Heráclito 63

Dos lunas

Eduardo Dermardirossian

Construyó dos marcos ovalados y de buen tamaño, mandó cortar sendos cristales según su medida y pidió que ambos fueran prolijamente biselados. A uno lo hizo espejar para que reprodujera fielmente cuanto hubiera frente a él. Todo lo armó y los dispuso juntos, frente a sí. Y vió que su propósito era cumplido. A través de uno de los cristales vio cuanto había delante, y en el reflejo del otro vio cuanto había detrás. Todo a un tiempo y sin voltear. Dentro del primer marco vio lo que sus ojos podían atrapar sin mediación, y dentro del otro se vio a sí mismo y todo cuanto le era negado desde esa posición.

Así lo hizo en las habitaciones de su casa y en cuantos lugares solía frecuentar, tal que un par de marcos ovalados, uno con el cristal espejado y el otro no, poblaron desde entonces y para siempre su vida; y su universo se duplicó y el horizonte lo rodeó en un círculo sin fin. Todos los misterios le fueron develados y fue, desde entonces, omnipresente; y por eso también omnisciente. Y aún –no lo sé de cierto- quizás omnipotente.


Cierto día, cuando Dios miró en dirección al mundo, lo vió. Lo vió mirando el universo todo sin que nada le fuera vedado, sin que cosa alguna se ocultara a sus ojos. Esto vio Dios y supo que su tiempo era llegado. Dirigió entonces sus pasos hacia el hombre hasta alcanzarlo, se hincó a sus pies, besó su diestra e incorporándose nuevamente le entregó su cetro y su manto. Por fin, enderezó sus pasos hacia un olivo añoso y se acostó a su sombra para descansar de sus fatigas. Durmió allí y cuánto duró su sueño no es sabido.

© 2001 Heráclito
H 77 – 16.11.2001



De dioses y religiones

Marcelo Colussi


Si tomamos whisky con agua, nos emborrachamos; vodka con agua, también; y otro tanto ocurre con el cognac con agua, o el ron con agua. Conclusión: el agua emborracha.

Con esa misma lógica, entonces, podríamos decir que si los cristianos tienen dios, los judíos tienen dios, los musulmanes tienen dios, si los bosquimanos, los mayas, los hindúes y los japoneses tienen dios, conclusión obligada: dios existe.

Pero el problema que queremos tocar es mucho más que una inconsistencia semántica, una falacia argumental: dios ¿existe? He aquí una de las preguntas que más papel y tinta han hecho circular en la historia de la humanidad. Lo cierto, lo constatable empíricamente es que, si algo existe, son las religiones y las iglesias. Eso nos consta; lo otro es su presupuesto básico. Sólo si existen deidades puede haber adoración y una institución que resguarda esa creencia. Como en tantas construcciones humanas, importa más el edificio que sus cimientos.

Discutir en términos teológicos sobre la existencia o no existencia de dios es lo más alejado de la intención de este autor. De hecho esa discusión ya se ha encarado en innumerables ocasiones y con el más estricto rigor; poco aportaría, por tanto, volver sobre lo mismo. Por otro lado, dar argumentos convincentes afirmando o negando su existencia nos lleva a discusiones bizantinas. Pero podemos abordar el problema en forma elíptica: si existe o no…. sólo dios lo sabrá (si se digna existir), mas resulta interesante ver que en toda cultura hay alguna idea al respecto. Y eso mismo nos puede comenzar a dar alguna clave.

En una investigación realizada en una universidad argentina (país de tradición católica) se preguntó a los 150 integrantes de un grupo de muestra cómo representaban a dios. El 92 % de los encuestados lo refirió como un anciano varón, incluso de larga barba. Pero un tutsi africano o un sioux norteamericano no darían esa respuesta (y también tienen dioses, y no son atrasados ni
estúpidos, aunque nuestro racismo occidental así nos los pueda presentar).

Valga citar en relación a esa pregunta lo que decía el anarquista ruso Bakunin a fines del siglo XIX: "El ser humano creó a Dios y luego se arrodilló frente a él. Quien sabe si también se inclinará en breve frente a la máquina, frente al ". Es decir: la idea, la representación que cada colectivo tiene de dios varía mucho, infinitamente: Zeus, Alá, el dios Kosi de las selvas congoleñas, el Odín nórdico, Jehová, Buda, el dios perro Upuaut del antiguo Egipto, la serpiente emplumada Quetzalcóatl, el dios hindú del trueno y del relámpago Indra, el dios taoista Yuan Sih T'ein Tsun…. La lista puede extenderse casi hasta el infinito, y es más que pertinente la acotación de Bakunin (¿qué nuevas representaciones habrá?: ¿la tarjeta de crédito?, ¿el automóvil?, ¿la computadora?

Esta babel de dioses nos alerta sobre lo difícil de explicar quién (o quiénes) es (o son). Hasta ahora, desde que se conoce que hay civilización humana, hay adoración de algo sobrehumano: desde el hilozoísmo más ancestral hasta los dioses monoteístas modernos, desde el panteísmo hasta los códigos de ética más severos. Es quizá huero preguntar si existen todas estas "figuras". Obviamente las ideas/representaciones de lo sobrenatural han divergido muchísimo en las distintas culturas por lo que, como mínimo, podríamos decir que no existe un solo dios. Lo que es palmario es que los seres humanos (finitos, mortales, que nos angustiamos, que padecemos la cotidianeidad del hambre, del miedo, del frío, del enamoramiento y la gastritis), en todo tiempo y lugar –al menos hasta ahora– hemos necesitado de estas ideaciones que nos ayudan en el día a día.

"Hace tiempo se creía que fenómenos como la vida, la inteligencia o el pensamiento, por ejemplo, sólo podían explicarse por una intervención sobrenatural. Pero la ciencia ha demostrado que no existen los milagros, y que los fenómenos naturales pueden ser explicados por leyes físicas." (…) "La naturaleza es fría e impersonal. En ese sentido, creo que la física nos da una explicación más satisfactoria del mundo que la religión, porque las leyes de esta última son tan rígidas que si las cambiamos apenas un poquito, obtenemos respuestas incongruentes", decía Steven Weimberg, Premio Nobel de Física 1979. Dicho en otros términos: en el mundo conceptual moderno no hay lugar para el milagro, para el misterio. Hasta ahora, en milenios de proceso civilizatorio, los seres humanos nos hemos encontrado que hay muchas cosas inexplicables (que angustian, que atemorizan); y a falta de un pensamiento matemático-racional el misterio, lo sobrenatural, lo mágico, los dioses –y también los demonios– ocuparon el lugar del que hoy los desplazan los conceptos que forja la ciencia.

Discutir si las cosas arrojadas al aire caen al piso por obra de la voluntad divina o por la ley de la gravitación universal nos puede llevar a un laberinto; pero no hay duda que para la vida práctica la segunda explicación es más útil. Los vehículos que pueden remontar vuelo (los aviones y helicópteros, los transbordadores espaciales, las estaciones orbitales) fueron posibles a partir de Newton, yendo más allá de Jehová, de Quetzalcóatl o de Indra. De igual manera: ¿qué explica –y permite actuar en consecuencia– más y mejor respecto, por ejemplo, a la compulsión adictiva de un drogadicto, o un deliro psicótico: la idea de un castigo divino o su historia personal a partir de la clave del inconsciente?

Y aquí se plantea un nuevo interrogante: si bien es cierto que la ciencia moderna –occidental–, producto de un proyecto antropocéntrico y racional, abre la posibilidad de un mayor y más confortable conocimiento y manejo del mundo, ¿por qué la idea de dios (o dioses, y en general el pensamiento mágico) permanece tan arraigada? Es ahí donde entran a jugar las otras dos dimensiones que apuntábamos en el título del trabajo: las religiones y las iglesias.

La presencia de lo sobrenatural se materializa a través de su institucionalización en la forma de religión (que es un cuerpo orgánico, sistematizado, con una lógica interna); y a su vez esta termina por consolidarse en una institución (en general jerárquica, cerrada, con una fuerte presencia social) que se conoce con el nombre de iglesia. Salvando las diferencias de presentación, en todas las culturas aparecen estos dispositivos. Hasta incluso podría decirse que la creencia, en su sentido más estricto, es algo de orden privado, personal: se cree, se tiene una relación espiritual, se vivencia un dios (o varios) tanto como se puede creer en cualquier ámbito de lo sobrenatural, de lo místico, de lo inexplicable (las brujas, los duendes o los visitantes extraterrestres). Eso vale para la vida cotidiana, es individual. Otra cosa son las religiones y las instituciones religiosas.

Queda fuera de discusión si los seres humanos podemos prescindir de la esfera mágica, sobrenatural: también los científicos de la NASA pueden ser supersticiosos, usar amuletos y rezar para que no fallen sus misiones (además de usar super computadoras, por supuesto). La incertidumbre, la angustia de cada individuo de la especie humana, sus miedos y sus aspiraciones, eso es lo que define a un ser humano justamente como tal, diferenciándolo de un animal o de un robot. Y esa esfera seguirá estando ahí, más allá de los conceptos matematizables con que la podamos manejar. Ante lo inexplicable, ahí seguirá estando el pensamiento mágico.

Las religiones, ya como doctrina, y sus órganos sociales de poder: las iglesias, juegan otro papel en la dinámica humana. Las religiones unen, ligan (eso significa etimológicamente el término, proveniente del verbo latino religare). Las religiones dan homogeneidad a un colectivo, a una masa, por lo que entra a tallar ahí, entonces, la lógica del poder. Las iglesias –cualquier iglesia– se constituyen como organizaciones de poder social; la separación del Estado y de la Iglesia es una noción moderna. En la historia hemos asistido mucho más (y todavía seguimos asistiendo) a sociedades teocráticas, donde la religión es la fuente de poder misma. "Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes", decía nada menos que un religioso, el italiano Giordano Bruno (religioso sui generis, por cierto, cuya honestidad intelectual le condenó a la pira de la Inquisición). Lo que queremos destacar es que un religioso crítico podía ver con claridad lo que en verdad significa la institución religiosa: un dispositivo de poder, de control social en definitiva. Es eso lo que le permitirá a un librepensador como Voltaire decir que "la religión existe desde que el primer hipócrita encontró al primer imbécil". Es decir: hay una compleja construcción de poderío social en el hecho religioso en tanto institución, en tanto relación entre los humanos de a pie, donde lo común es esa mezcla de "hipócritas" e "imbéciles", entre otras especies de nuestra variada fauna humana.

En Occidente, lugar de nacimiento de la ciencia moderna, la iglesia católica ha perdido mucho del poder que la acompañó por quince siglos. Hoy día, desde el surgimiento de la ciencia y el capitalismo y cada vez con mayor fuerza, los nuevos dioses (el dinero, el consumismo, la tecnología) van quitándole protagonismo a Deus Pater. Si bien la Santa Sede no salió de escena, sin dudas no está en crecimiento. La reforma protestante dividió las aguas en Europa, el Vaticano ya no pone y quita monarcas como en el medioevo y sus decisiones no tienen el mismo peso que los nuevos centros de poder: las empresas multinacionales, las bolsas de valores, el Pentágono. Hoy por hoy –fenómeno que podemos encontrar no sólo en Occidente además– ante un enfermo grave se pueden prender velas para invocar las fuerzas celestiales, pero al mismo tiempo se consulta al médico y se le suministran medicamentos químicos. ¿En qué cree más la gente? Seguramente en las dos cosas.

Dada la variedad tan profunda de experiencias culturales de la humanidad, no podríamos generalizar y decir que en todos lados sucede lo mismo, más allá de la preconizada globalización planetaria que nos inunda. Pero es cierto que hay tendencias: la ciencia moderna llegó para quedarse, y ha transformado la vida en un proceso sin retorno. Si bien nada hace pensar que el fenómeno místico esté por terminarse –quizá nunca se extinga, más allá del avance tecnológico, porque nunca se extinguirá la fascinación por el misterio, por lo desconocido– las religiones y las iglesias no marcan el ritmo del desarrollo mundial. De todos modos en los últimos años del siglo XX asistimos a un renacer de los fundamentalismos religiosos. ¿Retornan los dioses?

Si tal como dijimos las iglesias representan la estructura terrenal, la institucionalización de la esfera espiritual de los humanos, el fenómeno de su fortalecimiento como organizaciones mundanas en estas pasadas décadas nos abre preguntas no tanto teológicas sino, en todo caso, políticas y sociales. Donde vemos con mayor claridad este despertar es en el Islam y en las nuevas iglesias neoprotestantes, especialmente difundidas en Latinoamérica. Religiones e iglesias que, en su versión fundamentalista, terminan despreocupándose de lo terrenal poniendo el acento en un más allá concebido como paraíso.

Todo hace pensar que se manipula ahí la vena religiosa: ante la pobreza, el agobio, la exclusión histórica de grandes masas populares, la religión cumple el papel de bálsamo. ¿No habrá en estos fundamentalismos agendas políticas de los centros de poder que buscan ese compromiso total de feligreses y su olvido de los problemas terrenales? ¿No es un poco llamativo que en un mundo de avances científico-técnicos se incentiven conductas sociales fanáticas, sectarias, intolerantes, que van en contra de los derechos humanos tenidos por universales y como pasos de mejoramiento en la humanidad? ¿No era el ecumenismo un avance en el espíritu intereclesial hacia la segunda mitad del pasado siglo, en búsqueda del respeto hacia toda creencia, en nuestra casa común el planeta Tierra?

¿Han querido los dioses esta intolerancia y este fanatismo, o hay poderes muy terrenales –con abultadas cuentas bancarias y usuarios de la más moderna tecnología, con bombas inteligentes y armas nucleares– que se favorecen de este fundamentalismo espiritual? Por otro lado, si dios (o los dioses) existen: ¿podrían estar de acuerdo con guerras en su nombre?

Esta última pregunta nos retrotrae a la primera: ¿dios existe? En nombre de los dioses –cualquiera sea– se han cometido las peores crueldades a lo largo de la historia: guerras, saqueos, sacrificios humanos, torturas, las Cruzadas, la conquista de América. Si dios (o los dioses) no fueran, como dijo Bakunin, "una creación humana", ¿por qué no se ponen de acuerdo y nos ahorran tantos, pero tantos, tantísimos sufrimientos a los mortales?


Nota: Este texto, de reciente escritura, no ha sido publicado en Heráclito Filosofía y Arte.



Temas de Ética y Moral

Bioética

Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico, 1999, pág. 507

La Bioética no es sencillamente «Ética», por ejemplo, una rama de la Ética que se ocupa de la vida, o una aplicación de la Ética a la vida. Pues con este género de respuestas nada logramos aclarar en realidad. ¿Acaso la Ética no se ocupa siempre de algo que vive? ¿Y dónde podrá aplicarse la Ética si no es a algo que está viviendo? Si se agrega: la Bioética es la Ética aplicada a la vida tal como es tratada por los médicos, es «aplicación de la Ética a la Medicina» (Biomedicina), tampoco con ello damos más allá de dos pasos.

Primero, porque hay muchas cuestiones que ocupan a la Bioética y que no pertenecen al campo de la Medicina (ni siquiera al campo de la llamada Medicina social), porque son cuestiones estrictamente políticas (por ejemplo, las que tienen que ver con la planificación y el control de la natalidad) o ecológicas (por ejemplo, las que tienen que ver con la destrucción masiva de las especies vivientes en la biosfera) o biológicas (por ejemplo, la cuestión de la clonación). Segundo, porque la Medicina, en tanto que es un arte o una praxis, no es «Ética aplicada» sino Ética fundamental y originaria, si por Ética entendemos, atendiendo a una larga tradición, y a la propia etimología del término, la actitud práctica orientada hacia la conservación de la salud de los cuerpos humanos, es decir, a la transformación de los cuerpos enfermos en cuerpos sanos (o del cuerpo sano en cuerpo sano); pero no a las transformaciones recíprocas que, sin embargo, interesan también a la Biología científica, que, por ello, entra en conflicto constante con la Medicina.

La Bioética no es, por tanto, Ética, de modo exclusivo; es también Moral (si «Moral» equivale a todo cuanto se refiere a las normas que presiden a un grupo humano dado entre otros grupos), es decir, «Biomoral»; y es Biopolítica, e incluso, según algunos, Biopraxis en general, es decir, control de la biosfera, en la medida en que ello sea posible. La Bioética no se deja reducir ni a la Ética, ni a la Moral, ni a la Política, ni al Derecho... aunque los problemas de los cuales se ocupa sean problemas éticos, o morales, o políticos, o jurídicos... Pero son problemas que, aunque semejantes a los que tradicionalmente se planteaban, han de experimentar un replanteamiento nuevo. Y esto en función de las grandes novedades que caracterizan a nuestro presente. Podemos dibujar estas novedades desde dos frentes (que, por otra parte, están en profunda interacción mutua).

En primer lugar, el frente constituido por el desarrollo demográfico, social y político, tal como ha ido decantándose una vez concluida la Segunda Guerra Mundial. Una población de casi seis mil millones de hombres, estratificada en «mundos» muy desiguales y en conflicto permanente; y una tendencia de los países más desarrollados (los del «primer mundo») hacia las formas de una sociedad democrática de mercado, una sociedad libre (en el sentido capitalista), una sociedad concebida como «sociedad de consumidores». Un concepto que incluso ha llegado a recubrir el concepto tradicional de paciente o enfermo: el enfermo llegará a ser ante todo un consumidor o usuario de servicios médicos o de medicamentos. En segundo lugar, el frente constituido por todo lo que tiene que ver con el desarrollo científico (muy especialmente, con el desarrollo de la Biología y de la teoría de la evolución) y tecnológico (muy especialmente con lo que llamamos biotecnologías). Es bien sabido que la explosión demográfica de los últimos siglos no hubiera podido tener lugar al margen de la revolución científica y tecnológica.

Es de la confluencia de estos dos «frentes» de donde ha surgido el punto de vista bioético. Pues esta confluencia ha determinado la aparición de situaciones nuevas, que desbordan ampliamente las fronteras de la ética, de la moral, de la política, del derecho, de la medicina o de la biología tradicionales. Ingeniería genética, avances espectaculares en tecnologías quirúrgicas, diagnósticos precoces de malformaciones en el embarazo (que obligan a intervenir sobre el feto en circunstancias que la ética o la moral tradicionales no tenían previstas); y otro tanto se diga respecto de las técnicas de la clonación, trasplantes de órganos, problemas de crioconservación, efectos ecológicos, etc. El conflicto entre las exigencias de una investigación científica, de una «Biología pura», y los intereses ligados a la vida de los individuos o de los pueblos (o de las especies vivientes en general), que podría presentarse en formas muy débiles en la antigüedad, en la edad media, y aún en la edad moderna, ha estallado con toda su fuerza en nuestro presente contemporáneo. La Bioética (y la bioética) aparece precisamente en esta coyuntura en la cual la vida humana se nos presenta desde luego como una parte integrante de la biosfera, pero una parte que ha alcanzado la posibilidad de controlar, si no «el todo», sí importantes regiones suyas, alcanzando muchas veces el poder de decisión sobre alternativas nuevas que se abren y que desbordan los límites de la misma ética y aún de la misma moral. El nombre mismo de «Bioética» comienza ya siendo engañoso, al sugerir que todos los problemas que bajo tal rótulo se acumulan, son siempre «problemas éticos» (sólo si el término Bioética se interpreta como una sinecdoque, pars pro toto, sería posible mantenerlo con un mínimo rigor).

H 77 – 16.11.2001



Florencio Escardó escribe sobre

El médico y el humorista *


El médico y el humorista tienen –forzadamente- ante la vida, una identidad de plan y de actitud; ambos enfrentan, por determinismo de sensibilidad, algo que los disconforma, pero ante lo que no pueden claudicar; de donde la medicina y el humorismo ejercidos, no son sino dos formas militantes de desconsuelo. El humorista reacciona con la ironía, el médico con la terapéutica. Los dos buscan exactamente lo mismo: consolarse; la terapéutica es una forma bien típica del consuelo, y casi siempre el consolado es el médico.

¿Por qué entonces, no todos los médicos son humoristas?

Falta un tercer ingrediente y una específica circunstancia; el ingrediente es la condición de la ternura llevada al grado de poética realidad; la circunstancia, el disconformismo.

Si hay conformidad no hay humorismo, y es casi siempre la piedad incurable lo que apareciendo como crítica vigilante lo acicatea. Dijimos ya que el humorismo es una solución vital, no un género literario; no se llega a humorista por ejercicio de las letras; se es humorista, aunque no se escriba, por imperio de una necesidad; la necesidad de no quedarse desnudo cuando se tiene la piel demasiado sensitiva y la delicadeza de no desnudarse en público. Por eso el humorista es siempre el personaje de sí mismo, los motivos no están nunca en las cosas exteriores, que sólo actúan como pretextos o catalizadores; los motivos nacen y crecen siempre en el propio mundo sensitivo.

El humorismo es el término medio entre la construcción y la demolición; entre el amor y la crítica; se llega a él cuando no se es capaz del renunciamiento del asceta o del engrupimiento del iluminado.

El humorista es siempre y sin excusas, un hombre de convicciones profundas aunque no de creencias fáciles; cuando se carece de convicciones, el intento humorístico se queda en lo festivo, en lo chistoso, a lo sumo en lo burlón. El humorismo implica una militancia; el humorista intenta, cada vez, nada menos que una reforma del mundo. Es un reformador que no cree, pero que emprende la reforma porque ese es su deber moral.

Es esa militancia la que separa netamente al humorista del ironista, suponiéndolos dialécticamente especies puras; el ironista es antes que nada un espectador, un testigo en el sentido judicial; el humorista, si es testigo lo es en el sentido etimológico de mártir.

* De Ensayo sobre Eduardo Wilde, Buenos Aires, Lautaro, 1943.
H 77 – 16.11.2001



Abuelas de Plaza de Mayo

Contra la guerra


A lo largo de la historia, los pueblos –incluido el nuestro– lucharon con armas y emprendieron guerras de liberación para lograr su independencia. Ese derecho jamás ha sido cuestionado.
Pero los actos de terrorismo sólo buscan promover el terror, y la matanza indiscriminada e injustificada de personas no ha ayudado nunca a la liberación de los pueblos, muy por el contrario, ha sido muchas veces –demasiadas– utilizada como excusa para aplastar las causas justas y legítimas del derecho de los pueblos. Nuestros hijos, esposos, hermanos, desaparecidos, asesinados, presos, exiliados, torturados, habían emprendido una lucha para lograr una sociedad justa y lo hicieron desde muy diversos frentes –estudiantiles, sindicales, profesionales, políticos, incluyendo los de la lucha armada– y de muy distintas formas, pero nunca practicaron el terrorismo, porque lucharon por la vida y no por la muerte.

El terrorismo lo sufrieron en carne propia, ejercido desde el Estado argentino, que lo puso en práctica para paralizar la sociedad y sojuzgarla. Y –al igual que en otros países de América latina, Asia y Africa– distintos gobiernos de Estados Unidos fueron ideólogos, instructores militares, apoyo, cómplices y/o encubridores de las atrocidades que se cometieron, como lo evidencia la documentación secreta desclasificada del Departamento de Estado de los Estados Unidos. También el Estado norteamericano es responsable de cientos de miles de víctimas producidas en conflictos de “baja y alta intensidad”, así como de una economía neoliberal globalizada que causa en el mundo la muerte por hambre de millones de personas.

Por otra parte el fundamentalismo talibán no combate la explotación, ni aspira a una evolución, ni a cambios en el sistema de producción. Sólo esgrime, en nombre de Dios, tener la razón, la disposición de sus seguidores a entregar la vida en actos como los del 11 de setiembre en Estados Unidos, y su fundado, aunque irracional, odio al país más poderoso de la tierra. Y aplica los métodos, armas y estrategias que aprendió de quien fuera su aliado y hoy considera su peor enemigo. A la injusticia y a la irracionalidad se debe responder con justicia y no con venganza. Lo contrario generará más injusticia, más venganza y más muertes. Una vez más afirmamos que es indispensable aplicar los principios de la justicia universal. Principios que, lamentablemente, ni Estados Unidos –que no ha ratificado ninguna declaración ni pacto, ni convención internacional de derechos humanos– ni los países islámicos están dispuestos a reconocer. Los responsables del demencial ataque a los Estados Unidos –que deben ser identificados– deben ser juzgados por tribunales internacionales imparciales, que garanticen la justicia y no pretender hacerlo a través de una guerra que ya se está cobrando víctimas civiles, muertos, millones de personas, huyendo de los bombardeos, más hambre, más dolor. Y, en una situación económica como la que atraviesa el mundo, gastar billones de dólares en armas es una afrenta hacia la humanidad toda.

Por ello, Abuelas de Plaza de Mayo, Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas y Madres de Plaza de Mayo Línea Fundadora, sostenemos que la única guerra que podemos justificar es la guerra contra el hambre, la desocupación y la injusticia.


H 77 – 16.11.2001



Café Filosófico

A propósito del artículo de Eduardo Dermardirossian que Heráclito publicó en su entrega N° 76 (62 de esta reedición), titulado El señor George W. Bush y el señor Osama Bin Laden nos amenazan y nos mienten, Rubén Del Grosso, director del Centro Cultural El Aleph, nos hizo llegar las siguientes reflexiones.

Estimado Eduardo Dermardirossian:

Leí atentamente su nota del último número de Heráclito, y quisiera referirme a la última parte del mismo y proponerle pensar el asunto de la verdad desde otro punto de vista:

Se pregunta Ud. “¿Que hombre de fe judeo-cristiano-islámica, pensando, sintiendo y obrando según lo que tenga por voluntad divina y las enseñanzas de su religión, puede sinceramente creer que mata con justicia?”

Yo le respondo: Si leemos atentamente “La Biblia”, “El Corán” y “La Tora” encontraremos los hombre decenas de justificativos teóricos para imponer violentamente la Ley Divina, la Justicia Eterna, la Verdad Infinita, etc. etc, y ésto sólo por una razón: porque los tres son libros violentos escritos por hombres violentos en tiempos de violencia.

Finalmente Ud. termina diciendo: “...la particular y trágica circunstancia que genera la guerra oscurece el juicio, tal que mientras dure la conflagración nadie será capaz de discernir el bien del mal, lo justo de lo injusto.”

Conjeturo yo: Lo que oscurece el juicio ha de ser la excesiva luz, ya que es ésta la que nos engaña, haciéndonos caer en la trampa de pensar que hay posibilidades de un juicio definitivo que ponga a la verdad en blanco sobre negro, y creer (junto con los idealistas) que el bien, y por consiguiente el mal, existen en estado de pureza y pueden ser alcanzados así en la tierra como en el cielo.

Recuerdo en este momento la metáfora de la luz y el bosque que propone Haidegger, y que podría sintetizarse más o menos así: el autor de Ser y Tiempo concibe la idea de un bosque. En un claro, la luz del sol penetra de lleno y produce un destello que enceguece, allí difícilmente se podrá ver algo, porque todo aparecerá velado por el deslumbramiento que impone la gran luminosidad. En el resto del bosque en general en cambio, en la espesura, es la luz la que se difumina velada. Es ahí donde nuestra vista no sufrirá por el brillo de la excesiva luminosidad, es allí entonces, en la penumbra, donde se podrá ver algo, en la indeterminación, en lo irresuelto de la penumbra. Nunca, según Haidegger, el Ser se dará por completo, siempre su aparecer será más bien velado, tenue.

A continuación le mando unas pequeñas notas que no pretenden (como entiendo hace usted con las suyas) diseñar más que una breve especulación reflexiva en torno a estas circunstancias tan crueles que nos acometen.

Le envío mis respetos y un afectuoso saludo.

Breve reflexión sobre las acciones ¿terroristas? del 11 de setiembre de 2001

Rubén Del Grosso

La primera guerra bacteriológica de la humanidad, el primer virus informático que se instaló sobre la tierra, lo produjo un jacker llamado Aristóteles. Infectó a todo el pensamiento de occidente desde los Griegos a esta parte: el virus se llama Metafísica, su cadena de A.D.N. puede describirse más o menos de la siguiente manera: “todas las cosas obedecen a una causa primera o a un primer motor” y “ninguna cosa puede ser y no ser al mismo tiempo”. Ese virus poco a poco fue mutando, se fue transformando y adaptando a las distintas necesidades, requerimientos y circunstancias de la historia, y fue deviniendo en el cáncer que el hombre asume con estoicismo y con estupidez: para ello durante todo este tiempo ha necesitado invariablemente apelar al olvido del Ser.

Dios ha muerto, eso ya se sabe, pues Friedrich Nietzsche ya lo había anunciado hace más de cien años, sin embargo, aún quedan vivos sus esbirros, encarnados en millones de personas dispuestas a hacer cumplir su mandato hasta las últimas consecuencias.

Una vieja costumbre muchas veces lícita, y otras bastardeada por la historia oficial, lleva a fijar algunos acontecimientos como hitos, como mojones que señalizan el camino de un modo indeleble. Esta práctica, debería permitir visualizar y discernir en el devenir de las circunstancias; debería darle al hombre la posibilidad de distinguir entre las cosas que resultan inconvenientes, y las que, por el contrario, será ventajoso imitar, toda vez que resultaron una experiencia positiva.

El 11 de setiembre de 2001, en la Ciudad de Nueva York, en los Estados Unidos de Norte América, quedó instalado el que definitivamente está llamado a ser el primero de aquellos mojones pertenecientes al siglo 21. Los encargados de fijar este temprano hito primigenio, los actores que tuvieron a su cargo las escenas destacadas, los que cubrieron los roles protagónicos, preponderantes, y de mayor significación en esta obra llamada a delinear el primer acontecimiento históricamente destacable del siglo, son, justamente, los principales esbirros de Dios. Son aquellos que durante toda la historia de occidente se vienen adjudicando una lucidez absoluta, una lucidez capaz de permitirles interpretar los mandatos “del más allá” y que se encargan de cumplirlos y hacerlos cumplir en la tierra, cueste lo que cueste. Pero estos actores principales, fundamentales, estas primeras figuras que asumen el papel de una “vanguardia divina” no actúan solos. No se trata de unos simples enajenados que aisladamente propugnan acciones terroríficas con la intención de dejar estupefacto al mundo. El hombre no asiste pasivo y expectante a la acción de esos locos. El hombre se escandaliza y se hace el distraído para eludir su responsabilidad. Pero, en general, nadie esta libre de pecado, nadie podrá arrojar la primera piedra, sea cristiano, judío o musulmán. El mundo, en particular el mundo occidental “musulmano-judeo-cristiano” y de este mundo su mayor invento: el Hombre, participa, acompaña, colabora y proporciona sentido, masivamente a los personajes principales de esta comedia dramática, lo hace desde un rol de protagonismo secundario pero de capital importancia en la obra. Son como los coros que en las óperas todo el tiempo acompañan a los actores de primera línea, marcando los tiempos, los climas y los énfasis de la pieza.

Si aquellos que se creen ungidos de Dios no contasen con una base fuerte que sustente su ideología, no tendrían éxito, o, al menos, no podrían sostener su prédica a lo largo del tiempo y permanecer insertos en el contexto histórico, social y cultural de la humanidad. Es por eso que para tenerlo, para tener éxito, para poder posicionarse y perdurar en la vanguardia durante miles de años, han requerido indudablemente de una incalculable cohorte de obsecuentes, que bajo el apelativo de “Pueblo”, “Masa”, “Grey”, “Ciudadanía”, “Feligresía”, “Falange”, “Ejército”, “Corporación”, “Colectividad” o como cuernos se hagan llamar, deberán suscribir necesariamente las doctrinas mesiánicas de los vanguardistas. Sin esta cohorte jamás sería posible que los ideólogos, que se creen poseedores “del conocimiento” y dueños de “la única verdad posible”, cumplan sus objetivos.

Cualquier intérprete de Dios deberá ser necesariamente intolerante, convenientemente intolerante. Porque sea que interprete al Dios de la religión cristiana, musulmana o judía, o al Dios de la teoría de la liberación, o al del marxismo, o al Dios del mercado, o al del progreso, o al de la ciencia; en fin, a cualquiera de los dioses que se adjudican el monopolio de la verdad mediante un discurso único, lo convertirá en intolerante.

Así podríamos decir: Todo discurso único es eminentemente intolerante, porque su condición de único no tolerará la inclusión de otro que, paradójicamente, lo haría dejar de ser único.

Algunas ideologías políticas como la democracia, el humanismo, el liberalismo, el socialismo, etc. hacen un gran esfuerzo para salirse de este aprisionamiento, sin embargo, a lo largo de los últimos siglos no parece haber habido demasiada diferencia entre lo producido por las democracias, el liberalismo y cualquier otro sistema político/ideológico de occidente. De hecho, ningún sistema escapa a la paradójica actitud de intolerancia. Se ven pocas diferencias entre los nazis del nacional-socialismo, con los demócratas de Washington que lideraron la cruzada en Vietnam, con los pogroms, esas purgas para cazar judíos que se organizaban en Polonia en el siglo XVlll, con las hordas stalinistas que asesinaron a millones de personas para proteger las bases de la revolución socialista, con la causa sionista, que parece siempre dispuesta a apartar todo lo que no pertenezca a la ideología judía. Todo esto es patéticamente relacionable con la caza de brujas que la iglesia católica lideró en la edad media, o con los crímenes indiscriminados a los que tuvo que apelar Mahoma, para cumplir con el mandato de Alá de regresar a la Meca y expulsar a los idólatras.

Sobre esto último, aunque seguramente resultaría interesante como materia de otro trabajo debido a la puntual referencia del asunto al tema de este artículo, deberemos detenernos un instante. El Islam, a diferencia de lo que podría parecer a primera vista, no viene a insertase como una cuña entre las dos grandes religiones monoteístas de la edad media, el cristianismo y el judaísmo. El Corán no aparece como un nuevo discurso de inclusión y tolerancia para zanjar de algún modo el inmenso abismo que abrían el viejo y el nuevo testamento, o para diluir las diferencias y colaborar con un equilibrio razonable entre los dos credos. No. El Islam viene a instalarse como una opción única. Viene para afirmar, viene para marcar a fuego e instaurar permanentemente la idea de occidente de un pensamiento único. No es casual que surja en Arabia, donde habitaban las últimas grandes tribus politeístas del mundo conocido de entonces, tampoco es casual que se fijaran como objetivo principal la conquista de La Meca, que era el lugar donde esas tribus descansaban y rezaban a sus dioses diversos. Sin duda, Mahoma hubiera sido bien recibido por los Quraishitas, si se hubiese mostrado dispuesto a poner en juego a su dios con los de ellos. Pero para Mahoma, como para Jesús o para Abraham, era imposible pensar en la inclusión de un otro, porque aunque compartían un mismo Dios en el cielo, lo que importaba finalmente era la interpretación que cada uno hacía de él en la tierra. Resulta claro, entonces, que la trampa reside en el discurso único y que toda forma pesada de pensar, todo pensamiento fuerte, no permitirá nunca mediante la inclusión natural de lo que se diferencia, jugar lo otro, lo que se distingue. Cualquier dogma, sea político, religioso o científico, por más piadoso, liberal o tolerante que diga ser, tenderá siempre a ver en el otro, en el diferente, al enemigo, y ésto por una simple razón, porque el otro estará viéndolo a él del mismo modo. En un esquema de pensamiento fuerte el vector de sentido será, siempre, de doble sentido.

O sea: La democracia no podrá incluir nunca al comunismo, y viceversa. ¿De qué otro modo sino basándose en ésto un grupo de personas puede hacer un curso de aviación, secuestrar algunos aviones con cientos de pasajeros, estrellarlos contra los edificios más altos del mundo y provocar el asombro cínico de millones de personas que, a su vez, están bloqueando naciones, haciendo la vista gorda frente a atropellos, secuestros, abusos, torturas, holocaustos, etc?

H 77 – 16.11.2001



Diario

Anotación al jueves 18 de enero de 2001

Bono *

Ocho de la mañana en Buenos Aires. En la ancha acera de la avenida Coronel Diaz, frente mismo a lo que fue la penitenciaría de Las Heras y que ahora es un extenso parque, elijo una pequeña mesa blanca rodeada de sillas también blancas, bajo un tilo joven de generoso follaje. En la mañana estival el fresco y la brisa son acariciantes y bienhechores.

“Café con leche y tres medialunas de grasa”.

Enfrente, el generoso césped es incesantemente regado por los aspersores y su perfume verde y el olor salvaje de la tierra mojada me regalan su bautizo de sosiego, sagrado, diría. Y leo. Textos breves que entregué ayer a la redacción, leo.

“Su desayuno, señor”, y se puebla mi mesa con platillos, tazones y vasos que impiadosamente desalojan mis lápices y papeles.

Módico edén habitado por mí y por mis pensamientos, también por los beatos fantasmas que no puedo gobernar. Deambulan, viajan aquí y allá, hacen su voluntad a veces distante de la mía, mutan, vuelven a ser lo que antes; luego se aquietan y escriben. Creo que escriben en el tenue papel de mi conciencia, para olvidar después. Sin culpa y sin testigos, sin el censor escriben en el efímero papel.

Soy yo como unas veces he sido, como otras veces no.

* Soy el autor del texto que precede, el que escamotea su identidad tras el seudónimo elegido, el que mira sin ser visto, atisba sin ser sospechada su presencia. Y desde este lugar de privilegio procuro incomodarme inquiriéndome -como quizá lo harías tú, lector- por qué me oculto. Y no sé responder. Me pregunto también, no sin alguna vanidad y un dejo de esperanza, si acaso quieres conocerme, arrancarme la máscara y gritar airoso: ¡piedra libre! Y eso -¡ay!- tampoco lo sé. Viene ahora a mi memoria una respuesta de ilustre y venerable antecedente; la copio y te digo: Soy El Que Soy.

© 2001 especial para Heráclito.
H 77 – 16.11.2001



Frecuentemente la literatura para niños ha sido desdeñada por los medios de difusión de la cultura. No se ha advertido la conveniencia de familiarizar a los hombres con la lectura, la reflexión y la estética desde la edad temprana; y entonces se les ha ignorado unas veces y otras se les ha ofrecido a los niños textos de dudosa calidad literaria. No obstante, es justo reconocer que los anaqueles de las bibliotecas también ofrecen al lector de pequeña anatomía obras de reconocida calidad y de propósitos edificantes. Aquí publicamos una ficción de una de nuestras colaboradoras de Argentina.

Zapam-Zucum

Olga Montoya

Redondo, con abdomen prominente y dos brazos y dos piernas muy largas y delgadas. Unos ojos redondos y negros que se mueven en forma permanente con curiosidad, pero que no pestañean porque carecen de pestañas, una boca de zeta acostada, la nariz redonda en forma de botón deshilachado, pelo ralo y lacio de color indefinido que cae sobre los ojos, todo él azul-verde, así es Zapam-Zucum.

La primera vez que lo encontré se había atrevido a meterse en mi tazón de sopa. Casi muero de susto. Era tarde de noche,y hacía frío. Yo me había preparado una riquísima sopa con choclo, papa, zapallo, brócoli, zanahoria y albahaca. ¡Humm... qué aroma despedía la cacerola mientras hervía perezosa en el fuego! Volqué toda la sopa al tazón para esperar que se enfriara un poco y luego disfrutarla. Esperando, sentí un ruido ¡plaf! y luego otro y otro. ¡Plaf!...¡Plaf!...¡Plaf!

-¡Qué rico esta esto!- dijo una voz ronca, que sonaba oxidada.

Creí que estaba enloqueciendo. Algo monologaba en mi tazón de sopa. Un brazo muy largo, indolente, sobresalía de la superficie del caldo. Y un cuerpito azul-verde presentado primero en forma de una voluminosa y redonda panza aparecía de a poco ante mi vista.

-¡Caray! -exclamé- ¿Y esto?

-¿Cómo “y esto”? -contestó inmediatamente eso que estaba en mi tazón de sopa-. Sepa, señor, que yo no soy “¡y esto!” No soy una cosa. Yo soy Zapam-Zucum, un duende. Bah...¿por qué ser modesto? Soy un gran duende.

Era muy cierto lo que me había dicho en aquella primera ocasión que nos conocimos, Zapam-Zucum era un pequeño gran duende. Pequeño en tamaño pero terriblemente grande para hacer desastres y travesuras de cualquier índole. Ah... como suponen bien, en aquella primera ocasión, se tomó toda la sopa que yo había preparado con tanto esmero y luego se acostó en el fondo del tazón a dormir, sin siquiera decirme gracias.

Ya instalado definitivamente en mi casa, otro día se le ocurrió que debía acompañarme al trabajo y no pude de modo alguno hacerlo desistir de la idea. Trabajo en una escuela como maestro de música. Ese día iba a mostrar a los niños algunos de los instrumentos musicales de la orquesta, especialmente los de viento, y era mi intención que ellos mismos se atrevieran a buscar sus sonidos y experimentaran la incomparable sensación de reconocer los instrumentos. Zapam-zucum se trasladó al colegio conmigo, abrigado entre mis cabellos y soplándome todo el tiempo al oído izquierdo, porque según él es con el que mejor escucho, indicaciones para que mi cabeza no se moviera con brusquedad y provocara su caída.

Cuando llegamos estaba como desaforado. El paseo en mi cabeza y entrar en la escuela donde trabajo era para él la gran aventura. Sin que me diera tiempo a decirle palabra, se zambulló en el saxo.”¡Cómo me gusta el jazz, viejo!”, me dijo. “¿Sabés que yo escucho mucho a Louis Amstrong? y al otro...este otro... ay, ay, acá lo tengo, en la punta de la lengua, sí, sí, el que vos pensás.”

“¿Quién, Jimmy Scott?”

“Ese, viejo, ese. Y también la Jazz Band. Ah... te sorpendí, eh... ¿Sabés que Coqui es amigo mío?.. y de muchos años además. ¡Sí señor!”

Cuando llegaron los chicos me aboqué a la clase. Todos comenzamos a imitar sonidos del agua, del viento, de susurro de hojas, de las gotas de lluvia y otros muchos cuando imprevistamente (es un decir, porque yo ya estaba previendo cualquier cosa) a Zapam-Zucum se le ocurrió soplar desde adentro del saxo. El instrumento emitió un estruendoso bostezo, como de gigante que se despierta luego de una generosa y buena siesta. Y esto no fue todo. El saxo, mágicamente, pegó tres saltitos y cayó al piso haciendo gruuussss, plannn, plann. Los chicos quedaron mudos y yo para qué contarles. ¿Cómo iba a explicar que adentro del saxo había un duende? ¡Y que había entrado a la escuela entre mis cabellos! ¡Y que vivía en mi casa! Por supuesto que aquí no terminó todo. Con agilidad que no se puede sospechar para su cuerpo redondo, Zapam-Zucum se acomodó en el oboe y con sus bracitos delgados y ágiles intentó sacar y -¡lo logró!- sonidos como estrujados y agudos que inspiraban miedo.


Mis alumnos miraban alternativamente, interrogando sin palabras, a los instrumentos animados y a mí. Yo les confieso que no sabía qué decir. Pero Zapam-Zucum sí. Desenroscándose desde el alma del oboe saltó para columpiarse en el caño transversal del triángulo. Se acomodó en danzante equilibrio y , haciendo una gran reverencia, se presentó ante los chicos.

-¡Hola! ¿Qué tal niños? Mi nombre es Zapam-Zucum, soy un genio de la música y casi nadie se me compara. Observen bien y aprenderán rápidamente.

Antes de que yo pudiese salir de mi sorpresa, en un despliegue de acrobacia y talento, Zapam-Zucum saltó del oboe a la flauta de la flauta a la quena de la quena al saxo del saxo al clarinete del clarinete al timbal del timbal a la corneta, haciendo sonar cada uno de los instrumentos en su justo tono y timbre. Los chicos, aplaudieron a rabiar y, entusiasmados, se dispusieron a imitarlo. Se habían olvidado de mí. Zapam-Zucum dirigía la orquesta con brío y pasión y de vez en cuando me miraba girando sus ojos redondos grandes y negros como platillos de disco. Y así Zapam-Zucum se convirtió en el gran profesor de música.

Si alguna vez encuentran en sus casas a Zapam-Zucum no se asusten. Es un poco exótico pero muy divertido y buen amigo. ¡Zapam-Zucum! ¿Qué estás haciendo con el gato y las cuerdas del violín?

Y este es el final de un cuento
Que voló con el viento.

© 2001 especial para Heráclito.
H 77 – 16.11.2001

Heráclito 62

Fragmento de Empédocles

Simplicio, Phisyca, 157, 25 y 161,14; Plutarco, Amat., 756 D; Clemente, Stromateis, V, 15, siguiendo la clasificación de Diels-Kranz. Tomado del título original Die Fragmente der Vorsokratiker, sin indicación del traductor. Ed. Edicomunicación, Barcelona 1995.

Será doble mi discurso: pues tan pronto el Uno creció y se quedó uno solo desde mucho,
tan pronto se dividió para ser muchos a partir del Uno.

Doble es el nacimiento de las cosas mortales, doble su cesación:

Pues el encuentro de todos los seres en uno engendra la cesación de ellos y acaba con su nacimiento,

pero al desunirse los seres el nacimiento vuelve y se desvanece la cesación.

Y este perpetuo movimiento alternante nunca tiene fin, unas veces reuniéndose todos los seres en uno por el Amor,

otras separándose todas las cosas arrastradas por la repulsión del Odio.

Así por cuanto el Uno ha aprendido a nacer de los muchos,

y de nuevo, disgregado el Uno, los muchos surgen,

por eso nacen y nacen y no hay vida firme para ellos;

pero por cuanto un cambio perpetuo sigue sin fin,

por ello las cosas subsisten siempre inmutables en su ciclo.

Y bien, escucha mis palabras, pues el aprender aumenta la inteligencia;

pues como antes te dije, anunciándote los límites de mi discurso,

éste será doble: pues unas veces el Uno creció hasta ser único

a partir de los muchos, otras veces se disgregó para ser muchos a partir del Uno,

fuego, agua, tierra y éter inmensamente alto...

H 76 – 09.11.2001



Diels y Kranz explican así la

Doctrina de Empédocles

Cuatro son las raíces de todas las cosas: Zeus (fuego), Hera (tierra), Edoneo (aire) y Nestis (agua), no hay nacimiento ni muerte, sino sólo mezcla y disolución de los elementos y nacimiento es como lo llaman los hombres, no puede nacer nada de la nada, ni es posible que algo muera por entero *.

El Uno se dividió en muchos y luego a partir de los muchos se vuelve Uno. Unas veces reuniéndose todos los seres en Uno por el Amor, otras separándose por la fuerza de la repulsión del Odio.

Amor y Odio por turno dominan en la evolución del tiempo.

Un ejemplo de esto nos pone Empédocles en el cuerpo humano. En éste, cuando los elementos están reunidos existe el cuerpo y, cuando se disgregan, es la muerte.

...nos dice que los elementos son los mismos, que pasan unos a través de otros y nacen así cada vez de una forma.

De estos elementos vienen cuantas cosas fueron, son y serán, árboles, hombres y mujeres, bestias salvajes y pájaros y los peces nutridos en el agua y los dioses.

La obra de la creación la compara con la de un pintor, que para componer sus formas elige los colores mezclándoles.

Que no penetre en la mente el error de que hay otro origen en las cosas mortales.

Cuando está unido el Uno en sí mismo es la Esfera. Entonces ni se distingue el claro aspecto del sol, ni tampoco la fuerza velluda de la Tierra, ni el mar, de tal modo estaba apoyada en el sólido refugio de Armonía la Esfera bien redonda, ufana en su circular solitario, igual por todas partes a sí misma y absolutamente sin límites.

Pero cuando el Odio en sus miembros es alimentado, éstos empiezan a sacudirse unos a otros.

Cuando el Odio se ha retirado, en cambio, a la parte más profunda del torbellino, y el Amor alcanza el centro de éste, se concentran en él todas las cosas para formar un solo ser.

Y cuanto más se aleja el Odio, tanto más siempre avanza el impulso divino y dulce del Amor sin queja.

Hay un paralelismo evidente entre las teorías de Empédocles y Parménides o Heráclito. Recuerda mucho a Heráclito en la primera parte del poema De la Naturaleza, ya que dice, hablando de la situación de los hombres, “muchos males asaltan a los mortales y embotan su pensamiento, y se dan sólo cuenta de una pequeña parte de la vida (...) y cada uno se jacta de haberlo descubierto todo”.

Para Aristóteles, Empédocles es un filósofo pluralista, por explicar el cambio no a partir de un solo ser o principio, sino de cuatro elementos. Sin embargo para ésto se ve obligado a suponer que la Esfera es un estadio precósmico. Pues de otro modo está claro que antes de los cuatro elementos separados está la Esfera, donde todo está unido con el Amor, una Esfera comparable a la de Parménides.

El Uno y lo múltiple son dos etapas que alternan cíclicamente, marcadas por el predominio del Odio o el Amor.

Esta alternancia supone, para nuestro entender, que nunca hay un momento en que exista solamente Amor, pues el Odio debe conservarse en forma de semilla, lo cual explicaría que, en un momento dado, despierte y haga sacudir de nuevo los miembros de la Esfera, para comenzar a separarse entre sí.

Lo mismo que en el período de predominio del Odio, debe conservarse el amor en forma de semilla, para poder crecer a partir de ahí y recomenzar el camino de vuelta a casa.

Empédocles afirma ambos momentos como polos de una misma realidad, como dos aspectos contrarios que ésta adquiere.

En cambio, Parménides considera real sólo el momento en que la Esfera está, eterniza la Esfera, por cuanto la manifestación de la multiplicidad, la apariencia dividida no le parece real, pertenece a la apariencia que capta la ignorancia, es objeto de la opinión.

En todo caso, desde el momento en que la Naturaleza comienza a manifestarse, empiezan a tener personalidad los cuatro elementos de Empédocles, que provienen de uno sólo; en Heráclito, desde luego, surgen de uno sólo, que es el Fuego, del cual salen y en el cual se reasumen luego todas las cosas, pero también en algún lugar hace ver que “la muerte del fuego es el nacimiento del aire y la muerte del aire el nacimiento del agua” (LXXVI Plut.), es decir que Empédocles y Heráclito coinciden bastante en la evolución de la Esfera, mejor dicho, a partir de este momento en que la Esfera empieza a disgregarse, pues Heráclito no nombra a la Esfera más que en ésto. Empédocles ve cuatro elementos, fuego, aire, tierra y agua, que son el mismo cambiando de forma, y Heráclito ve un solo principio, el fuego, que cambia en aire y luego en agua. Los tres afirman directa o indirectamente la unidad que subsiste bajo todo, pero Empédocles goza con la descripción de la Naturaleza, de la Creación, como si bendijera la unidad por dar lugar a la diversidad. Lo peculiar de Heráclito es el necesario enfrentamiento para la unión. De Parménides podría decirse que es el más abstracto o el más puro.

Pero todos afirman necesariamente la Unión, puesto que si todas las formas variadas por obra del Odio (Empédocles) u opuestas por obra de la Armonía (Heráclito), provienen de lo Uno y a lo Uno han de volver, son por ello irreales, pues son sólo para dejar de ser. En cambio es la identidad real que subsiste bajo estas formas, variadas u opuestas o aparentes respectivamente, a la cual han de volver, o por la cual son sustentadas.

* Si bien la puntuación y algunas veces la sintaxis son incorrectos, hemos respetado escrupulosamente el texto, dado que esclarece el pensamiento del filósofo sin deformación ni menoscabo (N. de la R.)
H 76 – 09.11.2001



El señor George W. Bush y el señor Osama Bin Laden nos amenazan y nos mienten

Eduardo Dermardirossian

En efecto, ambos nos amenazan sin disimulo. Que esta es una guerra del bien contra el mal, que se está con nosotros o contra nosotros, que el castigo alcanzará a quienes cometieron el atentado múltiple de Nueva York y Washington y a todo aquel que les de alojo o protección; y también que Dios está de nuestra parte: todo esto y aún más dijo el presidente Bush. Lo dijo al mundo todo, con lo cual hizo extensiva su amenaza a todas las naciones y comunidades del planeta. Bin Laden fue más cauto, porque si bien echó mano de la amenaza igual que su otrora amigo, la enderezó hacia los Estados Unidos de Norteamérica e Israel. Consciente de que sus palabras no debían exceder las dimensiones de su poder y atendiendo a la necesidad de alentar el sentimiento antinorteamericano extendido en el mundo, fue discreto. Y ganó la primera batalla antes del comienzo de las hostilidades sobre suelo afgano: logró que el gobierno norteamericano reconociera la necesidad de que el pueblo palestino sea dueño de su propio Estado y levantó la ira del gobierno israelí, hoy comandado por la derecha. El millonario saudí, ahora devenido referente islámico y dueño de un poderoso aparato capaz de acometer acciones que atormenten a una nación como la norteamericana, producto él mismo de los afanes imperiales para resistir el avance de la otrora superpotencia, la Unión Soviética, habría asestado un segundo golpe sobre su actual enemigo: sembrar el miedo en toda la sociedad norteamericana, tenerla poco menos que recluida en sus hogares, hacerla presa de zozobra y hasta de pánico en algunos casos: despobló Wall Street durante varios días, precipitó sus cotizaciones de manera alarmante, desalojó más de una vez las sedes del poder militar y político de los EEUU, tales como su Pentágono primero y luego su Capitolio y la mismísima Casa Blanca, nada menos.

Así, entonces, el señor Bush profiere sus amenazas erga homnes y nos somete a sus presiones diplomáticas y financieras para, luego, sembrar con fuego el territorio afgano. El señor Bin Laden, por su parte, endereza sus amenazas al Estado con el que está en conflicto y es su territorio que siembra prolija, medida y selectivamente con miedos que enferman. Aún más: los datos con que se cuentan parecen indicar que el ataque que le es atribuido a al-Qaeda proviene del propio territorio del país de Bush. El señor George W. Bush pelea dispersando su poderío militar, financiero y diplomático por todo el mundo, aún en los países islámicos cuyos pueblos manifiestan una señalada simpatía con al-Qaeda, en tanto que el señor Osama Bin Laden parece operar centralmente desde y sobre el territorio de su enemigo. Tácticas y estrategias diferentes y divergentes, que resultan de una capacidad operativa también diferente pero, a un tiempo, de una concepción diversa de lo que es esta guerra. Y quizás -por qué no- de unos propósitos distintos, de objetivos disímiles. ¿Quién sabe, en definitiva, cuáles son los fines queridos por las partes beligerantes cuando las hostilidades ya se han desencadenado?

A propósito de los fines de la guerra digamos también algo. Y de su justificación. El señor Bush (cuanto él representa y simboliza, en definitiva) ha definido a ésta como “guerra contra el terrorismo”. Mal comienzo: no hay guerras contra “ismos”. Hay una lectura trágica de la historia de la humanidad y es la que se hace examinando las guerras por las que ella ha transitado a través de los tiempos. Nunca una de ellas ha sido contra alguna clase de “ismo”, porque la guerra, por su propia naturaleza, no pretende la destrucción de abstracciones (y los “ismos” siempre lo son). La guerra procura, por definición, la destrucción física, material y efectiva del oponente; y, en el mejor de los casos, la neutralización definitiva de su capacidad operativa. De modo que en cualquier caso el propósito del beligerante es la aniquilación del enemigo como tal. Y aquí sobran los eufemismos. Hablar de “guerra contra el terrorismo” memora el concepto de “guerra santa” que levantan importantes sectores del Asia Central y del Oriente Medio para concitar la adhesión de sus correligionarios y de los gobiernos que vacilan entre el poder fenomenal de la potencia occidental y la presión de sus comunidades y del clero. De modo que los fines de la guerra que hoy ocupa nuestra atención son difíciles de determinar, más allá de quienes siempre medran con sus calamidades. La dinámica de los hechos, que generalmente es escamoteada por unos y por otros, muda de continuo y con ella mudan también los fines inmediatos y mediatos perseguidos. Saben los estrategas que otro modo de obrar y de mirar la guerra puede conducirlos a la derrota. Cerca están los ejemplos.

Un último tema del que quiero ocuparme ahora es el referido a la justicia de la guerra, no al concepto en sí -arduo de tratar y que ha ocupado a sesudos filósofos, teólogos y otros especímenes de la aventura del pensamiento-, sino al juicio, a la valoración que somos proclives a hacer en nuestro decir cotidiano respecto de la “guerra justa”. Y esto dependerá del lugar donde estemos situados y de los insondables sentimientos de simpatía o antipatía y hasta odio que despierten en nosotros los contendientes. También, claro, de la posición ideológica de cada quien. Lejos de utilizar recursos oratorios, lingüísticos o dialogales, digo desde ya mi rechazo, es más, mi visceral repugnancia respecto de cualquier intento de adherir a uno u otro partido cuando de la guerra se habla. No hay guerra justa. Es mentida la invocación de una voluntad divina cuando los hombres se matan unos a otros, no importa por qué causa sea. ¿Qué hombre de fe judeo-cristiano-islámica, pensando, sintiendo y obrando según lo que tenga por voluntad divina y las enseñanzas de su religión, puede sinceramente creer que mata con justicia? Quienes así dicen hacerlo –y lo dicen los Bush y los Bin Laden- nos mienten. Y saben que nos mienten. Y a quienes situados en algún partido sienten la justicia de su causa y por eso matan o mueren en la creencia de obrar bien, habrá que decirles que nunca hay justa causa para matar, tampoco para morir o inmolarse; decirles, también, que la particular y trágica circunstancia que genera la guerra oscurece el juicio, tal que mientras dure la conflagración nadie será capaz de discernir el bien del mal, lo justo de lo injusto.

El señor Bush y el señor Bin Laden nos amenazan, sí. Y también nos mienten.

Nota: Este artículo fue publicado a días de producido el atentado al World Trade Center, N. Y.
H 76 – 09.11.2001



Conciencia de la libertad

José Carlos García Fajardo *

En un momento en que se acusa a nuestras sociedades de secularizadas y desprovistas de valores se extiende con peligro una ofensiva de fundamentalismo integrista que amenaza los auténticos pilares del ser humano: el derecho a la vida, a la libertad, la justicia y la solidaridad así como el derecho a la búsqueda de la felicidad porque la persona es algo más que una máscara, que una representación o que una tarea. El ser humano es un fin en sí mismo y jamás podrá ser un objeto o medio para nada. Aunque no supiéramos explicar el sentido de la vida, hay que afirmar que tiene que tener sentido vivir. Y vivir con plenitud en el despliegue de capacidades porque ser felices es el único quehacer digno del ser humano. Si todo ser que alienta "vive", el ser humano "vive para", y esta dimensión no se agota en el mero altruismo sino en la reciprocidad fecunda.

El filósofo Raimundo Panikkar, una vez más, aporta luz en nuestro caminar. Aborda con clarividencia la paradoja de la antropología que como "ciencia del hombre" corre el peligro de quedar aprisionada en el ámbito de la razón, de la cultura o de la filosofía reduciéndola a la esfera en la que el anatómico de Leipzig, Magnus Hundt, la comenzó a utilizar en 1501.

Pero el hombre en cuanto hombre se pregunta por sí mismo. Ya en los albores de nuestra civilización, Chilón, uno de los siete sabios de Grecia, formuló la frase magistral que figuraría en el frontón del templo de Apolo en Delfos: "conócete a ti mismo". El hombre, dice Panikkar, es el sí mismo que no puede conocerse si no se ve en el espejo del otro porque su autoconocimiento pertenece a su misma naturaleza. Por eso, como sujeto no puede ser objeto de ninguna ciencia. Es el conocedor y no sólo lo conocido.

De ahí que la antropología pueda significar la escucha con todas nuestras capacidades de lo que el hombre dice sobre sí mismo. Para eso, "hay que saber escuchar las diversas voces, las diversas canciones, las diversas melodías que el hombre dice, que el hombre canta."

Este saber escuchar requiere simpatía, amor y conocimiento de lo que los otros dicen de sí. "Sin simpatía no se puede entender, sin amor no nos abrimos al otro, sin conocimiento no se puede saber lo que los otros dicen de sí." Y los hombres se han interpretado de muy diversas maneras según las distintas culturas de la humanidad. No existe, pues, una sola voz, una sola cultura ni una única religión verdadera pues la verdad es lo que todos buscamos y nadie puede poseerla, sino participarla.

Cada cultura es como una galaxia que crea sus criterios de verdad, bondad y belleza y es preciso acercarnos a ellas mediante un diálogo dialogal y no reducir al hombre a un solo modelo. Por eso, Panikkar sugiere la expresión "antropofanía" para entender lo que los otros dicen de sí.

Habla de la fenomenología como una de las ramas de la filosofía que intenta describir lo que aparece. Pero en la fenomenología religiosa no basta la razón ya que el creyente cree ver algo más que lo que el mero observador ve con ayuda de la razón y de los sentidos. Por eso "una buena fenomenología debe abstenerse de juzgar sobre la verdad objetiva del fenómeno". La interculturalidad nos impide caer en semejante reduccionismo porque la razón no es el único órgano del conocimiento, "el único ojo con el que el hombre ve". Ya la tradición escolástica cristiana y la tradición budista tibetana hablan de los tres ojos con que el hombre entra en contacto con la realidad: razón, sentidos e intuición.

Ricardo de San Víctor habla de los tres ojos y Nicolás de Cusa dice que para saber lo que el hombre es no basta con la sensación, hace falta imaginación, razón e intelecto intuitivo. De lo contrario la humanidad se vuelve estrábica cuando no tuerta.

Aduce Panikkar ejemplos de los sistemas filosóficos de la India para evitar el peligro de una antropología reduccionista y así contribuir a superar el falso dilema de la racionalidad /irracionalidad.

Pero hay más, el hombre en sí no existe. Existe en una tierra y junto a otros muchos seres entre los cuales sus semejantes ocupan un lugar especial. La idea que el hombre tiene de sí mismo depende del mito en el cual vive, se mueve y piensa... Sus distintas manifestaciones darán lugar a otras tantas antropologías o antropofanías."

De ahí que R. Panikkar distinga un triple telón de fondo sobre el cual las distintas culturas de la humanidad se han autointerpretado: el cosmológico, el teológico y el antropocéntrico que ilustra con ejemplos del Rig Veda y de otros textos védicos, del Tao Te Ching, de la Grecia clásica, de la Biblia y de pensadores cristianos como Agustín o del Renacimiento como Nicolás de Cusa, Pico de la Mirándola o Juan Luis Vives para culminar con Zubiri y el antropólogo Geertz.

Como es conocida la intuición cosmoteándrica de nuestro pensador, baste decir que su anhelo es superar el monoculturalismo tan enraizado en Occidente, reconocer la relatividad cultural, que no el relativismo que se destruye a sí mismo en su formulación, y el reconocimiento del pluralismo como la forma adecuada de acercarnos al fenómeno humano. "Una antropofanía intercultural nos facilita una fecundación mutua entre las culturas de la humanidad; fecundación que exige conocimiento y amor."

Ante el marasmo de basuras televisivas, ante el consumismo preconizado por un modelo de desarrollo inhumano, ante la evasión inane de sucedáneos deportivos y ante descalificaciones de responsables religiosos que no respetan la realidad del otro, reconforta escuchar palabras de esperanza y de justicia de personas que van por el camino en busca de la verdad sin fijarse límites ni imponer prejuicios. Es un auténtico progreso en la conciencia de la libertad.

* Presidente de la ONG Solidarios para el Desarrollo y profesor de Pensamiento Político y Social en la Universidad Complutense de Madrid.
H 76 – 09.11.2001



Temas de ética, moral y derecho

Derechos Humanos

Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico, 1999, pág. 481.

Los llamados «derechos humanos» parece que tienen mucho que ver con la Ética y con la Moral. ¿Por qué llamarlos derechos y no deberes, por ejemplo? La pregunta alcanza toda su fuerza desde las coordenadas que, según modos muy diversos, tienden a ver la distinción entre los términos «ética y moral», por un lado, y «derecho», por otro, como una distinción dicotómica. Quienes, por el contrario, no entienden esa distinción dicotómicamente, puesto que presuponen la efectividad de un entretejimiento sui generis entre la ética y moral, y el derecho, estarán lejos de hacerse esta pregunta. Más bien tendrían que hacerse la pregunta contraria: «¿Por qué no llamar derechos a los deberes éticos y morales?» En términos gnoseológicos: «La cuestión de los derechos humanos, ¿no corresponde antes a la Teoría del Derecho (a la Filosofía del Derecho) que a la Teoría de la Ética y de la Moral?» El debate en torno a la cuestión de si los derechos humanos han de considerarse desde una perspectiva estrictamente jurídica, o bien desde una perspectiva previa, o por lo menos no reducible a la esfera estrictamente jurídica —es decir, una perspectiva ética y moral— compromete evidentemente la cuestión general de las relaciones entre el derecho estricto y la moral o la ética; así como la cuestión general de las relaciones entre las normas éticas y las normas morales. Partimos de la hipótesis general según la cual las normas jurídicas (los derechos, en sentido estricto) presuponen las normas éticas y morales, pero casi a la manera como el metalenguaje presupone el lenguaje objeto. Sólo que las normas jurídicas no las entendemos como un mero «nombre» de las normas morales o éticas, algo así como una reexposición reflexiva de normas prejurídicas o preterjurídicas. Las normas jurídicas no son un pleonasmo de las normas morales o éticas. Si a las normas jurídicas les corresponde una función peculiar y no la de una mera redundancia de las normas morales o éticas, sin que tampoco pueda decirse que se mantienen al margen o más acá de la ética o de la moral, es porque las propias normas morales o éticas, en un momento dado de su desarrollo, necesitan ser formuladas como normas jurídicas. Si esto es así es porque las normas morales, y las normas éticas, no sólo no son idénticas entre sí, sino que ni siquiera son estrictamente conmensurables. Es en este punto en donde pondríamos la función más característica de las normas jurídicas, prácticamente ligadas a la constitución del Estado, como una sistematización de las normas éticas y morales, orientada a resolver las contradicciones, a llenar las lagunas y a coordinar las normas yuxtapuestas (y también, es verdad, a generar un proceso infinito de «normas intercalares» específicamente jurídicas). Es en este proceso de sistematización en donde los deberes éticos o morales, en general, cobrarán la forma de derechos positivos estrictos garantizados por el Estado. Según esta concepción, decir, por ejemplo, que la política (o el derecho) «debe respetar la ética» no tiene el sentido de que la ética o la moral sea algo así como una regla más alta inspiradora de la política (como si el político o el jurista estuviese vigilado por el moralista, lo que es un último residuo de la subordinación del Estado a la Iglesia); pues no se trata de que se inspire por ella, sino, más bien, porque la ética y la moral son la materia sobre la que se basa la política y el derecho. Según esto, la crítica al derecho, desde la perspectiva ética o moral, sólo encuentra su verdadero punto de apoyo cuando puede tomar la forma de «crítica a un derecho» desde «otros derechos». La dialéctica de la sistematización jurídica incluye, desde luego, la aparición de normas jurídicas que violentan determinadas normas éticas y morales, las que han debido ser sacrificadas a la sistematización global. Este esquema general de las relaciones entre el derecho y la moral y ética es el que podemos aplicar, como a un caso particular, para dar cuenta de las relaciones entre los derechos humanos, como normas jurídicas, y los derechos humanos como normas éticas y morales. En términos generales diríamos, refiriéndonos por ejemplo a la Declaración de 1789, que esa Declaración de los derechos humanos habría consistido, sobre todo, en una sistematización muy precaria, sin duda, de los deberes éticos, separándolos de los deberes morales (que aparecen, sobre todo, como derechos del ciudadano).

H 76 – 09.11.2001



Poema de Ernesto “Che” Guevara

Vieja María

Vieja María, vas a morir.
quiero hablarte en serio:

Tu vida fue un rosario completo de agonías,
no hubo hombre amado, ni salud, ni dinero,
apenas el hambre para ser compartida;
quiero hablar de tu esperanza,
de las tres distintas esperanzas
que tu hija fabricó sin saber cómo.

Toma esta mano que parece de niño
en las tuyas pulidas por el jabón amarillo.
Restriega tus callos duros y los nudillos puros
en la suave vergüenza de mi mano de médico.

Escucha, abuela proletaria:
cree en el hombre que llega,
cree en el futuro que nunca verás.

Ni reces al dios inclemente
que toda una vida mintió tu esperanza;
ni pidas clemencia a la muerte
para ver crecer a tus caricias pardas;
los cielos son sordos y en ti manda el oscuro,
sobre todo tendrás una roja venganza
lo juro por la exacta dimensión de mis ideales.
Muere en paz, vieja luchadora.

Vas a morir, vieja María;
treinta proyectos de mortaja
dirán adiós con la mirada,
el día de estos que te vayas.

Vas a morir, vieja María,
quedarán mudas las paredes de la sala
cuando la muerte se conjugue con el asma
y copulen su amor en tu garganta.

Esas tres caricias construídas de bronce
(la única luz que alivia tu noche)
esos tres nietos vestidos de hambre,
añorarán los nudos de los dedos viejos
donde siempre encontraban alguna sonrisa.
Eso era todo, vieja María.

Tu vida fue un rosario de flacas agonías
no hubo hombre amado, salud, alegría,
apenas el hambre para ser compartida,
tu vida fue triste, vieja María.

Cuando el anuncio de descanso eterno
enturbia el dolor de tus pupilas,
cuando tus manos de perpetua fregona
absorban la última ingenua caricia,
piensas en ellos... y lloras,
pobre vieja María.

¡No, no lo hagas!
No ores al dios indolente
que toda una vida mintió tu esperanza
ni pidas clemencia a la muerte,
tu vida fue horriblemente vestida de hambre,
acaba vestida de asma.

Pero quiero anunciarte
en voz baja y viril de las esperanzas,
la más roja y viril de las venganzas
quiero jurarlo por la exacta
dimensión de mis ideales.

Toma esta mano de hombre que parece de niño
entre las tuyas pulidas por el jabón amarillo
restriega los callos duros y los nudillos puros
en la suave vergüenza de mis manos de médico.

Descansa en paz, vieja María,
descansa en paz, vieja luchadora,
tus nietos todos vivirán la aurora,
lo juro.

H 76 – 09.11.2001



Diario

Anotación al sábado 13 de enero de 2000.

Bono

Monté sobre mi Pegaso y enderecé el rumbo hacia la casita azul que alguna vez vi en sueños. Allí me aguardaban Esperanza y el guardián; ella, vestida con gasas que transparentaban promesas y frescores, mañanas y alegrías; él, cubierto por robusta armadura y lanza al puño, la mirada brillante y severa, oteaba los alrededores desde un promontorio. Ella sirvió dos copas de vino, una para mí y la para a él. “Otra copa –pedí-, que Esperanza beba con nosotros”. No me respondió; él alzó su copa celebrando el encuentro y bebiéndola de un solo trago. Permanecí inmóvil. Luego rompí mi copa sin medir mi osadía y montando nuevamente sobre mi Pegaso, regresé.

© Especial para Heráclito.
H 76 – 09.11.2001



Por qué se baña la gente

Bono

Pero ¿por qué, para qué? Por razones de higiene, me dicen unos. Para no oler mal, otros. Los hay, me fue dicho también, que se bañan por una necesidad no consciente de limpiarse por dentro, para expiar culpas. Finalmente, no pocos lo hacen para cumplir un débito cultural cuyo origen se ha extraviado en los tiempos. Unos y otros se bañan cotidianamente, a veces repetidas veces. Bien por ellos.

Recojamos el propósito de higiene y mirémoslo por fuera, por la epidermis, y luego mirémoslo por dentro. Porque es verdad que de las variadas maneras que se baña la gente ninguna limpia más allá de la epidermis. Tales escrupulosos custodios de su apariencia y bien oler no se ocupan con igual énfasis de higienizar sus adentros. Los de su conciencia, los de su alma. Frecuentemente llevan a cuestas las señas de su mal hacer y de su hedor interior sin preocupación, porque saben que tales fealdades son invisibles a a los ojos, acostumbrados como están a que sus sentidos escudriñen las superficies, nunca los interiores.

Y así ves andar bajo la luz del sol a prolijos y bienolientes señores cuyas conciencias y almas yacen, quién sabe cómo, bajo primorosos ropajes.

© Especial para Heráclito.
H 76 – 09.11.2001