Heráclito 15

Platón, Protágoras, 320 C y sigts.
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El mito de Protágoras
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Hubo una vez una época en la que ya existían los dioses, pero aún no las especies mortales. Llegado el tiempo fijado por el destino(1) para el nacimiento de estas últimas, los dioses las modelaron en el seno de la tierra mediante una mezcla de fuego, de tierra y de aquellos otros elementos que se combinan con ambos. Y llegado el momento de sacarlas a la luz, ordenaron a Prometeo(2) y a Epimeteo(3) que distribuyesen entre ellas cualidades de un modo ordenado y adecuado.
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Epimeteo pidió a Prometeo que le dejase hacer tal distribución: “una vez hecha, le dijo, tú la supervisarás”. Y después que le convenció, inició su tarea. En su reparto dio a unas especies fuerza sin velocidad, y a las más débiles les otorgó ésta; a otras les concedió defensas naturales, y a las que carecían de ellas, dióles un medio distinto para su seguridad. A las que hizo indefensas por su pequeñez, les otorgó alas para huír, o una morada subterránea. A las que dotó de gran tamaño, con él les concedió su seguridad. Y así distribuyó equilibradamente todas las cualidades, para que ninguna especie pudiera ser aniquilada.
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Y una vez que dio medios a cada especie para poder escapar a la reciproca destrucción, distribuyó defensas contra las inclemencias climatológicas venidas de Zeus, revistiéndolas de espesas pelambres y gruesas pieles, aptas para proteger ya del frío, ya del calor, y para que, cuando fueran a dormir, esas mismas pelambres y pieles les sirvieran de lecho natural. Y calzó a unos con a modo de zuecos, a otros con resistente piel por la que no circula la sangre.
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Procuró después distintos alimentos a cada especie. A unas, hierba de la tierra; a otras, frutos de los árboles; a otras, raíces; incluso a algunas les dio como alimento el devorar otros animales. Dio a éstas, poca fecundidad, en tanto que se la otorgó abundante a sus víctimas, asegurando así la preservación de la especie.
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Al final, Epimeteo, que no era muy inteligente, se dio cuenta de que había consumido todas las cualidades en los seres irracionales, y que había dejado a la especie humana carente de ellas. Y no sabía qué hacer.
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En medio de sus dudas se presentó Prometeo para supervisar la distribución, viendo a los demás animales bien provistos de todo, pero que el hombre estaba desnudo, descalzo, privado de abrigo e inerme. Y era inminente la llegada del día fijado por el destino, en el que el hombre tenía que emerger del seno de la tierra a la luz.
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Apurado con el problema de cómo encontrar para el hombre un medio de conservación, Prometeo robó a Atenea(4) el secreto de las artes y a Hefaistos(5) el fuego –pues sin éste aquellas no hubieran podido ser adquiridas ni útiles- y los entregó al hombre. Así entró el hombre en posesión de las artes necesarias para la vida, excepto una, la política, que no le fue concedida.Pues Prometeo no pudo entrar en la Acrópolis(6), vivienda de Zeus, defendida por formidables centinelas. Por el contrario, sin ser visto, entró en la morada común a Atenea y Hefaistos, donde ejercían sus artes, y apoderándose de la del fuego, perteneciente a él, y de las de ella, se las entregó a los hombres. De este modo el hombre tuvo lo necesario para la vida. Mas Prometeo, según narra la tradición, tuvo que soportar después el castigo por su robo.
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Al ser partícipe el hombre de un privilegio divino, en primer lugar fue el único entre los animales que, por su común origen con los dioses, creyó en ellos y les honró con la construcción de altares y estatuas. Después obtuvo con rapidez el arte de emitir sonidos y palabras articuladas, e inventó la vivienda, el vestido, el calzado, los medios para cubrirse y el aprovechamiento de los alimentos que provienen de la tierra. Pero los hombres, pese a estar así de provistos, vivieron en un principio dispersos, sin que existiera la polis. Por eso fueron víctimas de las fieras, al ser más débiles que ellas en todos los aspectos, ya que su habilidad práctica les bastaba para atender a la alimentación, pero era insuficiente para combatir a aquellas. Y esto se debía a que no poseían el arte de la política, del que es parte el de la guerra.
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Trataron entonces de reunirse y de proveer a su conservación mediante la fundación de grupos sociales, pero, una vez reunidos, se dañaban recíprocamente, por carecer del arte de la política, de modo que se dispersaron de nuevo y siguieron pereciendo.
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Temiendo Zeus que nuestra especie se aniquilara, envió a Hermes(7) para que trajese a los hombres el sentido del respeto y de la justicia, a fin de que sirviesen en la sociedad de principios ordenadores y de lazos productores de amistad.
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“¿De qué modo, preguntó Hermes a Zeus, he de buscar la distribución entre los hombres del respeto y la justicia? ¿Acaso tal como se hizo con las artes? Éstas se han repartido de tal manera que un solo médico basta para muchos profanos, e igualmente sucede con las demás profesiones. ¿Debo, pues, distribuir a los hombres el respeto y la justicia con igual criterio o he de repartirlos entre todos?”
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Entre todos, dijo Zeus, de modo que cada uno tenga su parte, ya que la sociedad no podría subsistir, si, al modo que sucede en las demás artes, sólo unos pocos participaran de ellos. Y en mi nombre les dictarás esta ley: que se mate, como a una peste social, al que no pueda ser partícipe del respeto y de la justicia”.
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Notas
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(1) El destino (moira), según Hesíodo, surgió de la Noche y del Caos. A él estaban sometidos incluso los dioses. En el mito de Protágoras se ve claramente que es el destino el que fija el nacimiento de las especies mortales, siendo los dioses meros ejecutores del mismo.
(2) Prometeo (“El precavido”), divinidad griega, hijo de Climente, según Hesíodo, o de Temis, según Esquilo, y hermano de Atlas. Según se narra en el mito, dio a los hombres el fuego y las artes, privilegio de los dioses, siendo por ello castigado por Zeus a permanecer en el Cáucaso clavado sobre una roca, mientras que un águila le devora el hígado que siempre renace.Los griegos en agradecimiento a los dones de Prometeo, celebraron en su honor “Las fiestas prometeicas”.
(3) Hermano de Prometeo y antítesis de él en sus relaciones con los hombres, ya que no sólo les dejó inermes ante la naturaleza, tal como relata el mito, sino que fue el que abrió la caja de Pandora, de la que salieron todos los males que existen en el mundo.
(4) Hija de Zeus. Fue una de las diosas más veneradas de toda Grecia. Protectora de las artes y las ciencias, recibió culto de modo especial en Atenas, como protectora de la ciudad. Sus símbolos eran el olivo y la lechuza, que representaba la sabiduría y que probablemente era el residuo del primitivo totemismo.
(5) Hijo de Zeus y de Hera, según Homero, aunque por otros, como Hesíodo, se le hace hijo únicamente de la segunda. Dios del fuego y de las artes con él relacionadas, en especial la metalurgia; entre sus obras más importantes destacan la égida de Zeus, la coraza de Heracles, el carro de Helios y el tridente de Poseidón. Fue un dios venerado en toda la Hélade. En Atenas se le dedicaron unas fiestas, las “Hefaisterias”.
(6) Las acrópolis fueron las ciudadelas o recintos fortificados cuya expansión dio lugar a las diferentes ciudades griegas. Posteriormente tuvieron, dentro de dichas ciudades, un carácter religioso. La más importante de todas fue la Acrópolis de Atenas.
(7) Hijo de Zeus y de la ninfa Maia. Era un dios natural de la Arcadia. Representaba el modelo ideal del atleta, considerado también como el buen pastor. Su función de vigilante de ganado se extendió a los caminantes y por ello los hitos de piedras que demarcaban los senderos. Las encricijadas estaban señaladas con tres o cuatro cabezas de este dios. También se le atribuyó ser mensajero de los dioses.
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Fuente: Fragmentos y Testimonios de Protágoras, Ed. Orbis, Buenos Aires 1984, con traducción de J. Barrio Gutiérrez. En rigor, juzgamos más ajustadas otras versiones del testimonio platónico, pero hemos querido dar la presente porque nos parece más accesible a la comprensión de los lectores, sean eruditos en temas de mitología o no. Justo es aclarar que aquí el significado del Mito de Protágoras es fielmente respetado.
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Otra visión del mismo mito, donde se asocia el desafío de Prometeo a la dinámica total del Olimpo. Quizá sea una visión actual de la culpa y del castigo (N. del E.).
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Prometeo victimizado
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Mario Alberto Villar *
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Prometeo, el titán, hermano de Atalante, rey de la famosa Atlántida, es el encargado de repartir los dones a las creaturas, entre ellas la más problemática, el hombre. Sin embargo, en un acto de negligencia, le delega la tarea, luego de insistentes pedidos, a su hermano Epimeteo. Este último, reparte las cualidades, pero omite dejar algunas para el hombre; la fuerza, la velocidad, el mimetismo con el ambiente, el olfato de la presencia sea de la presa o del predador, etc. , las distribuye entre los distintos animales, pero el hombre queda sin ninguna habilidad que le permita sobrevivir. Ya en esta primera parte del mito, hay una simbología que no pasaba desapercibida en los tiempos arcaicos. Epimeteo significa “el que piensa después” y Prometeo “el que lo hace antes”. El pobre Epimeteo estaba ya predestinado a ser negligente y Prometeo a hacer de su primera falta de cuidado una reparación heroica. Así es la vida, la negligencia no se paga con la misma moneda, ni recibe el mismo nombre.
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El joven Prometeo decide robar el fuego a los dioses; el fuego, símbolo de las artes. El homo habilis y sapiens que se rige por capacidad de pensar, más que por su destreza intuitiva.
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Sin embargo, hay una versión diferente y un poco más creíble para mí. Prometeo, que había luchado del lado de Zeus en la disputa de política olímpica por la primacía del Panteón Griego contra Cronos, le había enseñado las artes al hombre, luego de aprenderlas de Atenea. Disgustado Zeus por el creciente desarrollo del conocimiento entre los hombres -supongo que este desarrollo los hacía menos religiosos- decide destruir a la humanidad. Prometeo ruega al gran Dios que la perdone y éste lo hace de mala gana. Recordemos que Zeus, que tenía antecedentes de malhumorado, había dividido de un rayo al andrógino en dos, debido a que ya no eran tan devotos como originariamente, a diferencia del hombre que por su debilidad comparado con aquél era más temeroso de sus dioses, según relata Platón en El Banquete.
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Volviendo a la novela del sacudidor de la tierra, amontonador de nubes y dueño del rayo, un incidente que parecía sin importancia desató la gran tormenta. En un tiempo no muy claramente establecido se originó una disputa acerca de cómo debía dividirse un toro que había sido sacrificado en ofrenda a los dioses; qué partes les correspondían a éstos y qué partes a los hombres. Debe recordarse que las hecatombes eran sacrificios en los que partes como el muslo eran quemadas para los dioses y el resto era para los fieles que departían en el banquete, la sangre era para las almas de los muertos que al tomarla, a veces, podían adquirir el aspecto de lo que hoy llamaríamos fantasmas.
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El pueblo invitó a Prometeo a ser el juez de la controversia. Así, Prometeo cuereó y cortó el animal; con el cuero hizo dos bolsas, en una puso toda la carne y en la otra la grasa y los huesos. En la primera, ocultando la carne, puso el estómago, una entraña de la peor calidad. Entonces su decisión fue dejar elegir a Zeus. Contento, el Dios de dioses, eligió la bolsa que contenía la grasa y los huesos a causa del ardid, la que a partir de allí siguió siendo la porción divina. Esto generó que en el Olimpo se desatara una serie de rumores y bromas a espaldas de Zeus, quien en venganza les quitó el fuego a los hombres, “que coman la carne pero cruda”. Esta circunstancia, quizás por haberse sobrepasado con el jefe, hace que el héroe recupere el fuego para los hombres. La culpabilidad lo hace actuar, salvando una mala acción deliberada.
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Zeus sabía que Prometeo iba a intentar recuperar el fuego, pero no lo evita pensando en castigarlo por la “mala acción”. Sin embargo, es dudoso que merezca castigo quien toma algo ajeno con el asentimiento del dueño. Sin discutir el sentido del castigo para un Dios, Zeus hace que su hermano Efesto cree a Pandora, la primera mujer. Luego la envió como obsequio a Epimeteo, quien por consejo de Prometeo la rechazó. Zeus, aun más molesto, condena a Prometeo a permanecer encadenado a una columna de las montañas del Cáucaso, donde un buitre le devora las entrañas cada día, las cuales se regeneran cada noche, para repetir el ritual eternamente.
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Zeus crea una historia en la que atribuye a Prometeo un affaire con Atenea para justificar el castigo impuesto. Ante esta escena, Epimeteo acepta casarse con Pandora, la cual lleva como dote una cesta, en la que se alojaban todos los males de la humanidad que Prometeo había capturado y guardado cuidadosamente. Advertida de que no debía abrir la cesta, Pandora, por curiosidad, la abre, desatando los males sobre ella y su esposo y luego sobre la humanidad toda. Para fortuna del hombre, en la cesta estaba también la esperanza, que evitó que ante ese sombrío panorama, el hombre se rindiera suicidándose.
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En esta versión, Prometeo, el héroe de la humanidad, es castigado injustamente, por ser capaz, por pensar antes, por prever las tretas de Zeus y, justamente, por engañar al Dios supremo. Esta es la ambigüedad del castigo.
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A su vez, enseña que nuestros actos generan consecuencias y que adquirir conocimiento –como Pandora del contenido de su cesta- es, en la mayoría de los casos, doloroso pero esperanzador.
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* Fiscal General del Tribunal Oral en el fuero Penal Económico, profesor de Derecho Penal en la Universidad de Buenos Aires.
© Exclusivo para Heráclito.
H 29 – 15.12.2000
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“¿Por qué delito Zeus te ha aprisionado y te atormenta de este modo infame?”
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Para mí es doloroso hablarte de ello
mas también doloroso me es callarlo.
De cualquier forma, hacerlo me es muy duro.
Tan pronto hubo estallado entre los dioses
el rencor y reinaba la discordia,
los unos deseando echar a Crono
de su solio y los otros se oponían
a que reinara Zeus entre los dioses,
yo quise convencer a los Titanes,
los vástagos del Cielo y de la Tierra,
con mi mejor consejo. Mas no pude.
Y, desdeñando mi ingeniosa maña,
en su duro talante, por la fuerza
esperaban alzarse con la palma
y sin dificultades. Gaya y Temis,
mi madre (un ser que tiene muchos nombres)
me había ya predicho de qué modo
-y no sólo una vez- iba a cumplirse
el futuro: que no era por la fuerza
ni con artes violentas; que la astucia
era la sola forma de victoria.
Pese a mi explicación, a mis razones,
ni siquiera accedieron a mirarme.
Estando, pues, las cosas de esta guisa,
me pareció que era el mejor remedio
a mi madre tomar como aliada
y unirme, en acttitud bien decidida,
a las filas de Zeus, que iba a acogerme.
Gracias a mis consejos, el abismo
tenebroso del Tártaro hoy oculta
al viejo Crono con sus aliados.
Y al servicio que un día le prestara
con terrible castigo me ha pagado
hoy el rey de los dioses del Olimpo.
Tal es la servidumbre del tirano:
no fiarse jamás de sus amigos.
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* Esquilo, “Tragedias completas”, Ed. Cátedra, Madrid 1998. Fragmento de “Prometeo encadenado”. Traducción de José Alsina Clota, pp. 444 a 447.
H 29 – 15.12.2000
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Escribí los Cuentos de Caperucita para Mariel procurando rescatar de mi memoria las historias que le contaba a mi hija cuando era pequeñita. Y los guardé para ella y para mí, como se guarda una fotografía antigua trabajosamente reconstruida. Espero mostrarlos pronto en un libro. Entretanto, obsequio a los niños amigos de Heráclito uno de los cuentos. Y a los adultos también; quizá encuentren en él algo de la inocencia que extraviaron con los años. E. D.
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Caperucita Negra
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Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com
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Mota cabecita
la piel de carbón
¿qué color, pequeña,
tiene tu ilusión?
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En un pequeño, muy pequeñito pueblo al sur de Norteamérica nació la niña de nuestra historia de hoy. Y si los libros no relatan este cuento es porque el Consejo de Ancianos de aquel lugar ordenó guardar silencio al respecto. Tú también, lector, sé respetuoso de esa orden. De mi parte, sólo ahora lo relataré porque así me autorizó el Consejo, con cargo de guardar silencio después.
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A esta Caperucita le gustaba jugar a las escondidas y era hábil para escamotear su humanidad. Ahora entre unos arbustos espinosos que no osaban penetrar sus compañeros, luego, en la copa de un árbol frondoso desde cuyo follaje encandilaba el sol a quien mirara hacia arriba, más tarde, a espaldas mismo del penitente, que buscaba siempre, siempre en lugares más lejanos. Y así, era siempre dificultoso hallar a Caperucita en las escondidas. Pero era durante la noche cuando resultaba más ardua la tarea, porque siendo negra, negrísima su piel, ningún haz de luz delataba su presencia. Negra era también la capucha que habitualmente usaba, por eso ignoro si era llamada Caperucita Negra a causa de la prenda o del color de su piel.
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También le gustaba entretejer fantasías, edificar ilusiones y montar en corceles para recorrer praderas y mundos remotos. Mundos azules y amarillos y rojos y verdes y de tantos colores que no sabía cuántos. Mundos fríos y cálidos, soleados y umbrosos. En caballos briosos la niña recorría esos mundos que nunca nadie había osado visitar siquiera en sueños. Y fue en un mundo de esos que una ancianita más que centenaria le relató un cuento que era, más o menos, así.
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Cierta vez una niña morena como tú, acudió a un semidios que habitaba en la ladera de un monte sagrado para hallar respuesta a una pregunta que azuzaba su mente desde siempre y que alguna vez le había sido respondida, mas no satisfactoriamente. Le habían dicho que no obstante el color de su piel, su alma era blanca, tanto como las almas de las niñas blancas que poblaban su valle. Y esta respuesta inquietaba a la niña pues -se preguntaba- qué mal había en que su almita fuera tan negra como su piel? ¿Qué tenía de malo el negro? ¿O su piel era negra por castigo divino?
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“Halló la pequeña al semidios sentado a la sombra de un olivo, meditando. Se acercó a él y aguardó en silencio para no importunarle. Así esperó hasta que el ser divino se incorporó y levantó su cabeza hasta entonces gacha. Era de tez negra como ella. Se miraron largo tiempo a los ojos sin decir palabra y al cabo habló el semidios y le dijo a la niña: ‘tu alma, hija, es del mismo color que tu piel, pues que nada de malo hay en ello, o si quieres –continuó- es blanca o azul. No hay virtud ni defecto en el color del alma o de la piel que te viste, mas sí en su transparencia.’ Y supo ella que lo dicho era verdadero. Vio también con sus ojos que aquel ser divino mudaba de color y era ora blanco, ora azul, ora amarillo y así sin cesar. Supo Caperucita Negra que era ese el mundo adonde nace el arco iris, adonde los colores mudan de continuo sin mudar la virtud ni las personas
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Dicho esto la ancianita se internó en el bosque apoyada en un bastón.
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De regreso, los corceles se detuvieron en un mundo amarillo para saciar su sed y tomar aliento, mientras la niña sacó de su pequeña alforja una extraña flor negra... -sí, negra. Los cuentos, lector, tienen estos prodigios- y la entregó a un labriego que en ese momento había detenido a sus bestias para secar el sudor de su frente. El labrador tomó la flor y así como la hubo en sus manos, como por magia la flor mudó su color tornándose amarilla, color de esa tierra. Pero Caperucita no se sorprendió porque habiendo escuchado muy atentamente cuanto le fue narrado en el mundo del arco iris, ya era dueña del secreto de los colores.
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Partieron los corceles y la niña y al cabo de transitar por mundos de diferentes colores, antes del atardecer arribaron a un mundo diferente de los otros: era el mundo transparente, morada de Dios. Solos y desatados sus arneses, los animales corrieron por los prados hasta tornarse invisibles. Y Caperucita misma ya no fue negra, ni blanca, ni amarilla, ni de color alguno y sintió que de pronto se aligeraba su peso y que una brisa tibia la envolvía abrazándola y acariciándola con dulzura.
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Caperucita siguió en este trance un tiempo imposible de precisar, hasta que de pronto tuvo deseos de jugar. Jugar quería la niña su juego preferido, pero no podía hacerlo ahí. Porque siendo de transparencias el mundo aquel, no había modo de esconderse ni encontrarse. ¿Tras de qué? ¿Ocultarse cómo? Hallarse era imposible. Pero quería jugar la niña su juego predilecto.
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¿Quién conoció aquel deseo? ¿De qué modo ocurrió aquello? Nunca se supo. Pero al pronto se encontró Caperucita Negra en su pueblito junto a sus amigos, jugando escondidas tras los setos y las rocas y bajo las matas, de diferentes colores cada uno.
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Mi ilusión ahora
no tiene color
ella es incolora
no siente dolor.
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Las distinciones y diferencias habidas entre los hombres por causa de su color, riqueza, rango u otra condición son injustas y lastiman más aún que un cuchillo; y provienen siempre, siempre de la ignorancia. Que no es la ausencia de conocimiento libresco ni de ilustración sino de amor y de compasión. No es éste el lugar para recordar las muchas desventuras vividas por el hombre a causa de injustas discriminaciones, pero sí lo es para insistir, como lo hizo el semidios de nuestra historia, que “no hay virtud ni defecto en el color del alma o de la piel que te viste, mas sí en su transparencia”. Es a la verdad que no puedes contradecir, decía el filósofo a su discípulo. Y de eso se trata. Porque piel, riqueza o título son vestiduras que ocultan el cuerpo, y el cuerpo mismo es vestido del alma. De suerte tal que toda distinción que hagamos será fruto de nuestra ignorancia, porque no vemos y menos conocemos el alma y sus pliegues, que no nos pertenecen.
Hallarse era imposible” en el mundo de transparencias, que es el mundo de la verdad. Y entonces regresó la niña a su mundo de colores, donde el acoso del tiempo perturba a los débiles. Pero aún aquí y ahora mismo podemos atisbar el alma a través de su ventana de amor y comprender el mensaje. Que así sea.
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Hecho el depósito Ley 11723
H 32 – 05.01.2001
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Un cuento sufi

La edad de los muertos *


. Un rico comerciante de telas llega a un pueblo pequeño. Los lugareños lo reciben con los honores que corresponden a un hombre de su condición, hospedándolo en la más confortable casa del lugar, sirviéndole los más exquisitos manjares y llevándole de paseo por los más hermosos lugares.
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Llega el día de la partida y todos los habitantes del pueblo se reúnen para despedir al hombre de negocios. Pero antes lo llevan a realizar la más importante visita de todas. Lo llevan, pues, al cementerio del pueblo. El hombre disimula su disgusto para no desairar a tan buenos anfitriones e ingresa con ellos al camposanto. Quien lo guiaba se detenía frente a cada sepultura leyendo en las lápidas el nombre de cada muerto y los años que había vivido. Y llamó la atención del agasajado que ninguno de los que ahí yacían había vivido más de ocho años. Éste tres, aquel cinco, seis el de más allá. Ocho el que más.
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Preguntó entonces a qué se debía tan infeliz circunstancia. Entonces le fue dada la respuesta: “Cuando una persona de este pueblo muere recibe piadoso entierro, y sobre la lápida de su tumba se anota su nombre y el número de años que ha vivido gozoso. Los otros años, de pesares y sinsabores, esos no entran en nuestra cuenta”.
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* Versión de E. D.
H 31 – 29.12.2000
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El huésped
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Ray Respall Rojas *

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Ese amanecer el anciano despertó con el espíritu alegre de quien espera grandes acontecimientos. Regó las flores de su jardín, dio de comer a sus animales de cría, acarició con ternura la cabeza de sus dos perros y se preparó un opíparo desayuno. Al mediodía tomó su guitarra y entonó bellas canciones escuchadas en los lejanos días de su infancia, mientras los niños del lugar se sentaban a su alrededor para escucharle. Al caer la tarde preparó su casa para la llegada del Huésped. Terminó cuando casi anochecía, estaba agotado, pero el resultado de su labor lo llenaba de satisfacción. Ya entrada la noche, tomó su barca y se adentró río abajo, sumiéndose en un dulce sueño sin retorno, mientras los remos se iban soltando de sus manos llenas de surcos.
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…Sonaban las doce campanadas cuando una barca se dejó ver en el horizonte. ¿Sería el anciano que retornaba a la cabaña? Pronto los hombres vieron que no era así, la barca al fin tocó la orilla y sólo había en ella un niño de pocas horas de nacido, que fue amorosamente acogido y llevado a su nuevo hogar. Había arribado, una vez más, el Año Nuevo.
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La Habana, Cuba, diciembre 2000.
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* Al escribir este breve cuento el autor tenía trece años de edad.
H 31 – 29.12.2000