Heráclito 5

Café Filosófico Heráclito

La Iglesia Católica en camino de reconciliarse con la ciencia *

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@gmail.com

Como nunca antes, la Iglesia Católica ha producido dos hechos relevantes: la reivindicación de Galileo en 1992 y, más recientemente, la admisión como verosímil de la teoría de Charles Darwin sobre la evolución de las especies**. Para este último paso, Juan Pablo II ha hecho una distinción entre materia y mente por un lado y alma espiritual por el otro. Lo primero pudo haber tenido la evolución enunciada por Darwin. Lo otro, el alma, el soplo divino que sacraliza al ser biológico-hombre transformándolo en persona, es obra de Dios. De este modo el pontífice de la Iglesia Romana parece haber zanjado buena parte de la confrontación entre ciencia y religión, si bien inaugurando un arduo sendero que a partir de ahora deberán recorrer los teólogos y filósofos del catolicismo. Dijo Juan Pablo II en su carta que “la teoría de la evolución de Darwin, durante casi 140 años la máxima herejía frente a los ojos católicos, fue erróneamente desechada”.

Desde ahora, pues, será preciso leer los textos sagrados desde una óptica mas abarcativa y hasta metafórica en algunos de sus capítulos, corriendo el riesgo de dar pábulo a particulares interpretaciones, del Libro del Génesis por ejemplo. Aun no hace medio siglo (un solo instante en los tiempos doctrinales de la Iglesia), Pío XII decía a los católicos que la creación del Jardín del Edén “pertenecía a la historia en el verdadero sentido”. La creencia en Adán en el sentido literal era vital según ese pontífice, porque preservaba la doctrina del pecado original, principio cardinal de la fe. Pero es de suponer que los doctores de la Iglesia ya han previsto la faena. Y es de desear que los mensajes a sus fieles sean acordes con el espíritu de tolerancia que preanuncia la nueva interpretación papal.

Por otra parte, siendo el Antiguo Testamento piedra basal también de otras confesiones cristianas, del judaísmo y aun del islam, habrá que aguardar su reacción ante esta nueva visión de la Iglesia Católica.

He leído alguna vez que la ciencia se encuentra con Dios en la mitad del camino. Bienvenida reflexión, que sin embargo no debe ser tomada como el resultado de una transacción que la fe y la devoción no acatarían, sino como el resultado de una meditación desapasionada propia del quehacer filosófico. A propósito del tema, acude a mi mente un pasaje de Teilhard de Chardin que para reflexionar a su respecto anoté alguna vez entre mis papeles. Me apresuro a recoger y dar al lector ese texto, que dice así:

Ha llegado el momento de darse cuenta de que toda interpretación, incluso positivista, del Universo debe, para ser satisfactoria, abarcar tanto el interior como el exterior de las cosas –lo mismo el Espíritu que la Materia-. La verdadera Física será aquella que llegue algún día a integrar al Hombre total dentro de una representación coherente del mundo.

Séame dado aquí hacer sentir que esta materia es posible y que ella depende, para aquel que quiere y sabe llegar hasta el fondo de las cosas, de tener valentía y alegría de actuar.

Dudo en verdad que exista para el ser pensante otro minuto más decisivo para él que aquel en que, al caer las vendas de sus ojos, descubre que no es de ninguna manera un elemento perdido en las soledades cósmicas, sino que existe una voluntad de vivir universal que converge y se hominiza en él. El Hombre, pues, no como centro estático del Mundo –como se ha creído durante mucho tiempo-, sino como eje y flecha de la Evolución, lo que es mucho más bello” (Teilhard de Chardin, “El Fenómeno Humano”, Trad. M. Crusafont Pairó, Ed. Orbis 1984).

A partir de este nuevo rumbo trazado por el papa Juan Pablo II, puede la Iglesia Católica reconciliarse con la ciencia, con la realidad de un mundo cambiante y, lo que en mi personal opinión es más importante, con el hombre. Y es deseable que así sea. Pero habrá que tomar debida nota que los cambios vertiginosos que signan la vida en el presente no tolerarían la morosidad de otros tiempos. En efecto, ¿quién tendría la paciencia de Galileo Galilei en nuestros días?

Algo va a estallar ahora sobre la Tierra juvenil. ¡La vida! ¡He aquí la vida!

Resulta sustantiva la manifestación de Juan Pablo II sobre la teoría de la evolución de las especies. El haber aceptado públicamente su verosimilitud pone a la Iglesia Católica –a ella cuando menos y nada menos- ante la necesidad de reexaminar sin dilaciones temas nada nimios, tales como el del Génesis y la doctrina del pecado original por ejemplo. De otro modo, podrán ensayarse desde dentro o fuera de la Iglesia teorizaciones que no convengan a la unidad del dogma. Y, lo que en mi personal opinión es verdaderamente importante, podría malograrse la oportunidad que la Iglesia Romana tiene hoy de reconciliarse con la ciencia.

En efecto, los hallazgos de la ciencia han puesto una creciente distancia entre ésta y las religiones, particularmente el catolicismo y el islam. Y esa distancia creciente debió expresarse necesariamente en un extrañamiento entre esas religiones y el hombre mismo. Aún más: se ha manifestado un franco conflicto entre ciencia y religión. Y el hombre, el hombre concreto, el hombre que aspira a la trascendencia, desde los albores del siglo pasado ha ensayado una huída de su angustia existencial, estableciendo finalmente una extensa frontera entre la inevitable sospecha de su sacralidad y su religión institucional. Y las religiones, a su vez, han consentido, si no alentado esa situación.

Pero el conflicto entre religión y ciencia podría resolverse, o cuando menos atenuarse, a partir de concepciones abarcativas e integradoras sobre el origen del mundo –aún del cosmos- y de la vida, con indudable beneficio para el hombre. A propósito de este asunto, vuelvo sobreTeilhard de Chardin, precursor de lo que deberá ser un puente de plata entre las religiones (la Iglesia Católica en el caso particular) y la ciencia, doy el siguiente texto:

Hará de ello nada menos que algunos miles de millones de años que, no, según parece, merced a algún proceso regular de evolución estelar, sino como consecuencia de algún azar increíble (¿un rozamiento entre estrellas?, ¿una ruptura interna…?), un pedazo de materia formado de átomos particularmente estables se separó de la superficie del Sol. Y sin romper los lazos que le unían al resto de las cosas, justamente a la distancia del astro-padre necesaria para sentir su irradiación con una intensidad mediata, este pedazo se aglomeró, se enrolló sobre sí mismo y adquirió una figura. Aprisionando dentro de su esfera y de su movimiento el porvenir del Hombre, un nuevo astro –un planeta, esta vez- acababa de nacer…” Y concluye: “Algo va a estallar ahora sobre la Tierra juvenil. ¡La vida! ¡He aquí la vida!” (Teilhard de Chardin, “El Fenómeno Humano”, Trad. M. Crusafont Pairó, págs. 75 y 82, Ed. Orbis 1984).

Sin desdeñar las particulares creencias filosóficas y religiosas, sin alterar un ápice cuanto la ciencia ha establecido y establecerá en lo por venir, se trata –nada menos- que de integrar la cuestión de la materia, la conciencia y el alma en un único sistema de creencia y de valores que impulse al hombre –se dijo- como eje y flecha de la evolución.

Quiere el Padre Teilhard que sea el hombre “eje y flecha de la evolución”, por lo que no puede considerarse herético su pensamiento, como se pretendió alguna vez. Y quiere también, con serio fundamento en indagaciones científicas, que encuentre la Iglesia Católica un rumbo de conocimiento y comprensión de la vida y de la cosmogénesis que no viole su dogma sustancial, a la vez que admita el cometido irrenunciable de la ciencia. No se trata de un compromiso transaccional entre ciencia y religión. Absolutamente no. Se trata, sí, de desempolvarse de una vez y para siempre el oscurantismo que tanto daño le ha hecho a la humanidad, a la vez que de abjurar de una vez y también para siempre de la osadía de querer ser los hombres émulos de Dios mismo.

* Este artículo fue publicado en la edición del 5 de enero de 2000 del diario La Nación de Buenos Aires, y mereció la contestación de Mario A. Villar. Por tanto, constituyó una contribución al Café Filosófico que en su momento auspició Heráclito.
** Conviene aclarar el actual pontífice romano está desandando los pasos que había dado Juan Pablo II en este sentido.

H 12 – 18.08.2000




Café Filosófico Heráclito

¿Es necesaria una reconciliación entre ciencia y religión?

Mario A. Villar
[i]

El objetivo de Dios no consiste simplemente… en hacer hombres y salvarlos, sino en hacerlo con la única concurrencia de la inmensa maquinaria de la naturaleza. Sin las asombrosas leyes de la naturaleza y sus fuerzas que se equilibran, podemos suponer que la creación y perfección del hombre serían unas metas demasiado insípidas para que Dios se las hubiera propuesto" (William James).

Esta pregunta resulta de las conclusiones del trabajo de Eduardo Dermardirossian titulado "La iglesia católica en camino de reconciliarse con la ciencia"
[ii].

Las religiones nunca se distanciaron demasiado de las creencias originales del pueblo en que surgieron. Partiendo de datos, leyendas, mitos o supersticiones, las construyeron de tal forma que reordenaron su propia pre-historia en ellos, dándose un status de preexistentes u ontológicas. Por ello las religiones combaten entre sí en pos del monopolio de la "verdadera" ontología[iii].

Incluso se adaptaron a necesidades sociales o políticas posteriores a su nacimiento. Por ejemplo, es conocida la fábula de que Atenea nace de la cabeza de Zeus. Se ha escrito que esta representación fue "un recurso teológico desesperado para despojarla de sus condiciones matriarcales", ello debido a que el sistema arcaico se basaba en esta forma de ordenación social. Así, el repudio por Atenea de la paternidad de Poseidón se relaciona con un cambio en el dominio de la ciudad de Atenas
[iv]. Consecuentemente, existe una lógica detrás de este acercamiento, pero no toda lógica es de signo positivo ni garantía de verdad. La coherencia entre ciencia y religión no es igual a que lo coherente sea verdadero[v].

La lógica aproximación deviene de que ciencia y religión abrevan de una fuente común: el dogma.

La ciencia desde siempre ha tratado de ocultar este "pecado original". Sin embargo, aún desde antes de Hume
[vi], quien dió la fundamentación más clara, se ha demostrado que la inducción, método científico por excelencia, no puede dar a sus conclusiones el status de verdad absoluta; es sólo una aproximación que posee cierta fuerza probabilística, tal como lo expresara Karl Popper con su falibilismo. La probabilidad es el dogma que la ciencia tomó como sucedáneo de la verdad. En la ciencia pasar de la probabilidad a la verdad es una cuestión de fe, un dogma.

Quienes creen que la religión tiene que actualizar sus dogmas, parecen responder a un criterio prudencial, el enfrentamiento con la ciencia puede convertirla en mitología. El problema que enfrentan es hasta dónde esta actualización no encubre una posición basada en que la verdad reside en la apariencia, en la forma y no en la esencia.

La gravedad de esto se afirma en una analogía con la literatura. Ésta crea una ficción que el lector acepta compartir, aún cuando siempre puede hacer consciente esta fantasía literaria; la religión reclama del lector un compromiso mayor, olvidar que se trata de una ficción, y para ello debe proveer al lector una trama razonable: el relato científico
[vii].

El preconizado acercamiento resulta de que tanto la religión como la ciencia parecen estar en un camino hacia la razón, arrastradas por los estertores de la modernidad. Sin embargo, lo que las impulsa es su cara oculta, lo irracional del dogmatismo, la creencia en que la razón de Dios es como la del hombre. Es en este edonismo, como motor universal, donde ya se encuentran indisolublemente unidas. Tal como afirmaba Chesterton "No dejéis que mire arriba y vea mi propia persona y forma en el trono del Juicio"
[viii].

En definitiva, quizás todas las elaboraciones en torno a la fuerza fundante de la religión y de la ciencia sean un desperdicio de tiempo, porque tal vez Dios sólo desea un auditorio atento a su obra.

[i] El autor es Fiscal General ante el Tribunal Oral del Fuero Penal Económico y profesor adjunto de Derecho Penal, en la Universidad de Buenos Aires (N del E.).
[ii] Ver Heráclito 13 del 25 de agosto de 2000. En esta versión digital, ver la nota precedente (N. del E.).
[iii] Es verdad que en ocasiones el pensamiento religioso y el científico o racional resultan incongruentes, especialmente cuando existe un cruzamiento de culturas, tal como le ocurrió a Averroes cuando el Emir le pregunta su opinión acerca del movimiento celeste. Él sabía que los textos aristotélicos fundamentaban que el movimiento de los astros y del universo en general eran eternos; también sabía que el Corán enseña que Dios creó el mundo y que tendrá un fin cuando se cumpla la voluntad de Alá. El Emie era de la dinastía Almohade (Al-muwahidun) que significa “los que defienden la unidad de Dios”. Averroes debía optar por la razón o por la fe, opción que conllevaba como reverso la de vida o muerte. Se dice que la cuestión se solucionó con la respuesta del propio emir a favor de la postura aristotélica, aún cuando este pasaje ocurrió en privado. Así surgió, posteriormente, la postura de Averroes conocida como teoría de la doble verdad, es decir que, entre la verdad filosófica o científica y la verdad de la religión, cada cual decida por sí mismo. Igualmente esta postura no salvó a Averroes quien se enfrentó en sus escritos a los líderes religiosos. Así el nuevo Emir –hijo del de la pregunta-, por necesitar el apoyo de los mutakalimunes para una campaña militar, le quitó su rango y lo desterró. En definitiva murió poco tiempo después de una profunda depresión; pareciera ser que la tolerancia no fue un rasgo hereditario.
[iv] Cf. Robert Graves, “Los mitos griegos”, tomo I, Alianza, Buenos Aires, 1995, p. 53 y 54.
[v] La teoría de la coherencia indica que si una proposición es correspondiente con un conjunto de las mismas que conforman un sistema, esa proposición es verdadera. Esta forma de “verdad” se relaciona con una lógica de los sistemas en la que no se duda ya de la verdad del sistema en cuestión. Al decir de William James: “Verdaderamente existe algo mórbido en la satisfacción con que un sistema puro, pero irreal, satisface a un racionalista” (“Lecciones de pragmatismo”, Santillana, Madrid, 1997, p. 29). Creo que de cualquier forma, es una teoría conformista de la verdad. Para una breve reseña puede verse “The Theory of Knowledge. A Thematic Introduction” de Paul Moser, Dwayne H. Mulder y J. D. Trout, Oxford University Press, New York, 1998, p. 69 y ss.
[vi] Por ello la causalidad no es una ley de las cosas, sino una ley de nuestro modo de pensar las cosas. Esto no le impedía ser empirista aunque escéptico. Como dato anecdótico, o no tanto, Hume también negaba la existencia de Dios y todos sus libros fueron incluidos en el index de la Iglesia Católica.
[vii] “Es una vieja máxima mía que una vez excluido lo imposible, lo que queda, por improbable que resulte, tiene que ser la verdad” (Sherlock Holmes, La corina de berilo, citado en El signo de los tres. Comp. Umberto Eco y Thomas Sebeok, Lumen, Barcelona, 1989, p. 194). La cita directa varía “Es un viejo proverbio mío el que, una vez que se ha conseguido hacer a un lado lo que no ha podido ser, todo aquello que sigue en pié tiene que ser la verdad, por muy improbable que resulte” (Sherlock Holmes, Obras Completas, Ediciones Rayuela, Valencia, 1987, p. 354). Es interesante ver que en la versión en inglés se expresa con el verbo “must be” (Complete Sherlock Holmes & Other Detective Stories, Harper Collins Publishers, Glasgow, 1994, p. 426), es decir que tiene el sentido de “probabilidad” y no de certeza; pareciera que es más claro en cuanto que este método lleva a una valoración de la realidad y no a una realidad absoluta.
[viii] 6) Citado por Martin Gardner, “Los porqués de un escriba filósofo”, Tusquets, Barcelona, 1989, p. 13.

H 13 - 25.08.2000


Lecturas escogidas

Determinismo y libre albedrío*

Martin Gardner

Si el Dios del judaísmo, del cristianismo o el islamismo es omnisciente, ¿no ha de conocer todos los detalles del futuro? Pero si Dios tiene todo este conocimiento ¿cómo pueden ser libres nuestras voluntades? Y si nuestras voluntades no son libres ¿cómo puede Dios tratarnos como si fuéramos moralmente responsables? Si, de lo contrario, nuestras acciones fueran completamente impredecibles, entonces Dios no lo sabría todo. Además, si nuestras acciones son sucesos aleatorios sin ninguna causa, somos tan poco responsables de ellas como si estuvieran absolutamente predeterminadas. Los premios y castigos de la otra vida parecen pues monstruosamente injustos si no podemos comportarnos de un modo distinto a como lo hacemos, e igualmente injustos si nuestras acciones son el resultado de lo que digan los dados.

El intento judeo-cristiano tradicional de resolver estos antiguos acertijos fue propuesto por Maimónides y San Agustín, y adoptado posteriormente por Tomás de Aquino y todos los grandes escolásticos, así como por los grandes teólogos musulmanes. Se basa en la suposición de que Dios está fuera del tiempo. A consecuencia de ello, contempla toda la historia desde la perspectiva de la eternidad. Ve tanto el futuro como el pasado, pero (continúa el razonamiento) desde nuestra perspectiva temporal hacemos elecciones verdaderas. El grado de inquietud que esto que aquí parece una grave contradicción produjo entre los pensadores católicos de la Edad Media fue variable. Si un Dios omnisciente puede conocer nuestro futuro ¿no existe este futuro ya ahora en cierto sentido? Y, de ser así, ¿cómo pueden nuestras decisiones ser verdaderamente libres? Parece como si el argumento convirtiera la historia en una película de cine. Mientras es proyectada, parece como si en la pantalla los actores eligieran realmente lo que hacen y dicen, aún cuando todo esté grabado permanentemente. A algunos escolásticos no les preocupaba esta doctrina. Otros la consideraban como una paradoja inquietante, cuya resolución era conocida sólo por Dios....

En una de las pintorescas metáforas de James, Dios está jugando una inmensa partida de superajedrez con el universo. Como Dios inventó las reglas y puede jugar una partida perfecta, el resultado es seguro, aún cuando Dios deje que el universo haga algunos movimientos que ni tan sólo él pueda prever. Dicho de otra manera, la divina providencia no es más que un plan global. Admite muchas variantes distintas para ganar, dependiendo de cuáles sean los movimientos del universo. Nuestras voluntades forman parte de la libertad que Dios ha permitido al universo para que la partida sea interesante. Nos ha hecho a su propia imagen y semejanza dándonos una creatividad auténtica. El libre albedrío es, como le gusta decir a Charles Hartshorne, la “gloria” de nuestro mismísimo ser. Esta idea de un “Dios finito”, sugerida por Hume y defendida por Mill, ha resultado muy atrayente para muchos pensadores posteriores. Hasta H.G. Wells se interesó tanto por esta idea que escribió un libro dedicado a ella por entero, God the Invisible King. (Más tarde, Wells se decantaría por el ateísmo).

* Eterno dilema, el del epígrafe es un asunto acerca del cual hemos de reflexionar para decir si el hombre es responsable de sus acciones y omisiones y, entonces, puede ser castigado. En su libro “Los porqués de un escriba filósofo”, Tusquets, Barcelona 1989, el autor desgrana estas reflexiones, que Heráclito ha querido compartir con sus lectores.

H 11 – 11.08.2000



Borges dixit

La raíz del lenguaje es irracional y de carácter mágico. El danés que articulaba el nombre de Thor o el sajón que articulaba el nombre de Thunor no sabían si esas palabras significaban el dios del trueno o el estrépito que sucede al relámpago. La poesía quiere volver a esa antigua magia. Sin prefijadas leyes, obra de un modo vacilante y osado, como si caminara en la oscuridad. Ajedrez misterioso la poesía, cuyo tablero y cuyas piezas cambian como en un sueño y sobre el cual me inclinaré después de haber muerto.

* Obras Completas, T II, Emecé, Barcelona 1997, Prólogo de “El otro, el mismo”, p 236.
H 10 – 04.08.2000


Del Maestro Nasreddín

Muéstrame a Allah

La fábula viene del sufismo.

El discípulo le ruega al Maestro que le muestre a Allah. El Maestro toma una piedra y con ella golpea fuertemente la cabeza del muchacho, quien, dolorido e indignado, le reprocha cómo puede responder así a una pregunta tan trascendente.

- Es que, te ocurre algo, querido mío? –pregunta el Maestro.

- Claro –dice el discípulo- me has causado mucho dolor...

- Pues bien estamos. Muéstrame tú el dolor y yo te mostraré a Allah.

H 7 – 14.07.2000