Heráclito 83

El "regresus in infinitum" puede ilustrarse, creo que del modo más vívido posible, mediante las paradojas de Zenón de Elea, que dijo que si creíamos en la realidad del tiempo como hecho de instantes y la del espacio como hecho de puntos, el transcurso del tiempo y el movimiento son imposibles.

Jorge Luis Borges habla sobre el mundo de Kafka

Habla un discípulo de Kafka, un tardío discípulo de Kafka, pero que sigue sintiéndolo y agradeciendo lo mucho que él le ha dado y lo poco que él ha podido hacer con ese espléndido regalo de su obra.

Quiero examinar aquí dos temas de Kafka, el "laberinto" y la "empresa imposible", pero antes quiero decir unas palabras sobre el modus operandi de Kafka, sobre lo que los escolásticos llamaron el "regregresus in infinitum" y que es un proceso intelectual bastante común tratándose de etiología o metafísica, pero raro tratándose de literatura y podríamos decir que fuera de algunos precursores, que de algún modo fueron inventados por él, fue inaugurado por Kafka.

Y quiero recordar a mi amigo Carlos Mastronardi, el gran poeta de Entre Ríos, ¿por qué de Entre Ríos? El gran poeta de la patria y del mundo. Yo recuerdo que él había iniciado la lectura de El proceso y me dijo lacónicamente: "Franz Kafka, Zenón de Elea". Y ahora se preguntarán ustedes qué es el "regresus in infinitum", para mí una de las grandes innovaciones de Kafka: es un proceso lógico, conocido por los escolásticos. Comenzaré por uno de los ejemplos más amenos de este método y tema de Kafka. El "regresus in infinitum" puede ilustrarse, creo que del modo más vívido posible, mediante las paradojas de Zenón de Elea, que dijo que si creíamos en la realidad del tiempo como hecho de instantes y la del espacio como hecho de puntos, el transcurso del tiempo y el movimiento son imposibles, e ilustra esto mediante varias paradojas que fueron refutadas por Aristóteles y comentadas por toda la filosofía después, pero recordaré dos simplemente, ya que en ellas se ve claramente cuál es el modo de Kafka y me permite recordar a mi padre.

Mi padre -yo tendría 9 o 10 años entonces-, en una casa por las orillas de Palermo una noche después de comer me mostró el tablero de ajedrez y me dijo, señalándome las casillas: Vamos a poner a una persona que está en esta casilla -y me señaló la casilla de la torre, la de la izquierda- y quiere ir a la casilla de la derecha. Pues bien, tendría que pasar antes por la casilla de la reina. Yo dije, naturalmente, que sí. Y él me dijo: Pero antes tendrá que pasar por la casilla del caballo. Yo afirmé nuevamente. Y él me dijo: Bueno, aquí tenemos 8 casillas, ya que se trata de 64 casillas, que forman el tablero. Supongamos un tablero más largo, con un número indefinido de casillas. Para llegar de la primera a la última habrá que pasar por todas las casillas intermedias. Dije que sí y él me dijo: Muy bien, pero entonces, antes de llegar a la meta habrá que pasar por la casilla del medio, antes por la del medio del medio, antes por la del medio del medio del medio y así sucesivamente, es decir, que no se llegará nunca de una casilla a otra. Y no mencionó el nombre de Zenón de Elea, no me dijo que estaba exponiendo la ilustre paradoja de la filosofía griega, porque mi padre era profesor de psicología y sabía que son más importantes los hechos que las fechas y los nombres de quienes los inventaron. De modo que me dejó con esa perplejidad y luego de unas noches me preguntó si había oído la historia de la carrera de Aquiles y la tortuga. Dije que no, y me divirtió la idea de una carrera entre Aquiles, el de los pies ligeros, símbolo de rapidez y la tortuga, la morosa tortuga, símbolo de lentitud, y dije que me gustaría oír eso. Bueno, dijo, una vez corrieron una carrera Aquiles y la tortuga. Aquiles le dio a la tortuga 100 metros de ventaja, lo cual es justo, dado lo moroso de la tortuga y lo lento de sus hábitos. Muy bien, Aquiles recorre los 100 metros mientras la tortuga recorre 1 metro. Me preguntó si la cuenta estaba bien sacada, él sabía que lo estaba y le dije que sí. Muy bien, me dijo, recorre ese metro en tanto que la tortuga recorre 1 centímetro. Yo dije que sí, si Aquiles corre cien veces más ligero que la tortuga. Desde luego, me dijo, Aquiles recorre entonces ese centímetro, y la tortuga mientras tanto ha recorrido un milímetro. Y así siguen, de modo que Aquiles nunca podrá alcanzar a la tortuga. Pues bien, esto ha sido discutido después por Poincaré, por Bergson, por Bertrand Russell, por Stuart Mill, antes por Aristóteles, antes quizás por todos los filósofos y es realmente un argumento serio contra el hecho de que si el tiempo se compone de instantes y el espacio está hecho de puntos, una cantidad cualquiera no puede agotarse. Ese argumento lo aplicó William James. En sus Elementos de Psicología James dice: Vamos a suponer un cuarto de hora. Pero antes de que un cuarto de hora pase, tienen que pasar siete minutos y medio, pero antes tienen que pasar tres minutos y una fracción, y antes de que pase la fracción tiene que pasar otra, pero como el número de fracciones es infinito resulta que se saca como consecuencia que no puede pasar nunca un cuarto de hora. Pero curiosamente, cuando Zenón de Elea formulaba esas paradojas en Grecia cinco siglos antes de la era cristiana, un pensador chino, Lie Tsu la formulaba en China bajo la forma de una leyenda, una forma que hubiera complacido más a Kafka. Lie Tsu habla del cetro de los reyes de Liang y supone que ese cetro es heredado por cada sucesor de la dinastía. Cada uno tiene que cortar la mitad del cetro, que no es excesivamente largo, pero como nunca se llegará a la mitad de la mitad de la mitad de algo la dinastía es infinita, es decir, exactamente el mismo procedimiento de Aquiles y la tortuga y de aquella otra del tablero, que muestra la imposibilidad de que un móvil llegue a la meta. Ahora bien, ese procedimiento que se llama "regresus in infinitum" fue aplicado para refutar pensamientos, muchas veces lógicamente, pero Kafka fue el primero, o uno de los primeros, que lo aplicó a la literatura.

Fuente: http://www.galeon.com/kafka/borges3.htm
H 93 – 08 Marzo 2002



El fenómeno humano

“Para descubrirse a sí mismo hasta el fin, el Hombre tenía necesidad de toda una serie de sentidos”

Teilhard de Chardin, Orbis, Buenos Aires, 1984, págs. 43 y 44, en el proemio que el autor titula Ver. Traducción de M. Crusafont Pairó.


Desde que existe el Hombre se ofrece como espectáculo a sí mismo. De hecho, desde hace algunas decenas de siglos, no hace otra cosa que autocontemplarse. Y ello no obstante, apenas si empieza a adquirir con ello una visión científica de su propia significación en la Física del Mundo. No debemos extrañarnos demasiado de este lento despertar. Nada resulta tan difícil a menudo de percibir como aquello que debería “saltarnos a la vista”. ¿No le es necesaria al niño una educación especial para aislar las imágenes que asaltan su retina recién abierta al mundo que le rodea? Para descubrirse a sí mismo hasta el fin, el Hombre tenía necesidad de toda una serie de “sentidos” cuya gradual adquisición, según diremos, llena y marca los hitos de la historia misma de las luchas del Espíritu.

Sentido de la inmensidad espacial, tanto en lo grande como en lo pequeño, que desarticule y espacie, en el interior de una esfera de radio indefinido, los círculos de objetos que se comprimen a nuestro alrededor.

Sentido de la profundidad, que relegue de una manera laboriosa, a lo largo de series ilimitadas, sobre unas distancias temporalmente desmesuradas, los acontecimientos que una especie de gravedad tiende de manera continua a comprimir para nosotros en una fina hoja de Pasado.

Sentido del número, que descubra y aprecie sin pestañear la multitud enloquecedora de elementos materiales o vivientes que se hallan comprometidos en la más pequeña de las transformaciones del Universo.

Sentido de la proporción, que establezca en lo posible la diferencia de escala física que separa, tanto en dimensiones como en ritmos, el átomo de la nebulosa, lo ínfimo de lo inmenso.

Sentido de la cualidad o de la novedad, que puede llegar, sin romper la unidad física del Mundo, a distinguir en la Naturaleza unos estadios absolutos de perfección y de Crecimiento.

Sentido del movimiento, capaz de percibir los irresistibles desarrollos ocultos en las mayores lentitudes –la agitación externa disimulada bajo un velo de reposo-, lo completamente novedoso, deslizándose hacia el centro mismo de la repetición monótona de las mismas cosas.

Sentido de lo orgánico, finalmente, que descubra las interrelaciones físicas y la unidad estructural bajo la superficial yuxtaposición de las sucesiones y de las colectividades.

A falta de estas cualidades en su escrutar, el Hombre continuará siendo indefinidamente para nosotros, hágase lo que se haga para que podamos ver, lo que aún resulta ser para tantas inteligencias: un objeto errático dentro de un Mundo dislocado. Que se desvanezca, por el contrario, en nuestra óptica la triple ilusión de la pequenez, de la pluralidad y de la inmovilidad, y el Hombre vendrá a adquirir la situación central que habíamos anunciado: cima momentánea de una Antropogénesis que corona a su vez una Cosmogénesis.

El Hombre no sería capaz de verse a sí mismo de manera completa fuera de la Humanidad, ni la Humanidad fuera de la Vida, ni la Vida fuera del Universo.

* Hagamos hincapié en lo que dice del P. Teilhard mi ilustre amigo y colega, el Rdo. P. D’Armagnac, director de los Archives de Philosophie. El propio P. Teilhard estuvo convencido de que una obra “nunca puede ser terminada”, como no está terminada tampoco la obra creadora de Dios, como no lo está la misma Cosmogénesis, ni la Antropogénesis. La obra del P. Teilhard es, además, dialéctica. Enciende la poderosa llama de la lucha por la Verdad. No tiene la pretensión de haberla hallado, ni mucho menos. Pero nos impulsa a todos, con su inveterado optimismo, a ser luchadores por esa Verdad, algo que no puede presentar mejores infusiones evangélicas.

H 93 – 08 Marzo 2002



Entrevista de Julio Oliva García a Rigoberta Menchú Tum, Premio Nobel de la Paz 1992.

La doble moral de Estados Unidos

¿Qué opinión tiene sobre los atentados terroristas cometidos en Estados Unidos y sobre el marco mundial en el que ocurren?

Desde el primer momento he condenado enérgicamente esos actos criminales. Nadie puede justificar, por ningún motivo, la matanza indiscriminada de civiles indefensos. Ninguna causa o bandera puede validar el uso del terror asesino en contra de mujeres, hombres y niños. Por ello expresé inmediatamente mi solidaridad con las víctimas e hice mío el dolor de sus familiares. Yo no soy una observadora imparcial, soy sobreviviente del terrorismo y por eso mismo mi actitud de condena es tan categórica. También por ello exijo que los Estados y las sociedades civiles en el mundo nos opongamos definitivamente a cualquier forma de terrorismo, ya sea que provenga de grupos particulares o de los propios Estados. Lo que no vale es la hipocresía y la doble moral de quienes condenan una forma de terrorismo, al mismo tiempo que tratan de justificar el terror de los Estados. Me duelen en el alma las más de 6 mil víctimas civiles de Nueva York, porque son tan dignas e inocentes como las más de 300 mil víctimas del terrorismo de Estado en América Latina. Tanta solidaridad merecen esos miles de ciudadanos estadounidenses como las decenas de miles de hombres y mujeres latinoamericanos que un día fueron detenidos arbitrariamente por fuerzas estatales y que nunca jamás regresaron a sus casas con sus familias. El terrorismo ejercido por los gobiernos militares en mi país me arrebató a mi padre, mi madre, mis hermanos Víctor y Patrocinio y a mi cuñada María. Y ellos son tan sólo una parte de las más de 200 mil víctimas del genocidio cometido en Guatemala. Por eso ofende nuestra dignidad que quien se cree el presidente del planeta, nos diga: "Están con nosotros o están con los terroristas". Las altas autoridades de los EE.UU. pretenden ignorar que ellos mismos entrenaron, armaron, financiaron y alentaron las mentes enfermas que hoy se les revierten; intentan ocultar que los genocidios cometidos en la segunda mitad del siglo XX en América Latina y en otras regiones del mundo, contaron en la mayoría de los casos con la aprobación, el respaldo y la asesoría de Washington. Por esas razones, junto a miles de mujeres y hombres en el mundo, exijo con firmeza que los responsables de esos crímenes contra la humanidad sean identificados, perseguidos judicialmente y juzgados de acuerdo con las leyes nacionales e internacionales. No importa que se llamen Osama Bin Laden o Henry Kissinger. Lo más importante es que esos delitos de lesa humanidad no queden en la impunidad; que se imponga el camino de las leyes, el camino del Derecho. Una y otra vez he rechazado y condenado la pretensión de que la venganza prevalezca sobre la justicia. No puedo aceptar que el Gobierno de los EE.UU. y los otros gobiernos que se someten a sus dictados, pretendan hacer retroceder a la humanidad a la ley del ojo por ojo. Hasta el día anterior a los atentados terroristas en Nueva York y Washington, varios gobiernos y algunos de los grandes medios de comunicación en el mundo nos criticaban por buscar juicio y castigo contra los responsables del genocidio y el terror desde los Estados; nos acusaban de estar buscando venganza y nos exigían optar por el perdón y el olvido. Ahora, ellos invocan un supuesto derecho a la venganza, pasando por encima de cualquier principio o mecanismo jurídico.

¿Cuál es su posición frente a lo que está ocurriendo hoy en Afganistán?

Con toda la fuerza de nuestro espíritu, desde los cuatro puntos cardinales del planeta, miles de personas que amamos profundamente la paz intentamos evitar esa guerra. Nos dirigimos al Presidente Bush y a los demás líderes para llamarlos a la cordura. Pero todo fue en vano. La agresión más absurda y criminal se ha desatado contra un pueblo inocente que durante décadas, sin calma, sin tregua, ha sufrido las peores agresiones, las intervenciones extranjeras y la represión. Un pueblo campesino azotado por la guerra impuesta, el hambre y las catástrofes naturales. Estamos ahora frente a la injusticia incalificable de que las naciones más ricas y poderosas del mundo han unido su más alta tecnología y su maquinaria de muerte para atacar a uno de los pueblos más pobres de la tierra. Ofende la inteligencia de quienes en el mundo pensamos con nuestra propia cabeza, que EE.UU. y las grandes potencias pretendan hacernos creer que, para perseguir a un grupo de terroristas, se justifica arrasar aldeas completas, atacar a la población civil en las ciudades y destruir edificios como el de las Naciones Unidas o la Cruz Roja Internacional en Kabul. Al pretender responder al terror de grupos fanáticos con el gigantesco terror institucional de los Estados más poderosos, se le está imponiendo a la humanidad una lógica perversa. La brutal agresión contra el pueblo de Afganistán, que viola toda legalidad internacional, no la justifica nada. Nadie, absolutamente nadie que actúe con cordura y sensatez puede defender la agresión militar contra este pueblo como un acto de justicia. Menos aún se puede pretender que con esos actos de guerra se estén creando las condiciones para que surja ahí un régimen democrático.

¿Qué acciones ha desarrollado para llevar adelante esta postura contraria a la guerra?

Ya me referí a la postura que hice pública el mismo día de los atentados en los EE.UU. y a la carta que dirigí al Presidente Bush. El lunes 8 de octubre, unas horas después de iniciados los bombardeos sobre Afganistán, una delegación integrada por la Premio Nobel irlandesa Mairead Coorigan Maguire, el Premio Nobel argentino Adolfo Pérez Esquivel y mi persona, nos hicimos presentes en Nueva York para entrevistarnos en la ONU con el actual Presidente de la Asamblea General, el Presidente del Consejo de Seguridad y el Secretario General Kofi Annan. En cada una de esas reuniones expresamos nuestro rechazo a la agresión militar que se había iniciado, con la convicción de que la violencia no se combatirá con más violencia. Demandamos la defensa y el respeto al orden jurídico internacional establecido para garantizar la convivencia entre las naciones. Junto a varios Premios Nobel de la Paz, estamos preparando un encuentro de personalidades con representación y reconocimiento a nivel mundial para reiterar y reforzar la exigencia a favor de la paz. Buscamos que nuestro llamado a la cordura encuentre eco en los parlamentos y en otras esferas de decisión política, que sean capaces de oponerse a quienes se han subordinado incondicionalmente a los grandes intereses económicos, políticos y militares que están arrastrando al mundo a la locura de la guerra. Este encuentro probablemente se realizará en la Ciudad de Madrid, España, en los primeros días de diciembre. En estos días he estado recorriendo varias ciudades de los EE.UU. para reunirme con universitarios, gente de iglesia y otros grupos ciudadanos, acompañándolos en sus esfuerzos por la paz y estimulando su determinación de oponerse a la guerra. Estoy convencida de que del seno del propio pueblo estadounidense saldrán las mejores contribuciones a favor de la paz y emergerán los movimientos más efectivos contra el guerrerismo que hoy se ha impuesto en el mundo.

¿Cuál es en estos momentos su relación con Chile?

He tenido pendiente estar presente en Chile para expresar mi solidaridad e identificación con los miles de mujeres y hombres que en ese querido país luchan por la justicia y en contra de la impunidad. He seguido con sumo interés y admiración la perseverancia y la tenacidad de quienes se negaron y se niegan a dejar en la indignidad del olvido a las miles de víctimas del terrorismo de Estado. A mucha gente en todo el mundo nos inspiró la valentía y la determinación de quienes, a pesar de las amenazas y los peligros, se atrevieron a presentar las primeras querellas judiciales en contra de Pinochet y otros responsables de los más graves crímenes contra la humanidad. Admiro a los sobrevivientes y a los familiares de las víctimas que escogieron el camino de la justicia y se convirtieron en acusadores ante los tribunales; valoro a los abogados que se pusieron al frente de esas causas y las han conducido de manera ejemplar; respeto enormemente a los jueces que no han cedido a las presiones y están cumpliendo con la ley para devolvernos, poco a poco, la confianza en el sistema de justicia. He dicho muchas veces que el día que Pinochet fue detenido en Londres y se inició el proceso para extraditarlo a España, nació una esperanza de justicia para mí y para miles de víctimas del terror de los Estados. Por primera vez vi, de manera concreta, la posibilidad de llevar ante cualquier tribunal del mundo a los responsables de la muerte de más de 200 mil de mis hermanos guatemaltecos, de ver juzgados de conformidad con el Derecho a los autores de los delitos de lesa humanidad cometidos en Guatemala, a los grandes responsables de más de 45 mil casos de desaparición forzada, de haber ordenado más de 600 masacres en comunidades indígenas, de haber borrado del mapa más de 400 aldeas campesinas, en fin, de haber cometido genocidio en contra del pueblo Maya. Esa opción por el camino de la justicia y la vía del Derecho, me llevó a iniciar en diciembre de 1999 una querella ante los tribunales de la Audiencia Nacional de España en contra de los altos jefes militares y civiles responsables de los delitos de genocidio, terrorismo de Estado y tortura cometidos en mi Guatemala. Ese mismo voto de confianza en que algún día terminará la impunidad y funcionarán libremente los sistemas de justicia, nos llevó, a la Fundación que presido y a mí, a constituirnos como querellantes ante los tribunales chilenos en contra de los principales responsables de la "Operación Cóndor". Al participar dentro de esa querella estamos documentando lo ocurrido en Guatemala desde 1966 como antecedentes directos de lo que después aconteció con las dictaduras militares en el Cono Sur. En ese año urgieron en Guatemala, por primera vez en América Latina, los escuadrones de la muerte, el secuestro masivo de opositores al régimen, la tortura de los prisioneros hasta la muerte y su desaparición definitiva. Incluso se inauguró la práctica terrible de lanzar al mar, desde aviones de la Fuerza Aérea, los cuerpos torturados de los secuestrados. Esos crímenes de terrorismo de Estado comenzaron en mi país siete años antes del cuartelazo de Pinochet y diez años antes del inicio de la dictadura argentina. Y el círculo se cerró a principios de los años ochenta, con el envío de asesores militares chilenos y argentinos a Guatemala. Esos "embajadores del terror" llevaron a mi país las experiencias más sofisticadas en técnicas de control de ciudadanos, secuestro y tortura de opositores; en todas esas artes del horror a las que elegantemente les llaman "inteligencia militar". En todo ese proceso, de principio a fin, está presente la asesoría, el entrenamiento, el financiamiento y el equipamiento por parte del gobierno de los Estados Unidos. El papel directo y personal que jugaron personajes como Henry Kissinger o Vernon Walters está claramente documentado. Eso es lo que denunciamos, junto a otros acusadores chilenos, uruguayos, argentinos y paraguayos, en la querella recientemente presentada en Santiago ante el Juez Juan Guzmán Tapia. Ahí está depositado este nuevo voto por la justicia y en contra de la impunidad. Hay que volver a inventar la esperanza con el optimismo de que, a pesar de los tiempos adversos que hoy vivimos, cada día somos más las mujeres y los hombres que compartimos ese sueño. Para empezar a cumplir ese compromiso con el pueblo chileno y en particular con quienes han empeñado sus esfuerzos en la lucha contra la impunidad, estaré en Santiago el próximo martes 30 de octubre para participar en el gran evento que los organizadores de la Caravana por la Vida han preparado en el Estadio Nacional. Con gran emoción uniré mi corazón al de los miles de enamorados por la vida, que tercamente nos negamos a claudicar ante el olvido.

Fuente: El Siglo, 4 de noviembre del 2001
H 93 – 08 Marzo 2002



Paul Valéry y sus

Notas sobre poesía

Poesía es alcanzar el estado de invención perpetua.

Los versos no son sino eso, un estado de invención establecido por ellos mismos y la regla del juego consiste en que lo inventado no tenga ningún valor.

Aquel que danza no tiene por objeto marchar. Su fin no está en el espacio y, por lo tanto, espacio y aparatos de desplazamiento son sólo los medios. Las piernas entonces ya no sirven para franquear y alcanzar. Lo mismo ocurre con las palabras, que no sirven más que para informar e informarse.

La sintaxis y las palabras en un poema deben ser tan precisas como sea posible, pero el sentido debe permanecer impreciso, múltiple, jamás totalmente identificable con una "función limitada" de los términos.

Esta no-equiparación es esencial en poesía.

La prosa, la verdadera prosa (no todo lo que no esté escrito en verso) debe identificarse como una proposición geométrica, es decir, debe anularse en el momento mismo de su comprensión.

Se pueden combinar estos dos tipos mediante alternancias.

El verdadero poeta nunca sabe exactamente el sentido de aquello que tuvo la felicidad de escribir, pues desde ese punto de vista él se convierte en un simple lector, un instante después.

Acaba de escribir un sinsentido: es decir algo que debe recibir un sentido y no ofrecerlo (lo cual es muy diferente).

¿Cómo concebir ese trabajo paradojal? Escribir algo que restituya aquello que no ha sido dado. El verso aguarda un sentido -el verso escucha a su lector-. Y aun cuando yo diga que observo mis ideas, mis imágenes, igualmente podría decir que soy observado por ellas. ¿Dónde ubicar el yo?, ¿por qué esta relación será asimétrica?

Aquella parte de las ideas que no es posible poner en prosa se pone en verso. Si se la encuentra en prosa, demanda el verso, y parece un verso que no ha podido conformarse todavía. ¿Cuáles son estas ideas?

Son aquellas que se hacen posibles únicamente en un movimiento muy vivo o rítmico o irreflexivo del pensamiento.

La metáfora, por ejemplo, manifiesta desde su comienzo ingenuo un tanteo, una hesitación entre varias expresiones de un pensamiento, una impotencia explosiva que va más allá de la potencia necesaria y suficiente. Cuando el pensamiento haya sido retomado y precisado hasta su máximo rigor, hasta su único objeto, entonces la metáfora será borrada. Aparecerá la prosa.

Estos desplazamientos, observados y cultivados por sí mismos, se han convertido en el objeto de un estudio y de un empleo: la poesía. De este análisis resulta que la poesía tiene por objeto especial, por dominio verdaderamente propio, la expresión de lo que es inexpresable en las funciones finitas de la palabra. El objeto propio de la poesía sería entonces aquello que no tiene un único nombre, lo que en sí mismo demanda y provoca más de una expresión. Lo que suscita, por su unidad antes de ser expresada, una pluralidad de expresiones. Es prosa el escrito que tiene un fin expresable.

La poesía no tiene que exponer ideas. Las ideas (en el sentido común de la palabra) son expresiones o fórmulas. La poesía no está en ese momento. Está en un tiempo anterior, aquel en el que las cosas mismas están como preñadas de ideas. Ella debe, por lo tanto, formar o comunicar el estado sub-intelectual, o pre-ideal, y reconstituirlo como función espontánea, mediante todos los artificios necesarios.

Un poema debe ser una fiesta del Intelecto. No puede ser otra cosa. La Fiesta es un juego, pero solemne; una imagen de lo que ya no existe, del estado en que los esfuerzos son solamente ritmados, rescatados. Se celebra algo, realizándolo o representándolo en su situación más bella y pura.

Aquí surge la facultad del lenguaje y su fenómeno inverso, la comprensión, la identidad de las cosas que él separa. Se desechan sus miserias, sus debilidades, su cotidianidad.
Cuando la fiesta termina nada debe permanecer. Sólo cenizas y guirnaldas pisoteadas.

H 93 – 08 Marzo 2002



Hermann Hesse: poesía y reflexión

Vida de una flor
14-VIII-1934

Por la verde ronda de hojas ya se asoma
con temor infantil, y apenas mirar osa;
siente las ondas de luz que la cobijan,
y el azul incomprensible del cielo y del verano.

Luz, viento y mariposas la cortejan; abre,
con la primera sonrisa, su ansioso corazón
hacia la vida, y aprende a entregarse,
como todo ser joven, a los sueños.

Más ahora ríe toda, arden sus colores
y su cáliz abulta ya el dorado polen;
aprende a sentir el calor del mediodía
y, agotada, se inclina al lecho de hojas por la tarde.

Labios de mujer madura con sus bordes,
donde las líneas tiemblan por la edad ya presentida.
Cálida florece al fin su risa, en cuyo fondo
amarga caducidad y hastío anidan.

Pero ya se ajan y reducen los pétalos,
ya cuelgan pesadamente sobre las semillas.
Palidecen los colores como espectros: el gran
secreto envuelve ya a la moribunda.


El caminante disfruta del mejor y más delicado de los placeres, porque además de saborear sabe de lo pasajero de todas las alegrías. No se queda largo tiempo mirando lo ya perdido, ni ansía echar raíces en el lugar donde una vez estuvo a gusto. Hay viajeros por placer que van año tras año al mismo lugar, y muchos que no pueden despedirse de un bello paisaje sin antes tomar la decisión de volver muy pronto. Buena gente podrán ser, pero no buenos caminantes. Tienen algo de la roma embriaguez de los amantes y algo de ese afán coleccionista de las muchachas que recogen la flor de tilo. Pero afán de caminante no tienen, ese afán callado, serio y alegre al mismo tiempo, siempre diciendo adiós.

H 93 – 08 Marzo 2002

Heráclito 82

Ser gobernado, según Proudhon

Ser gobernado es ser observado, inspeccionado, espiado, dirigido, jurídicamente conducido, numerado, regulado, enrolado, adoctrinado, predicado, controlado, vigliado, ponderado, evaluado, censurado, ordenado, por criaturas que no tienen el derecho, la sabiduría ni la virtud para hacerlo. Ser gobernado significa estar en toda operación, en toda transacción, anotado, registrado, contabilizado, tasado, timbrado, medido, numerado, valorado, licenciado, autorizado, amonestado, advertido, prohibido, reformado, corregido, castigado. Con el pretexto de la utilidad pública y en el nombre del interés general se es puesto bajo contribución, se es reclutado, despojado, explotado, monopolizado, oprimido, exprimido, mofado, robado; entonces, ante la más leve resistencia, a la primera palabra de queja, se es reprimido, multado, difamado, masacrado, casado, abusado, aporreado, desarmado, atado, traumado, hecho prisionero, juzgado, condenado, fusilado, deportado, sacrificado, vendido, y para coronar todo esto, burlado, ridiculizado, afrentado, ultrajado, deshonrado. Éste es el gobierno; ésta es su justicia; ésta es su moral.

P J Proudhon, General Idea of the Revolution in the Nineteenth Century, traducción de John Beverly Robinson, Londres, Freedom Press, 1923, pp 293-294. Con algunas modificaciones provenientes de la traducción de Benjamin Tucker en Instead of a Book, Nueva York, 1893, p 26.

H 92 – 01 Marzo 2002



Segunda parte de la entrevista que David Barsamian le hizo al intelectual norteamericano Noam Chomsky en diciembre de 2000. Traducida por Guillermo Calderón y revisada por Germán Leyens.

Superando las ortodoxias

Quisiera volver a la idea de lo que pueden hacer los individuos para superar las ortodoxias. Steve Biko, el activista sudafricano que fue asesinado por el régimen del apartheid mientras estaba detenido, dijo una vez: El arma más poderosa en manos del opresor es la mente del oprimido.

Tiene mucha razón. La mayor parte de la opresión resulta exitosa porque su legitimidad está interiorizada. Esto se cumple en los casos más extremos. Tomemos, por ejemplo, la esclavitud. No era fácil rebelarse si uno era un esclavo, de ninguna manera. Pero si se observa la historia de la esclavitud, ésta era en cierto sentido reconocida como simplemente la forma de ser de las cosas. Haremos lo mejor que se pueda bajo este régimen. Otro ejemplo, también contemporáneo (se estima que hay unos 26 millones de esclavos en el mundo), son los derechos de la mujer. Allí la opresión está extensamente interiorizada y aceptada como apropiada y legítima. Esto es cierto hoy en día, y lo ha sido a lo largo de la historia. Se cumple en un caso tras otro. Consideremos a los trabajadores. En cierta época, a mediados del siglo XIX en los EE.UU., hace ciento cincuenta años, el trabajar a cambio de un salario no era algo considerado muy diferente de la esclavitud tradicional. Esto no era una postura inusual al respecto. Fue el slogan del Partido Republicano, la bandera bajo la cual los trabajadores del Norte fueron a combatir en la Guerra Civil. "Estamos contra la esclavitud explícita y la esclavitud asalariada". La gente libre no se alquila a otros. Tal vez tengas que hacerlo temporalmente, pero sólo en camino a convertirte en una persona libre, un hombre libre, para ponerlo en la retórica de esos días. Se llega a ser un hombre libre cuando no se está obligado a cumplir las órdenes de otros. Esto es un ideal de la Ilustración. Incidentalmente, no provenía del radicalismo europeo. Había trabajadores en Lowell, Massachussets, a un par de millas de aquí donde estamos. Se puede incluso leer editoriales del New York Times diciendo estas cosas por esa época. Tomó mucho tiempo meter en la cabeza de las gentes la idea de que era legítimo alquilarse a sí mismo. Hoy, desafortunadamente, eso está muy aceptado. Esto es interiorización de la opresión. Cualquiera que piense que es legítimo ser un trabajador asalariado está interiorizando la opresión de una manera que hubiera parecido intolerable a la gente de las fábricas, digamos, hace ciento cincuenta años. Entonces, de nuevo, esto es interiorizar la opresión, y es un logro.

Consideremos las manifestaciones que están teniendo lugar ahora mismo en Wáshington, buenas manifestaciones, por la cancelación de la deuda. Están bien. Debería cancelarse la deuda. Pero también vale la pena reconocer – mucha gente lo sabe – que la forma de las protestas y las objeciones de parte de los países pobres internalizan una forma de opresión que no deberían de estar aceptando. Porque están diciendo que la deuda existe. No se la puede cancelar a menos que exista. ¿Existe? Bueno, no como un hecho económico. Existe como un constructo ideológico. Pues bien, eso es interiorizar opresión. Así se puede seguir por un buen rato. Como dijo Biko, es un tremendo logro de los opresores inculcar sus supuestos como la perspectiva desde la cual se debe mirar el mundo. Algunas veces esto se hace de manera extremadamente consciente, como en la industria de las relaciones públicas. Algunas veces no es más que un tipo de rutina, la forma en que uno vive. Liberarse de estas preconcepciones y perspectivas es dar un gran paso hacia la superación de la opresión.

Discuta el rol de los intelectuales en esta ecuación. Hoy se habla mucho sobre los intelectuales públicos. ¿Ese término significa algo para usted?

Es una vieja idea. Los intelectuales públicos son aquellos que se supone deben presentar los valores y principios y la comprensión. Son aquellos que se enorgullecieron de haber conducido a los EE.UU. durante la Primera Guerra Mundial. Esos eran intelectuales públicos. Nótese quienes eran. Walter Lippmann fue un intelectual público. Por otro lado, Eugene Debs no fue un intelectual público. De hecho, fue un preso. Un Woodrow Wilson muy vindicativo se negó a concederle amnistía cuando cualquier otro obtenía su amnistía de Navidad. ¿Por qué no fue Eugene Debs un intelectual público? La razón es, porque fue un intelectual que resultó estando del lado de los pobres y de los trabajadores. Fue la figura principal del movimiento laboral de los EE.UU. Fue candidato presidencial, obtuvo abundantes votos a pesar de que se lanzó fuera del sistema político dominante. Dijo la verdad sobre la Primera Guerra Mundial, y este es el porqué fue arrojado a la cárcel. Revísese lo que dijo, fue notablemente preciso. Entonces se le arrojó en prisión y no fue un intelectual público. Por otra parte, Walter Lippmann, quien fue parte de la agencia de propaganda, la Comisión Creel, y quien después estaba explicando en sus ensayos progresistas sobre la democracia cómo la horda salvaje tiene que ser de espectadores, no de participantes, y así, él fue un intelectual público, de hecho, uno de los principales intelectuales públicos de EE.UU. en el siglo veinte. Esto es más bien general. Intelectuales públicos son aquellos que resultan aceptables dentro de un cierto espectro de opinión dominante, como aquellos encargados de presentar las ideas, de dar la cara por los valores. Algunas veces lo que hacen no es malo, puede incluso ser muy bueno. Pero una vez más, consideremos la intervención humanitaria, echemos una mirada. Quienes no aceptan los principios, los supuestos, rara vez califican como intelectuales públicos, sin importar cuan famosos sean. Tomemos a Bertrand Russell, quien bajo cualquier estándar es una de las principales figuras intelectuales del siglo veinte. Él fue uno de los contados intelectuales reconocidos que se opuso a la Primera Guerra Mundial. Fue vilipendiado, y de hecho terminó en la cárcel, al igual que sus contrapartes en Alemania. De los años cincuenta para acá, particularmente en EE.UU., fue agriamente denunciado y atacado como un viejo loco que era "anti-americano". ¿Por qué? La razón era que daba la cara por los principios que otros intelectuales también aceptaban, pero él estaba haciendo algo al respecto. Por ejemplo, él y Einstein, para tomar a otro intelectual de primer rango, coincidían esencialmente en asuntos como las armas nucleares. Pensaban que bien podían destruir a la especie. Firmaron declaraciones similares, creo que incluso declaraciones conjuntas. Pero luego reaccionaron de manera muy diferente. Einstein regresó a su oficina en el Instituto de Estudios Avanzados de Princeton y trabajó en las teorías de campo unificado. Russell, por otro lado, salió a las calles. Participó en las manifestaciones contra las armas nucleares. Se volvió un activo opositor a la guerra de Vietnam tempranamente, en momentos en que ésta no tenía virtualmente ninguna oposición pública. También intentó hacer algo a ese respecto, manifestaciones, organizó un tribunal. Y entonces fue agriamente denunciado. Por otra parte, Einstein fue una figura santa. Ambos tuvieron en esencia las mismas posiciones, pero Einstein no hizo demasiado escándalo. Eso es bastante común. Russell fue viciosamente atacado en el New York Times y por Dean Rusk y otros en los sesentas. No contaba como intelectual público, sino como viejo loco. Hay un buen libro sobre esto, publicado por South End Press, llamado Bertrand Rusell´s America (Los EE.UU. de Bertrand Russell).

Usted colabora con varios grupos por todo el país, desde la East Timor Action Network (Red de Acción sobre Timor Oriental) hasta una conferencia que dará pronto para la Boston Movilization for Survival (Movilización Bostoniana por la Supervivencia). Usted tomó esa decisión bien prontamente. ¿Por qué otros intelectuales no se involucran políticamente?

Los individuos tienen sus propias razones. Presumiblemente la razón por la que la mayoría no lo hace es porque piensan que están haciendo lo correcto. O sea, estoy seguro de que abrumadoramente quienes apoyan actos atroces del poder y el privilegio de hecho creen y se convencen de que eso es lo correcto, lo cual es extremadamente fácil. De hecho, una técnica estándar de formación de creencias es hacer algo para el interés propio y luego construir un marco del cual se derive que eso era lo correcto. Todos conocemos esto por nuestra propia experiencia. Nadie es tan santo que no haya hecho esto ilegítimamente algunas veces, desde cuando le robó un juguete al hermano menor a los siete años hasta el presente. Siempre conseguimos construir nuestro marco que diga: Sí, eso era lo correcto por hacer y va a ser bueno. Algunas veces las conclusiones son correctas. No siempre es un auto-engaño. Pero es muy fácil caer en el auto-engaño cuando resulta ventajoso para uno el hacerlo. No es nada sorprendente.

Y cuando uno tiene a la cultura y a los medios celebrándolo.

Eso es ventajoso. Si uno se convence, o tal vez tan sólo decide cínicamente jugar el juego según las reglas oficiales, uno se beneficia mucho. Por otra parte, si uno no juega el juego con esas reglas y, digamos, sigue el camino de Bertrand Russell, uno es un blanco. En algunos estados lo pueden matar. Si estamos en un estado cliente de EE.UU., lo matan. Acabamos de pasar el vigésimo aniversario del asesinato del Arzobispo Óscar Romero de El Salvador. Era un arzobispo conservador que intentó ser una voz para los privados de voz. Luego fue asesinado por fuerzas controladas por EE.UU. El aniversario acaba de pasar, incidentalmente. David Peterson, quien es una fuente de información invaluable, realizó un análisis de bases de datos bastante interesante. No hubo virtualmente nada en la prensa nacional dominante. Prácticamente el único lugar en donde fue reportado el asesinato fue en Los Ángeles. Los Ángeles Times publicó informaciones. Resulta que Los Ángeles tiene la mayor comunidad salvadoreña del país, y que el Arzobispo Romero es algo así como un santo, por lo que hicieron un par de artículos. Pero básicamente hubo silencio.

Unos meses antes, el pasado noviembre, fue el décimo aniversario de la matanza de seis intelectuales jesuitas latinoamericanos de primer rango por fuerzas controladas por EE.UU., armadas y entrenadas por los EE.UU., en El Salvador. Esto fue parte de una masacre a gran escala, pero ellos resultaron asesinados con particular brutalidad. Si, digamos, Vaclav Havel y una media docena de otros intelectuales checos hubieran sido descerebrados a golpes por fuerzas dirigidas por los rusos hace diez años, el aniversario hubiera sido recordado, y alguien sabría sus nombres. En este caso, David Peterson hizo un análisis de los medios, y no hubo esencialmente nada. Literalmente sus nombres no fueron mencionados en la prensa estadounidense. Además de los seis intelectuales jesuitas, su casera y la hija de quince años de ésta fueron masacradas.

Y cientos más de otras personas fueron asesinadas cuyos nombres usted nunca ha escuchado. Es intrigante, instructivo, que nadie sepa los nombres de los intelectuales salvadoreños asesinados. Si le pregunta a los bien educados intelectuales públicos, o a sus amigos bien educados, ¿puede nombrar a alguno de los intelectuales salvadoreños que fueron asesinados por fuerzas dirigidas por EE.UU.?, es muy raro que alguien sepa un nombre. Y fueron gente distinguida, uno era el rector de la principal universidad. Alguna gente sabe. Quienes estuvieron involucrados en la solidaridad con América Central saben. Pero ellos no son bien conocidos. Nada como lo que sabemos sobre los disidentes de Europa Oriental. Ellos son bien conocidos. Todo el mundo conoce sus nombres y lee sus libros y los alaba. De hecho ellos sufrieron represión. Pero en el período post-stalinista nada remotamente comparable al tratamiento que se administra regularmente a los disidentes en los dominios de Occidente. Se trata de una reacción muy iluminadora.

De hecho, la historia se pone peor. Justo después de que fueron asesinados, Vaclav Havel vino a Washington e hizo una excitante proclama en una sesión conjunta del Congreso, en la cual alabó a los defensores de la libertad, son sus palabras, quienes eran de hecho responsables de acabar de asesinar a seis contrapartes suyas. Esto condujo a una reacción eufórica, con arrebato en los EE.UU. y editoriales en el Washington Post sobre, ¿por qué no podemos tener magníficos intelectuales como estos que vienen y nos alaban como defensores de la libertad? Anthony Lewis escribió sobre cómo vivimos en una era romántica. Eso es bien interesante. Ahora pasamos el décimo aniversario y por supuesto está olvidado. El vigésimo aniversario del arzobispo Romero, olvidado.

¿Qué pasa si es usted un intelectual disidente en nuestros dominios? En las sociedades ricas, EE.UU. e Inglaterra, no lo asesinan. Si es un líder negro, puede que lo asesinen, pero para gente relativamente privilegiada hay seguridad contra la represión violenta. Por otro lado, se dan otras reacciones que a mucha gente no le gustan. De hecho, tal vez la única manera de continuar haciéndolo es no darle importancia. Por ejemplo, si usted desdeña a la comunidad intelectual dominante y en realidad no le importa, entonces está seguro. Por otra parte, si desea que ellos lo acepten, si quiere que lo alaben y hagan comentarios de sus libros y le digan cuan brillante es y quiere prosperar y conseguir trabajos grandiosos, no es recomendable ser un disidente. No es imposible, y de hecho el sistema tiene suficiente laxitud como para que pueda conseguirse, pero no es fácil. Usted y yo podemos nombrar abundantes personas que fueron simplemente sacadas del sistema porque su trabajo era demasiado honesto. Eso bloquea accesos. No es lo mismo que ser descerebrado a golpes o arrojado a la cárcel, pero no es agradable.

Fuente: http://www.galeon.com/bvchomsky/textos/ort.html
H 92 – 01 Marzo 2002



“Por mucho que pretendamos olvidarlo, existe el peligro simple e indudable de que a aquellos a los que oprimimos se les agote la paciencia”

Fragmento del libro ¿Qué hacer? de León Tolstoy (1829-1910), en versión castellana de José Fernández Sánchez.

La desdicha de nuestra vida. Por más que los ricos adecentemos, apuntalemos con nuestra ciencia y nuestro arte nuestra vida falsa, esa vida cada año es más débil, morbosa y penosa; cada año aumenta el número de suicidios y la renuencia a engendrar; cada año sentimos la creciente angustia de nuestra vida, cada año se debilitan más las generaciones de nuestra clase. Está claro que por ese camino de crecientes comodidades y goces mundanos, con todo tipo de tratamientos y aparatos artificiales para mejorar la vista, el oído, el apetito, las dentaduras postizas, las pelucas, la respiración, los masajes, etcétera, no habrá salvación. Los que no utilizan esos perfeccionamientos son más fuertes y sanos, es ya una perogrullada; a tal punto, que la prensa anuncia unos polvos estomacales llamados “Blessings for the poor” (la felicidad del pobre), porque, se dice, sólo los pobres tienen una digestión normal; los ricos necesitan un aliciente, concretamente esos polvos. La cosa no se arregla con goces, comodidades ni polvos; sólo se arregla con un cambio de vida.

Discordancia entre nuestra vida y nuestra conciencia. Por mucho que nos empeñemos en justificar nuestra traición a la humanidad, todas nuestras justificaciones se vienen abajo ante la realidad: alrededor la gente se muere por realizar un trabajo superior a sus fuerzas y por desnutrición; destruimos el trabajo ajeno, el alimento y el vestido que otros necesitan, en distracciones y placeres para acabar con el tedio. Por eso la conciencia del hombre de nuestro medio, aunque tenga una pizca, no le deja dormir, le envenena el placer de las comodidades y los goces de la vida, que nos proporcionan esos hermanos nuestros que sufren y perecen en el trabajo. Cada hombre con vergüenza siente eso, quisiera olvidarlo y no puede: en nuestra época el mejor sector de la ciencia y del arte, el que siente la responsabilidad de su misión, es un recuerdo constante de nuestra crueldad y de nuestra situación ilegítima. Las viejas y firmes razones se han derrumbado todas; las nuevas y efímeras justificaciones de la ciencia por la ciencia y del arte por el arte no resisten la luz de la lógica simple y sana. La conciencia del hombre no puede serenarse con nuevas invenciones, sino únicamente con un cambio de vida, en la cual no tengamos por qué justificarnos de nada.

El peligro de nuestra vida. Por mucho que pretendamos olvidarlo, existe el peligro simple e indudable de que a aquellos a los que oprimimos se les agote la paciencia. Aunque intentemos conjurar ese peligro con engaños, presiones y halagos, ese peligro crece cada día, cada hora, y su ya vieja amenaza ha legado a tal punto que es un mar embravecido que inunda nuestra barquita y que de un momento a otro nos tragará iracundo. Nos amenaza la revolución trabajadora con el horror de las destrucciones y de las matanzas; llevamos viviendo sobre ella hace treinta años y sólo con añagazas aplazamos temporalmente su estallido. Tal es la situación de Europa; tal es nuestra situación, aunque la nuestra es peor: carece de válvulas de seguridad. Las clases que oprimen al pueblo, excluido el zar, no tienen ninguna justificación a los ojos de nuestro pueblo; todas mantienen su situación por la fuerza, la astucia y el oportunismo, o sea, con la habilidad, pero cada año es mayor el odio hacia nosotros de los peores representantes del pueblo y el desprecio de los mejores.

H 92 – 01 Marzo 2002



Un poema de Fernando Pessoa

Si yo muriera joven

Si yo muriera joven,

sin poder publicar libro alguno,
sin ver la cara que tienen mis versos en letra impresa,
pido que, si se quisiesen molestar por mi causa,
no se molesten.
Si así ocurrió, así es verdad.
Aunque mis versos nunca sean impresos

tendrán su propia belleza, si fueran bellos.
Pero no pueden ser bellos y quedar por imprimir,
porque las raíces pueden estar bajo la tierra
pero las flores florecen al aire libre y a la vista.
Tiene que ser así por fuerza. Nada puede impedirlo.

Si yo muriera muy joven, oigan esto:
nunca fui sino una criatura que jugaba.
Fui gentil como el sol y el agua,
de una religión universal que sólo los hombres no conocen.
Fui feliz porque no pedí ninguna cosa,
ni procuré hallar nada,
ni hallé que hubiese más explicación
que la de que la palabra explicación no tiene ningún sentido.
No deseé sino estar al sol o a la lluvia,
al sol cuando había sol
y a la lluvia cuando estaba lloviendo
(y nunca la otra cosa).
Sentir calor y frío y viento, y no ir más lejos.

Una vez amé, pensé que me amarían,
pero no fui amado.
Pero no fui amado por la única gran razón:
porque no tenía que ser.
Me consolé volviendo al sol y a la lluvia,
y sentándome otra vez en la puerta de casa.
Los campos, al fin, no son tan verdes para los que son amados
como para los que no lo son.
Sentir es estar distraído.

Traducción de Rodolfo Alonso

H 92 – 01 Marzo 2002



Hermann Hesse en verso

Lamento (1929-1941)

El ser no nos ha sido dado. Somos un río sólo

y dócilmente en toda forma confluimos:
tanto la noche como el día, catedral o caverna,
todo lo atravesamos, pues nos arrastra la sed por existir.
Así llenamos forma tras forma sin descanso,

y ninguna llega a ser patria, ni dicha, ni necesidad,
siempre de viaje, huéspedes para siempre,
no nos llama el campo ni el arado, tampoco crece el pan para nosotros.
Desconocemos lo que Dios piensa de los hombres.

El juega con nosotros, somos arcilla entre sus manos,
enmudecida y maleable, ni ríe ni solloza,
es realmente dúctil, pero tampoco se calcinará.
¡Ser convertido en piedra alguna vez, durar!

Siempre viva por ello está nuestra nostalgia,
mas también queda siempre un temeroso escalofrío
y nunca se hace pausa para nuestro sendero.
Yo, lobo estepario, troto y troto,

la nieve cubre el mundo,
el cuervo aletea desde el abedul,
pero una liebre nunca, nunca un ciervo.
¡Amo tanto a los ciervos!
¡Ah, si encontrase alguno!
Lo apresaría entre mis dientes y mis patas,
eso es lo más hermoso que imagino.
Para los afectivos tendría buen corazón,
devoraría hasta el fondo de sus tiernos perniles,
bebería hasta hartarme de su sangre rojiza,
y luego aullaría toda la noche, solitario.
Hasta con una liebre me conformaría.
El sabor de su cálida carne es tan dulce de noche.
¿Acaso todo, todo lo que pueda alegrar
una pizca la vida está lejos de mí?
El pelo de mi rabo tiene ya un color gris,
apenas puedo ver con cierta claridad,
y hace años que murió mi compañera.
Ahora troto y sueño con los ciervos,
troto y sueño con liebres,
oigo soplar el viento en noches invernales,
calmo con nieve mi garganta ardiente,
llevo al diablo hasta mi pobre alma.

H 92 – 01 Marzo 2002

Heráclito 81 Jacinto Azul

Mensaje de la dirección

Jacinto muda de cuarto

Cuando en junio de 2002 dimos a luz este suplemento de Heráclito, dijimos que estaba destinado a quienes sean capaces de mirarse a sí mismos sin condicionamientos y con el corazón abierto. Desde entonces publicamos estas entregas mensuales que llegaron a los ordenadores de nuestros suscriptores el primer viernes de cada mes. Plumas y conciencias de todas las edades escribieron sus cuentos, versos, ficciones y reflexiones desde esa condición humana que excluye el castigo: la inocencia. Y a ellos se sumaron los textos selectos de quienes ya partieron.

Doce entregas ininterrumpidas de Jacinto Azul fueron premiadas por la buena acogida que le dieron los lectores y con el regusto dulce que experimentamos al releer sus columnas. Digámoslo sin rodeos: nuestra vanidad es acariciada con los mensajes laudatorios que recibimos con cada nueva entrega del suplemento.

Pero un ciclo se ha cumplido, el vástago ya hizo la experiencia de habitar su casa propia y ahora quiere regresar la casa paterna. De ahora en más Jacinto Azul verá la luz en las columnas de nuestra publicación central. Lo hará en su propio formato, con el espíritu que le ha caracterizado y con sus columnistas habituales; lo hará cada semana.

Y si alguna vez riñe con el viejo de Éfeso, sabrá nuestro lector que tales entuertos son de poca monta y que en ningún caso estará ausente el amor filial.


E. D.

H 153 – Mayo 2003



Magia en la literatura cubana contemporánea

La Gárgola

Un cuento de Marié Rojas Tamayo

La gárgola despertó de su sueño milenario. El mundo apenas había cambiado en el tiempo que dedicó a su reposo, si consideramos que para su especie la tecnología no importaba; quizás en vez de castillos había rascacielos, los caballos tenían ruedas, escupían humo y alcanzaban velocidades increíbles para tan nobles brutos, o las aves aparecían protegidas por extrañas cubiertas metálicas, pero los hombres estaban allá abajo, esperando, como cada milenio, su advenimiento a la vida para cumplir el deseo de uno y sólo uno de los mortales: El Elegido.

Decidió mostrarse a lo que identificó con sus sensores de empatía como un genio, que al verlo le envió un correo electrónico a su competidor con el siguiente texto: "Me ganaste, sólo por esta vez, tu aporte a la realidad virtual puede ser mejor que el mío, pero espera que termine mi último programa", y le volvió la espalda. Los genios siempre fueron algo locos, pensó, y escogió un científico, que tras informarse de que no era un experimento de la NASA ni un extraterrestre, le tomó unas muestras de ADN y se fue a estudiarlo, diciéndole que volviera al día siguiente para lo del deseo, sin darle siquiera tiempo a explicarle que al concluir la noche retornaría a la cima de su montaña para fundirse con ella por otros mil años, porque así había sido decidido por fuerzas superiores a las suyas, allá al comienzo de la historia.

Algo preocupado, eligió a un artista del lienzo, que le pidió que se quitara de en medio, porque le ocupaba un tercio del paisaje con su inmensa anatomía y tenía que cumplir con los compromisos de su próxima exposición; continuó intentándolo con un escritor, para escuchar de sus labios que ya los temas medievales habían pasado de moda; con un actor, que le susurró que el disfraz está genial, socio, pero no estamos en Halloween ni es carnaval, así que dale para la casa antes de que tu mujer se entere que otra vez estás bebiendo; trató de hallar un músico, pero no pudo encontrar un solo sonido de los recientemente creados que le recordara una melodía – con lo cual concluyó que esa especie había sido barrida de la faz de la tierra -; con un estadista, que le preguntó si quería trabajar para su servicio de inteligencia, en caso de que tuviera el poder de hacerse invisible y ante su negativa lo acusó de agente del enemigo...

Finalmente comprendió que había errado su rumbo desde el principio: los hombres estaban ya hechos a su propia medida y habían abandonado su capacidad de soñar, olvidando por tanto la magia de un deseo hecho realidad. Debía buscar entre los que aún no estaban corrompidos por la ambición, la avaricia o el odio, los seres más tiernos y frágiles del planeta: los niños, que con su fantasía abierta y sin manchas mantenían con vida a los elfos, los duendes y las hadas.

Feliz de su elección voló a una ventana abierta, cuando ya casi se agotaban las doce horas de vigilia concedidas por los dioses para que hiciera feliz a un mortal. Un niño, con expresión atribulada y un extraño artefacto en la mano, miraba un cuadrado de luz brillante situado a unos dos metros, en cuyo interior unas figuras de colores se movían bajo el influjo de sus dedos...

Pura magia, pensó y se sentó cerca de él, en el borde de la ventana, para contarle de su misión, de su desencanto, de su soledad y sus temores ante lo que acababa de vivir, de la esperanza que significaba él como símbolo de las nuevas generaciones y, cuando apenas faltaban un minuto para que rompiera de nuevo el sol, le pidió que formulara su deseo, aún a riesgo de no poder regresar a tiempo a su montaña.

- ¿Puedes soplarme la clave para ganarme el Tomb Rider 5?

La gárgola negó con la cabeza lentamente, sin comprender una sola palabra.

- ¿Algún truco para pasar directamente al último nivel?

La criatura, tan antigua como el universo mismo, se quedó mirándolo, agazapada, con una enorme expresión de tristeza. El niño, que por mirarlo un instante había perdido una de las oportunidades del juego, presa de un ataque de rabia, le lanzó un pesado objeto, perteneciente a este mundo moderno y ajeno, que el pobre monstruo jamás alcanzaría a identificar.

El golpe le tomó tan de improviso que le hizo perder el equilibro. Mientras caía desde una altura mayor que la de aquellas torres donde encerraban a las doncellas, lo alcanzó el primer rayo de sol. Justo antes de caer al asfalto, regresó a ser piedra, estallando en mil pedazos, que fueron barridos al terminar de romper el día por un artefacto mecánico, creado por los ciudadanos de un mundo sin fantasía.

Los restos de la Gárgola fueron echados al mismo vertedero donde descansaban los últimos polvos dorados que esparció el Hada Azul antes de caer en el descrédito y colocarse de camarera en un bar, con la esperanza de que alquilaran sus servicios de vez en cuando para hacer trucos en cumpleaños. Mientras, en la oscuridad de un laboratorio, una computadora encargada de analizar ciertas muestras de ADN comprendía que había sido testigo de un milagro y borraba todo rastro de información acerca de la nueva criatura, por miedo a que los hombres la reprogramaran ante un nuevo error, como le había sucedido a su compañera con las cenizas del Ave Fénix, resucitada hacía apenas unos días...

Es que cuesta mucho trabajo creer en la magia, pensó para disculpar a sus Creadores.

© 2003 Especial para Heráclito
H 153 – Mayo 2003



Un cuento sufí

No soy de aquí

Versión y nota de Eduardo Dermardirossian

Estando de visita en un pueblo que no era el suyo, alguien le preguntó qué día era, a lo que Nasreddín contestó:

Lo ignoro, porque no soy de aquí.



La chanza -comoquiera sea ella entendida- aquí está puesta en boca de un niño. Porque ¿de qué otro modo puede entenderse el devenir del tiempo? ¿Puede el hombre aprehender el tiempo? Si lo intenta sucumbe irremediablemente a la angustia o se refugia en la ignorancia de creer que sabe. Nasreddín, con sabiduría, ha elegido el sendero del absurdo.

Suplemento de H 153 – Mayo 2003



Desde el taller El rincón de los niños cubanos, de La Habana, nos envían este poema de Eleanne Triff, de 17 años de edad.

A un duende

Estaba oscuro,
Dormía,
Y una silueta velaba.
Hablamos de lo mucho,
De lo mucho y de lo poco,
Yo con mi silencio
Tú con el alma.

Estaba oscuro,
Reía,
Reía y te miraba
No te sabía, duende negro,
No te sabía nada.
Porque estabas como ausente,
Como un fantasma que no habla,
Como un ser extraño
Que se borra con el tiempo,
Como aquel niño viejo
De inmortal infancia.

Y está oscuro
Y aún duermo
Ya no hay siluetas que velan.
Mi yo te sabe invisible
Y aún te hablo
Yo con mi silencio
Tú con el alma.

Suplemento de H 153 – Mayo 2003



Del discurso del Jefe Seattle, 1853

Esto lo sabemos. La Tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra. Esto lo sabemos. Todas las cosas están conectadas entre sí, como la sangre que une a una familia.
Cuanto le ocurre a la Tierra, también les ocurre a los hijos de la Tierra. El hombre no tejió la telaraña de la vida; él es tan sólo una hebra en ella. Todo cuanto se hace a la telaraña, se lo hace a sí mismo.

Suplemento de H 153 – Mayo 2003

Heráclito 80 Café Filosófico

Este trabajo ha sido realizado para el curso de SAEM Thales, Formación a Distancia a través de Internet, por M. Carmen Márquez García y difundido originalmente en 1948 en el Tercer Programa de la BBC. Fue publicado en Humanitas en el otoño europeo de 1948.

La existencia de Dios, un debate entre Bertrand Russell y Frederick C. Copleston, S.J.

Copleston: Como vamos a discutir aquí la existencia de Dios, quizás sería conveniente llegar a un acuerdo provisional en cuanto a lo que entendemos por el término «Dios». Presumo que entendemos un ser personal supremo, distinto del mundo y creador del mundo. ¿Está de acuerdo, al menos provisionalmente, en aceptar esta declaración como significado de la palabra «Dios»?

Russell: Sí, acepto esa definición.

Copleston: Bien, mi posición es la posición afirmativa de que tal ser existe realmente y que Su existencia puede ser probada filosóficamente. Quizás podría decirme si su posición es la del agnosticismo o el ateísmo. Quiero decir, ¿cree que puede probarse la no existencia de Dios?

Russell: No, yo no digo eso: mi posición es agnóstica.

Copleston: ¿Está de acuerdo conmigo en que el problema de Dios es un problema de gran importancia? Por ejemplo, ¿está de acuerdo en que si Dios no existe, los seres humanos y la historia humana pueden no tener otra finalidad que la finalidad que ellos decidan elegir, lo cual, en la práctica, significaría la finalidad que impusieran los que tienen poder para imponerla?

Russell: Hablando en términos generales, si, aunque tendría que poner alguna limitación a su última cláusula.

Copleston: ¿Cree que si no hay Dios, si no hay un Ser absoluto, puede haber valores absolutos? Quiero decir, ¿cree que, si no hay un bien absoluto, el resultado es la relatividad de los valores?

Russell: No, creo que esas cuestiones son lógicamente distintas. Tome, por ejemplo, la obra de G. E. Moore, Principia Ethica, donde él sostiene que hay una diferencia entre bien y mal, que ambas cosas son conceptos definidos. Pero no saca a relucir la idea de Dios en apoyo de su afirmación.

Copleston: Bueno, dejemos para más tarde la cuestión del bien, hasta que lleguemos al argumento moral, y antes daré un argumento metafísico. Querría destacar principalmente el argumento metafísico basado en el argumento de Leibniz de la «contingencia», y luego discutiremos el argumento moral. ¿Quiere que haga una breve exposición sobre el argumento metafísico, y luego pasemos a discutirlo?

Russell: Ese me parece un buen plan.

El argumento de la contingencia


Copleston: Bien, para aclarar, dividiré el argumento en distintas fases. En primer lugar, diría, sabemos que hay, al menos, ciertos seres en el mundo que no contienen en sí mismos la razón de su existencia. Por ejemplo, yo dependo de mis padres, y ahora del aire, del alimento, etc. Segundo, el mundo es simplemente la totalidad o el conjunto real o imaginado de objetos individuales, ninguno de los cuales contiene en sí mismo la razón de su existencia. No hay ningún mundo distinto de los objetos que lo forman, así como la raza humana no es algo aparte de sus miembros. Por lo tanto, diría pues que existen objetos y acontecimientos, y como ningún objeto de experiencia contiene dentro de sí mismo la razón de su existencia, esta razón, la totalidad de los objetos, tiene que tener una razón fuera de sí misma. Esa razón tiene que ser un ser existente. Bien, ese ser es la razón de su propia existencia o no lo es. Si lo es, enhorabuena. Si no lo es, tenemos que seguir adelante. Pero si procedemos en este sentido hasta el infinito, entonces no hay explicación de la existencia. Así, diría, con el fin de explicar la existencia, tenemos que llegar a un ser que contiene en sí mismo la razón de su existencia, es decir que no puede no existir.

Russell: Eso plantea muchas cuestiones y no es del todo fácil saber por dónde empezar, pero creo que, quizás, respondiendo a su argumento, el mejor modo de empezar es la cuestión del ser necesario. La palabra «necesario», a mi entender, sólo puede aplicarse significativamente a las proposiciones. Y, en realidad, sólo a las analíticas, es decir, a las proposiciones cuya negación supone una contradicción manifiesta. Yo sólo podría admitir un ser necesario si hubiera un ser cuya existencia sólo pudiere negarse mediante una contradicción manifiesta. Querría saber si usted acepta la división de Leibniz de las proposiciones en verdades de razón y verdades de hecho. Si acepta las primeras, las verdades de razón, como necesarias.

Copleston: Bien, yo, desde luego, no suscribo lo que parece ser la idea de Leibniz sobre las verdades de razón y las verdades de hecho, ya que al parecer, para él, a la larga, sólo hay proposiciones analíticas. Al parecer, para Leibniz, las verdades de hecho se pueden reducir en último término a verdades de razón. Es decir, a proposiciones analíticas, al menos para la mente omnisciente. Yo no estoy de acuerdo con eso. Por un lado, no se corresponde con los requisitos de la experiencia de la libertad. Yo no deseo apoyar toda la filosofía de Leibniz. Me he valido de su argumento de la contingencia para el ser necesario, basando el argumento en el principio de la razón suficiente, simplemente porque me parece una formulación breve y clara de lo que es, en mi opinión, el argumento metafísico fundamental de la existencia de Dios.

Russell: Pero, a mi entender, «una proposición necesaria» tiene que ser analítica. No veo qué otra cosa puede significar. Y las proposiciones analíticas son siempre complejas y lógicamente algo lentas. «Los animales irracionales son animales» es una proposición analítica; pero una proposición como «Esto es un animal» no puede ser nunca analítica. En realidad, todas las proposiciones que pueden ser analíticas son un poco lentas en la construcción de proposiciones.

Copleston: Tomemos la proposición «Si hay un ser contingente, entonces hay un ser necesario». Considero que esa proposición, hipotéticamente expresada, es una proposición necesaria. Si va a llamar proposición analítica a toda proposición necesaria, entonces, para evitar una discusión sobre terminología, convendré en llamarla analítica, aunque no la considero una proposición tautológica. Pero la proposición es sólo una proposición necesaria en el supuesto de que exista un ser contingente. El que exista realmente un ser contingente tiene que ser descubierto por experiencia, y la proposición de que existe un ser contingente no es ciertamente una proposición analítica, aunque, como usted sabe, yo una vez sostuve que, si hay un ser contingente, necesariamente hay un ser necesario.

Russell: La dificultad de esta discusión estriba en que yo no admito la idea de un ser necesario, y no admito que tenga ningún significado particular el llamar «contingentes» a otros seres. Estas frases no tienen para mí significado más que dentro de una lógica que yo rechazo.

Copleston: ¿Quiere decir que rechaza usted estos términos porque no encajan en lo que se denomina «lógica moderna»?

Russell: Bien, no les encuentro significación. La palabra «necesario» me parece una palabra inútil, excepto cuando se aplica a proposiciones analíticas, no a cosas.

Copleston: En primer lugar, ¿qué entiende por «lógica moderna»? Que yo sepa, hay sistemas un poco diferentes. En segundo lugar, no todos los lógicos modernos reconocen seguramente la falta de sentido de la metafísica. De todos modos, ambos sabemos que había un pensador moderno muy eminente, cuyos conocimientos de lógica moderna eran bien profundos, que no pensaba ciertamente que la metafísica carece de sentido o, en particular, que el problema de Dios carece de sentido. De nuevo, aunque todos los lógicos modernos sostuvieran que los términos metafísicos carecen de sentido, eso no significaría que tuviesen razón. La proposición de que los términos metafísicos carecen de sentido me parece una proposición basada en una supuesta filosofía. La proposición dogmática que hay detrás de ella parece ser ésta: lo que no cabe dentro de mi máquina no existe, o carece de sentido; es la expresión de la emoción. Sencillamente, estoy tratando de destacar que cualquiera que afirma que un sistema particular de lógica moderna es el único criterio sensato, afirma algo superdogmático; insiste dogmáticamente en que una parte de la filosofía es toda la filosofía. Después de todo, un ser «contingente» es un ser que no tiene en sí mismo la completa razón de su existencia, que es lo que yo entiendo por ser contingente. Usted sabe, tan bien corno yo, que no puede ser explicada la existencia de ninguno de nosotros sin referencia a algo o alguien fuera de nosotros, nuestros padres, por ejemplo. Por el contrario, un ser «necesario» significa un ser que tiene que existir y no puede dejar de existir. Puede decir que no existe tal ser, pero le va a ser difícil convencerme de que no entiende los términos que uso. Si no los entiende, ¿qué motivos tiene entonces para decir que no existe ese ser, si es eso lo que dice?

Russell: Bien, aquí hay puntos en los que no quiero profundizar. No sostengo en absoluto que la metafísica carezca de sentido en general. Sostengo la falta de sentido de ciertos términos particulares, no basándome en alguna razón general, sino simplemente porque no he sido capaz de ver una interpretación de esos términos particulares. No es un dogma general; es una cosa particular. Pero, por el momento, dejo esos puntos. Y diré que lo que ha dicho nos lleva, a mi entender, al argumento ontológico de que hay un ser cuya esencia implica existencia, de forma que Su existencia es analítica. A mí eso me parece imposible, y plantea, claro está, la cuestión de lo que uno entiende por existencia, y, en cuanto a esto, pienso que no puede decirse nunca que un sujeto nombrado existe significativamente, sino sólo un sujeto descrito. Y que la existencia, en realidad, no es, definitivamente, un predicado.

Copleston: Bien, usted dice, me parece, que es mala gramática o, mejor dicho, mala sintaxis el decir, por ejemplo, «T. S. Eliot existe»; debería decirse, por ejemplo, «El autor de Asesinato en la Catedral existe». ¿Va usted a decirme que la proposición «La causa del mundo existe» carece de significado? Puede decir que el mundo no tiene causa; pero yo no veo cómo puede decir que la proposición «La causa del mundo existe» no tiene sentido. Póngalo en forma de pregunta: «¿Tiene el mundo una causa?» «¿Existe la causa del mundo?» La mayoría de la gente entendería seguramente la pregunta, aun cuando no estén de acuerdo sobre la respuesta.

Russell: Bien; realmente la pregunta «¿Existe la causa del mundo?» es una pregunta con significado. Pero si dice «Sí, Dios es la causa del mundo», emplea a Dios como nombre propio; luego «Dios existe» no será una afirmación con significado; ésa es la postura que yo defiendo. Porque, por lo tanto, se deduce que no puede nunca ser una proposición analítica decir que esto o aquello existe. Por ejemplo, supongamos que toma como tema «el círculo cuadrado existente»; parecería una proposición analítica decir «el círculo cuadrado existente existe», pero no existe.

Copleston: No, no existe, pero no se puede decir que no existe hasta que se tenga un concepto de lo que es la existencia. En cuanto a la frase «círculo cuadrado existente» yo diría que carece absolutamente de significado.

Russell: Completamente de acuerdo. Entonces yo diría lo mismo en otro contexto en lo que respecta a un «ser necesario».

Copleston: Bien, parece que hemos llegado a un callejón sin salida. El decir que un ser necesario es un ser que tiene que existir y no puede dejar de existir tiene para mí un significado definido. Para usted carece de significado.

Russell: Bien, podemos llevar el asunto un poco más lejos, me parece. Un ser que tiene que existir y que no puede dejar de existir sería, según usted, un ser cuya esencia supone existencia.

Copleston: Sí, un ser que es la esencia de lo que ha de existir. Pero yo no querría discutir la existencia de Dios simplemente partiendo de la idea de Su esencia, porque no creo que hasta ahora tengamos una clara intuición de la esencia de Dios. Creo que tenemos que discutir partiendo de la experiencia del mundo hasta llegar Dios.

Russell: Sí, veo claramente la diferencia. Pero, al mismo tiempo, un ser con el conocimiento suficiente podría decir: «¡Aquí está este ser cuya esencia supone existencia!»

Copleston: Sí, ciertamente, si alguien viera a Dios, vería que Dios tiene que existir.

Russell: Por eso digo que hay un ser cuya esencia supone existencia aunque no conozcamos esa esencia. Sólo sabemos que ese ser existe.

Copleston: Sí, yo añadiría que no conocemos la esencia a priori. Sólo a posteriori, a través de nuestra experiencia del mundo, llegamos a un conocimiento de la existencia de ese ser. Y entonces, uno se dice, la esencia y la existencia tienen que ser idénticas. Porque si la esencia de Dios y la existencia de Dios no son idénticas, entonces habría que buscar más allá de Dios alguna razón suficiente de esta existencia.

Russell: Luego, todo gira en torno a la cuestión de la razón suficiente y tengo que declarar que no me ha definido aún la «razón suficiente» de un modo que yo pueda comprenderla. ¿Qué entiende por razón suficiente? ¿No quiere decir causal?

Copleston: No necesariamente. La causa es una especie de razón suficiente. Sólo un ser contingente puede tener una causa. Dios es Su propia razón suficiente; y Él no es la causa de Sí. Por razón suficiente, en sentido absoluto, entiendo una explicación adecuada de la existencia de algún ser particular.

Russell: Pero ¿cuándo es adecuada una explicación? Supongamos que yo me dispongo a encender una cerilla. Usted puede decir que una explicación suficiente es que la frote contra la caja.

Copleston: Bien, en lo que respecta a la práctica, sí, pero teóricamente esa es sólo una explicación parcial. Una explicación adecuada tiene que ser en último término una explicación total, a la cual no se puede añadir nada más.

Russell: Entonces sólo puedo decir que usted busca algo que no se puede conseguir, y que no debemos esperar conseguir.

Copleston: El decir que no se ha encontrado es una cosa; el decir que no debe buscarse me parece demasiado dogmático.

Russell: Bien, no lo sé. Quiero decir que la explicación de una cosa es otra cosa que hace la otra cosa dependiente de otra cosa aún, y que hay que captar todo este lamentable sistema de cosas para hacer lo que usted quiere, y eso no lo podemos hacer.

Copleston: ¿Pero me va a decir que no podemos o que no deberíamos siquiera plantear la cuestión de la existencia de esta lamentable serie de cosas... de todo el universo?

Russell: Sí. No creo que tenga ningún sentido. Creo que la palabra «universo» es una palabra útil con relación a algo, pero no creo que represente algo que tenga un significado.

Copleston: Si la palabra carece de significado, no puede ser tan útil. De todas maneras, no digo que el universo sea algo distinto de los objetos que lo componen (ya lo indiqué en mi breve resumen de la prueba); lo que hago es buscar la razón, en este caso la causa, de los objetos, cuya totalidad real o imaginada constituye lo que llamamos universo. ¿Usted dice: yo creo que el universo -o mi existencia si lo prefiere, o cualquier otra existencia- es ininteligible?

Russell: Primero voy a rebatir el punto de que si una palabra carece de sentido no puede ser útil. Eso suena bien, pero no es verdad. Tomemos, por ejemplo, la palabra «el» o «que». Usted no puede indicarme ningún objeto con esos significados, pero son muy útiles; yo diría lo mismo de «universo». Pero dejando eso aparte, usted pregunta si creo que el universo es ininteligible. Yo no diría ininteligible; creo que no tiene explicación. Inteligible para mí es una cosa diferente. Se refiere a la cosa en sí, intrínsecamente, y no a sus relaciones.

Copleston: Bien, mi criterio es que lo que denominamos mundo es intrínsecamente ininteligible, aparte de la existencia de Dios. Verá, yo no creo que el carácter infinito de una serie de acontecimientos -me refiero a una serie horizontal, por así decirlo-, si ese carácter infinito pudiera ser probado, tenga alguna relevancia. Si usted suma chocolates, obtendrá chocolates y no una oveja. Si suma chocolates hasta el infinito, es presumible que obtendrá un número infinito de chocolates. Así, si suma seres contingentes hasta el infinito, seguirá obteniendo seres contingentes, no un ser necesario. Una serie infinita de seres contingentes será, de acuerdo con mi modo de pensar, igualmente incapaz de ser su causa, como un solo ser contingente. Sin embargo, usted dice, según creo, que no se puede plantear la cuestión de lo que explicaría la existencia de cualquier objeto particular, ¿no es así?

Russell: Sí, si entiende que explicarla es simplemente hallar su causa.

Copleston: Bien, ¿por qué detenernos en un objeto particular? ¿Por qué no presentar la cuestión de la causa de la existencia de todos los objetos particulares?

Russell: Porque no encuentro la razón para pensar que la hay. Todo concepto de causa está derivado de nuestra observación de cosas particulares; no encuentro ninguna razón para suponer que el total tenga una causa, cualquiera que sea.

Copleston: Bien, el decir que no hay causa no es lo mismo que decir que no debemos buscar una causa. La afirmación de que no hay causa debería venir, si viene, al final de la indagación, no al principio. En cualquier caso, si el total carece de causa, entonces, a mi manera de ver, tiene que ser su propia causa, lo que me parece imposible. Además, la afirmación de que el mundo existe, aunque sólo sea como respuesta a una pregunta, presupone que la pregunta tiene sentido.

Russell: No, no necesita ser su propia causa; lo que digo es que el concepto de causa no es aplicable al total.

Copleston: Entonces, ¿está de acuerdo con Sartre en que el universo es lo que él llama «gratuito»?

Russell: Bien, la palabra «gratuito» sugiere que podría haber algo más; yo digo que el universo simplemente existe, eso es todo.

Copleston: Bien, no comprendo cómo suprime la legitimidad de preguntar cómo el total, o cualquiera de las partes, han adquirido existencia. ¿Por qué algo, mejor que nada? El hecho de que sostengamos nuestra noción de casualidad empíricamente de causas particulares no excluye la posibilidad de preguntar cuál es la causa de la serie. Si la palabra «causa» careciera de sentido, o si pudiera demostrarse que el criterio de Kant sobre la materia era el verdadero, la pregunta sería ilegítima; pero usted no parece sostener que la palabra «causa» carezca de sentido, ni creo que sea kantiano.

Russell: Puedo ilustrar lo que me parece su falacia por excelencia. Todo hombre existente tiene una madre y me parece que su argumento es que, por lo tanto, la raza humana tiene una madre, pero evidentemente la raza humana no tiene una madre: ésa es una esfera lógica diferente.

Copleston: Bien, realmente no veo ninguna similitud. Si dijera «todo objeto tiene una causa fenoménica; por lo tanto, toda la serie tiene una causa fenoménica», habría una similitud; pero no digo eso; digo: todo objeto tiene una causa fenoménica si insiste en la infinidad de la serie, pero la serie de causas fenoménicas es una explicación insuficiente de la serie. Por lo tanto, la serie tiene, no una causa fenoménica, sino una causa trascendente.

Russell: Eso, presuponiendo siempre que no sólo cada cosa particular del mundo sino el mundo globalmente tiene que tener una causa. No encuentro la razón para esa suposición. Si usted me la da, le escucharé.

Copleston: Bien, la serie de acontecimientos tiene causa o no tiene causa. Si la tiene, debe haber, evidentemente, una causa fuera de la serie. Si no tiene causa, entonces es suficiente por sí misma, y si lo es, es lo que yo llamo necesaria. Pero no puede ser necesaria ya que cada miembro es contingente, y hemos convenido en que el total no tiene realidad aparte de sus miembros, y por lo tanto no puede ser necesario. Por lo tanto, no puede carecer de causa, y tiene que tener una causa. Y me gustaría anotar, de pasada, que la afirmación «el mundo existe sencillamente y es inexplicable» no puede ser producto del análisis lógico.

Russell: No quiero parecer arrogante, pero me parece que puedo concebir cosas que usted dice que la mente humana no puede concebir. En cuanto a que las cosas no tengan causa, los físicos nos aseguran que la transición del cuantum individual de los átomos carece de causa.

Copleston: Bien, yo me pregunto si eso no es simplemente una inferencia transitoria.

Russell: Puede ser, pero demuestra que las mentes de los físicos pueden concebirlo.

Copleston: Sí, convengo en que algunos científicos -los físicos- están dispuestos a permitir la indeterminación dentro de un campo restringido. Pero hay muchos científicos que no están tan dispuestos. Creo que el profesor Dingle, de la Universidad de Londres, sostiene que el principio de la incertidumbre de Heisenberg nos dice algo sobre el éxito (o la falta de él) de la presente teoría atómica basada en observaciones correlativas, pero no sobre la naturaleza en sí, y muchos físicos comparten este criterio. Sea como sea, no comprendo cómo los físicos pueden no aceptar la teoría en la práctica, aunque no la acepten en teoría. No comprendo cómo puede hacerse ciencia, si no es basándose en la suposición del orden y la inteligibilidad de la naturaleza. El físico presupone, al menos tácitamente, que tiene cierto sentido investigar la naturaleza y buscar las causas de los acontecimientos, como el detective presupone que tiene un sentido el buscar la causa de un asesinato. El metafísico supone que tiene sentido buscar la razón o la causa de los fenómenos y, como no soy kantiano, considero que el metafísico está tan justificado en su suposición como el físico. Cuando Sartre, por ejemplo, dice que el mundo es gratuito, creo que no ha considerado suficientemente lo que implica «gratuito».

Russell: Creo... me parece que de eso no podemos hablar por extensión; un físico busca causas; eso no significa necesariamente que haya causas por todas partes. Un hombre puede buscar oro sin suponer que haya oro en todas partes; si encuentra oro, enhorabuena; si no lo encuentra mala suerte. Lo mismo ocurre cuando los físicos buscan causas. En cuanto a Sartre, no sé exactamente lo que quiere decir, y no querría que pensasen que lo interpreto, pero, por mi parte, creo que la noción de que el mundo tiene una explicación es un error. No veo por qué uno debe esperar que la tenga, y creo que lo que dice sobre la justificación de la suposición del científico es una afirmación excesiva.

Copleston: Bien, me parece que el científico hace ciertas suposiciones. Cuando experimenta para averiguar alguna verdad particular, detrás del experimento se esconde la suposición de que el universo no es simplemente discontinuo. Existe la posibilidad de averiguar una verdad mediante el experimento. El experimento puede ser malo, puede no tener resultado, o no el resultado deseado, pero, de todas maneras existe la posibilidad de hallar la verdad que supone mediante el experimento. Y esto me parece que presupone un universo ordenado e inteligible.

Russell: Creo que está generalizando más de lo necesario. Sin duda el científico supone que probablemente la hallará y con frecuencia es así. No da por supuesto que la hallará seguro y ése es un asunto muy importante en la física moderna.

Copleston: Bien, creo que lo da por supuesto, o está obligado a darlo tácitamente, en la práctica. Puede ocurrir, citando al profesor Haldane que «cuando encienda un gas bajo la marmita, parte de las moléculas de agua se evaporarán, y no habrá modo de averiguar cuáles serán», pero no hay que pensar necesariamente que la idea de la casualidad tenga que ser introducida excepto en relación con nuestros propios conocimientos.

Russell: No, no es así, al menos si puedo creer en lo que él mismo dice. Descubre muchas cosas el científico; descubre muchas cosas que están sucediendo en el mundo, que son, al principio, comienzos de cadenas causales, primeras causas que no tienen causa en sí mismas. No supone que todo tiene una causa.

Copleston: Seguramente hay una primera causa dentro de un cierto campo elegido. Es una primera causa relativa.

Russell: No creo que diga eso. Si existe un mundo en el cual la mayoría de los acontecimientos, pero no todos, tienen causas, el científico podrá describir las probabilidades e incertidumbres suponiendo que este acontecimiento particular en que uno está interesado, probablemente tiene una causa. Y como, en cualquier caso, no se tiene más que la probabilidad, con eso basta.

Copleston: Puede ocurrir que el científico no espere obtener más que la probabilidad, pero, al plantear la cuestión, supone que la cuestión de la explicación tiene un significado. Pero su criterio general es, entonces, Lord Russell, que no es siquiera legítimo plantear la cuestión de la causa del mundo, ¿no es así?

Russell: Sí, ésa es mi postura.

Copleston: Si esa cuestión carece para usted de significado, es, claro está, muy difícil discutirla, ¿no es cierto?

Russell: Sí, es muy difícil. ¿Qué le parece si pasamos a otros problemas?

La experiencia religiosa


Copleston: Muy bien. Voy a decir unas palabras sobre la experiencia religiosa, y luego pasaremos a la experiencia moral. Yo no considero la experiencia religiosa como una prueba estricta de la existencia de Dios, por lo que el carácter de la discusión cambia un poco, pero creo que puede decirse que su mejor aplicación es la existencia de Dios. Por experiencia religiosa no entiendo simplemente sentirse a gusto. Entiendo una apasionada, aunque oscura, conciencia de un objeto que irresistiblemente parece al sujeto de la experiencia algo que le trasciende, algo que trasciende todos los objetos normales de experiencia, algo que no puede ser imaginado, ni conceptualizado, pero cuya realidad es indudable, al menos durante la experiencia. Yo afirmaría que no puede explicarse adecuadamente y sin dejarse cosas en el tintero; sólo subjetivamente. La experiencia básica real, de todos modos, se explica fácilmente mediante la hipótesis de que existe realmente alguna causa objetiva de esa experiencia.

Russell: Yo respondería a esa argumentación que todo el argumento que se derive de nuestros estados de conciencia con respecto a algo fuera de nosotros es un asunto muy peligroso. Aun cuando todos admitimos su validez, sólo nos sentimos justificados al hacerlo, me parece a mí, en virtud del consenso de la humanidad. Si hay una multitud en una habitación y en la habitación hay un reloj, todos pueden ver el reloj. El hecho de que todos puedan verlo tiende a hacerles pensar que no se trata de una alucinación: mientras que esas experiencias religiosas tienden a ser muy particulares.

Copleston: Sí, así es. Hablo estrictamente de la experiencia mística pura, y ciertamente no incluyo lo que se llaman visiones. Me refiero sencillamente a la experiencia, y admito plenamente que es inefable, del objeto trascendente o de lo que parece ser un objeto trascendente. Recuerdo que Julian Huxley dijo en una conferencia que la experiencia religiosa, o la experiencia mística, es una experiencia tan real como el enamorarse o el apreciar la poesía y el arte. Bien, yo creo que cuando apreciamos la poesía y el arte apreciamos poemas concretos o una obra de arte en concreto. Si nos enamoramos, nos enamoramos de alguien, no de nadie.

Russell: Permítame interrumpirle un momento. Eso no sucede siempre así. Los novelistas japoneses nunca creen que han conseguido su objetivo hasta que gran cantidad de seres reales se han suicidado por amor a la heroína imaginaria.

Copleston: Bien, le creo lo que dice que sucede en el Japón. No me he suicidado, gracias a Dios, pero me ví fuertemente influido, al tomar dos importantes decisiones en mi vida, por dos biografías. Sin embargo, debo aclarar que encuentro poca semejanza entre la influencia real de esos libros sobre mí, y la experiencia mística pura, hasta el punto, entiéndase, en que alguien ajeno a ella puede tener una idea de tal experiencia.

Russell: Bien, yo quiero decir que no debemos considerar a Dios al mismo nivel que los personajes de una obra de ficción. ¿Reconocerá que aquí hay una diferencia?

Copleston: Desde luego. Pero lo que yo diría es que la mejor explicación parece ser la explicación que no es puramente subjetiva. Claro que una explicación subjetiva es posible en el caso de cierta gente, en la que hay escasa relación entre la experiencia y la vida, como en el caso de los alucinados, etc. Pero cuando se llega al tipo puro, como por ejemplo San Francisco de Asís, cuando se obtiene una experiencia cuyo resultado es un desbordamiento de amor creativo y dinámico, la mejor explicación, a mi entender, es la existencia real de una causa objetiva de la experiencia.

Russell: Bien, yo no afirmo dogmáticamente que no hay Dios. Lo que sostengo es que no sabemos que lo haya. Yo sólo puedo tener en cuenta lo que se registra, y encuentro que se registran muchas cosas, pero estoy seguro de que usted no acepta lo que se dice sobre los demonios, etc., aunque todas esas cosas se afirman exactamente con el mismo tono de voz y con la misma convicción. Y el místico, si su visión es verdadera, puede decir que él sabe que existen los demonios. Pero yo no sé que los haya.

Copleston: Seguramente en el caso de los demonios ha habido gente que ha hablado principalmente de visiones, apariciones, ángeles o diablos, etcétera. Yo excluiría las apariciones porque pueden ser explicadas con independencia de la existencia del sujeto supuestamente visto.
Russell: Pero ¿no cree que hay suficientes casos registrados de personas que creen que han oído cómo Satán les hablaba dentro de su corazón, del mismo modo que los místicos afirman a Dios? Y ahora no hablo de una visión exterior, hablo de una experiencia puramente mental. Ésa parece ser una experiencia de la misma clase que la experiencia de Dios de los místicos, y no veo por qué, por lo que nos dicen los místicos, no se puede sostener el mismo argumento en favor de Satán.

Copleston: Estoy completamente de acuerdo en que hay gente que ha imaginado o pensado que ha visto u oído a Satán. Y de pasada, yo no tengo el menor deseo de negar la existencia de Satán. Pero no creo que la gente haya afirmado haber experimentado a Satán, del modo preciso en que los místicos afirman haber experimentado a Dios. Tomemos el caso de Plotino, que no era cristiano. Éste admite la experiencia de algo inexpresable, el objeto es un objeto de amor, y por lo tanto no un objeto que causa horror y disgusto. Y el efecto de esa experiencia está, diría, refrendado o, mejor dicho, la validez de la experiencia está refrendada por las crónicas de la vida de Plotino. De todas maneras, es más razonable suponer que tuvo esa experiencia, si hemos de aceptar el relato de Porfirio sobre la bondad y benevolencia de Plotino.

Russell: El hecho de que una creencia tenga un buen efecto moral sobre un hombre no constituye ninguna evidencia en favor de su verdad.

Copleston: No, pero si pudiera probarse de verdad que la creencia era realmente la causa de un buen efecto en la vida de ese hombre, la consideraría una presunción en favor de alguna verdad; en todo caso, de la parte positiva de la creencia, no de su entera validez. Pero, sea como sea, utilizo el carácter de su vida como prueba en favor de la veracidad y la cordura del místico más que como prueba de la verdad de sus creencias.

Russell: Pero incluso eso no lo considero como prueba. Yo he tenido experiencias que han alterado mi carácter profundamente. Y de todas maneras, en aquel momento pensé que fue alterado para bien. Aquellas experiencias eran importantes, pero no suponían la existencia de algo fuera de mí, y no creo que, si yo hubiere pensado que la suponían, el hecho de que tuvieran un efecto saludable constituiría una prueba de que yo tenía razón.

Copleston: No, pero creo que el buen efecto atestiguaría su veracidad en la descripción de la experiencia. Por favor, recuerde que no estoy diciendo que la mediación de un místico o la interpretación de su experiencia deban ser inmunes a la crítica o discusión.

Russell: Evidentemente, el carácter de un joven puede verse, y con frecuencia se ve, inmensamente afectado para bien por las lecturas sobre un gran hombre de la historia, y puede ocurrir que el gran hombre sea un mito y no exista, pero el muchacho queda tan afectado para bien como si existiera. Ha habido gente así. En las Vidas de Plutarco encontramos el ejemplo de Licurgo, que no existió de verdad, pero se puede uno ver muy influido leyendo cosas sobre Licurgo, teniendo incluso la impresión de que ha existido. Entonces uno habrá recibido la influencia de un objeto que ha amado, pero no habrá objeto existente.

Copleston: En eso estoy de acuerdo con usted; un hombre puede sufrir la influencia de un personaje de ficción. Sin profundizar en la cuestión de qué es lo que precisamente le afecta (yo diría que un valor real), creo que la situación de ese hombre y del místico son diferentes. Después de todo, el hombre influido por Licurgo no ha tenido la irresistible impresión de que ha experimentado, en alguna forma, la última realidad.

Russell: No creo que haya captado bien mi criterio sobre estos personajes históricos, estos personajes no históricos de la historia. No supongo lo que usted llama un efecto sobre la persona. Supongo que el joven, al leer sobre esa persona y creerla real, la ama, cosa que ocurre con mucha facilidad, pero, sin embargo, ama a un fantasma.

Copleston: En un sentido ama a un fantasma, eso es perfectamente cierto; en el sentido, quiero decir, que ama a X o Y que no existen. Pero, al mismo tiempo, creo que el muchacho no ama al fantasma como tal; percibe el valor real, una idea que reconoce como objetivamente válida, y eso es lo que despierta su amor.

Russell: Sí, en el mismo sentido en que hablábamos antes de los personajes de ficción.

Copleston: Sí, en un sentido el hombre ama a un fantasma; perfectamente cierto. Pero, en otro, ama lo que percibe como un valor.

El argumento moral

Russell: Pero ¿ahora no está diciendo, en efecto, que entiende por Dios todo cuanto es bueno, o la suma total de lo que es bueno, el sistema de lo que es bueno, y, por lo tanto, cuando un joven ama algo bueno, ama a Dios? ¿Es eso lo que dice? Porque, si lo es, hay que discutirlo.

Copleston: No digo, claro está, que Dios sea la suma total o el sistema de lo bueno en el sentido panteísta; no soy panteísta, pero sí creo que toda bondad refleja a Dios de alguna forma y procede de Él, de modo que el hombre que ama lo que es realmente bueno, ama a Dios, aun cuando no advierta a Dios. Pero convengo en que la validez de esta interpretación de la conducta de un hombre depende del reconocimiento de la existencia de Dios, evidentemente.

Russell: Sí, pero ése es un punto que hay que probar.

Copleston: De acuerdo, pero yo considero que lo prueba el argumento metafísico y ahí diferimos.

Russell: Verá, yo entiendo que hay cosas buenas y cosas malas. Yo amo las cosas que son buenas, que yo creo que son buenas, y odio las cosas que creo malas. No digo que las cosas buenas lo son porque participan de la divina bondad.

Copleston: Sí, pero ¿cuál es su justificación para distinguir entre lo bueno y lo malo, o cómo se las arregla para distinguir ambas cosas?

Russell: No necesito justificación alguna, como no la necesito cuando distingo entre el azul y el amarillo. ¿Cuál es mi justificación para distinguir entre el azul y el amarillo? Veo que son diferentes.

Copleston: Estoy de acuerdo en que ésa es una excelente justificación. Usted distingue el amarillo del azul porque los ve, pero ¿cómo distingue lo bueno de lo malo?

Russell: Por mis sentimientos.

Copleston: Por sus sentimientos. Bien, eso era lo que yo preguntaba. ¿Usted cree que el bien y el mal hacen referencia simplemente al sentimiento?

Russell: Bien, ¿por qué un tipo de objeto parece amarillo y otro azul? Puedo darle una respuesta a eso gracias a los físicos, y en cuanto a que yo considere mala una cosa y otra buena, probablemente la respuesta es de la misma clase, pero no ha sido estudiada del mismo modo y no se la puedo dar.

Copleston: Bien, tomemos por ejemplo el comportamiento del comandante de Belsen. A usted le parece malo e indeseable, y a mí también. Para Adolfo Hitler, me figuro que sería algo bueno y deseable. Supongo que usted reconocerá que para Hitler era bueno y para usted malo.

Russell: No, no voy a ir tan lejos. Quiero decir que hay gente que comete errores en eso, como puede cometerlos en otras cosas. Si tiene ictericia verá las cosas amarillas aun cuando no lo sean. En eso comete un error.

Copleston: Sí, uno puede cometer errores, pero ¿se puede cometer un error cuando se trata simplemente de una cuestión referida a un sentimiento o a una emoción? Seguramente Hitler sería el único juez posible en lo relativo a sus propias emociones.

Russell: Tiene razón al decir eso, pero puede decir también varias cosas sobre los demás; por ejemplo, que si eso afectaba de tal manera las emociones de Hitler, entonces Hitler afecta de un modo totalmente distinto a mis emociones.

Copleston: Concedido. Pero ¿no hay criterio objetivo, aparte del sentimiento, para condenar la conducta del comandante de Belsen, según usted?

Russell: No más que para una persona daltónica que se encuentra exactamente en la misma posición. ¿Por qué condenamos intelectualmente al daltónico? ¿Porque se trata de una minoría?

Copleston: Yo diría que es porque le falta algo que normalmente pertenece a la naturaleza humana.

Russell: Sí, pero si se tratara de una mayoría, no diríamos eso.

Copleston: Entonces, usted diría que no hay criterio aparte del sentimiento que nos permita distinguir entre la conducta del comandante de Belsen y la conducta, por ejemplo, de Sir Strafford Cripps, o del Arzobispo de Canterbury.

Russell: Lo del sentimiento es demasiado simple. Hay que tener en cuenta los efectos de los actos y los sentimientos hacia ésos efectos. Como verá, puede provocar una discusión, si usted dice que cierta clase de sucesos le agradan y que otros no le agradan. Entonces, tendría que tener en cuenta los efectos de las acciones. Puede decir muy bien que los efectos de las acciones del comandante de Belsen fueron dolorosos y desagradables.

Copleston: Indudablemente lo fueron, de acuerdo, para toda la gente del campo.

Russell: Sí, pero no sólo para la gente del campo, sino también para los extraños que los contemplaban.

Copleston: Sí, completamente cierto. Pero ése es mi criterio. No apruebo esos actos, y sé que usted no los aprueba, pero no veo razón alguna para no aprobarlos, porque, después de todo, para el comandante de Belsen esos actos eran agradables.

Russell: Sí, pero ve que en este caso no necesito más razones que en el caso de la percepción de los colores. Hay personas que piensan que todo es amarillo, hay gentes que sufren de ictericia, y yo no estoy de acuerdo con ellas. No puedo probar que las cosas no son amarillas, no hay prueba de ello, pero la mayoría de la gente está de acuerdo conmigo en que el comandante de Belsen estaba cometiendo errores.

Copleston: Bien, ¿acepta alguna obligación moral?

Russell: El responder a eso me obligaría a extenderme mucho. Hablando en términos prácticos, sí. Hablando teóricamente, tendría que definir la obligación moral muy cuidadosamente.

Copleston: Bien, ¿cree que la palabra «debo» tiene simplemente una connotación emocional?

Russell: No, no lo creo, porque, como decía hace un momento, uno tiene que tener en cuenta los efectos, y yo opino que la buena conducta es la que probablemente produciría el mayor saldo posible en valor intrínseco de todos los actos posibles de acuerdo con las circunstancias, y hay que tener en cuenta los efectos probables de una acción al considerar lo que es bueno.

Copleston: Bien, yo traje a colación la obligación moral porque pienso que uno puede acercarse por ese camino a la cuestión de la existencia de Dios. La gran mayoría de la raza humana hará, y siempre ha hecho, alguna distinción entre el bien y el mal. La gran mayoría, a mi entender, tiene alguna conciencia de una obligación en la esfera moral. Yo opino que la percepción de valores y la conciencia de una ley y una obligación morales tienen su mejor aplicación en la hipótesis de una razón trascendente del valor y de un autor de la ley moral. No entiendo por «autor de la ley moral» un autor arbitrario de la ley moral. Creo, en realidad, que esos ateos modernos que han sostenido, a la inversa, «no hay Dios; por lo tanto, no hay valores absolutos ni ley absoluta» son completamente lógicos.

Russell: No me gusta la palabra «absoluto». No creo que haya nada absoluto. La ley moral, por ejemplo, cambia constantemente. En un período del desarrollo de la raza humana casi todo el mundo pensaba que el canibalismo era un deber.

Copleston: Bien, no veo que las diferencias entre juicios morales particulares constituyan ningún argumento concluyente contra la universidad de la ley moral. Supongamos por el momento que hay valores morales absolutos; incluso manejando esta hipótesis sólo se puede esperar que diferentes individuos y diferentes grupos posean diversos grados de percepción de esos valores.

Russell: Me siento inclinado a pensar que «debo», el sentimiento que uno tiene acerca de «debo», es un eco de lo que nos han dicho nuestros padres y nuestras ayas.

Copleston: Bien, yo me pregunto si se puede acabar con la idea del «debo» solamente en términos de ayas y de padres. Realmente no sé cómo puede ser transmitida a nadie en otros términos que los propios. Me parece que, si hay un orden moral que pesa sobre la conciencia humana, entonces ese orden moral es ininteligible sin la existencia de Dios.

Russell: Entonces, tiene que elegir una de las dos cosas. O Dios sólo habla a un pequeño porcentaje de la humanidad -que da la casualidad que le comprende a usted-, o deliberadamente dice cosas que no son ciertas, cuando se dirige a la conciencia de los salvajes.

Copleston: Bien, yo no estoy sugiriendo que Dios dicte realmente los preceptos morales a la conciencia. Las ideas humanas del contenido de la ley moral dependen, desde luego, en gran parte de la educación y del medio, y un hombre tiene que usar su razón al estimar la validez de las ideas morales reales de su grupo social. Pero la posibilidad de criticar el código moral aceptado presupone que hay un patrón objetivo, que hay un orden moral ideal, que se impone (quiero decir, cuyo carácter obligatorio puede ser reconocido). Creo que el reconocimiento de este orden moral ideal es parte del reconocimiento de la contingencia. Implica la existencia de un fundamento real de Dios.

Russell: Pero el legislador siempre ha sido, a mi parecer, los padres o alguien semejante. Hay muchos legisladores terrestres, lo que explica por qué las conciencias de la gente son tan extraordinariamente distintas en diferentes tiempos y lugares.

Copleston: Eso ayuda a explicar las diferencias de percepción de los valores morales particulares, diferencias que de lo contrario son inexplicables. Ayudará también a explicar los cambios en materia de ley moral, en el contenido de los preceptos aceptados por esta o aquella nación, o este o aquel individuo. Pero su forma, lo que Kant llama el imperativo categórico, el «debo», yo realmente no sé cómo puede ser inculcado a nadie por los padres o las ayas, porque no hay términos posibles, que yo sepa, con que se pueda explicar. No puede definirse con otros términos que los suyos propios, porque una vez que se le ha definido en otros términos que ésos, se ha terminado con él. Ya no es un deber moral. Ya es otra cosa.

Russell: Bien, yo creo que el sentimiento del deber es la consecuencia de la imaginaria reprobación de alguien; puede ser la imaginaria reprobación de Dios, pero es la reprobación imaginaria de alguien. Y eso es lo que yo entiendo por «deber».

Copleston: A mí me parece que todas las cosas externas, las costumbres y tabúes, son las que pueden ser explicadas en base al medio y la educación, mas todo eso pertenece, a mi entender, a lo que llamo la materia de la ley, al contenido. La idea de «deber» es tal que no puede ser inculcada a un hombre por un jefe de tribu ni por nadie, porque no hay términos para ello. Me parece perfectamente... (Russell interrumpe).

Russell: Pero no encuentro ninguna razón para decir eso. Todos sabemos algo sobre reflejos condicionados. Sabemos que un animal, si se le castiga habitualmente por un determinado acto, a1 cabo de un tiempo dejará de hacerlo. No creo que el animal deje de hacerlo porque se ha dicho «mi amo se enfadará si hago esto». Tiene la sensación de que no debe hacer aquello. Eso es lo que ocurre con nosotros y nada más.

Copleston: No veo ninguna razón que nos haga suponer que un animal tiene conciencia de la obligación moral; y la verdad es que no consideramos a un animal moralmente responsable por sus actos de desobediencia. Pero el hombre tiene conciencia de la obligación y de los valores morales. No creo que se pueda condicionar a los hombres, como se puede «condicionar» a un animal, ni supongo que usted quisiera hacerlo realmente, aun cuando se pudiera. Si el conductismo fuera cierto, no habría distinción moral objetiva entre el emperador Nerón y San Francisco de Asís. No puedo menos que pensar, Lord Russell, que usted considera la conducta del comandante de Belsen como moralmente reprensible, y que usted jamás, bajo la circunstancia que fuese, actuaría de ese modo, aun cuando pensase, o tuviera razones para pensar, que posiblemente el saldo de felicidad de la raza humana podría aumentarse si se tratase a algunas personas de esa manera abominable.

Russell: No. Yo no imitaría la conducta de un perro rabioso. Pero el que no lo hiciera no incumbe a la cuestión que estamos discutiendo.

Copleston: No, pero si usted estuviera dando una explicación utilitaria del bien y del mal en términos de consecuencias, podría sostenerse, y yo supongo que algunos de los mejores nazis lo habrán sostenido, que, aunque es lamentable proceder de este modo, sin embargo, a la larga el saldo de felicidad es mayor. No creo que usted afirme eso, ¿verdad? Yo creo que usted dirá que esa acción es mala, en sí, aparte de que aumente o no la felicidad general. Entonces, si está dispuesto a decir esto, creo que debe de tener cierto criterio del bien y del mal, al margen del criterio del sentimiento. Para mí, ese reconocimiento tendría como último resultado el reconocimiento de Dios, como suprema razón de los valores existentes.

Russell: Creo que nos estamos confundiendo. No es el sentimiento directo hacia el acto el que me sirve de juicio, sino más bien el sentimiento hacia sus efectos. Y no puedo reconocer circunstancia alguna en la cual ciertas clases de conducta como las que ha estado poniendo como ejemplo podrían causar un bien. No concibo circunstancias en las cuales pudieran tener un efecto beneficioso. Creo que las personas que lo creen se engañan. Pero si hubiera circunstancias en las que produjesen un efecto beneficioso, entonces podría verme obligado a decir, aunque de mala gana, «No me gustan esas cosas, pero las aceptaré», como acepto el Código Penal, aunque el castigo me molesta profundamente.

Copleston: Bien, quizás ha llegado el momento de que yo haga un resumen de mi postura. He discutido dos cosas. Primero, que la existencia de Dios puede ser probada filosóficamente, mediante un argumento metafísico; segundo, que sólo la existencia de Dios da sentido a la experiencia moral y a la experiencia religiosa del hombre. Personalmente, opino que su modo de explicar los juicios morales del hombre lleva inevitablemente a una contradicción entre lo que exige su teoría y sus juicios espontáneos. Además, su teoría da de lado a la obligación moral, y eso no es una explicación. Con respecto al argumento metafísico, aparentemente estamos de acuerdo en que lo que llamamos mundo consiste sencillamente en seres contingentes. Es decir, en seres carentes de razón para su propia existencia. Usted dice que la serie de acontecimientos no necesita explicación: yo digo que, si no hubiera un ser necesario, un ser que tuviera que existir y no pudiera dejar de existir, no existiría nada. El carácter infinito de la serie de seres contingentes, aun probado, no conduciría a nada. Hay algo que existe; por lo tanto tiene que haber algo que explique este hecho, un ser que esté al margen de la serie de seres contingentes. Si usted hubiera admitido esto, podríamos haber discutido si ese ser es personal, bueno, etc. En el punto sobre el que hemos realmente discutido, si hay o no un ser necesario, yo estoy de acuerdo con la gran mayoría de los filósofos clásicos.
Usted sostiene, según creo, que los seres existentes existen sencillamente, y que no hay justificación para plantear la cuestión de la explicación de su existencia. Pero yo querría indicar que esta posición no puede fundamentarse mediante el análisis lógico; expresa una filosofía que necesita pruebas. Creo que hemos llegado a un callejón sin salida porque nuestras ideas filosóficas son radicalmente diferentes; me parece que a lo que yo llamo una parte de la filosofía, usted lo llama el total, al menos en lo que tiene de racional la filosofía. Me parece, si me perdona que se lo diga, que además de su sistema lógico, que llama «moderno» por oposición a la lógica anticuada (un adjetivo tendencioso), defiende una filosofía que no puede ser verificada mediante el análisis lógico. Después de todo, el problema de la existencia de Dios es un problema existencial mientras que el análisis lógico no trata directamente los problemas de la existencia. Luego, a mi modo de ver, declarar que los términos que suponen una serie de problemas carecen de sentido, porque no son necesarios para tratar otra serie de problemas, es establecer desde un principio la naturaleza y la extensión de la filosofía, y esto en sí mismo es un acto filosófico que necesita justificación.

Russell: Bien, también yo diré unas cuantas palabras como resumen. Primero, en cuanto al argumento metafísico: no admito las connotaciones del término «contingente» o la posibilidad de explicación en el sentido del padre Copleston. Creo que la palabra «contingente» inevitablemente sugiere la posibilidad de algo que no tendría lo que llamaría usted el carácter accidental de existir simplemente, y no creo que esto sea verdad excepto en el sentido puramente causal. A veces se puede dar una explicación causal de algo diciendo que es el efecto de otra cosa, pero esto es sólo referir una cosa a otra y no hay -a mi entender- explicación alguna en el sentido del padre Copleston, ni tiene sentido tampoco llamar «contingentes» a las cosas, porque no podrían ser de otra manera. Esto es lo que yo diría acerca de eso, pero querría decir unas palabras sobre la acusación del padre Copleston acerca de que considero la lógica como el total de la filosofía, lo que no es así. No considero en absoluto la lógica como el total de la filosofía. Creo que la lógica es una parte esencial de la filosofía y que la lógica tiene que ser usada en filosofía, y creo que en eso él y yo estamos de acuerdo. Cuando la lógica que él usa era nueva, a saber, en la época de Aristóteles, hubo que darle una gran importancia; Aristóteles le dio pues una gran importancia a la lógica. Ahora se ha hecho vieja y respetable y no hay que darle tanta importancia. La lógica en que yo creo es relativamente nueva y, por lo tanto, tengo que imitar a Aristóteles dándole mucha importancia; pero no es que yo crea que representa toda la filosofía, no lo creo. Creo que es una parte importante de la filosofía y, cuando digo eso, que no encuentro un significado para esta o la otra palabra, se trata de una apreciación basada en lo que he averiguado sobre esa palabra en particular, al pensar acerca de ella. No se trata de una postura general que implique que todas las palabras usadas en metafísica carezcan de sentido, o cosa semejante, que realmente yo no creo. Con respecto al argumento moral advierto que cuando uno estudia antropología o historia se da cuenta de que hay personas que piensan que su deber consiste en realizar actos que yo considero abominables y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la materia de la obligación moral, cosa que el padre Copleston no me pide; pero creo que incluso la forma que toma la obligación moral, cuando se trata de ordenarle a uno que se coma a su padre, por ejemplo, no me parece una cosa muy noble y bella; y, por lo tanto, no puedo atribuir origen divino a la obligación moral en este sentido que creo que puede explicarse fácilmente de otras muchas maneras.