzsche se interesa por esta dualidad apolíneo/dionisíaca? A mi entender lo hace para poseer una escala referencial con la cual comparar, medir, desenmascarar; poner blanco sobre negro los males de nuestro tiempo, esto es los 2500 años -según Nietzsche- de esta enferma y equivocada historia de la cultura.
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¿Pero cuándo comienza esta equivocación, esta génesis de todos los males? Siempre desde la óptica de Nietzsche, estos males comienzan con la dupla o trilogía, según queramos: “Parménides/Sócrates” ó “Parménides/Sócrates/Platón”. Pero es Sócrates el que se lleva la peor parte. Con Sócrates, dice Nietzsche, ha llegado el final de la época trágica, la concepción dionisíaca del mundo; comienza ahora la época de la razón y del hombre teórico. Iníciase así -según dicha concepción- una terrible pérdida de mundo (lo dionisíaco); la existencia pierde, por así decirlo, su apertura a la cara oscura y nocturna de la vida, pierde el conocimiento mítico de la unidad de vida y muerte, pierde la tensión entre “individuación” y “fondo vital primordial uno”; se torna superficial, queda presa de los fenómenos, se hace “ilustrada”.
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Sócrates, como vemos, representa para Nietzsche la figura histórica de la ilustración helena en la cual la existencia griega perdió no sólo su magnífica seguridad instintiva, sino, más propiamente aún, su profundidad mítica, su fondo vital.
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En Sócrates -siempre según Nietzsche- sólo se desarrolló una cara del espíritu, pero ésta lo hizo de manera excesiva: el factor “lógico-racional”. Si esto que nos plantea es descubierto por nosotros como verdadero, las preguntas que al instante nos surgen son las siguientes:
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1 ¿Qué papel debe asumir el intelectual ante esta alienante realidad?
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2 ¿Debe encerrarse en su “vida interior” al estilo Dalai Lama o Krishnamurti o Indra Devi, o por el contrario asumir una actitud crítica cual arma pacífica de destrucción y construcción masiva?
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El hombre light u hombre razonable (vacuo en su interioridad), ciego a la profundidad in-finita de la existencia como un todo, es el paradigma de nuestro tiempo, y la cultura su matriz generadora. De coincidirse con estos planteos nietzscheanos, a ella (a la Cultura) debemos apuntar sin piedad, sin compasión.
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En última instancia el problema de nuestro tiempo se reduce a un tema de exclusiva raigambre cultural. De allí, de sus valores, nacen todos los males de este mundo.
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* Estas reflexiones fueron publicadas el 24 de enero de 2003 en la entrega 139 de Heráclito Filosofía y Arte.
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CFH – 3° mesa, mar. 2003
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Jorge Venturini responde, reflexionando sobre
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Lo dionisiaco y lo apolíneo: una forma creativa de vida
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Tiempo atrás, alrededor del tema apolíneo/dionisiaco, se generó con Luis Herrero una polémica, parte de la cual se ha publicado en el número 139 de Heraclito. Me parece enriquecedor aportar esta otra visión de la contradicción Dionisio/Apolo, visión que surge de la experimentación actoral que hacemos con nuestro Grupo Escenarios en la preparación de espectáculos teatrales, y en las clases de gimnasia psicofísica. Por ser una visión que nace de la práctica, aporta elementos concretos de aplicación y saca la reflexión del ámbito puramente intelectual para ponerla en contacto con la vida cotidiana.
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El artículo de Luis Herrero se apoya en la idea desarrollada por Nietzsche en su obra juvenil El origen de la tragedia a partir del espíritu de la música. Allí Nietzsche plantea la dicotomía entre la vivencia dionisíaca y la apolínea, poniendo a la música y a la escultura como artes ejemplificadores de cada una de ellas: la música como el arte no conceptual por excelencia que se dirige a los niveles emocionales e intuitivos del psiquismo, y la escultura como el arte de la forma. .
En nuestra interpretación, Nietzsche se interesa por esta dualidad apolínea/dionisíaca para demostrar que la síntesis producida conforma la estructura de la obra de arte, y que por extensión, define los momentos del proceso creativo. Desde nuestra perspectiva estos dioses son representaciones míticas de los dos momentos fundacionales del proceso creativo.
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Por eso no acordamos con la respuesta que da Luis Herrero a la pregunta: Ahora bien, ¿por qué Nietzsche se interesa por esta dualidad apolíneo/dionisíaca?, donde contesta: A mi entender lo hace para poseer una escala referencial con la cual comparar, medir, desenmascarar; poner blanco sobre negro los males de nuestro tiempo, esto es: los 2500 años -según Nietzsche- de esta enferma y equivocada historia de la cultura.

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Eso sería dejar la obra de Nietzsche en el campo de la especulación teórica cuando en realidad es una profunda visión práctica del proceso que enfrentamos los humanos cuando creamos, en cualquier campo que sea. En este escrito trataremos de dar los fundamentos sobre los que se apoya esta afirmación.
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Nos dice Luis Herrero: "El otro concepto, el dionisiaco, es más difícil al entendimiento, pertenece al reino de la totalidad y tiene que ver con la concepción trágica de la existencia, donde rige únicamente la ley inexorable de la decadencia de todo aquello que, desde el fundamento del ser (lo dionisiaco) ha salido a la existencia particularizada, desgajándose, por decirlo de algún modo, de la vida fluyente del todo que lo contiene."
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En el plano conceptual, intelectual, puede resultar difícil de entender; en el plano existencial es más fácil. Dilucidemos el concepto de lo dionisiaco a partir de la práctica, para que no quede todo como una elegante elaboración intelectual. Todo lo dionisiaco tiene que ver con experiencias no conceptuales, tal como son las vivencias que produce la música, o los estados de ánimo, emociones, visiones que atrapa la poesía. Cuando uno se sumerge en una experiencia psicofísica motivado por la música, como ocurre en cualquier danzar intenso, se trabajan vivencias donde los límites del yo (persona) se esfuman y un fenómeno que trasciende al yo aflora: el grupo se transforma en un todo. Se vive la emoción de participar en ese todo que contiene, se experimenta un primitivismo en la forma de relacionarse el grupo, y se concluye con la desazón de terminar la danza, dejar al grupo y regresar a la individualidad. Nietzsche se refiere a este regresar cuando habla del desgajamiento del todo.
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Esa experiencia también se roza en la relación sexual, donde por momentos dos se hacen uno que se pierden en la comunidad del orgasmo. En esos momentos, el yo-personalidad no está presente, es otra zona del psiquismo la que predomina, y cuando el yo-personalidad regresa, hasta se avergüenza de recordar la pérdida de control en los espasmos del placer. El yo-personalidad está relacionado con el intelecto, y con todo lo que identificamos con nuestro Yo. El yo-orgásmico (para llamarlo de alguna manera) es el yo dionisiaco donde se pierden, o mejor, se esfuman, los límites del individuo individualizado del que tenemos conciencia en la vida cotidiana. La realidad también pierde sus aristas y no por nada, Nietzsche asocia lo dionisiaco a la embriaguez. Lo dionisiaco sería entonces lo que vivenciamos con el sexo, con el baile, con la borrachera.
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El concepto apolíneo es más accesible porque refleja el mundo de la forma y de los conceptos. En la cultura occidental hemos creado ese mundo intelectual en el nos movemos desde Sócrates, a quien Nietzsche le adjudica el pecado de haber creado el hombre teórico, ese hombre que se mueve en el campo de los conceptos. Como dice Herrero: Es más fácil de captar el significado de lo apolíneo, el principium individuationis, pues nosotros vivimos en efecto en el mundo, y en él, tanto las cosas como nosotros mismos, estamos individualizados.
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En la experiencia de Escenarios, el principio apolíneo no tiene que ver sólo con la individualización, sino también con la capacidad humana de generar formas que puedan contener las vivencias que asoman en los momentos dionisíacos. Y acá viene el gran aporte de estas reflexiones de Nietzsche: la síntesis entre los contenidos dionisíacos y las formas apolíneas genera la obra de arte, y son pasos fundamentales del proceso creativo que pueden ser aplicados a cualquier momento de vida; de allí la importancia práctica que encontramos en esta disquisición aparentemente teórica.
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El origen del teatro, o de la tragedia griega, está enraizado en las fiestas dionisíacas que eran tradiciones bárbaras de pueblos de Oriente. Estas fiestas tenían juegos orgiásticos donde se perdían las reglas sociales para liberar lo instintivo (quizá también sean antecedentes lejanos de las fiestas de carnaval). Nietzsche hipotetiza que los griegos apelaron a la figura de Apolo para que esas orgías tomaran una forma y perdieran el peligroso efecto disolvente sobre los vínculos de convivencia. Esa síntesis habría dado lugar al nacimiento del gran teatro griego. Esa síntesis estaría también en la base de toda creación artística, y en cualquier otro campo donde se indagan nuevos caminos de conocimiento. Es interesante comprobar que la descripción realizada por grandes científicos de los procesos en que se desarrollaron algunos de sus descubrimientos muestra señales de esta síntesis de la que estamos hablando.
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¿Cómo esquematizar el proceso creativo? En la primera etapa, que algunos denominan "pensamiento divergente", se enfrenta "la página en blanco", el momento dónde sólo existe la motivación o la necesidad de crear, y en ese momento a veces ni siquiera se tiene delineada la dirección a la que apuntar, la dirección misma es parte de la búsqueda. Es un momento de mucha tensión y angustia porque el vacío que produce "la página en blanco" es difícil de soportar. Este paso es el más importante del proceso creativo porque si se tiene la paciencia y el coraje de esperar, se produce una rica acumulación de intuiciones que alimentan la innovación, o la creación. Es el tiempo de Dionisio para los griegos, desordenado, fluido, sin forma ni individualidad. Este primer paso es aplicable a cualquier situación, sea el artista creando una nueva obra de arte, sea la cocinera inventando un nuevo plato, sea el gerente solucionando un problema de la empresa. Es necesario darse el tiempo necesario, esperar en esa situación de vacío, para dar lugar a que aflore la verdadera creación con el funcionamiento de la intuición. Si el miedo vence, se apela al intelecto para llenar el vacío, el que brinda lo ya conocido, la esencia de la no-innovación: entonces el artista "construirá" una obra más con elementos desgastados, la cocinera repetirá una receta propia o ajena, o el gerente copiará una solución anteriormente aplicada aunque no sea la adecuada para esa nueva circunstancia. La intuición es la facultad de este momento dionisiaco y necesita tiempo para manifestarse; si el intelecto toma el control, tiende a paralizar la intuición.
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Luego viene la etapa donde ese material debe tomar forma, debe concretarse en una obra, en una solución, en una comida apetecible. Es el pensamiento convergente que genera una forma, es el momento de Apolo. Todo el material surgido en el primer paso dionisiaco se organiza a través del trabajo intelectual, donde se aplican técnicas aprendidas (literarias, científicas, gerenciales, artesanales, etc.) para el trabajo que se esté realizando. Es el momento de la conceptualización. Nietzsche habla de la escultura como arte dionisiaco, porque es el arte de la forma por excelencia. .
En literatura, cuando el material obtenido presenta dificultades insuperables de ser conceptualizado, aparece la poesía que permiten traducir en palabras profundos sentimientos o vivencias dionisíacas. La escultura o la pintura no figurativa muestra formas que pueden relacionarse también con la poesía, transmitiendo experiencias no-conceptuales que sólo pueden ser sentidas. Podríamos aventurarnos a decir que en ese tipo escultura, como en la pintura abstracta, como en la poesía, los elementos dionisíacos han prevalecido y la obra no ha podido ser poseída totalmente por la forma intelectiva. En otros casos, como podría ser la solución encontrada por el gerente, o por el científico, lo intelectual hace desaparecer el origen intuitivo, dionisiaco, de la misma, y todo se presenta como resultado racional, perdiéndose el aporte de la intuición. Esta es la característica que prima en el campo intelectual de occidente.
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Tampoco estamos de acuerdo cuando Luis Herrero dice: En un segundo período, Nietzsche ve esta dualidad de manera diferente: desde ese fondo in-finito donde la existencia juega su juego inocente de nacimiento y muerte eternas (más allá de toda moral), surge la representación de la figuras, de las imágenes expresadas a la luz de la razón y del entendimiento. Surge lo apolíneo como expresión o resultante de lo dionisiaco. Apolo contenido en Dionisio. Apolo: los fenómenos, las imágenes, el “principio de individuación”, son sólo expresión de ese fondo llamado Dionisio.
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Apolo no contiene a Dionisio, salvo que se refiera a esa constante interrelación que existe entre estos dos momentos de la creatividad humana. Sobre ese proceso de interrelación se construye la propuesta innovadora y es verdad que no se puede fijar la división entre un momento y otro; constantemente se retorna a Dionisio para alimentar a Apolo, se retorna a la búsqueda de intuiciones para alimentar el proceso de encontrar las nuevas formas. Pero no vemos que uno pueda contener al otro porque apelan a facultades psíquicas diferentes.

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Aunque suena abstracto en palabras, esta concepción del proceso creativo en Escenarios ha dado lugar a una propuesta de entrenamiento muy concreta, donde se aprende a vivenciar los pasos de ese proceso y a manejar las emociones que provoca, desde el miedo inicial hasta el placer de ver plasmada una nueva idea.
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Para nosotros, la creatividad es una actitud de vida. Por eso a la propuesta que hace Nietzsche en su libro El Origen de la Tragedia le encontramos un campo de aplicación amplio. Y el humano se puede entrenar para ser creativo, especialmente para aprender a movilizar el pensamiento dionisiaco, el pensamiento divergente, el momento de Dionisio. Frente al planteo de Nietzsche, Herrero se pregunta: ¿Qué papel como intelectuales que somos debemos asumir ante esta alienante realidad? ¿Debemos encerrarnos en nuestro "vida interior" al estilo Dalai Lama, o Krishnamurti, o Indra Devi, o por el contrario asumir una actitud crítica cual arma pacífica de destrucción y construcción masiva?
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Nosotros creemos que los intelectuales deben:
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a) Equilibrar su sistema psicofísico, cultivando más lo intuitivo y lo emocional. El pecado que señala Nietzsche en la filosofía de Sócrates-Platón fue tomado y endiosado por la cultura occidental haciendo del intelecto un cuasi dios que todo lo controla y lo puede (momento apolíneo) dejando de lado y desvalorizando la intuición, o el mundo emocional (momento dionisiaco).
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b) Redescubrir lo femenino (que tiene relación con Dionisos, aunque el dios esté representado como hombre), porque tanta masculinidad está destrozando el planeta. Se supone que lo masculino es sinónimo de "espíritu fuerte" en una lectura superficial de Nietzsche. ¿De dónde sacan los intelectuales que conectarse con el mundo interior, mejorar la conexión con la intuición, transitar el mundo emocional, es propio de espíritus débiles, si las grandes creaciones e inventos de la humanidad han estado generadas por erupciones de sabiduría intuitiva?
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c) Equilibrar el afuera con el adentro. Si no se va a las fuentes internas de sabiduría, ¿de donde se sacan elementos para la "actitud crítica cual arma pacífica de destrucción y construcción masiva"? Ir hacia adentro, explorar el mundo interior, significa conocerse, conectarse con los miedos, las angustias, los deseos más profundos, las necesidades, y entender un poco más. Significa también apelar a esa inagotable fuente de sabiduría que tenemos escondida en lo profundo y dejarla aflorar a través de la intuición. Significa entender un poco más el Universo, porque somos holográficamente similares. Con ese capital se sale hacia "afuera", y se participa activamente de la "vida", de la sociedad.
Quizá un personaje paradigmático del equilibrio entre la vida interior y la vida social sea Ghandi.
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La hiper intelectualidad sirve muchas veces para refugiarse, para acorazarse frente a la angustia de ser vivos. Sirve para mantener una distancia con lo emocional, porque lo no-intelectual es muy desordenado, muy poco manejable, la más de las veces inexplicable, y hasta peligroso. (Dionisio es el dios de la embriaguez, y perder el control da miedo).
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Conclusión: Encontramos en el planteo de Nietzsche un aspecto práctico muy seductor que potencia notablemente la simple elucubración intelectual. Como decía un pensador, no debemos permitir que la filosofía quede en un entretenido divertimento intelectual, debemos hacer el esfuerzo que se transforme en herramienta enriquecedora de la vida cotidiana. Y el caso de Dionisio y Apolo, lejos de ser simples exponentes de una lejana mitología griega, antiguas figuras con 2.500 años de edad, representan y ayudan a entender con su personificación, un proceso de vida al que nos enfrentamos todos los días: la creación.
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CFH – 3° mesa, mar. 2003
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Nuevamente el moderador editorial
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Descreemos de las competencias cuando se trata de filosofar. Descreemos de la utilidad de los discursos, hablados o escritos, cuando se quieren examinar estas cosas del vivir. Creemos en la exposición de parecereres, coincidentes, diferentes y aún contradictorios, que dejan la confrontación y la valoración al lector.
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Tal es el criterio con que alentamos el Café Filosófico Heráclito. Y tal es la actitud con que se han acercado hasta hoy quienes participaron de él, sosteniendo sus opiniones y controvirtiendo las de los otros participantes. Las reflexiones de Luis Herrero y de Jorge Venturini, más allá de su fervor, dan fe de ello.
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E. D.
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CFH – 3° mesa, mar. 2003