Heráclito 39

Conflicto y resolución

Eduardo Dermardirossian


Son uniones: lo eterno y lo no eterno, lo concorde y lo discorde, lo consonante y lo disonante, y del todo el uno y del uno el todo. Heráclito, citado por Aristóteles, De Mundo 5396 b 7, para confirmar su tesis de que las uniones de los contrarios dan un resultado armonioso.

El hombre carga sobre sus hombros unos problemas tan viejos como su edad sobre la Tierra. Y entre esos problemas ninguno lo ha abrumado tanto como el conflicto con sus iguales. Puede afirmarse sin temor a errar que ésta es la causa primera de su infelicidad; porque exceptuando las calamidades de la naturaleza, en ninguna desdicha social ha estado ausente el conflicto. Y aún en el caso de las calamidades naturales, frecuentemente sus efectos no han podido ser morigerados a causa, precisamente, de confrontaciones de orden social. Así, pues, el examen de los conflictos es un asunto de primera importancia. De ahí que haya querido abordarlo desde un punto de vista abarcativo, no psicologista ni dogmático.

Más allá de las definiciones que se han ensayado, importa señalar que la causa principal de conflicto es el deseo de posesión. El conflicto viene del afán del hombre por apropiarse de bienes (digo bienes en sentido lato) escasos. No disputamos por el aire, aún cuando nos es de toda necesidad, pero disputamos por el oro. Lo que genera conflicto es siempre un bien escaso. El dinero, la tierra, la atención de nuestra salud y la educación son motivos de disputa, porque tales bienes son limitados y susceptibles de apropiación. Su posesión o disfrute generará conflictos de seguro. Igual ocurre con la fama, escasa desde siempre. Y con ese hombre o aquella mujer, irrepetibles, claro.

No estoy enunciando una teoría sobre el valor o sobre la legitimidad de las posesiones. Estoy diciendo que el conflicto es connatural de los hombres en muchas de sus relaciones recíprocas. Desde que hay dos hombres, hay conflicto. Y diversos han sido los modos de resolverlo a lo largo del tiempo. No es preciso examinar la historia de la humanidad para comprobar que ella es una sucesión de conflictos, siendo las guerras sus expresiones más dramáticas y deleznables. Mas allá de cuál razón –sinrazón- se invoque para justificar cada caso o de calificar como justas las guerras, más allá también de nuestro particular juicio, digo que el conflicto, en sus diferentes formas, campea a lo largo de la historia.

No es distinto en las relaciones interpersonales. Y no se trata de una visión apocalíptica sobre el devenir humano. Es la descripción de un aspecto sustantivo de la vida del hombre, que las instituciones procuran resolver dentro del ámbito del derecho. En rigor, no se trata de resolución propiamente dicha, porque el conflicto subsiste. Se trata, sí, de menguar la virulencia de la contienda, de modo de tornar sosegada la interrelación humana. Y admitamos que ello no es poco.

Una forma de atenuación de los conflictos es establecer la supremacía de una de las partes en la controversia mediante el uso de la fuerza, más o menos legitimada. En tal caso, la parte más débil cede al interés de la más fuerte. Paradójicamente, aquí la paz sólo puede venir de la violencia, pero las paradojas suelen repetir su ciclo, con lo cual a la paz social así impuesta no seguirá el sosiego de los espíritus.

Si se mira bien, la vida es una sucesión de conflicto y resolución. Cuando las relaciones se advierten armónicas, cuando la convivencia es serena y aún feliz, el conflicto está presente. Siempre.

¿Qué implica esto? En mi opinión, el conflicto es connatural en la vida del hombre. Parafraseando a algún autor, es el motor de la historia. Pero con la advertencia de que también es natural en el hombre propender a su resolución. En la medida en que perfeccione esta última herramienta, el hombre habrá dado un nuevo paso en dirección a una verdadera civilización.

Los hombres ignoran que lo divergente está de acuerdo consigo mismo. Es una armonía de tensiones opuestas, como la del arco y la lira. Heráclito, versión de Hipólito en Refutatio omnium haereseun, IX, 9).

H 60 – 20.07.2001


La responsabilidad de ser uno mismo

José Carlos García Fajardo *

Cuenta Osho que lo bueno de ser anciano es que ya eres demasiado viejo para dar mal ejemplo y puedes empezar a dar buenos consejos. Lo cierto es que dentro de cualquier anciano hay un joven preguntándose qué ha sucedido.

Hablamos de jóvenes enfadados y no de los ancianos amargados porque sienten que sus vidas no son lo que podrían haber sido. Se sienten estafados. Se irritan ante la alegría de los jóvenes y no se aceptan a sí mismos porque viven obsesionados por la muerte. Nadie les enseñó a amar la vida, a amarse a sí mismos, a asumir el único sentido de la existencia: ser felices. Y ser feliz es ser uno mismo, poder hacer las cosas porque nos da la gana, no porque lo manden o para alcanzar méritos para una vida de ultratumba. Esto es un chantaje de las religiones y de los grupos de poder: posponer la felicidad para mantenernos dominados y sumisos. Se encarnizaron con el sexo y con la alimentación pero, sobre todo, con la libertad de pensar, de actuar, de decir sí o no sin rendir cuentas.

Son buenos el niño, el alumno, el trabajador, el ciudadano que obedece sin preguntar por las causas de la injusticia. Han hecho de la obediencia una virtud. Un buen pueblo, para el que manda, es un rebaño que pasta sin hacer ruido. No hemos nacido para trabajar ni para obedecer.

Es urgente la rebelión de las personas mayores que padecen su soledad como antesala de la muerte. Nunca es tarde para madurar sin confundir el envejecimiento, que es cosa del cuerpo, con la madurez que es crecer hacia dentro y saborear la vida. Una cosa es el Cielo de la conciencia, con sus posibilidades de crecimiento interior, y otra el paso de las nubes de la mente. Descubrirnos gotas en un océano de silencio es trasformar la existencia en una celebración. Es descubrir el universo en el rocío.

No hay mayor provocación que ser uno mismo. Atreverse a ser, a discrepar, a gozar y a realizarse en armonía con el universo. El sabio acepta la realidad imponiéndole su sello: para hacer lo que queramos tenemos que querer lo que hacemos. Porque nada puede morir, tan sólo cambiar de forma. La existencia nada sabe de la vejez, sabe de fructificar. Ya tenemos lo que buscamos. Hay que despertar.

Madurez significa que hemos llegado a casa. La madurez es conciencia, el envejecimiento sólo desgaste. Todavía queda tiempo para cambiarse de tren.

* Profesor de Pensamiento Político y Social de la Universidad Complutense de Madrid y Presidente de la ONG Solidarios.
H 60 – 20.07.2001


El milagro de la vida*

Hugo Mujica**

Nos percatemos o no, no amamos la vida –esa medida que ignoramos-, amamos, damos el amén, al rito de cada día. Al volver a nacer cada mañana... día a día, latido a latido. Podemos anhelar lo que la mirada divisa, vislumbra o imagina, lo que la lejanía promete, pero amamos: amamos concreta, realmente, lo que las manos acarician, lo que los brazos abarcan. La grandeza no se capta en su extensión, se capta en ese detalle que despierta nuestro asombro.

Una historia de la tradición zen nos dice que un discípulo interrogó a su maestro sobre cómo o quién es Dios, a lo que el maestro contestó: “Cuando tengas sed, bebe; cuando tengas hambre, come”. La enseñanza no enseña: muestra la vida, invita a ver lo que el dar por descontado ensombrece. Todo está, suele estar, frente a uno mismo, a ese uno mismo que suele no estar allí. Bastaría estar donde uno es, ser donde uno está y se vería lo que se tiene: se vería la vida y su novedad. Se vería lo que el asombro bendice. Lo que el nombrarlo bautiza... hace propio.

Todo ya está, se anuda en cada cosa, se ensimisma en cada pequeñez, como la persona, la más amada y cercana, apenas se expresa en escasos gestos, se dice en las mismas palabras con las que nos decimos todo. Uno mismo, el otro o Dios, la sed o el hambre. Se trata del conocimiento último y sencillo: la humilde dicha de saberse aquí, ahora, yo. No hay más... salvo una cosa: decir “acepto”. Esta aceptación que no es otra cosa que la fidelidad a lo real, el respeto, la reverencia ante lo que es.

El recorrido de cada regreso... lo cotidiano, lo pequeño. Los ritos nuestros de cada día, eso o aún y más un ser humano, cada ser humano, también el más cercano. Porque también el hombre es pequeño, es humano: necesita ser cuidado.

Basta una estrella, la brasa de luz de una estrella para que la noche y lo negro se llame cielo. Sólo ante lo pequeño solemos, podemos, estremecernos, ante lo majestuoso nos inmovilizamos, retenemos el aliento: mantenemos la distancia, la extrañeza, la separación. Lo débil nos conmueve, nos mueve consigo mismo; es porque el sentido está en cuidarlas, en hacerlas propias, hacerlas casa nuestra. “Casa” –domus- como expresa la etimología de domesticar. Darles casa: hacerlas parte de esa configuración de pequeñas cosas que llamamos nuestro “mundo”. Esa configuración que nos rodea, que hace que al estar cerca de ellas estemos “en casa”. Ese mismo que es de todos pero que allí, en los límites de lo propio, nos habla, se dice, nos responde.

El sentido, en verdad, lo damos, lo ponemos, lo proyectamos y así lo encontramos. Las cosas lo reciben y devuelven, lo devuelven plasmado, concretado en ellas mismas. Por eso todo es más de lo que es, porque es lo que es y también nosotros. Por todo esto, y en su mayor verdad, no amamos lo que ya tenemos, amamos lo que podemos perder, lo que queremos salvar de la embestida de la muerte. Amamos lo frágil, porque es lo que se entrega, lo que se da al cuidado: lo que nos necesita, lo que nos da el sentido, que es dar.

Se trata de ser fiel a lo humano: al tamaño de lo que los brazos mecen, a la fiesta de lo que en las manos cabe, a la callada esperanza que es no apretar los labios. Fiel a ese instante que ahora habito, a ese fragmento que uno besa y lo llama todo: lo sin por qué ni para qué, el puro existir: el milagro de la vida.

* Fuente: Viva, revista dominical del matutino Clarín de Buenos Aires, del 16 de mayo de 1999.
** El autor es sacerdote católico y poeta.

H 61 – 27.07.2001


Reflexión sobre sus opciones ideológicas, políticas y morales

Globalización

Adrián Mac Liman *

El Director General de la Oficina Internacional del Trabajo, Juan Somavia, estima que la economía mundializada excluye y perjudica a demasiados trabajadores. Más aún; el economista chileno, que se decantó por el vocablo "mundialización", empleado por Ortega y Gasset ya en la década de los 20, advierte que las opciones neoliberales que subyacen en la actual economía globalizada no han logrado aportar a millones de seres humanos un sentimiento básico de seguridad.

Durante la última sesión especial de la Asamblea General de la ONU dedicada al desarrollo humano, Somavia denunció el constante aumento de la pobreza en el mundo. "Europa Central y Oriental siguen sufriendo; el desempleo en América latina ha alcanzado cotas históricas; África sigue estando excluida en gran parte de los beneficios de la mundialización. Para muchos pueblos, son hoy mayores la desigualdad y la inseguridad", afirma el Director General de la OIT, defensor a ultranza de las políticas de desarrollo del Tercer Mundo.

También se habló de la globalización/mundialización -referencia obligada- en la última reunión del G 8, celebrada recientemente en Okinawa, donde los jefes de Estado y Gobierno de los principales países industrializados del planeta llegaron a la conclusión de que convendría potenciar la introducción de Internet en el Tercer Mundo para "reducir la brecha tecnológica" que separa al Norte del Sur.

Detalle interesante: el Banco Mundial optó a su vez por recurrir a la Red para lanzar un cyberforo sobre los pros y los contras de la internacionalización de la economía. Durante tres semanas, varios centenares de personas -economistas, politólogos, investigadores, empresarios, estudiantes- tuvieron la oportunidad de intercambiar ideas sobre los informes cuidadosamente preparados por la secretaría del Banco, dedicados a los temas de Globalización, pobreza y desarrollo.

Extrañamente, los promotores de la iniciativa llegaron a la conclusión de que los argumentos y/o las pruebas a favor de la globalización actual brillan por su ausencia. De hecho, la mayoría de los participantes en el cyberforo se limitó a hacer hincapié en el deseo de los organismos internacionales dedicados al desarrollo económico y de los gobiernos de los países industrializados de presentar la globalización como panacea frente a los múltiples retos del Tercer Mundo, haciendo caso omiso de las exigencias y las circunstancias concretas del Sur y del impacto de la globalización sobre las economías de los países menos desarrollados. Asimismo, se criticó la escasa sensibilidad de los suministradores de la ayuda internacional frente a las condiciones de vida en el Tercer Mundo y la correlación liberalización-sostenibilidad económicas, recordando que "en su forma actual, la globalización favorece mucho más a los países del hemisferio Norte o, mejor dicho, a los países ricos más avanzados".

Al comentar el informe relativo a la "globalización, pobreza y desarrollo", que defiende la tesis de que el crecimiento económico sirve para acotar la pobreza en los países en desarrollo, la mayoría de los participantes se ha visto obligada a señalar que la globalización ha tenido efectos negativos no sólo en los países menos desarrollados, sino también en las capas más desfavorecidas de la población de Estados como la India o Brasil, que se divisan como los nuevos motores de la economía del siglo XXI. Por otra parte, muchos participantes en el foro están persuadidos de que las principales beneficiarias de la globalización han sido las empresas multinacionales y transnacionales, que se dedican a buscar mano de obra barata en latitudes donde la participación de los actores sociales (expertos gubernamentales, ONG, etc.) en el debate sobre las pautas de la mundialización es muy limitada o casi inexistente.

Uno de los aspectos más negativos del nuevo fenómeno socio-económico es, sin duda, la homogeneización y la desaparición de la diversidad. Algunos ponentes no dudaron en sugerir la modificación de las actuales reglas del juego, mediante la integración de opciones diferentes, como por ejemplo, el "comercio justo", que facilitaría la participación más directa de los proveedores de bienes y productos del Tercer Mundo en los mercados internacionales.

Al analizar el contenido del documento relativo a "Pobreza, exigencias básicas y desarrollo", los participantes sacaron a relucir el constante deterioro de las condiciones de vida de los productores de cacao en Camerún, la precariedad del sistema de seguridad ciudadana en Colombia, la marginación de la mujer en los países del Tercer Mundo, así como los desequilibrios cada vez mayores entre la sociedad rural y los habitantes de las grandes urbes.

Otro detalle significativo: al establecerse los parámetros de riqueza/pobreza de los pobladores del Tercer Mundo, no se tiene en cuenta la accesibilidad a los servicios sociales, sino los ingresos per cápita. La globalización tiende a obviar el recurso a los medios de subsistencia tradicionales y colectivos, que siguen prevaleciendo en el Tercer Mundo.

Ello incita a los participantes a cuestionarse acerca de las opciones ideológicas, políticas y morales que conlleva la globalización, señalando que "el mercado global tiende a incrementar o perpetuar la pobreza. Ante este estado de cosas, los Gobiernos deben adoptar políticas de redistribución de las riquezas, asociando a todas las capas de la población al debate sobre un nuevo tipo de sociedad y facilitando a los más desfavorecidos los medios económicos y jurídicos adecuados para la puesta en marcha de nuevos proyectos de desarrollo". Hoy por hoy, una reacción de esta índole parece imposible, debido ante todo a la corrupción y la incompetencia detectadas en el seno de las administraciones nacionales y locales.

El análisis de los "Modelos de desarrollo", ha puesto de manifiesto el hecho de que la globalización impone un marco de desarrollo que podría resumirse en la monetarización de la casi totalidad de los intercambios; la privatización de los recursos públicos y colectivos (tierra, agua, semillas, medios de producción), tanto a nivel comunitario como nacional; una excesiva confianza en la ley del mercado; la renuncia por parte de los gobiernos a la redistribución de los recursos; el confusionismo entre los conceptos de "desarrollo y crecimiento"; y una total falta de interés por las implicaciones ecológicas, sociales y culturales del proceso de globalización.

Por último, aunque no menos importante, el que las élites políticas, económicas y sociales del Tercer Mundo se aprovechan de los aspectos positivos de la globalización, compartiendo al mismo tiempo la responsabilidad por los aspectos negativos.

Ese estado de cosas requiere, obviamente, soluciones más complejas que la mera presencia de Internet en los países en desarrollo, fervorosamente defendida por los integrantes del G 8.

* Escritor y periodista. Miembro del Grupo de Estudios Mediterráneos Universidad de La Sorbona.
H 61 – 27.07.2001


Tratados morales *

Los oficios

Reglas que han de observar los que gobiernan y los que administran justicia.

Los que se destinan al gobierno del Estado, tengan muy presente siempre estas dos máximas de Platón: la primera, que han de mirar de tal manera por el bien de los ciudadanos, que refieran a este fin todas sus acciones, olvidándose de sus propias conveniencias; la segunda, que su cuidado y vigilancia se extienda a todo el cuerpo de la República; no sea que por mostrarse celoso con una parte desamparen a las demás. Los negocios e intereses de un estado se pueden comparar con la tutela, la cual se ha de administrar con atención al provecho de los que se entregan a ella, y no de aquellos a quienes se ha encomendado. Porque los que se desvelan por una parte de los ciudadanos, y descuidan la otra, introducen un perjuicio el más notable en el gobierno, que es la sedición y discordia; de donde nace que tomen unos el partido del pueblo, otros el de la nobleza, y muy pocos el del común. Ésta ha sido la causa de gravísimas discordias en Atenas, y la que ha producido en nuestra República no sólo sediciones, sino también muy perniciosas guerras civiles: todo lo cual debe huir y abominar el varón prudente y magnánimo, digno de manejar las riendas del gobierno: y manteniéndose libre de ambición de riquezas y poderío, se entregará todo a la República, mirando por ella de manera que se extienda y alcance a todos su cuidado. Tampoco deberá exponer a nadie al odio y a la envidia de los demás con falsas acriminaciones; y constante siempre en la honestidad y justicia, muera por conservarlas sin temor de la envidia, antes que abandonar estas cosas que acabo de decir.

* Océano, Barcelona 1998, cap. XXV, pags. 196
H 60 – 20.07.2001


Oliverio Girondo

Espantapájaros, Losada, Barcelona 1995, narración 9, págs. 150 y 151.

¿Nos olvidamos, a veces, de nuestra sombra o es que nuestra sombra nos abandona de vez en cuando?

Hemos abierto las ventanas de siempre. Hemos encendido las mismas lámparas. Hemos subido las escaleras de cada noche, y sin embargo han pasado las horas, las semanas enteras, sin que notemos su presencia.

Una tarde, al atravesar una plaza, nos sentamos en algún banco. Sobre las piedritas del camino describimos, con el regatón de nuestro paraguas, la mitad de una circunferencia. ¿Pensamos en alguien que está ausente? ¿Buscamos, en nuestra memoria un recuerdo perdido? En todo caso, nuestra atención se encuentra en todas partes y en ninguna, hasta que de repente advertimos un estremecimiento a nuestros pies, y al averiguar de qué proviene, nos encontramos con nuestra sombra.

¿Será posible que hayamos vivido junto a ella sin habernos dado cuenta de su existencia? ¿La habremos extraviado al doblar una esquina, al atravesar una multitud? ¿O fue ella quien nos abandonó, para olfatear todas las otras sombras de la calle?

La ternura que nos infunde su presencia es demasiado grande para que nos preocupe la contestación a esas preguntas.

Quisiéramos acariciarla como a un perro, quisiéramos cargarla para que durmiera en nuestros brazos, y es tal la satisfacción de que nos acompañe al regresar a nuestra casa, que todas las preocupaciones que tomamos con ella nos parecen insuficientes.

Antes de atravesar las bocacalles esperamos que no circule ninguna clase de vehículo. En vez de subir las escaleras, tomamos el ascensor, para impedir que los escalones le fracturen el espinazo. Al circular de un cuarto a otro, evitamos que se lastime en las aristas de los muebles, o cuando llega la hora de acostarnos, la cubrimos como si fuese una mujer, para sentirla bien cerca de nosotros, para que duerma toda la noche a nuestro lado.

H 60 – 20.07.2001


Canciones y villancicos del Renacimiento

El siglo de oro español

Oy comamos y bebamos
De Juan del Encina

Oy comamos y bebamos,
Y cantemos y holguemos,
Que mañana ayunaremos.
Por onra de Sant Antruejo
Parémonos oy bien anchos
Enbutamos estos panchos
Rrecalquemos el pellejo.
Rrecalquemos el pellejo.
Que costumbr’es de concejo
Que todos oy nos hartemos
Que mañana ayunaremos.
Honrremos a tan buen santo
Porque en hambre nos acorra;
Comamos a calca porra,
Que mañana hay gran quebranto.
Comanos, bebamos tanto,
Hasta que nos rrebentemos
Que mañana ayunaremos.
Tomemos oy gasajado,
Que mañana vien la muerte;
Bebamos, comamos huerte;
Vámonos para el ganado.
No perderemos bocado,
Que comiendo nos iremos,
Que mañana ayunaremos.


Quien amores tiene
De Juan Vázquez

Quien amores tiene ¿cómo duerme?
Duerme cada cual como puede.
Quien amores tiene de la casada,
¿Cómo duerme la noche ni el alva?


El fuego
De Mateo Flecha el Viejo

¡Corred, corred, peccadores!
¡No os tardéis en traer luego
Agua al fuego, agua al fuego!
Este fuego que se enciende
es el maldito peccado,
que al que no halla occupado
siempre para sí lo prende.
Cualquier que de Dios pretende
salvación, procure luego
agua al fuego, agua al fuego.
Venid presto, peccadores,
a matar aqueste fuego;
hazed penitentia luego
de todos vuestros errores.
Reclamen essas campanas
dentro en vuestros corazones.
Poned en Dios las aficiones
todas las gentes humanas.
Reclamen essas campanas
¡Llamad a essos aguadores,
luego, luego, sin tardar!
Y ayúdennos a matar este fuego.
No os tardéis en traer luego
dentro de vuestra concientia
mil cargos de penitentia de buen agua,
y ansí mataréis la fragua
de vuestros malos deseos,
y los enemigos feos huyrán.
¡Oh, cómo el mundo se abrassa
no teniendo a Dios temor,
teniendo siempre su amor
con lo que el demonio amassa!
Por cualquiera que traspasa
los mandamientos de Dios
cantaremos entre nos,
dándole siempre baldones:
Cadent super eos carbones,
in ignem dijicies eos;
in miseriis non subsistent.
(Caerán sobre ellos carbones,
serán arrojados al fuego,
y en la miseria no subsistirán.)
Este mundo donde andamos
en una herviente fragua,
donde no ha lugar al agua
ni por ventura tardamos.
¡Oh! Cómo nos abrassamos
en el mundo y su hervor
por cualquiera peccador
por lo que da Dios no toma.
Se dirá lo que de Roma,
cuando se ardía sin favor:
“Mira, Nero de Tarpeya
a Roma cómo se ardía,
gritos dan niños y viejos
y él de nada se dolía”.
¡No os tardéis!, ¡traed agua ya!
¡Y vosotros atajad!, ¡corred,
corred! ¡Presto socorred!
¡Sed prestos y muy ligeros
en dar golpes a los pechos!
¡Atajad aquestos techos!
¡Cortad presto essos maderos!
¡Tañed, tañed más aprissa,
que vamos sin redención!
Taned presto que ya cessa
con agua nuestra passión.
Y ansí con justa razón
dirán las gentes humanas:
“¿Dónde las hay
las tales aguas soberanas?”
Toca, Joan, con tu gaitilla
pues ha cessado el pesar.
Yo te diré un cantar
muy polido a maravilla.
Veslo aquí, ea, pues, todos decir:
“De la virgen sin mancilla
ha manado el agua pura.”
Y es que ha hecho criatura
al Hijo de Dios eterno
para que diesse gobierno
al mundo que se perdió;
y una virgen lo parió
según havemos sabido,
por reparar lo perdido
de nuestros padres primeros.
¡Alegría, cavalleros!,
que nos vino en este día
que parió Sancta María
al pastor de los corderos.
Y con este nacimiento
que es de agua dulce y buena
se repara nuestra pena
para darnos a entender
que tenemos que beber
desta agua los sedientos,
guardando los mandamientos
a que nos obliga Dios,
porque se diga por nos:
Qui biberit ex hac aqua,
Non sitiest in aeternum.
(Quien beba de esta agua
no tendrá sed por la eternidad.)

H 60 – 20.07.2001

Heráclito 38

Esa música eterna

Horacio Ferrer

Entre las infinitas virtudes que tiene el tango está la de haberse adaptado siempre a las modalidades del espectáculo de cada época: cuando apareció la radio, cuando nació la televisión, cuando surgió el cine. En los grandes eventos, el tango tuvo cabida y forma. Si se necesitan 18 tomos para explicar una cultura, esa manifestación de la vida de un pueblo se convierte en algo débil, sin vida.

Una cultura de un solo síntoma de expresión corporal, de sonido, de pensamiento, de idioma o de poesía, es una cultura verdadera, fuerte. En cualquier parte del mundo, una pareja que se toma bien agarrada es tango. Y oís de refilón la voz inconfundible de un Gardel o de un Hugo del Carril... ¡y eso también es tango! Por eso no hacen falta los 18 tomos para explicar la cultura argentina. Se explica por un ademán y la presencia de un instrumento. Eso es una cultura fuerte, con una identidad firme. Un orgullo para todos nosotros, locos, soñadores, poetas, músicos, nostálgicos, tristones, eufóricos, melancólicos, depresivos, rioplatenses. Eternos personajes del tango.

H59 – 13.07.2001


Vigencia de Discépolo

Jorge Boccanera, poeta y periodista, publicó este artículo el 25 de marzo de 2001 en Viva, revista dominical del matutino argentino Clarín.

Algunos mitos argentinos no solamente cumplen su tarea de ser inalterables, de estar instalados en el imaginario popular, sino que agregan un plus: mejoran con el tiempo. Si Gardel cada día canta mejor, Discépolo cada día acierta más en lo que dice. Ahora, cuando se cumple el centenario de su nacimiento, un 27 de marzo de 1901, es seguro que muchos de los textos de recordación abunden sobre la actualidad de sus letras; la filosofía que abreva en la parodia, murmura desde el existencialismo, se eriza en la protesta y entrega una caricatura de la sociedad.

Si bien esta vigencia está alimentada por el cruce entre los muchos Discépolos –el místico, el del reclamo social, el del desengaño amoroso- y la situación puntual de cada individuo; hay otra vigencia que nos atañe a todos, que comprende escenarios más abarcadores y pertenecen a la coyuntura. En una palabra, hoy más que nunca la sociedad encarna el grotesco discepoliano. El personaje de la calle atribulado, sin horizonte, masticando una rabia amplificada por la impotencia, se calza el traje de la obra de Discépolo y es “un disfrazao sin carnaval” encarnando “la mueca de lo que soñamos ser”.

El grotesco atraviesa y condensa su estética en una tipología surgida en el teatro que se prolonga en las letras de tango y las charlas radiofónicas. Pero ¿qué distingue a esta tendencia del sainete y otras expresiones? La humillación; la degradación. Un no poder decir que se bifurca en patologías. Un malestar sin salida convertido en monólogo que fermenta dentro del personaje.

Tiene que ver en esta marca, sin duda, la sensibilidad del poeta, su mirada horadante, su callejear, su bolichear, la observación de los marginados, pero también la dramaturgia de su hermano Armando quien en sus tres últimos trabajos: Mateo, Stéfano y Relojero, incorporó definitivamente el grotesco como género.

Ambos –Enrique y Armando- escriben en 1925 la obra El organito, según Sergio Pujol, “celebrada por la crítica como uno de los puntos más altos del grotesco rioplatense”. La pieza –agrega este estudioso de Discépolo- avanza con “acciones bruscas”, “muecas y risas desencajadas”, “una moral del resentimiento y la amargura”, “la vida social animalizada: los hombres como fieras sin memoria ni redención”. El escritor David Viñas, de su parte, sitúa el tema en el marco de la inmigración y señala que el grotesco revela un sufrimiento sin voz que deriva en un encogimiento del personaje; gente que tropieza consigo misma, “se dejan estar”, “se desinteresan”; marginación y trabajo frustrado que acarrean soledad y autismo.

¿Es exagerado acercar estas caracterizaciones a los días que vivimos? Entre el lamento y la celebración, el paisaje callejero se viste de foto movida, de espejo deformante; seres en borrador circulan insertos en una realidad que sanciona y excluye; son los personajes de Discépolo que ladran y aúllan. Aturdido por la crisis, nublado el rostro, el cuerpo a la deriva, el hombre de la gran ciudad habla solo envuelto en un enjambre de tics, ensimismado, acorralado por el desencanto y la falta de respuestas. Si grotesco deriva de gruta, caverna, podría pensarse que ese es el lugar que nos tiene reservado la crisis.

Al poeta le toca formular las preguntas: “¿Qué sapa, señor?”, “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?”, “¿Por qué me enseñaron a amar?”, “¿Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos?”; interpela alzando un péndulo que oscila entre “sabihondos y sucidas”, subocupados y excuidos, hombres y marionetas, “maquiavelos y estafaos”, cándidos y desesperados, como categorías que a ratos se invaden. Son el detonante de líneas como ésta: “Salimos de payasos a vivir”.

Habría que repetir, entonces, su alto grado de vaticinio surgido de una observación precoz; la de un autodidacta huérfano a los 9 años que debuta en teatro a los 16, un año después escribe su obra Los duendes y con su segunda composición, ¿Qué vachaché?, estrenada en 1926, define su índole premonitoria. Discépolo, que debutó adolescente en el papel de portero anónimo, imaginó desde el humbral de la puerta que divide sueños y frustraciones, el desfile de aquellos que transitan de la alegría al llanto. El gesto de anticipación se prolongó en piezas inolvidables –Yira Yira, Tormenta, Canción desesperada, Cambalache- donde el desamparo, la falta de solidaridad y la codicia, ocupan un primer lugar. Agregará, entre sus últimas craciones a Uno; la historia de un hombre que perdió el corazón (el tango iba a llamarse en principio Si yo tuviera el corazón) y está muerto en vida.

La presencia de Discépolo pervive y se renueva en esta época, “punto muerto de las almas”, cada vez que un tipo cualquiera, con el presente aplastado en la cara, tiene el extraño privilegio de silbar su propia historia.

H59 – 13.07.2001


El tango según...

Enrique Cadícamo

A poco de cumplir cien años de vida, puedo asegurar –con cierto enojo- que lo que hoy se escucha como tango nada tiene que ver con las melodías y el espíritu que tenía hace cuatro o cinco décadas. El tango es un sentimiento que no tiene nada que ver con las fantasías de un arreglador que hace o deshace una composición según su gusto o los pedidos de los directores de una discográfica. Me da mucha pena escuchar temas que compuse hace un tiempo, y que trasnsmitían el clima de esa época, convertidos en una obra de corte vanguardista, con un sentido musical muy distinto. Si se quiere al tango de verdad, hay que dejarlo tal cual se lo concibió en su momento. Con esto no quiero decir que no estoy de acuerdo con las nuevas edades de la música, pero siento que hoy perdió su personalidad y se la desvirtuó. Además ya no están nuestras fuentes de inspiración: adónde fue el barrio, la vida nocturna, la calle Corrientes. Si ese paisaje de Buenos Aires hoy es tan lejano, no podemos esperar que, a pesar de los buenos y jóvenes talentos, surjan esas canciones inolvidables que nacieron desde el alma.

Horacio Salas

El tango –como dijo Leopoldo Marechal- es una posibilidad infinita. Para Discépolo, un pensamiento triste que se baila, y según Ernesto Sábato, el fenómeno más original del Plata. Puede agregarse que a lo largo de los años, se ha transformado en seña de identidad de lo argentino. Una pasión compartida. A veces, una zambullida en el recuerdo, en la magia de una música profunda, grave y nostálgica con letras que abarcan una problemática cuya hondura escapa al molde habitual de las canciones populares. En una apretada síntesis, habría que mencionar al mítico Carlos Gardel, cantor personal de voz afinadísima que se transformó en una leyenda de permanente vigencia. También Eduardo Arolas, el Tigre del bandoneón; el violinista Julio De Caro, quien revolucionó el ritmo haciéndolo más melodioso y nostálgico. Otros nombres: Aníbal Troilo, genial badoneonista; Osvaldo Pugliese, acento personal; Horacio Salgán, vigencia permanente. Por último es imposible no mencionar a Astor Piazzolla, cuyo nombre traspasó primero las fronteras del tango y luego las del territorio argentino. A esta lista homeopática –en estricta justicia- se debería agregar más de un centenar de otros creadores que contribuyeron con su aporte a cimentar la perdurabilidad de la música de Buenos Aires.

H59 – 13.07.2001


En las calles de la noche

Roberto Arlt, Aguafuertes porteñas, Buenos Aires, vida cotidiana, Losada, Buenos Aires 2000, págs. 56/59.

¿Recuerdan ustedes aquel siniestro cuento de Edgar Poe llamado “El hombre de la multitud” que durante horas y horas camina frenéticamente a través de las calles de la ciudad norteamericana, envuelto en la neblina y acosado de angustias? Nuestra ciudad también en las noches tiene por sus calles estas almas en pena, fugitivas y siniestras que no se sabe en qué tragedia van a recalar.

Por ejemplo, Jack London, el notable novelista norteamericano, estuvo en Buenos Aires. Durmió en el asilo nocturno del Ejército de Salvación, en la Boca. Nadie adivinaba, bajo el capote del vagabundo perdido, al novelista de más tarde...

¿Y De Quincey? Me parece verlo en las calles de Londres incubando “Suspiria de profundis” y “Mater lacrimas” en un horror saturado de opio.

Pero en estos hombres de las calles de Buenos Aires, de las calles de la noche ya cerradas y silenciosas, ¿cuántos Jack London y De Quincey se encuentran? Creo que ninguno. O quizás alguno.

Después de media noche

Prescindiendo de las arterias principales, Buenos Aires, después de media noche, es francamente triste. Recorra usted los barrios de Palermo, las calles perdidas de los alrededores de Parque Patricios, Balvanera, alrededores del Once... Puertas cerradas por todas partes, focos que alargan en la vereda estrías de luz grisácea. En las bocacalles la flecha niquelada del agente, y luego la desolación infinita de un mundo que duerme ocho horas de fatiga que acumuló durante el día.

Y a veces, en las calles, un vagabundo. Bien o mal vestido. No, un vagabundo no. La definición exacta sería ésta: un cuerpo que camina lentamente entre las sombras. Un cuerpo que tiene dos ojos que no miran para afuera sino para adentro y una frente rayada de meditaciones. Camina. Entra en los cuerpos de tinieblas que proyectan las alturas de las casas y sale a la claridad de los focos como si estuviera atravesando subterráneos que cortan al sesgo las luces suspendidas. Eso es, en apariencia, todo.

Ahora, si se observa un poco, se descubren más cosas. Cada categoría de pensamiento tiene un ritmo de paso. Así he encontrado, en esas calles, hombres que iban rápidamente, no se entreveía hacia dónde, como si huyeran, vaya a saber de qué desastres.
Otros, en cambio, conducen sus pensamientos como ocultándolos, a la sombra de las fachadas, rozando los muros.

Otros van embedidos en un vacío taciturno. Tan es así que cada hombre llevaría un problema dentro de la noche. Y para poder pensar en él ha tomado la calle; porque la calle da la sensación de distancia, de camino, vaya a saber hacia qué país mejor.

Galpones y templos

Un caminante a la sombra de un galpón causa, en la noche, una impresión extraña. ¿Será el contraste de las dimensiones del edificio con la pequeñez del cuerpo que deambula cansadamente? Es posible que así sea. Igual que los templos. Esas enormes puertas cerradas y, afuera, la desolación. Escribiendo estas líneas, me acuerdo del Abate Julio de Octavio Mirabeau. ¿Por qué no estarán también, durante la noche, abiertos los templos? ¿Se imaginan ustedes las calles oscuras, el silencio y de pronto, en medio de tanto olvido y oscuridad, el interior de una iglesia dorada, donde pudieran hincarse los miserables y los perdidos y los angustiados?

Pero no. Lo único iluminado, en las calles de la noche, son los hoteles, con sus letreros vidriados y su tarifa que comienza: “Camas desde ochenta centavos”.

Luego la escalera sucia, la puerta allí arriba con sus cristales esmerilados y todo el horror de cinco individuos jadeando su pesado sueño en camastros inmundos, con la ropa toda hecha un bulto bajo de la almohada por temor a que se la roben, y esa linterna del zaguán, que a veces ilumina el cuerpo de un miserable que se suicidó de extenuado.

Un mozo, que tiene cara de bandido, levanta la guardia. “Camas desde ochenta centavos”. ¿Se imaginan ustedes la tragedia que encierra la vida de un hombre que da unas monedas por dormir bajo techo, entre cuatro espectros, en una pieza pequeña con tabiques de cartón piedra?
Recuerdo el caso de un amigo. La miseria lo llevó una noche a uno de esos hoteluchos. Se acostó pero de pronto, en la oscuridad, comenzó a representarse la caravana de desdichados que por allí habían pasado; encendió un fósforo y miró los muros donde se desprendían lonjas de empapelado descubriendo una capa más antigua de papel floreado; y de pronto, a medida que el tiempo pasaba, su angustia crecía de tal forma que vaciló un momento. Luego se vistió y salió para dormir en una plaza. Era preferible el techo de la noche a aquella cerrazón maldita.
Cada hombre, en la noche, lleva un problema. No se desafía impunemente el silencio, la oscuridad y el vacío sin que medien motivos.

De allí, que cada vez que veo una espalda encorvada en las sombras de alta noche, me digo: ¿Qué se estará elaborando bajo esa frente? ¿A dónde irá ese hombre con sus pensamientos?
La espalda se arquea aún más; una sombra tapa ese cascajo de hombre; la luz la ilumina otra vez. Parece... parece una de esas barcas de papel que, cuando éramos chicos, fabricábamos. Las lanzábamos al agua del arroyo y la barca se alejaba; subía, bajaba y luego desaparecía. Entonces, una tristeza entraba en nosotros.

H59 – 13.07.2001


Sobre Arlt y su tiempo

Sylvia Saítta

En medio de la crisis, la sensibilidad arltiana se agudiza en la percepción de los márgenes y las víctimas de la transformación. Consciente del poder de su escritura y del valor que le otorga el poseer una firma reconocida, asume como propia la tarea de denunciar una modernización que juzga despareja. Desde abril a Julio de 1934 su columna diaria pasa a titularse "Buenos Aires se queja" y los dibujos de Bello que ilustraban diariamente sus notas, dejan su espacio a fotografías que intentan verificar lo que las palabras no llegan a describir. Arlt se sumerge en los barrios periféricos y no percibe grados de diferenciación entre el centro y las orillas, sino verdaderos abismos sociales: el espectáculo se torna “terrorífico” y visitarlas es entrar al infierno. En la preparación de estas aguafuertes, dirigidas a la municipalidad y al consejo deliberante, Arlt encuentra nuevos interlocutores y nuevas fuentes de información en las denuncias de los vecinos de las sociedades de fomento, las notas aparecidas en los diarios barriales y los testimonios de los maestros de las escuelas visitadas (...).

El cambio urbano posterior a la crisis del treinta, repercute en la escritura arltiana politizando su mirada sobre la ciudad. Asume el rol de periodista denunciante que, proveniente quizá de su paso por el diario Crítica, transforma a su columna diaria en un medio eficaz para presionar sobre los sectores de poder. Los lectores saben que, con solo mandar una carta o hacer una llamada telefónica, tienen en Arlt a un interlocutor atento a los más mínimos reclamos, que les otorga el espacio de su columna para efectuar todo tipo de reclamo. De este modo, y por denuncias que se acumulan en su mesa de redacción, Arlt descubre un universo de pobreza y miseria que convive silenciosa e inevitablemente con las deslumbrantes luces del centro.

H59 – 13.07.2001


Conducta de los espejos en la Isla de Pascua

Julio Cortázar, Historias de Cronopios y Famas, Material plástico, Sudamericana, 32° edición, Buenos Aires 1994, pág. 67.

Cuando se pone un espejo al oeste de la isla de Pascua, atrasa. Cuando se pone un espejo al este de la isla de Pascua, adelanta. Con delicadas mediciones puede encontrarse el punto en que ese espejo estará en hora, pero el punto que sirve para ese espejo no es garantía de que sirva para otro, pues los espejos adolecen de distintos materiales y reaccionan según les da la real gana. Así Salomón Lemos, el antropólogo becado por la Fundación Guggenheim, se vio a sí mismo muerto de tifus al mirar su espejo de afeitarse, todo ello al este de la isla. Y al mismo tiempo un espejito que había olvidado al oeste de la isla de Pascua, reflejaba para nadie (estaba tirado entre las piedras) a Salomón Lemos de pantalón corto yendo a la escuela, después a Salomón Lemos desnudo en una bañadera, jabonado entusiastamente por su papá y su mamá, después a Salomón Lemos diciendo ajó para emoción de su tía Remeditos en una estancia del partido de Trenque Lauquen.

Cortázar nació en Bruselas en 1914, de padres argentinos. Llegó a Argentina a los cuatro años de edad y migró hacia París en 1951. Fue maestro de escuela y cursó estudios en la Universidad de Buenos Aires, que debió abandonar por razones económicas. Enseñó en la Universidad de Cuyo y renunció a la cátedra por desavenencias políticas. Desde entonces trabajó como traductor independiente para la Unesco. Algunas de sus obras son: Presencia (1938), Los Reyes (1949), Bestiario (1951), Los Premios (1960), Rayuela (1977), 66/Modelo para armar (1968), Libro de Manuel (1973).

H59 – 13.07.2001


Dos lunas

Eduardo Dermardirossian

Construyó dos marcos ovalados de buen tamaño, mandó cortar sendos cristales según su medida y pidió que ambos fueran prolijamente biselados. A uno de ellos lo hizo espejar para que reprodujera cuanto hubiera enfrente. Todo lo armó y los puso juntos, frente a sí. Y vio que su propósito era cumplido. A través de uno de los cristales vio cuanto había delante de sí, y en el reflejo del otro vio lo que había detrás. Todo a un tiempo y sin voltear su cabeza. Dentro del primer marco vio lo que sus ojos podían atrapar sin mediación, y dentro del otro se vio a sí mismo y también lo le era negado a sus ojos desde esa posición.

Así lo hizo en las habitaciones de su casa y en cuantos lugares solía frecuentar, tal que un par de marcos ovalados, uno con el cristal espejado y el otro no, poblaron desde entonces y para siempre su vida; y su universo se duplicó y el horizonte lo rodeó en un círculo sin fin. Todos los misterios le fueron develados y fue, desde entonces, omnipresente; y por eso también omnisciente. Y aun –no lo sé de cierto- quizá omnipotente.

Cierto día, cuando Dios miró en dirección al mundo, lo vio. Lo vio mirando el universo todo sin que nada le fuera negado, sin que cosa alguna se ocultara a sus ojos. Esto vio Dios y supo que su tiempo era llegado. Dirigió entonces sus pasos hacia el hombre hasta alcanzarlo, se hincó a sus pies, besó su diestra e incorporándose nuevamente le entregó su cetro y su manto. Por fin, enderezó sus pasos hacia un olivo añoso y se acostó a su sombra para descansar de sus fatigas.

H 127 – 01.11.2002


“Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza.”

Oscar Wilde, prefacio a El retrato de Dorian Gray, Ed. Salvat, Navarra 1970, págs. 11/12. Trad. Julio Gómez de la Serna.

El artista es el creador de cosas bellas. Revelar al arte y ocultar al artista es la finalidad del arte.

El crítico es el que puede traducir de modo distinto o con un nuevo procedimiento su impresión ante las cosas bellas. La más elevada, así como la más baja de las formas de crítica, son una manera de autobiografía. Los que encuentran intenciones feas en cosas bellas están corrompidos sin ser encantadores. Esto es un defecto.

Los que encuentran bellas intenciones en cosas bellas son cultos. A éstos les queda la esperanza.

Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza.

Un libro no es, en modo alguno, moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.

La aversión del siglo XIX por el Romanticismo es la rabia de Calibán no viendo su propia cara en el espejo.

La vida moral del hombre forma parte del tema para el artista; pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Hasta las cosas ciertas pueden ser probadas.

Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista constituye un amaneramiento imperdonable de estilo. Ningún artista es nunca morboso. El artista puede expresarlo todo. Pensamiento y lenguaje son para el artista instrumentos de un arte.Vicio y virtud son para el artista materiales de un arte.

Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, la profesión de actor. Todo arte es, a la vez, superficie y símbolo. Los que buscan bajo la superficie, lo hacen a su propio riesgo. Los que intentan descifrar el símbolo, lo hacen también a su propio riesgo. Es al espectador, y no a la vida, a quien refleja realmente el arte.

La diversidad de opiniones sobre una obra de arte indica que la obra es nueva, compleja y vital. Cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo.

Podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil en tanto que no la admire. La única disculpa de haber hecho una cosa inútil es admirarla intensamente.

Todo arte es completamente inútil.

H 56 – 22.06.2001


Continuidad de los parques

Julio Cortázar (1914-1984) Ceremonias, Final del juego, Seix Barral, Barcelona 2000, págs. 11 y 12.

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de su mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares posibles, errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

H 56 – 22.06.2001

Heráclito 37

La presente entrega está dedicada a los sueños. Desde la literatura sacra del Antiguo Testamento hasta los estudios de Sigmund Freud, transitando brevemente por las reflexiones de Borges y los sueños de Coleridge y Dermardirossian, un paisaje onírico nos rodeará mientras recorremos esta entrega.

Génesis 2, 21 y 22
“Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar.
Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre.”

No intentaremos una exégesis de este texto sagrado del judeocristianismo. Nuestro propósito es otro. Se trata de mostrarle al lector un caso atípico de sueño y construcción: Adán duerme por voluntad de Dios y en ese tiempo sin tiempo –porque aun libre de pecado es inmortal- de su carne es creada la mujer.

¿Adán sueña esa creación? O es Dios el soñador, en cuyo caso también Adán es soñado. El texto nos pone frente a otra hipótesis verosímil: la Creación, toda ella, es un sueño de Dios, y el sueño en sí tiene una entidad acorde con la categoría del Soñador. Entonces este sueño, como todo otro, ¿encontrará su fin cuando despierte el Durmiente o –la conjetuta es válida- lo soñado ingresará a la realidad y ya no necesitará del Soñador para ser?

Filósofos, teólogos y poetas han transitado múltiples senderos que nutrieron la literatura de todos los tiempos. Nosotros hemos hecho este ejercicio conjetural.

La dirección

H 58 – 06.07.2001


Borges

Otras inquisiciones, El sueño de Coleridge (fragm), Emecé, Buenos Aires 1996, pags. 32/35.


...Un emperador mogol, en el siglo XIII, sueña un palacio y lo edifica conforme a la visión; en el siglo XVIII, un poeta inglés que no pudo saber que esa fábrica se derivó de un sueño, sueña un poema sobre el palacio. Confrontadas con esta simetría, que trabaja con almas de hombres que duermen y abarca continentes y siglos, nada o poco son, me parece, las levitaciones, resurrecciones y apariciones de los libros piadosos.

¿Qué explicación preferimos? Quienes de antemano rechazan lo sobrenatural (yo trato, siempre, de pertenecer a ese gremio) juzgarán que la historia de los dos sueños es una coincidencia, un dibujo trazado por el azar, como las formas de leones o de caballos que a veces configuran las nubes. Otros argüirán que el poeta supo de algún modo que el emperador había soñado el palacio y dijo haber soñado el poema para crear una espléndida ficción que asimismo paliara o justificara lo truncado y rapsódico de los versos. (1) Esta conjetura es verosímil, pero nos obliga a postular, arbitrariamente, un texto no identificado por los sinólogos en el que Coleridge pudo leer, antes de 1816, el sueño de Kublai. (2) Más encantadoras son las hipótesis que trascienden lo racional. Por ejemplo, cabe suponer que el alma del emperador, destruido el palacio, penetró en el alma de Coleridge, para que éste lo reconstruyera en palabras, más duraderas que los mármoles y metales.

El primer sueño agregó a la realidad un palacio; el segundo, que se produjo cinco siglos después, un poema (o principio de poema) sugerido por el palacio; la similitud deja entrever un plan; el período enorme revela un ejecutor sobrehumano. Indagar el propósito de ese inmortal o de ese longevo sería, tal vez, no menos atrevido que inútil, pero es lícito sospechar que no lo ha logrado. En 1691 el Padre Gerbillón, de la Compañía de Jesús, comprobó que del palacio de Kublai Khan sólo quedaban ruinas; del poema nos consta que apenas se rescataron cincuenta versos. Tales hechos permiten conjeturar que la serie de sueños y de trabajos no ha tocado a su fin. Al primer soñador le fue deparada en la noche la visión del palacio y lo construyó; al segundo, que no supo del sueño del anterior, el poema sobre el palacio. Si no marra el esquema, alguien, en una noche de la que nos apartan los siglos, soñará el mismo sueño y no sospechará que otros lo soñaron y le dará la forma de un mármol o de una música. Quizá la serie de los sueños no tenga fin, quizá la clave esté en el último.

Ya escrito lo anterior, entreveo o creo entrever otra explicación. Acaso un arquetipo no revelado aún a los hombres, un objeto eterno (para usar la nomenclatura de Whitehead), esté ingresando paulatinamente en el mundo; su primera manifestación fue el palacio; la segunda el poema. Quien los hubiera comparado habría visto que eran esencialmente iguales.

(1) A principios del siglo XIX o a fines del XVIII, juzgado por lectores de gusto clásico, “Kubla Khan” era harto más desaforado que ahora. En 1884, el primer biógrafo de Coleridge, Traill, pudo aún escribir: “El extravagate poema onírico ‘Kubla Khan’ es poco más que una curiosidad psicológica.”
(2) Véase John Livingston Lowes: The Road to Xanadu, 1927, págs. 358, 585.
H 58 – 06.07.2001


Samuel Taylor Coleridge

Citado por Borges, íbidem.

Si un hombre atraviesa el Paraíso en un sueño, y le dieran una flor como prueba de que había estado allí, y si al despertar encontrara esa flor en su mano... entonces, qué?

H 58 – 06.07.2001


Anotación de dos sueños

Eduardo Dermardirossian

Tarde del 19 de noviembre de 2000

Me encontraba en el cementerio buscando una entre muchas sepulturas. Creo que era en compañía de algunas personas allegadas. Me senté en un banco para descansar y entre plantas, flores y multitud de monumentos sepulcrales, divisé uno que llamó mi atención porque creí leer mi nombre en él. Me acerqué para ver mejor y, en efecto, comprobé que sobre la cruz de mármol que ornaba el sepulcro estaban correctamente escritos mi nombre y mi apellido. Miré mejor aún y vi que bajo el nombre estaba esculpida mi fecha de nacimiento: 16 de Diciembre de 1939. La experiencia onírica era vívida. Estuve de rodillas frente a esa tumba, conmovido. Luego me acerqué más y más todavía, hasta abrazarla y besarla en medio de un llanto desgarrador. Un pequeñito, niño o niña, no lo sé, también lloraba conmigo. Ahí, bajo ese monumento marmóreo, yacía mi cuerpo que había recibido entierro cuando era muy niñito todavía. Mi llanto inconsolable no hallaba fin y tampoco el del pequeño que me acompañaba en tanto dolor. Algunos visitantes del cementerio se congregaron a mi alrededor al ver tan penosa escena. Yo, el que lloraba mi muerte niña, era éste, el de hoy. A mi edad y en mis circunstancias de ahora. Y en medio de esa congoja, desperté.

Tardé en situarme en la vigilia, hallar tiempo y espacio,ver que era la luz todavía. Miré el reloj. 16.30. Repasé minuciosamente el sueño para no olvidar detalle y para asegurarme de ello me incorporporé y acudí a contárselo a mi mujer. Y lo anoté así, como te lo digo ahora.

Noche del 27-28 de diciembre de 2000

Una catedral, un obispo, una juez, una corbata roja que vestía y otra gris, muy particular, que vi colgada en la sacristía y que creo conseguí anudarme al cuello. No me gustó la corbata gris, me la quité y volví a ponerme la roja, desprolijamente. La isla grande de Tierra del Fuego, la ciudad de Ushuaia, quizás; caminaba por sus calles colmadas de locales y puestos donde se mercaban los más variados productos: ropas, alimentos, sillas cojas, máscaras de carnaval, fajas de raso multicolor para rodear la cintura, viejos calentadores a kerosene, accesorios para automóviles; los hombres que poblaban el sitio eran horrorosos, descorteses, casi acechantes. Y yo, mediante algún recurso mágico que ignoraba, había logrado que se extinguiera toda la nieve del lugar, de modo que era también horrible el paisaje, repleto de peñascos negros.

Los sueños suelen ser desordenados, no responden a un orden lógico. No siguen un orden cronológico o biológico. Ahora estás bailando rock y luego te ves frente a Dios; estás platicando con unos vecinos y ya, sin solución de continuidad, ves tu propia muerte. Son caóticos: he aquí su particularidad. La vigilia es sucesiva, el sueño, en cambio, es simultáneo. De ahí el misterio del Aleph borgeano, que muestra simultáneamente el todo durante la vigilia.

Creo que toda interpretación que de los sueños se haga, ha de resultar infructuosa, baldía, jactanciosa, casi pueril; porque ese territorio es ajeno a la razón, refractario al análisis. Es el territorio que desmiente lo que damos en llamar "la realidad" porque ¿de que lado de los sueños transcurren los hechos verdaderos? ¿dónde habita Dios sino en aquel universo que nos resulta inasible, ingobernable y también incomprensible?

Digo aquí mi desacuerdo con la línea de pensamiento del padre del psicoanálisis en el fragmento que sigue, si bien rescato de él algunas de las citas porque hacen justa reverencia al misterio que todavía (y para suerte de los hombres) encierran sus sueños.

H 58 – 06.07.2001


Sigmund Freud

La interpretación de los sueños

El sueño y la poesía

"Aquello que, ignorado o desatinado por los hombres, vaga durante la noche a través del laberinto de nuestro pecho." Goethe.

Desde muy antiguo han advertido los hombres que sus productos oníricos nocturnos delataban ciertas analogías con las creaciones de la poesía, y muchos poetas y pensadores han dedicado preferente atención al examen de las relaciones de forma, contenido y efecto, fácilmente visibles entre los dos fenómenos comparados. Los datos e hipótesis productos de esta labor, aunque no han llegado a concretarse en un conocimiento, caracterizan tan precisamente la esencia de dichos dos fenómenos, que la investigación propiamente científica no pierde nada con hacerse cargo de ellos. Ante todo, interesará al investigador de los sueños comprobar la estimación y comprensión que el enigma onírico ha hallado en los psicólogos intuitivos, la forma en que los poetas han sabido utilizar en sus obras su conocimiento de la vida onírica,y, por último, qué conexiones resultan quizá visibles entre las singulares facultades del alma “durmiente” y el alma “inspirada”.
El investigador psicoanalítico verá en primer lugar, con agrado, que los juicios intuitivos de los hombres de genio han atribuido siempre al sueño una significación, hipótesis que si bien es opuesta a las opiniones de la ciencia oficial y de la mayoría intelectual, puede aducir en su apoyo un antiquísimo prejuicio popular, finalmente sancionado por la psicología. En muy diversos textos hallamos expresada la convicción de que la vida onírica encierra la clave del conocimiento del alma humana, o sea del hombre en general. Así, en el Diario de Hebbel (6 agosto 1838): “El alma humana es una maravillosa esencia, y el sueño constituye el punto central de todos sus secretos”. Y el poeta Jean Paul, que dedicó a sus sueños especial atención y cuidadoso estudio, escribe: “Realmente, algunos cerebros nos instruirán más con sus sueños que con sus ideas, y algunos poetas nos regocijarán más con sus sueños verdaderos que con los que imaginan, del mismo modo que la inteligencia más árida llega a dar quince y raya en materia de profecías a todos los sabios del mundo en cuanto es encerrada en un manicomio”. Luego, en otro lugar, completa este pensamiento, añadiendo: “Me admira sobre todo, cómo no es utilizado el sueño para estudiar en él el proceso de representación involuntario de los niños, de los animales, de los locos y hasta de los poetas, de los músicos y de las mujeres”.

De un modo análogo estima F. Kuernberger el sueño: “Realmente, si los hombres estuvieran más atentos a observar e interpretar los sutiles signos de la Naturaleza, habría de atraer su atención esta vida onírica y hallarían que la Naturalesa les murmura en ella la primera sílaba del gran enigma, de cuya solución están sedientos.”

Litchtenberg, el espiritual filósofo, al que debemos finas observaciones sobre este tema, escribió una vez: “Recomiendo nuevamente el examen de los sueños. Tanto en el sueño como en la vigilia, vivimos y sentimos, y ambos estados forman igualmente parte de nuestra existencia. Una de las prerrogativas del hombre es el soñar y el saber que sueña. Pero aún no se ha aprovechado acertadamente de ella. El sueño es una vida que unida a la nuestra constituye aquello que denominamos existencia humana. Los sueños penetran en la vigilia y no puede decirse dónde acaban y empieza ésta.”

Nietzsche, al que también en este sector hemos de reconocer como precursor directo del psicoanálisis, descubre análogas relaciones del sueño con la vida despierta: “Aquello que vivimos en sueños, siempre que lo vivamos con frecuencia, pertenece, al fin y al cabo, a la totalidad de nuestra alma, como cualquier otra cosa realmente vivida: por ello somos más ricos o más pobres, tenemos una necesidad más o menos, y en pleno día, incluso en los más serenos instantes de nuestro espíritu despierto, somos llevados un poco de la mano por los hábitos de nuestros sueños.”

Los siguientes párrafos de Aurora muestran que Nietzsche no retrocedía ante las consecuencias de sus juicios sobre los sueños: “¡De todo queréis ser responsables! ¡Sólo de vuestros sueños, no! ¡Qué miserable debilidad y qué falta de lógica! ¡Nada es más propiamente vuestro que vuestros sueños! ¡Nada hay que sea más vuestra propia obra! ¡Todo lo sois en tales comedias: materia, forma, duración, actores y espectadores! Pero es aquí donde os espantáis y avergonzáis de vosotros mismos. Ya Edipo, el sabio Edipo, supo consolarse con la idea de que no somos responsables de nuestros sueños (2). De esto deduzco que la mayoría de los hombres tiene que reprocharse sueños execrables. Si así no fuera, ¡cómo se hubiera explotado su poesía nocturna a favor del orgullo del hombre!”

Análogamente valora Tolstoi el sueño: “Despierto puedo engañarme sobre mí mismo; en cambio, el sueño me proporciona la justa medida del grado de perfección moral que he conseguido alcanzar.”

Lichtenberg opina: “Si relatáramos sinceramente nuestros sueños, revelarían éstos nuestro carácter más claramente que nuestra fisonomía.”

En el mismo sentido se ha expresado hace poco Gerhart Hauptmann: “Haber investigado todos los grados y clases del sueño significaría conocer el alma humana mucho más profundamente que ningún psicólogo actual.” (Inmanuel Quint.)

Pero una observación del Diario de Hebbel presenta ya un matiz francamente psicoanalítico: “Si un hombre pudiera decidirse a anotar todos sus sueños, sin distinción alguna, sin consideraciones de ningún género, con toda fidelidad y tdo detalle, agregando a ello un comentario que entrañase aquello que de tales sueños le fuera dado explicar, refiriéndolo a recuerdos de su vida o de sus lecturas, haría a la Humanidad un valioso presente. Pero tal y como es hoy la Humanidad, no habrá quien lo haga. Sólo intentarlo secretamente y para la propia reflexión tendría ya algún mérito.”

(1) Ed. Planeta, Barcelona 1985, vol. II, cap 9, Apéndice (del doctor Otto Rank), pags. 512/514. Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres.
(2) Nietzsche comete aquí un doble error, circunstancia muy significativa para la determinación de su posición con respecto al complejo de Edipo; no es Edipo, sino su madre, quien busca consuelo en la falta de significación de los sueños. Edipo, en cambio, no se deja consolar por tal idea.
H 58 – 06.07.2001


Ritual de un insomne

El demonio del insomnio

Roberto Arlt, Nuevas aguafuertes, Losada, Buenos Aires, 3° edición, 1999, pags. 99/101.

Llega el desdichado al amanecer a su cuartujo lleno de aire caliente. Descubre, pensativo, la almohada; mira de costado la pared con un muñeco que dejó dibujado otro pensionista o inquilino; se quita con gesto huraño los botines; tira el pantalón encima de una silla; prende un “faso” y contempla melancólicamente la roña de su yuguillo y se encama. Solito como un preste o como un santo. Broncoso de encontrarse solitario como un canónigo o como un santo. Rechupa su cigarrillo barato; escupe al techo, tira el pucho, y cierra los ojos; sus ojos de hombre cansado. Viene de cualquier trabajo nocturno. No es hombre, sino un cacho de carne cansada y entristecida. Quiere dormir, que es lo mismo que querer morir a plazo fijo. Dormir para olvidarse de la vida maldita, trabajo de todos los días, soledad de todos los días, desilución de todos los días, puchero de todos los días... El tipo escupe al cielo raso, con la misma rabia que si se encontrara frente a las puertas del infierno. Junta las piernas, se acurruca como criatura, encoge la cabeza, esconde un brazo debajo de la almohada, ¡y minga el sueño!, el sueño no viene.

Con los ojos cerrados

El hombre se revuelve furioso en su catrera. Bufa contra la noche que durará una sola hora. Luego llegará el día y sabe que con el día no puede dormir; que su sueño se hace penoso como el coma de un moribundo. Y con la cabeza aprieta furiosamente la almohada, mientras cierra los párpados para dormir.

El fulano quiere dormir. Eso es todo. Hundirse en la oscuridad del sueño, disolverse en esa muerte a plazo fijo, que aplasta la jeta de todos los hombres en todas las almohadas que cubren los techos de la ciudad.

Luego se da vuelta. Estira los pies, levanta la sábana, tantea la perilla de la luz eléctrica, estornuda, se suena la nariz, y esta vez se dice: “Ahora me voy a dormir.” Durante tres segundos se le amodorra el entendimiento; luego, un crujido del ropero, lo hace temblar en pueril alarma. ¿Por qué, en la oscuridad de la noche, siempre hay un mueble que cruje? Indáguelo usted. Son los roperos, siempre esos roperos malditos, de falsa caoba, con una falsa luna veneciana, con falsos dorados; roperos que han contenido ropas de hombres de todas las calañas. Un pedazo del alma de cada uno de esos desconocidos debe haberse quedado en el interior del ropero, y el desdichado que no puede dormir, lanza una mala palabra al espacio, carraspea, enciende un cigarrillo y resopla nuevamente bocanadas de humo al aire del cuchitril.

Está rabiosamente cansado. Quisiera dormir; dormir una eternidad en el fondo del mar, en una piecita de plomo, con ventanillas que le permitieran ver, cuando se despertara, de vez en cuando, el paso de los tiburones tuertos. Quisiera cualquier cosa con tal de poder dormir.

Resopla el pito de una locomotora, pasa un tranvía. El infeliz rumia su insomnio, y una raya azul se pinta en el vidrio de la banderola. Llega el día. El día que tiene tonalidades a esa hora de crepúsculo submarino. El hombre siente que su cuerpo se confunde en el cansancio con las sábanas; y, de pronto, el cacareo de un gallo lo hace respingar furiosamente. Otro gallo contesta a la distancia. El cigarrillo le deja en la lengua sabor a pimienta. El hombre estrella el tizón contra la pared. Una nube de chispitas de fuego salta sobre las sábanas, y el desgraciado, entre la disyuntiva de moverse o dejarse quemar vivo, opta por sacudir de las sábanas el fuego. Ahora es un cencerro el que resuena en la calle; después el trote ágil del caballo de un lechero. La raya de azul se va agrisando; la pieza se llena de una claridad sublunar, y el hombre, desesperado, maldice el día en que nació con un trabajo nocturno. Piensa en las riquezas que encierran las cajas de los bancos, y una modorra dulce se apodera de su conciencia, mientras se dice:

Qué magnífico si uno se pudiera convertir en el hombre invisible. Robaría por todas partes sin ser descubierto. Entraría a las oficinas bancarias, levantaría un paquete, y el problema estaría resuelto.

Se tapa la cabeza con la almohada, estira un brazo para el este y otro para el oeste. En esa postura parece un crucificado horizontal.

H 58 – 06.07.2001


Roberto Arlt

El placer de vagabundear, Diario El Mundo, 20.O9.28.

Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y espantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.


H 58 – 06.07.2001