Heráclito 61 Jacinto Azul

Mi primer libro en inglés (fragmento)

Julien Green (1900-1998)
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Mi propio nombre me arrojaba también a ensoñaciones sin fin. Se me hacía curioso que un conjunto de sonidos me designara de tal manera que, al proferirlos, se pudiera esperar razonablemente que yo acudiera. Y a riesgo de parecer un niño, no temo decir que este problema de la denominación de los seres y de las cosas ha conservado para mí todo su interés. No puedo evitar ver ahí la fuente aún muy mal conocida de una gran poesía. Ahora bien, casi todos los niños son poetas, es decir, tienen con frecuencia un sentido bastante profundo del misterio; están en un mundo un poco como extranjeros que llegan a un país en el que nunca habían puesto los pies, y miran a su alrededor con mucho asombro. El objetivo de la educación es hacer desaparecer poco a poco este asombro explicándole al niño el sentido de lo que lo asombra. Y poco a poco crece y se siente totalmente a gusto en un mundo en el que ya nada puede asombrarlo. Y así es como mueren los poetas. El poeta es esencialmente un hombre que ha conservado en el fondo de sí mismo el sentido del misterio y la capacidad de asombro. Para un gran poeta, el mundo es nuevo cada mañana. Todos fuimos grandes poetas cuando teníamos una edad de la que con trabajos nos acordamos, y cada vez que un aspecto del cielo, o del agua, o de la tierra nos sorprende y nos arroja en esa especie de tristeza agradable que es una forma del asombro, es el poeta asesinado el que se mueve apenas es su tumba.

Suplemento de H 145 – Mar. 2003



Desde Cuba

Este cuento de Ray Respall Rojas, columnista de Heráclito y de Jacinto Azul que a los quince años de edad ha mereció diversas distinciones en su país y en el exterior, le da nombre al libro que editó Extramuros y que fue presentado en febrero de 2003 en la Feria Internacional del Libro de La Habana.

¡Un verdadero dolor de cabeza!


Eran las tres de la madrugada, cuando el rey de Omac sintió fuertes dolores en todo el cuerpo, acompañados de una súbita fiebre. La reina, que estaba en una etapa muy avanzada de su embarazo, al verse despertada por los alaridos, decidió llamar al médico real.

Al llegar el galeno, la reina comenzó con los dolores de parto. Entre la confusión de a quién atender, los chillidos del rey, las groserías que gritaba la reina, las oraciones del cura -que también fue llamado- y el ajetreo de los sirvientes, el médico se desmayó y todos los presentes fueron a cuidar de él.



La reina, al ver esta reacción, comenzó a decir frases peores y a lanzar como una catapulta lo que veía a su alcance. Luego de muchos esfuerzos, el doctor volvió en sí y al disponerse a atender a la reina, ésta le lanzó su corona, dándole en la cabeza y obligándolo a volver a caer sin sentido, esta vez sobre el rey, el cual comenzó a delirar, imitando a un niño pequeño.

En medio de esto, la reina tuvo una gran contracción y, con un grito que se escuchó en el reino entero, dio a luz a un hermoso bebé, al cual tomó entre sus brazos y lanzó por los aires. Por suerte, el cura lo agarró en su vuelo accidental y al verle gritó:

- ¡Es un varón!

Por espacio de un minuto, se hizo un gran silencio donde hasta el rey paró de delirar y soltó al médico. Desde el suelo, la cama real, las puertas o las ventanas, decenas de ojos se posaron en el sacerdote, que exhibía feliz al niño, repitiendo:

- ¡Varón, varón!...

El recién nacido, al parecer, se dio cuenta de que era el centro de la atención, hizo pipí encima del cura y emitió un sonoro aullido. Los presentes comenzaron a aplaudir, a reír y a felicitar a la reina. El rey, volviendo a sus delirios, empezó a llorar a coro con su bebé. La reina, al percatarse de lo que hacía su esposo, decidió calmarlo golpeándole con el cetro. Increíblemente, la medida pareció surtir efecto.

Comenzó entonces a soplar un viento muy fuerte, lo que provocó que el bebé arreciara con el llanto. La reina, que continuaba afectada, pidió que le alcanzaran el niño para darle "un buen golpecito con el cetro", aclarando que eso lo sedaría un poco, como había sucedido con su padre. Por suerte, los sirvientes la convencieron que eso sedaría demasiado al bebé.

Así estuvieron las gentes de palacio hasta el mediodía, dando carreras entre el delirio del rey, la locura temporal de la reina, la ropa mojada del cura, el dolor de cabeza del médico, y el niño, que fue entregado a la cocinera. Esta, tras vanos intentos de calmarlo, desesperada y sintiendo que se desmayaba, lo colocó un momento en el suelo, sin darse cuenta que a su lado estaba Cuca, una enorme perra. Cuca acababa de tener una camada de perritos, y confundiendo al crío con uno de sus cachorros, lo tomó entre sus dientes y lo llevó a su cesta, donde el niño se puso a mamar hasta que se durmió, rendido y satisfecho.

Cuando la cocinera volvió en sí y vio que el niño no aparecía, empezó a gritar, atrayendo a criados y guardias. No tuvieron que buscar mucho, porque el muchacho que ayudaba en los establos vino a anunciar que había encontrado al heredero. Lo siguieron los sirvientes, y constataron que, efectivamente, el bebé dormía feliz junto a Cuca. Como no se les ocurrió mejor idea, y la reina no parecía haber quedado muy bien de las impresiones sufridas, le llevaron unas mantas y optaron por dejarlo en la cesta...

Es una pena contar esto, pero sólo volvieron a pensar en él un mes después, cuando el rey y la reina se repusieron totalmente y preguntaron por su hijo, así que de no ser por Cuca, no habría historia.

Un trauma individual

Al cumplir el príncipe los tres años, sus padres decidieron celebrar una gran fiesta, invitando a aquellos que habían estado presentes el día en que vino al mundo. La celebración parecía transcurrir muy bien, pese a que el cura y el médico habían tenido sus recelos. Pero al llegar la hora de apagar las velitas, el niño comenzó a saltar, halarse los pelos y a gritar:

- ¡Causefog! ¡Causefog!

La reina, al verle hacer algo tan vergonzoso frente a los invitados, montó en cólera, tomó un pescado ahumado y comenzó a darle. El médico trató de detenerla y recibió como premio un golpetazo en la cabeza que lo desmayó. Esto hizo que la mayoría de los invitados fueran a socorrerle, temiendo ver repetirse las escenas vividas años atrás.

El pequeño, tratando de salvarse de los mandobles de su madre, que con mucho arte esgrimía el pescado, empezó a correr por el castillo con la reina detrás. El médico, que logró recuperar el conocimiento gracias al cura, que le volcó sobre la cabeza una jarra de vino, se marchó gritando:

- ¡Locos, todos están locos!

El rey logró agarrar a su esposa y decirle, mientras trataba de esquivar los golpes, que si su hijo tenía algo, tal vez fuera un desajuste debido a los grandes traumas que sufrió al nacer; por ello lo mejor era enviarlo con el médico a una casa de campo en las afueras del reino.

Les costó algo de trabajo que el galeno volviera a pisar el castillo, pero finalmente se dejó convencer y partió junto con el niño por dos años. De más está decir que llevaron con ellos a Cuca.

Un trauma colectivo

Al cumplirse el plazo, el pequeño regresó tan sano y fuerte como cualquiera de los campesinitos con los que había jugado. En ese momento, llegó el cura, que se había pasado todo este tiempo encerrado en la biblioteca del castillo, para decirles que había descubierto el origen de la palabra que el príncipe había gritado: Causefog, también conocido por "el endemoniado", había sido un enemigo del abuelo del rey, a quien éste había mandado a cortarle la cabeza. Por tanto, el sacerdote había llegado a la conclusión de que el fantasma del decapitado andaba rondando el castillo, sediento de venganza.
Como es de esperar, la reina llamó al médico, el cual llegó cubriendo su cabeza con un yelmo, aclarando que era por si habían terremotos o tornados. El rey, la reina, el galeno y el cura celebraron una reunión secreta que duró seis horas. Cuando salieron habían tomado grandes decisiones.

Antes que nada, había que ocultarse en el sótano del castillo por un período mínimo de tres semanas, tiempo que consideraban suficiente para que el espíritu se aburriera y se marchara. Nobles de la corte, soldados y sirvientes, los soberanos, el príncipe, la perra Cuca, el sacerdote y el médico debían dirigirse inmediatamente al sótano. Los seguiría la cocinera con las provisiones necesarias. Las reglas a seguir eran:

1: No decir groserías mientras estuvieran en el sótano -esto iba sobre todo referido a la reina... creemos que la medida la dictó su esposo, pero bien pudo haber sido el médico, o el cura.

2: Rezar una oración por la mañana, una por la tarde, y otra por la noche -este fue el aporte del cura.

3: Lavarse las manos siempre antes de comer -ni que decir que esto fue idea del médico.

4: No salir de allí, para nada, ni siquiera asomar la cabeza, hasta haberse cumplido las tres semanas exactas.

¡Ah!, que alivio...

La primera semana transcurrió con bastante tranquilidad. Pero al término de la segunda fue haciendo falta un barbero, sobre todo para el médico, que no quería quitarse el casco ni para comer. Decidieron que el cura saldría a buscar al barbero. Para protegerse iría armado de un gran crucifijo de madera rematado en oro, que se suponía que alejaba a los demonios. Al llegar tocaría tres veces en la puerta, para que el médico le administrara un sedante a la reina mezclado con el vino, digamos que por precaución.

El cura, lleno de pánico, salió del claustro en busca del barbero. Afuera todo parecía en calma y el pueblo estaba como siempre, así que después de contratar al experto en cabellos y barbas, decidió dejarse ver por la taberna, para refrescar un poco, de paso invitó al barbero. A la mañana siguiente estaban dando los tres toques en la puerta del sótano y hacían su entrada, rodando escaleras abajo, borrachos como trompos.

Mientras la reina dormía, el barbero inició su labor con el médico, pero como estaba totalmente ebrio se tambaleaba peligrosamente, navaja en mano, de un lado a otro. El galeno le gritó que, o se estaba quieto, o sucedería algo malo. El barbero lo interpretó como una ofensa y lo empujó, haciéndole caer sobre la reina, la cual despertó con tal furia que le arrebató el crucifijo al cura y empezó a golpear al médico, dejándolo sin sentido.

En eso, el barbero vio al príncipe y le dijo que si recordaba la vez que había ido al castillo a pelarlo, la mañana antes de su tercer cumpleaños, y para refrescarle la memoria le recordó al chico que había llorado al ver las tijeras, y él había tenido que entretenerlo contándole la leyenda de "Causefog, el endemoniado". Al oír esto, la reina se lanzó, cruz en ristre, sobre el barbero. Su esposo fue a detenerla, diciendo que por lo menos ya no había a quien temer, y recibió un golpetazo en la sien, con lo que regresó a su estado infantil.

El cura, ya más sobrio gracias a las impresiones recibidas, se echó en hombros al galeno y se marchó del reino gritando:

- ¡Y nos escondíamos de El Endiablado; si más endiablados que estos es imposible encontrar en la faz de la Tierra!

Se corren historias de que renunció al sacerdocio, lo mismo hizo el médico con la medicina, pues ambas profesiones les habían traído muchos problemas; también se cuenta que sumaron sus ahorros y abrieron una taberna en un pueblo vecino, ya que, además de las penas y una vieja amistad, compartían el interés por el buen vino.

Regresando al tenebroso escenario del sótano real, el príncipe, que había soportado el encierro de dos semanas y contemplado la violenta escena con tal calma, que había hecho volver a pensar a los presentes que algo andaba mal en su cabeza, se incorporó sacudiéndose los pantalones, recogió en una bolsita algo de la comida almacenada, se montó a horcajadas sobre su perra y se marchó al campo.

De él se cuenta que vivió muy feliz lejos de sus tormentosos padres, que se tuvieron que conformar con pelear entre ellos y con irlo a ver a su cabaña, cada vez que Cuca estaba de humor para dejarlos pasar.

... De la vida del barbero nada se sabe, se sospecha que escapar de esa locura fue para él un verdadero dolor de cabeza.

Suplemento de H 145 – Mar. 2003



Cuento desde La Habana

El fantasma y el hipódromo romano

Guillermo Badía Hernández

¿Qué es la muerte?... Un suceso único en nuestra existencia, como lo es el nacimiento. Un suceso destinado a marcar nuestra segunda vida. Es, quizá, la fina barrera del cambio de la materia. Cuando se muere, la energía vital del ser vaga por el mundo en busca de un lugar. Esa energía se vuelve un fantasma... El oscuro Heráclito hablaba del fuego. Un fantasma es la esencia de esa llama, un fantasma soy yo...

A diferencia de los días precedentes, el hipódromo estaba atestado de personas que aguardaban expectantes la entrada de los domadores de bestias. Mi ínsula era un gran edificio situado cercano al Forum Romano. De él había salido esta mañana para admirar el espectáculo circense del que había oído hablar tanto cuando vivía en Britania. Yo era un romano que jamás había visto Roma. Ahora, tras la misteriosa muerte de mi padre, había viajado a dicha ciudad y me deleitaba viendo sus maravillas, a pesar de que fueran puros embustes de los autómatas.

Di un rodeo al hipódromo para contemplarlo desde todos sus ángulos. Fue entonces que sentí un agudo dolor en la espalda, que me derribó. Comencé a sentir la cálida salida de mi líquido vital, percibía que me desangraba. Vi una aureola de luz pálida que descendió sobre el circo y sobre mí... entonces quedé inconsciente. No sé cuanto tiempo estuve en ese estado; el hecho es que al volver en mí era de noche, y no había nadie. Para mí nunca amaneció nuevamente...

Suplemento de H 145 – Mar. 2003



Los versos de Marié Rojas Tamayo

Canción para una princesa majadera

A mi hija Sarah

Quisiera que mis manos
fueran palomas
para abanicar tu estío.

Y mi eterno desvelo...
ese pertinaz insomnio,
sirviera a tu tiempo sin prisas,

para contarte las mil historias
que guardo escondidas
en un rincón de los recuerdos.

Antes de conocerte
te sabía de memoria.
Mis labios pronunciaban tu nombre

Incansables, empecinados,
porque ya presentía
la certeza del cuerpo compartido.

Ahora estás conmigo,
llenas los espacios,
ocupas los silencios.

Recortas arcoiris en las sábanas,
pintas duendes en las paredes,
rompes todo lo superfluo.

Vas quedando solo tú, la maga
que encuentra plumas de elefante

sepultadas en la arena.

Hablas al viento con el idioma
que sólo tú y él conocen,
que apenas yo entiendo.

Inventas una danza antigua,
exiges más juegos, un cuento...
No te importa la presencia de la reina de la noche.

De pronto, al borde ya de la locura,
sin previo aviso
arriba el silencio...

Veo cómo al fin, vencida,
partes a ese viaje misterioso
a solas con tus sueños.

Y te miro, sin que llegue el hastío.
Feliz porque no recuerdo un mundo
anterior a tu llegada.

Suplemento de H 145 – Mar. 2003



Reflexiones chinas recogidas de aquí y allá

Los cerrojos y los ladrones


Para protegernos de los malhechores que abren las arcas, escudriñan los cajones y hacen saltar las cerraduras de los cofres, la gente acostumbra reforzar con toda clase de nudos y cerrojos los muebles que guardan sus bienes. El mundo aprueba estas precauciones, que le parecen muestras de cordura. Pero de pronto se presentan unos ladrones. Si lo son realmente, en un abrir y cerrar de ojos desatarán los nudos, abrirán los cerrojos y, si es necesario, cargarán con las cajas sirviéndose para ello de las cuerdas y nudos de que están provistas. En verdad, los propietarios ahorran a los ladrones el trabajo de empacar los objetos.

No es exagerado afirmar que todo lo que llamamos "cordura" no es sino empacar para los ladrones. Y lo que llamamos "virtud", acumular botines para los malhechores. ¿Por qué digo esto? A lo largo y a lo ancho del país de Chi (un territorio tan poblado que el mero cacareo de los gallos y el ladrido de los perros en un pueblo se oye en el pueblo vecino), entre pescadores, campesinos, cazadores y artesanos, en santuarios y cementerios, prefecturas y palacios, en ciudades, poblados, distritos, barrios, calles y casas particulares... en fin, en todo el reino, veneradas por todos sus habitantes, imperaban las leyes de los Reyes Antiguos. Sin embargo, en menos de veinticuatro horas Tien-Ch'eng Tzu asesinó al príncipe de Chi y se apoderó de su reino. Y no sólo de su reino, sino también de las leyes y artes de gobierno de los sabios de antaño, que habían inspirado a los soberanos legítimos de Chi. Es verdad que la historia llama a Tien-Ch'eng Tzu usurpador y asesino; pero mientras vivió fue respetado como el virtuoso Tsen y el benévolo Shun. Los pequeños reinos no se atrevieron a criticarlo, ni los grandes a castigarlo. Durante doce generaciones sus descendientes conservaron entre sus manos la tierra de Chi...

Suplemento de H 145 – Mar. 2003

Heráclito 60 Café Filosófico

Café Filosófico
El pensamiento de Nietzsche

Genealogía del lenguaje. Los conceptos de verdad y mentira en Friedrich Nietzsche

Presentación de Eduardo Dermardirossian
Moderador editorial del debate

El asunto del que se ocupa esta sexta mesa del Café Filosófico Heráclito ha sido sugerido por uno de nuestros columnistas. Se trata de reflexionar en torno a la breve obra que Friedrich Nietzsche escribió en 1873, cuando contaba 29 años de edad: Sobre verdad y mentira en sentido extramoral. En ella el autor aborda temas controversiales, examina la genealogía del lenguaje y los conceptos de verdad y mentira.

Tras el texto del filósofo alemán, que publicamos a continuación, se leerán las opiniones de algunos de nuestros lectores. Invito, pues, a quienes recorran estas páginas, a sopesar lo dicho por unos y por otros y a decir, si así lo quieren, sus pensamientos. Si lo hacen, habrán contribuido al saludable ejercicio de pensar los temas fundamentales del vivir. Y habrán exhumado la costumbre se filosofar que habitaba en los bares del viejo Buenos Aires y que últimamente están recuperando algunos reductos de las capitales europeas.


Café Filosófico
El pensamiento de Nietzsche

Sobre verdad y mentira en sentido extramoral

1
En algún apartado rincón del universo centelleante, desparramado en innumerables sistemas solares, hubo una vez un astro en el que animales inteligentes inventaron el conocimiento. Fue el minuto más altanero y falaz de la “Historia Universal”: pero, a fin de cuentas, sólo un minuto. Tras breves respiraciones de la naturaleza, el astro se heló y los animales inteligentes hubieron de perecer. Alguien podría inventar una fábula semejante pero, con todo, no habría ilustrado suficientemente cuán lastimoso, cuán sombrío y caduco, cuán estéril y arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza. Hubo eternidades en las que no existía; cuando de nuevo se acabe todo para él no habrá sucedido nada, puesto que para ese intelecto no hay ninguna misión ulterior que conduzca más allá de la vida humana. No es sino humano, y solamente su poseedor y creador lo toma tan patéticamente como si en él girasen los goznes del mundo. Pero, si pudiéramos comunicarnos con la mosca, llegaríamos a saber que también ella navega por el aire poseída de ese mismo pathos, y se siente el centro volante de este mundo. Nada hay en la naturaleza, por despreciable e insignificante que sea, que, al más pequeño soplo de aquel poder del conocimiento, no se infle inmediatamente como un odre; y del mismo modo que cualquier mozo de cuerda quiere tener su admirador, el más soberbio de los hombres, el filósofo, está completamente convencido de que, desde todas partes, los ojos del universo tienen telescópicamente puesta su mirada en sus obras y pensamientos.

Es digno de nota que sea el intelecto quien así obre, él que, sin embargo, sólo ha sido añadido precisamente como un recurso de los seres más infelices, delicados y efímeros, para conservarlos un minuto en la existencia, de la cual, por el contrario, sin ese aditamento tendrían toda clase de motivos para huir tan rápidamente como el hijo de Lessing. Ese orgullo, ligado al conocimiento y a la sensación, niebla cegadora colocada sobre los ojos y los sentidos de los hombres, los hace engañarse sobre el valor de la existencia, puesto que aquél proporciona la más aduladora valoración sobre el conocimiento mismo. Su efecto más general es el engaño -pero también los efectos más particulares llevan consigo algo del mismo carácter-.

El intelecto, como medio de conservación del individuo, desarrolla sus fuerzas principales fingiendo, puesto que éste es el medio, merced al cual sobreviven los individuos débiles y poco robustos, como aquellos a quienes les ha sido negado servirse, en la lucha por la existencia, de cuernos, o de la afilada dentadura del animal de rapiña. En los hombres alcanza su punto culminante este arte de fingir; aquí el engaño, la adulación, la mentira y el fraude, la murmuración, la farsa, el vivir del brillo ajeno, el enmascaramiento, el convencionalismo encubridor, la escenificación ante los demás y ante uno mismo, en una palabra, el revoloteo incesante alrededor de la llama de la vanidad es hasta tal punto regla y ley, que apenas hay nada tan inconcebible como el hecho de que haya podido surgir entre los hombres una inclinación sincera y pura hacia la verdad. Se encuentran profundamente sumergidos en ilusiones y ensueños; su mirada se limita a deslizarse sobre la superficie de las cosas y percibe “formas”, su sensación no conduce en ningún caso a la verdad, sino que se contenta con recibir estímulos, como si jugase a tantear el dorso de las cosas. Además, durante toda una vida, el hombre se deja engañar por la noche en el sueño, sin que su sentido moral haya tratado nunca de impedirlo, mientras que parece que ha habido hombres que, a fuerza de voluntad, han conseguido eliminar los ronquidos. En realidad, ¿qué sabe el hombre de sí mismo? ¿Sería capaz de percibirse a sí mismo, aunque sólo fuese por una vez, como si estuviese tendido en una vitrina iluminada? ¿Acaso no le oculta la naturaleza la mayor parte de las cosas, incluso su propio cuerpo, de modo que, al margen de las circunvoluciones de sus intestinos, del rápido flujo de su circulación sanguínea, de las complejas vibraciones de sus fibras, quede desterrado y enredado en una conciencia soberbia e ilusa? Ella ha tirado la llave, y ¡ay de la funesta curiosidad que pudiese mirar fuera a través de una hendidura del cuarto de la conciencia y vislumbrase entonces que el hombre descansa sobre la crueldad, la codicia, la insaciabilidad, el asesinato, en la indiferencia de su ignorancia y, por así decirlo, pendiente en sus sueños del lomo de un tigre! ¿De dónde procede en el mundo entero, en esta constelación, el impulso hacia la verdad?

En un estado natural de las cosas, el individuo, en la medida en que se quiere mantener frente a los demás individuos, utiliza el intelecto y la mayor parte de las veces solamente para fingir, pero, puesto que el hombre, tanto por la necesidad como por hastío, desea existir en sociedad y gregariamente, precisa de un tratado de paz y, de acuerdo con este, procura que, al menos, desaparezca de su mundo el más grande bellum omnium contra omnes. Este tratado de paz conlleva algo que promete ser el primer paso para la consecución de ese misterioso impulso hacia la verdad. En este mismo momento se fija lo que a partir de entonces ha de ser “verdad”, es decir, se ha inventado una designación de las cosas uniformemente válida y obligatoria, y el poder legislativo del lenguaje proporciona también las primeras leyes de verdad, pues aquí se origina por primera vez el contraste entre verdad y mentira. El mentiroso utiliza las designaciones válidas, las palabras, para hacer aparecer lo irreal como real; dice, por ejemplo, “soy rico” cuando la designación correcta para su estado sería justamente “pobre”. Abusa de las convenciones consolidadas haciendo cambios discrecionales, cuando no invirtiendo los nombres. Si hace esto de manera interesada y que además ocasione perjuicios, la sociedad no confiará ya más en él y, por este motivo, lo expulsará de su seno. Por eso los hombres no huyen tanto de ser engañados como de ser perjudicados mediante el engaño; en este estadio tampoco detestan en rigor el embuste, sino las consecuencias perniciosas, hostiles, de ciertas clases de embustes. El hombre nada más que desea la verdad en un sentido análogamente limitado: ansía las consecuencias agradables de la verdad, aquellas que mantienen la vida; es indiferente al conocimiento puro y sin consecuencias e incluso hostil frente a las verdades susceptibles de efectos perjudiciales o destructivos. Y, además, ¿qué sucede con esas convenciones del lenguaje? ¿Son quizá productos del conocimiento, del sentido de la verdad? ¿Concuerdan las designaciones y las cosas? ¿Es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades?

Solamente mediante el olvido puede el hombre alguna vez llegar a imaginarse que está en posesión de una “verdad” en el grado que se acaba de señalar. Si no se contenta con la verdad en forma de tautología, es decir, con conchas vacías, entonces trocará continuamente ilusiones por verdades. ¿Qué es una palabra? La reproducción en sonidos de un impulso nervioso. Pero inferir además a partir del impulso nervioso la existencia de una causa fuera de nosotros, es ya el resultado de un uso falso e injustificado del principio de razón. ¡Cómo podríamos decir legítimamente, si la verdad fuese lo único decisivo en la génesis del lenguaje, si el punto de vista de la certeza lo fuese también respecto a las designaciones, cómo, no obstante, podríamos decir legítimamente: la piedra es dura, como si además captásemos lo “duro” de otra manera y no solamente como una excitación completamente subjetiva! Dividimos las cosas en géneros, caracterizamos el árbol como masculino y la planta como femenino: ¡qué extrapolación tan arbitraria! ¡A qué altura volamos por encima del canon de la certeza! Hablamos de una “serpiente”: la designación cubre solamente el hecho de retorcerse; podría, por tanto, atribuírsele también al gusano. ¡Qué arbitrariedad en las delimitaciones! ¡Qué parcialidad en las preferencias, unas veces de una propiedad de una cosa, otras veces de otra! Los diferentes lenguajes, comparados unos con otros, ponen en evidencia que con las palabras jamás se llega a la verdad ni a una expresión adecuada pues, en caso contrario, no habría tantos lenguajes. La “cosa en sí” (esto sería justamente la verdad pura, sin consecuencias) es totalmente inalcanzable y no es deseable en absoluto para el creador del lenguaje. Éste se limita a designar las relaciones de las cosas con respecto a los hombres y para expresarlas apela a las metáforas más audaces. ¡En primer lugar, un impulso nervioso extrapolado en una imagen! Primera metáfora. ¡La imagen transformada de nuevo en un sonido! Segunda metáfora. Y, en cada caso, un salto total desde una esfera a otra completamente distinta. Se podría pensar en un hombre que fuese completamente sordo y jamás hubiera tenido ninguna sensación sonora ni musical; del mismo modo que un hombre de estas características se queda atónito ante las figuras acústicas de Chladni en la arena, descubre su causa en las vibraciones de la cuerda y jurará entonces que, en adelante, no se puede ignorar lo que los hombres llaman “sonido”, así nos sucede a todos nosotros con el lenguaje. Creemos saber algo de las cosas mismas cuando hablamos de árboles, colores, nieve y flores y no poseemos, sin embargo, más que metáforas de las cosas que no corresponden en absoluto a las esencias primitivas. Del mismo modo que el sonido configurado en la arena, la enigmática x de la cosa en sí se presenta en principio como impulso nervioso, después como figura, finalmente como sonido. Por tanto, en cualquier caso, el origen del lenguaje no sigue un proceso lógico, y todo el material sobre el que, y a partir del cual, trabaja y construye el hombre de la verdad, el investigador, el filósofo, procede, si no de las nubes, en ningún caso de la esencia de las cosas.

Pero pensemos especialmente en la formación de los conceptos. Toda palabra se convierte de manera inmediata en concepto en tanto que justamente no ha de servir para la experiencia singular y completamente individualizada a la que debe su origen, por ejemplo, como recuerdo, sino que debe encajar al mismo tiempo con innumerables experiencias, por así decirlo, más o menos similares, jamás idénticas estrictamente hablando; en suma, con casos puramente diferentes. Todo concepto se forma por equiparación de casos no iguales. Del mismo modo que es cierto que una hoja no es igual a otra, también es cierto que el concepto hoja se ha formado al abandonar de manera arbitraria esas diferencias individuales, al olvidar las notas distintivas, con lo cual se suscita entonces la representación, como si en la naturaleza hubiese algo separado de las hojas que fuese la “hoja”, una especie de arquetipo primigenio a partir del cual todas las hojas habrían sido tejidas, diseñadas, calibradas, coloreadas, onduladas, pintadas, pero por manos tan torpes, que ningún ejemplar resultase ser correcto y fidedigno como copia fiel del arquetipo. Decimos que un hombre es “honesto”. ¿Por qué ha obrado hoy tan honestamente?, preguntamos. Nuestra respuesta suele ser así: a causa de su honestidad. ¡La honestidad! Esto significa a su vez: la hoja es la causa de las hojas. Ciertamente no sabemos nada en absoluto de una cualidad esencial, denominada “honestidad”, pero sí de una serie numerosa de acciones individuales, por lo tanto desemejantes, que igualamos olvidando las desemejanzas, y, entonces, las denominamos acciones honestas; al final formulamos a partir de ellas una qualitas oculta con el nombre de “honestidad”.

La omisión de lo individual y de lo real nos proporciona el concepto del mismo modo que también nos proporciona la forma, mientras que la naturaleza no conoce formas ni conceptos, así como tampoco ningún tipo de géneros, sino solamente una x que es para nosotros inaccesible e indefinible. También la oposición que hacemos entre individuo y especie es antropomórfica y no procede de la esencia de las cosas, aun cuando tampoco nos aventuramos a decir que no le corresponde: en efecto, sería una afirmación dogmática y, en cuanto tal, tan demostrable como su contraria.

¿Qué es entonces la verdad? Una hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismos, en resumidas cuentas, una suma de relaciones humanas que han sido realzadas, extrapoladas y adornadas poética y retóricamente y que, después de un prolongado uso, un pueblo considera firmes, canónicas y vinculantes; las verdades son ilusiones de las que se ha olvidado que lo son; metáforas que se han vuelto gastadas y sin fuerza sensible, monedas que han perdido su troquelado y no son ahora ya consideradas como monedas, sino como metal.

No sabemos todavía de dónde procede el impulso hacia la verdad, pues hasta ahora solamente hemos prestado atención al compromiso que la sociedad establece para existir: ser veraz, es decir, utilizar las metáforas usuales; por tanto, solamente hemos prestado atención, dicho en términos morales, al compromiso de mentir de acuerdo con una convención firme, mentir borreguilmente, de acuerdo con un estilo vinculante para todos. Ciertamente, el hombre se olvida de que su situación es ésta; por tanto, miente de la manera señalada inconscientemente y en virtud de hábitos seculares -y precisamente en virtud de esta inconsciencia, precisamente en virtud de este olvido, adquiere el sentimiento de la verdad-. A partir del sentimiento de estar comprometido a designar una cosa como “roja”, otra como “fría” y una tercera como “muda”, se despierta un movimiento moral hacia la verdad; a partir del contraste del mentiroso, en quien nadie confía y a quien todo el mundo excluye, el hombre se demuestra a sí mismo lo honesto, lo fiable y lo provechoso de la verdad. En ese instante, el hombre pone sus actos como ser racional bajo el dominio de las abstracciones; ya no tolera más el ser arrastrado por las impresiones repentinas, por las intuiciones; generaliza en primer lugar todas esas impresiones en conceptos más descoloridos, más fríos, para uncirlos al carro de su vida y de su acción. Todo lo que eleva al hombre por encima del animal depende de esa capacidad de volatilizar las metáforas intuitivas en un esquema; en suma, de la capacidad de disolver una figura en un concepto. En el ámbito de esos esquemas es posible algo que jamás podría conseguirse bajo las primitivas impresiones intuitivas: construir un orden piramidal por castas y grados; instituir un mundo nuevo de leyes, privilegios, subordinaciones y delimitaciones, que ahora se contrapone al otro mundo de las primitivas impresiones intuitivas como lo más firme, lo más general, lo mejor conocido y lo más humano y, por tanto, como una instancia reguladora e imperativa. Mientras que toda metáfora intuitiva es individual y no tiene otra idéntica y, por tanto, sabe siempre ponerse a salvo de toda clasificación, el gran edificio de los conceptos ostenta la rígida regularidad de un columbarium romano e insufla en la lógica el rigor y la frialdad peculiares de la matemática. Aquel a quien envuelve el hálito de esa frialdad, se resiste a creer que también el concepto, óseo y octogonal como un dado y, como tal, versátil, no sea más que el residuo de una metáfora, y que la ilusión de la extrapolación artística de un impulso nervioso en imágenes es, si no la madre, sí sin embargo la abuela de cualquier concepto. Ahora bien, dentro de ese juego de dados de los conceptos se denomina “verdad” al uso de cada dado según su designación; contar exactamente sus puntos, formar las clasificaciones correctas y no violar en ningún caso el orden de las castas ni la sucesión jerárquica. Así como los romanos y los etruscos dividían el cielo mediante rígidas líneas matemáticas y conjuraban en ese espacio así delimitado, como en un templum, a un dios, cada pueblo tiene sobre él un cielo conceptual semejante matemáticamente repartido y en esas circunstancias entiende por amor de la verdad, que todo dios conceptual ha de buscarse solamente en su propia esfera. Cabe admirar en este caso al hombre como poderoso genio constructor, que acierta a levantar sobre cimientos inestables y, por así decirlo, sobre agua en movimiento una catedral de conceptos infinitamente compleja: ciertamente, para encontrar apoyo en tales cimientos debe tratarse de un edificio hecho como de telarañas, suficientemente liviano para ser transportado por las olas, suficientemente firme para no desintegrarse ante cualquier soplo de viento. Como genio de la arquitectura el hombre se eleva muy por encima de la abeja: ésta construye con la cera que recoge de la naturaleza; aquél, con la materia bastante más delicada de los conceptos que, desde el principio, tiene que fabricar por sí mismo. Aquí él es acreedor de admiración profunda -pero no ciertamente por su inclinación a la verdad, al conocimiento puro de las cosas-. Si alguien esconde una cosa detrás de un matorral, a continuación la busca en ese mismo sitio y, además, la encuentra, no hay mucho de qué vanagloriarse en esa búsqueda y ese descubrimiento; sin embargo, esto es lo que sucede con la búsqueda y descubrimiento de la “verdad” dentro del recinto de la razón. Si doy la definición de mamífero y a continuación, después de haber examinado un camello, declaro: “he aquí un mamífero”, no cabe duda de que con ello se ha traído a la luz una nueva verdad, pero es de valor limitado; quiero decir; es antropomórfica de cabo a rabo y no contiene un solo punto que sea “verdadero en sí”, real y universal, prescindiendo de los hombres. El que busca tales verdades en el fondo solamente busca la metamorfosis del mundo en los hombres; aspira a una comprensión del mundo en tanto que cosa humanizada y consigue, en el mejor de los casos, el sentimiento de una asimilación. Del mismo modo que el astrólogo considera a las estrellas al servicio de los hombres y en conexión con su felicidad y con su desgracia, así también un investigador tal considera que el mundo en su totalidad está ligado a los hombres; como el eco infinitamente repetido de un sonido original, el hombre; como la imagen multiplicada de un arquetipo, el hombre. Su procedimiento consiste en tomar al hombre como medida de todas las cosas; pero entonces parte del error de creer que tiene estas cosas ante sí de manera inmediata, como objetos puros. Por tanto, olvida que las metáforas intuitivas originales no son más que metáforas y las toma por las cosas mismas.

Sólo mediante el olvido de este mundo primitivo de metáforas, sólo mediante el endurecimiento y petrificación de un fogoso torrente primordial compuesto por una masa de imágenes que surgen de la capacidad originaria de la fantasía humana, sólo mediante la invencible creencia en que este sol, esta ventana, esta mesa son una verdad en sí, en resumen: gracias solamente al hecho de que el hombre se olvida de sí mismo como sujeto y, por cierto, como sujeto artísticamente creador, vive con cierta calma, seguridad y consecuencia; si pudiera salir, aunque sólo fuese un instante, fuera de los muros de esa creencia que lo tiene prisionero, se terminaría en el acto su “conciencia de sí mismo”. Le cuesta trabajo reconocer ante sí mismo que el insecto o el pájaro perciben otro mundo completamente diferente al del hombre y que la cuestión de cuál de las dos percepciones del mundo es la correcta carece totalmente de sentido, ya que para decidir sobre ello tendríamos que medir con la medida de la percepción correcta, es decir, con una medida de la que no se dispone. Pero, por lo demás, la “percepción correcta” -es decir, la expresión adecuada de un objeto en el sujeto- me parece un absurdo lleno de contradicciones, puesto que entre dos esferas absolutamente distintas, como lo son el sujeto y el objeto, no hay ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, una conducta estética, quiero decir: un extrapolar alusivo, un traducir balbuciente a un lenguaje completamente extraño, para lo que, en todo caso, se necesita una esfera intermedia y una fuerza mediadora, libres ambas para poetizar e inventar. La palabra “fenómeno” encierra muchas seducciones, por lo que, en lo posible, procuro evitarla, puesto que no es cierto que la esencia de las cosas se manifieste en el mundo empírico. Un pintor que careciese de manos y quisiera expresar por medio del canto el cuadro que ha concebido, revelará siempre, en ese paso de una esfera a otra, mucho más sobre la esencia de las cosas que en el mundo empírico. La misma relación de un impulso nervioso con la imagen producida no es, en sí, necesaria; pero cuando la misma imagen se ha producido millones de veces y se ha transmitido hereditariamente a través de muchas generaciones de hombres, apareciendo finalmente en toda la humanidad como consecuencia cada vez del mismo motivo, acaba por llegar a tener para el hombre el mismo significado que si fuese la única imagen necesaria, como si la relación del impulso nervioso original con la imagen producida fuese una relación de causalidad estricta; del mismo modo que un sueño eternamente repetido sería percibido y juzgado como algo absolutamente real. Pero el endurecimiento y la petrificación de una metáfora no garantizan para nada en absoluto la necesidad y la legitimación exclusiva de esta metáfora.

Sin duda, todo hombre que esté familiarizado con tales consideraciones ha sentido una profunda desconfianza hacia todo idealismo de este tipo, cada vez que se ha convencido con la claridad necesaria de la consecuencia, ubicuidad e infalibilidad de las leyes de la naturaleza; y ha sacado esta conclusión: aquí, cuanto alcanzamos en las alturas del mundo telescópico y en los abismos del mundo microscópico, todo es tan seguro, tan elaborado, tan infinito, tan regular, tan exento de lagunas; la ciencia cavará eternamente con éxito en estos pozos, y todo lo que encuentre habrá de concordar entre sí y no se contradirá. Qué poco se asemeja esto a un producto de la imaginación; si lo fuese, tendría que quedar al descubierto en alguna parte de la apariencia y la irrealidad. Al contrario, cabe decir por lo pronto que, si cada uno de nosotros tuviese una percepción sensorial diferente, podríamos percibir unas veces como pájaros, otras como gusanos, otras como plantas, o si alguno de nosotros viese el mismo estímulo como rojo, otro como azul e incluso un tercero lo percibiese como un sonido, entonces nadie hablaría de tal regularidad de la naturaleza, sino que solamente se la concebiría como una creación altamente subjetiva. Entonces, ¿qué es, en suma, para nosotros una ley de la naturaleza? No nos es conocida en sí, sino solamente por sus efectos, es decir, en sus relaciones con otras leyes de la naturaleza que, a su vez, sólo nos son conocidas como sumas de relaciones. Por consiguiente, todas esas relaciones no hacen más que remitir continuamente unas a otras y nos resultan completamente incomprensibles en su esencia; en realidad sólo conocemos de ellas lo que nosotros aportamos: el tiempo, el espacio, por tanto las relaciones de sucesión y los números. Pero todo lo maravilloso, lo que precisamente nos asombra de las leyes de la naturaleza, lo que reclama nuestra explicación y lo que podría introducir en nosotros la desconfianza respecto al idealismo, reside única y exclusivamente en el rigor matemático y en la inviolabilidad de las representaciones del espacio y del tiempo. Sin embargo, esas nociones las producimos en nosotros y a partir de nosotros con la misma necesidad que la araña teje su tela; si estamos obligados a concebir todas las cosas solamente bajo esas formas, entonces no es ninguna maravilla el que, a decir verdad, sólo captemos en todas las cosas precisamente esas formas, puesto que todas ellas deben llevar consigo las leyes del número, y el número es precisamente lo más asombroso de las cosas. Toda la regularidad de las órbitas de los astros y de los procesos químicos, regularidad que tanto respeto nos infunde, coincide en el fondo con aquellas propiedades que nosotros introducimos en las cosas, de modo que, con esto, nos infundimos respeto a nosotros mismos. En efecto, de aquí resulta que esta producción artística de metáforas con la que comienza en nosotros toda percepción, supone ya esas formas y, por tanto, se realizará en ellas; sólo por la sólida persistencia de esas formas primigenias resulta posible explicar el que más tarde haya podido construirse sobre las metáforas mismas el edificio de los conceptos. Este edificio es, efectivamente, una imitación, sobre la base de las metáforas, de las relaciones de espacio, tiempo y número.

2

Como hemos visto, en la construcción de los conceptos trabaja originariamente el lenguaje; más tarde la ciencia. Así como la abeja construye las celdas y, simultáneamente, las rellena de miel, del mismo modo la ciencia trabaja inconteniblemente en ese gran columbarium de los conceptos, necrópolis de las intuiciones; construye sin cesar nuevas y más elevadas plantas, apuntala, limpia y renueva las celdas viejas y, sobre todo, se esfuerza en llenar ese colosal andamiaje que desmesuradamente ha apilado y en ordenar dentro de él todo el mundo empírico, es decir, el mundo antropomórfico. Si ya el hombre de acción ata su vida a la razón y a los conceptos para no verse arrastrado y no perderse a sí mismo, el investigador construye su choza junto a la torre de la ciencia para que pueda servirle de ayuda y encontrar él mismo protección bajo ese baluarte ya existente. De hecho necesita protección, puesto que existen fuerzas terribles que constantemente le amenazan y que oponen a la verdad científica “verdades” de un tipo completamente diferente con las más diversas etiquetas.

Ese impulso hacia la construcción de metáforas, ese impulso fundamental del hombre del que no se puede prescindir ni un solo instante, pues si así se hiciese se prescindiría del hombre mismo, no queda en verdad sujeto y apenas si domado por el hecho de que con sus evanescentes productos, los conceptos, resulta construido un nuevo mundo regular y rígido que le sirve de fortaleza. Busca un nuevo campo para su actividad y otro cauce y lo encuentra en el mito y, sobre todo, en el arte. Confunde sin cesar las rúbricas y las celdas de los conceptos introduciendo de esta manera nuevas extrapolaciones, metáforas y metonimias; continuamente muestra el afán de configurar el mundo existente del hombre despierto, haciéndolo tan abigarradamente irregular, tan inconsecuente, tan inconexo, tan encantador y eternamente nuevo, como lo es el mundo de los sueños. En sí, ciertamente, el hombre despierto solamente adquiere conciencia de que está despierto por medio del rígido y regular tejido de los conceptos y, justamente por eso, cuando en alguna ocasión un tejido de conceptos es desgarrado de repente por el arte llega a creer que sueña. Tenía razón Pascal cuando afirmaba que, si todas las noches nos sobreviniese el mismo sueño, nos ocuparíamos tanto de él como de las cosas que vemos cada día: “Si un artesano estuviese seguro de que sueña cada noche, durante doce horas completas, que es rey, creo -dice Pascal- que sería tan dichoso como un rey que soñase todas las noches durante doce horas que es artesano”. La diurna vigilia de un pueblo míticamente excitado, como el de los antiguos griegos, es, de hecho, merced al milagro que se opera de continuo, tal y como el mito supone, más parecida al sueño que a la vigilia del pensador científicamente desilusionado. Si cada árbol puede hablar como una ninfa, o si un dios, bajo la apariencia de un toro, puede raptar doncellas, si de pronto la misma diosa Atenea puede ser vista en compañía de Pisístrato recorriendo las plazas de Atenas en un hermoso tiro -y esto el honrado ateniense lo creía-, entonces, en cada momento, como en sueños, todo es posible y la naturaleza entera revolotea alrededor del hombre como si solamente se tratase de una mascarada de los dioses, para quienes no constituiría más que una broma el engañar a los hombres bajo todas las figuras.

Pero el hombre mismo tiene una invencible inclinación a dejarse engañar y está como hechizado por la felicidad cuando el rapsoda le narra cuentos épicos como si fuesen verdades, o cuando en una obra de teatro el cómico, haciendo el papel de rey, actúa más regiamente que un rey en la realidad. El intelecto, ese maestro del fingir, se encuentra libre y relevado de su esclavitud habitual tanto tiempo como puede engañar sin causar daño, y en esos momentos celebra sus Saturnales. Jamás es tan exuberante, tan rico, tan soberbio, tan ágil y tan audaz: poseído de placer creador, arroja las metáforas sin orden alguno y remueve los mojones de las abstracciones de tal manera que, por ejemplo, designa el río como el camino en movimiento que lleva al hombre allí donde habitualmente va. Ahora ha arrojado de sí el signo de la servidumbre; mientras que antes se esforzaba con triste solicitud en mostrar el camino y las herramientas a un pobre individuo que ansía la existencia y se lanza, como un siervo, en buscar de presa y botín para su señor, ahora se ha convertido en señor y puede borrar de su semblante la expresión de indigencia. Todo lo que él hace ahora conlleva, en comparación con sus acciones anteriores, el fingimiento, lo mismo que las anteriores conllevaban la distorsión. Copia la vida del hombre, pero la toma como una cosa buena y parece darse por satisfecho con ella. Ese enorme entramado y andamiaje de los conceptos al que de por vida se aferra el hombre indigente para salvarse, es solamente un armazón para el intelecto liberado y un juguete para sus más audaces obras de arte y, cuando lo destruye, lo mezcla desordenadamente y lo vuelve a juntar irónicamente, uniendo lo más diverso y separando lo más afín, pone de manifiesto que no necesita de aquellos recursos de la indigencia y que ahora no se guía por conceptos, sino por intuiciones. No existe ningún camino regular que conduzca desde esas intuiciones a la región de los esquemas espectrales, las abstracciones; la palabra no está hecha para ellas, el hombre enmudece al verlas o habla en metáforas rigurosamente prohibidas o mediante concatenaciones conceptuales jamás oídas, para corresponder de un modo creador, aunque sólo sea mediante la destrucción y el escarnio de los antiguos límites conceptuales, a la impresión de la poderosa intuición actual.

Hay períodos en los que el hombre racional y el hombre intuitivo caminan juntos; el uno angustiado ante la intuición, el otro mofándose de la abstracción; es tan irracional el último como poco artístico el primero. Ambos ansían dominar la vida: éste sabiendo afrontar las necesidades más imperiosas mediante previsión, prudencia y regularidad; aquél sin ver, como “héroe desbordante de alegría”, esas necesidades y tomando como real solamente la vida disfrazada de apariencia y belleza. Allí donde el hombre intuitivo, como en la Grecia antigua, maneja sus armas de manera más potente y victoriosa que su adversario, puede, si las circunstancias son favorables, configurar una cultura y establecer el dominio del arte sobre la vida; ese fingir, ese rechazo de la indigencia, ese brillo de las intuiciones metafóricas y, en suma, esa inmediatez del engaño acompañan todas las manifestaciones de una vida de esa especie. Ni la casa, ni el paso, ni la indumentaria, ni la tinaja de barro descubren que ha sido la necesidad la que los ha concebido: parece como si en todos ellos hubiera de expresarse una felicidad sublime y una serenidad olímpica y, en cierto modo, un juego con la seriedad. Mientras que el hombre guiado por conceptos y abstracciones solamente conjura la desgracia mediante ellas, sin extraer de las abstracciones mismas algún tipo de felicidad; mientras que aspira a liberarse de los dolores lo más posible, el hombre intuitivo, aposentado en medio de una cultura, consigue ya, gracias a sus intuiciones, además de conjurar los males, un flujo constante de claridad, animación y liberación. Es cierto que sufre con más vehemencia cuando sufre; incluso sufre más a menudo porque no sabe aprender de la experiencia y tropieza una y otra vez en la misma piedra en la que ya ha tropezado anteriormente. Es tan irracional en el sufrimiento como en la felicidad, se desgañita y no encuentra consuelo. ¡Cuán distintamente se comporta el hombre estoico ante las mismas desgracias, instruido por la experiencia y autocontrolado a través de los conceptos! Él, que sólo busca habitualmente sinceridad, verdad, emanciparse de los engaños y protegerse de las incursiones seductoras, representa ahora, en la desgracia, como aquél, en la felicidad, la obra maestra del fingimiento; no presenta un rostro humano, palpitante y expresivo, sino una especie de máscara de facciones dignas y proporcionadas; no grita y ni siquiera altera su voz; cuando todo un nublado descarga sobre él, se envuelve en su manto y se marcha caminando lentamente bajo la tormenta.



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El pensamiento de Nietzsche

Lo interesante de Nietzsche, es que no nos dice lo que tenemos que pensar, nos obliga a hacerlo

Dijo Osvaldo Daniel Del Castello

En Verdad y mentira en sentido extramoral llegamos a la causa primera de la razón de ser. O sea, tenemos una idea lo suficientemente cercana a la realidad del por qué ser, pero no nos habla en absoluto del para qué ser, sabemos por qué somos pero no sabemos para qué somos.

En este estado de cosas, la especie humana no se diferencia de las demás especies, en el sentido de que todas llegaron a ser lo que son a partir de la creación de su propia “ficción” (la palabra ficción la pongo encomillada porque para mi interpretación del fenómeno el vocablo que utilizo es herramienta. Creo que es más funcional y que no se presta a confusión).

De no ser por esa “ficción” no seríamos lo que somos y ninguna especie sería lo que es. No podemos negar la existencia del ser o de los seres ni la necesidad de “ficción” inherente a ellos. Podríamos decir que esto, transferido exclusivamente al plano humano, es la génesis de nuestro sistema cultural. Y es tan poco el margen que tenemos para explicar esto que es imposible extenderse sin caer en tautologías. Sin embargo, lo más importante del texto que nos convoca es lo que sugiere, lo que no está escrito, lo que da que pensar.

Verdad y mentira en sentido extramoral no llega a ser una crítica de la cultura; es, simplemente, un diagnóstico. Nos dice lo que es, no lo que debe ser, nos dice que la “ficción” es necesaria, pero no nos dice que debemos permanecer eternamente en ella para que unos pocos pícaros y sus secuaces medren a expensas de 6.000 millones de convalecientes. No nos pide -ni siquiera nos autoriza- que depongamos la inteligencia y el coraje necesarios para cambiar esta ficción (ahora sin comillas) por otra más altruista, equitativa y justa. . En pocas palabras, ya no podemos mirar el mundo desde una cómoda perspectiva infantiloide. Sabemos ipso facto, que no dependemos del destino sino que este depende de nosotros.

Cómo será la fuerza inercial que produce la ficción que el imperativo categórico: No podríamos vivir sin... el arte, la filosofía, etc, es falso; es simplemente un circunstancial de tiempo, es una nueva ficción que justifica aquella ficción. Si nos encontráramos a escasos cien años del colapso del planeta, nadie tendría tiempo para el arte, la filosofía, las religiones, ni para otra cosa que no fuera estudiar, descubrir, producir los medios que nos puedan llevar a conquistar un nuevo mundo antes de que nos trague el sol. En ese momento diríamos que la única ficción imprescindible para la vida sería la que esté relacionada con este fin...

Desde luego es imposible premeditar todos los sucesos de la eternidad. Eso es lo interesante de Nietzsche, no nos dice lo que tenemos que pensar, nos obliga a hacerlo por medio de sus aforismos supuestamente eternos, es decir, vigentes por siempre.

Es preciso aprender a leer a Nietzsche, no buscar su comprensión en las interpretaciones de terceros que nos llevarán detrás de sus pensamientos, que podrán apartarnos de él y de la calidad de su enseñanza.

Así, pues, todo depende de nosotros. Sólo es verdad aquello que, por él, nos viene de nosotros mismos.
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El pensamiento de Nietzsche

Todo en la naturaleza física, psíquica y metafísica está formado por pares de opuestos complementarios

Dijo Paulino María Iñigo

El ingenioso y revelador discurso de Nietzsche, hoy ya no se sostiene en sus aspectos prácticos y tal vez hasta en lo esencial del mismo, pues a la luz de la física y psicofisiología moderna se puede, en suficiente medida, superar tal perspectiva.

Se plantea Nietzsche en este opúsculo “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”: ... Cual arbitrario es el estado en el que se presenta el intelecto humano dentro de la naturaleza.

Convengo que ello es relativamente cierto, pero para nada, como y hasta el punto y modo en que lo intuye y razona Nietzsche; veamos:

Aun siendo todo relativo, entre otras poderosas razones porque todas las verdades son semiverdades; ya que todo en la naturaleza física, psíquica y metafísica está formado por pares de opuestos complementarios y sintético-unificados, debido a que necesariamente son de la misma naturaleza, aunque de distinto grado, puesto que todo es materia-energía, onda y partícula, frío-calor, etc.

Parecería imposible trascender esta lógica binaria nietzscheana que veta la razón para transcenderse a sí misma. Aquí se detuvo Kant, Derrida, Rorty y tantos otros herederos de Nietzsche y representantes del “débil pensamiento”; pero no otros muchos como Hegel y su dialéctica triunitaria superadora de la limitada y aberrada óptica dualística. Óptica binaria productora de mitomanías escepticistas positivistas, así como también de ciertas religiosidades absurdas. Enseguida veremos porqué. Todo intento de aproximarse hacia cotas significativas de realidad o superación de la razón es tautológico si no se abandona la perspectiva dualística.

Continúa Nietzsche planteándonos: ¿De dónde procede en el mundo entero el impulso hacia la verdad?

Tal impulso nace del instinto social del individuo, porque el hombre es un ser social más que individual, y por ello intrínsecamente necesitado de una organización social-orgánica: simbiosis, necesaria complicidad para su viabilidad, desarrollo y evolución. De ello deviene el descubrimiento del impulso hacia la verdad como mecanismo de organización-colaboración y no simple competición absurda o parasitante. No hay evolución viable y posible sin amor, pero dejemos para mejor ocasión el porqué, la razón psicofisiológica de tal afirmación.

Somos seres eminentemente sociales, somos conglomerados atómicos o cuánticos sin existencia independiente del medio y ligados entre nosotros por un “orden implicado” (EPR) y discontinuidades cuánticas que correlacionan y unifican instantánea y holísticamente toda nuestra materia-energía en modo psíquico y físico, pero sin causalidad predeterminante...

La cosa en sí o verdad pura es inalcanzable, nos dice Nietzche.

Pues claro, es que no hay nada en sí o cosa. El frío o el calor, agua-hielo, etc, son pares unificados de opuestos... no es algo en sí...ni lo bueno ni lo malo, pero sí lo conveniente; y eso está en cierto grado en su punto medio como la virtud de todo par de opuestos... como la temperatura que tiene un grado apropiado o relativo adecuado a cada proceso vital, ser o cosa. O como la dualidad onda-partícula que por su acción sintética desplaza el efecto de su polaridad más aquí o más allá, en función de un proceso individual y social general en el que la parte y el todo encuentra su dinámico punto de equilibrio y reciprocidad... individual y social, que viene a ser como ver una verdad a medias.

¿Qué es entonces la verdad?

Pues sencillamente (para la persona) es la síntesis emergente más propicia y global en cada momento evolutivo dado, que deviene de la tesis y antítesis cognitiva que logramos por la acción conjugada de nuestras dos potencias de percepción y reflexión cerebrales, ubicadas en los hemisferios cerebrales izquierdo y derecho; pero solamente si están adecuadamente sintetizadas, y ahí está la clave, que se puede lograr debido a la acción de un cuerpo calloso cerebral, ¡en la mayoría de los casos raquítico y, por tal, insuficiente!. Cosa que ocurre por el excesivo dimorfismo existente en nuestros dos hemisferios cerebrales, sobre todo en los hombres. Lo que ha sido culturalmente propiciado por mitomanías escepticistas y religiosidades, y por líderes al uso que anularon el desarrollo del hemisferio cerebral derecho de toda persona; lo cual se ocasionó auspiciado por siglos de violenta competitividad y sojuzgamiento de la mujer y de lo intelectual y experiencialmente femenino; por consiguiente de todo el hemisferio derecho-femenino en hombres y mujeres. Crecimos cojos, sin contrapunto...con lentes cognitivas aberradas.

El hemisferio izquierdo percibe y reflexiona fragmentaria y reduccionistamente; por tanto, va sin brújula ni suficiente perspectiva o superior visión panorámica y holística. No puede ser objetivo aún cuando alcance resultados científicos o intelectuales maravillosos. Desarrolla así religiosidades, experiencias, comportamientos y escepticismos absurdos...

El hemisferio derecho percibe y reflexiona globalmente del todo hacia la parte, sin percatarse convenientemente de formas, detalles, particularidades individuales y sentido de lo limitado, finito, proporciones, etc. No puede ser, por tanto, objetivo.

Separadamente, las dos opuestas capacidades cognitivas son ineficaces y generan grandes problemáticas irresolubles a largo plazo. Por separado son arbitraria verdad y mentira; pero intrínsecamente combinados la verdad y la mentira forman un par de opuestos sintéticos, una retroalimenta a la otra como el azar a la causalidad. Y de su resultado no hay en realidad sino semiverdad. No hay azar ni causalidad sino intrínseca hibridez que alumbra grados de evolucionante, relativa, emergente y coherente libertad que evita la locura del azar y la esclavitud determinista de la causalidad.

Dejo pendiente la eficiencia del Amor como ingrediente indispensable para aproximarse a la verdad; cosa que Nietzche no llegó a comprender al establecer la supremacía competitiva del más fuerte.

He dejado para el final el fatalismo que embarga a Nietzsche en este opúsculo respecto al destino último del hombre.

No tiene Nietzsche desde su perspectiva fundamentos para abocarlos hacia la nada tras su último suspiro, y más, cuando hay tanta incertidumbre sobre el asunto. Hemos de ser prudentes y no dejarnos llevar por nuestras personales y viscerales inclinaciones sobre el particular. Pues el flujo dinámico de la vida y su materia-energía es transitorio y cíclico. Va de la pura energía a la masa, y viceversa, como muestra el big bang o la integración de un electrón-positrón y su conversión en dos fotones... En tales fluctuaciones cíclicas o reversibles de la materia-energía se conserva potencialmente la carga eléctrica, la gravedad-masa y todo el complejísimo software o “alma” que permite memorizar y reproducir la identidad “destruida”, para reencarnar nuevamente o somatizarse en el sorprendente devenir de la vida...


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El pensamiento de Nietzsche

Análisis del opúsculo de Friedrich Nietzsche “Sobre la verdad y mentira en sentido extra moral

Dijo Santiago Galindo M.

De manera general y sin ánimo de ofender, me considero un apóstata de las grandes filosofías y de quienes las sustentaron. Entre estos está Nietzsche. No puede negarse que él ha tenido gran influencia en el pensamiento moderno, pero, a mi ver, actúa más bien como un escritor prolífico que mira las cosas de manera interesante y llamativa, pero sin mayor fundamentación racional. Está lleno premisas de las que no da razones convincentes, por lo que sus conclusiones tienden a ser falsas. Revisemos este opúsculo a través de sus ideas básicas.

La noción del conocimiento como una creación artificiosa y por lo tanto voluntaria sólo a partir de un momento dado, omite al intelecto que él mismo reconoce y, por lo tanto, también omite el conocimiento presente. Claro que para eso necesita descalificarlo hasta colocarlo como sinónimo de fingimiento, es decir, darle esa función en hombres supuestamente débiles; porque este filósofo los desdobla como vida y razón, pero esta aparente dicotomía es la que nos da una situación privilegiada en la tierra. Si la naturaleza del hombre es su racionalidad y su condición instintiva, su conocimiento no se limita a lo sensible, a la percepción de las “formas”; no se contenta el humano con recibir estímulos “como si jugase a tantear el dorso de las cosas”, tampoco acepta una verdad limitada. Nada explica que el hombre celebre un contrato para mentir, porque por necesidad y hastío desea vivir en sociedad. Pero aún cuando sea por necesidad o hastío, si el intelecto es capaz de darse cuenta de esto, de la conveniencia de vivir en sociedad, también comprenderá y ejercerá su impulso hacia la verdad.

La idea que Nietzsche tiene de la palabra como reproducción en sonidos de un impulso nervioso, es insuficiente porque no toma en cuenta su procesamiento racional. Que no se pueda inferir a partir de un impulso nervioso la existencia de una causa externa que lo haya motivado, es realmente un subjetivismo gratuito cercano a Berkeley, por mucho que se dedique a criticar el uso del principio de razón. Que el conocimiento sea una relación no quiere decir que sea relativo. Cuando se refiere a lo duro de la piedra, él pretende que lo duro sea captado en forma pura para ser conocido. Pero tal cosa no es así ni debe interpretarse el conocimiento de esa manera. Tiene que hacerse por una relación. Lo duro es esa relación y es de suponer que es un atributo del objeto. El desconocimiento de lo lógico y ontológico del pensamiento para fijarse en lo vivencial, como en el empirismo inglés, no difiere en Nietzsche. Él supone la actividad creadora del sujeto para justificar el conocimiento, como lo hizo Hume en la creencia en el mundo exterior y Descartes en Dios.

La verdad, que Nietzsche quiere confundir con el conocimiento, no es una captación inmediata y directa de algo, sino una proposición lógica o empírica que tiene una concordancia -para usar una definición- con el pensamiento o los hechos. Entonces, las palabras no expresan por sí la verdad de las cosas.

Nuestro autor llega a preguntarse de manera concreta qué es la verdad, y la define, desde luego, como una “hueste en movimiento de metáforas, metonimias, antropomorfismo”. Pero de acuerdo a su pensamiento resulta que esta conclusión también sería una mentira, una proposición sin pretensión de ser verdadera.

Nietzsche arriba a la idea conclusoria de que el origen del impulso hacia la verdad viene del olvido del compromiso de mentir; pero esto no es así, ya que las cosas no terminan porque son nombradas. No hay tal “mentiroso nietzscheano”. Puede haber, a lo más, un mentiroso disidente. Todo este artificio, que tiene una cierta estructura lógica, bien puede ser aplicado al desenvolvimiento real de este impulso sin tener que explicarlo torcidamente.

Cuando el filósofo al que nos estamos refiriendo nos habla de dos esferas -según él completamente distintas-, como lo son el sujeto y el objeto, afirma que “no hay ninguna causalidad, ninguna exactitud, ninguna expresión, sino, a lo sumo, una conducta estética”. Llama la atención que concluya sin más que puede haber una conducta estética, cuando no debería haber nada: Leibniz tuvo que acudir a la sincronización preestablecida por la divinidad para explicar esta conexión sugerida por la regularidad de la imagen. Parece que no le molesta aceptar que a lo largo del tiempo muchos hombres tengan que ponerse de acuerdo en la misma percepción y arremete contra la solidez de la ciencia y sus leyes, tergiversando las cosas. Huelga decir que a la ciencia no le ha sido fácil su desarrollo. Nietzsche quiere endilgarle a las leyes el mismo carácter subjetivo que al conocimiento de las cosas, y no es verdad que conozcamos a las leyes como una suma de relaciones o que tengan alguna esencia. Una ley es una proposición que explica un comportamiento que se presenta como regular.

En el opúsculo que hoy se ofrece a nuestra consideración, Nietzsche usa el espacio y el tiempo en el sentido kantiano (que por cierto ya nadie interpreta como categorías del entendimiento, sino como propiedades de la realidad) para trasladar al sujeto la regularidad en el conocimiento del mundo y no comprometer su posición, que aparenta contradecirse con esta regularidad: la creación estética y la persistencia de las mismas reacciones ante los mismos estímulos durante miles de años, que él resuelve indicando que la “producción artística de metáforas (...) supone ya esas formas y, por lo tanto, se realizará en ellas”. (En otros de sus escritos posteriores se basará en la actividad creadora de sentido a través de las reglas gramaticales del lenguaje, como condiciones inmanentes de toda posible interpretación de la realidad).

Son muchas las cosas que Nietzsche tiene que torcer para explicar el mundo según su pensamiento.

Desde el acápite 2 su argumentación se va a transformar en pura literatura. Dirá, por ejemplo, que no hay diferencia substantiva entre vigilia y sueño. Su afirmación de que el hombre tiene una “invencible inclinación a dejarse engañar”, anuncia otra vez su gusto por la literatura. Habla de las intuiciones (cuyo origen es atribuible a la razón) como si fuera obra de la actividad estética.

El final de su opúsculo es poético, pero, a mi ver, no debió desdeñar al hombre racional por ser feliz, sino, más bien, al intuitivo por la desorientación que padece.



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El pensamiento de Nietzsche

Estamos reflexionando con conceptos extremadamente sutiles que el lenguaje desea representar y sabemos -¡ay, trágicamente! diría F. Nietzsche- que es imposible hacerlo

Dijo Luis Alberto Herrero

...Quiero hacer mentiras, mentiras, sí,
pero más verdaderas que la realidad misma.
Vincent Van Gogh, Cartas a Théo


El opúsculo de Nietzsche Sobre verdad y mentira en sentido extramoral me movilizó de manera especial. Es de esa clase de escritos que, al terminar de leerlos, te cambian de por vida. Me arriesgaría a decir que a partir de ahora ya nada será igual.

Mi percepción de la Realidad, que ya intuía engañosa, se confirma ahora como tal y necesaria para la vida. Por lo tanto, mi actitud frente a ella pasó de ser un peso muerto que cargaba sobre mis espaldas (ciegamente contestataria), a ser fresca, liberadora, menos alienante (“videntemente” contestataria). Para usar un vocablo de Nietzsche: danzarina.

Siento como si la gran piedra del mítico Sísifo (en este caso, no como absurdo de la existencia, sino como peso muerto innecesario), de pronto se cayera, y renaciera, cual poética epifanía, el absurdo intento de sacudir, a toda costa (ciegamente), una tras otra, todas las apariencias, ficciones y falacias, tan útiles y necesarias para la vida.

Yo que buscaba el desenmascaramiento; eliminar el velo de la ilusión (la maya) hasta llegar a la autenticidad en la conducta. Yo que buscaba la verdad. ¡Qué iluso!

Ahora resulta que esa máscara, aquel velo, estos engaños, esa inautenticidad, aquellas formas de ver, entender o explicar la realidad; sea por símbolos, íconos, gestos o signos (semiosis ilimitada), sea como lenguaje de las ciencias, de las artes, de la filosofía, o de la literatura (logos), en síntesis, sea como sea; son erróneas perspectivas antropomórficas, hermosas ficcionalidades y demás ilusiones imaginables y por imaginar, necesarias e inevitables para soportar y justificar la existencia, la vida toda.

Dice el aforismo 107 de “La gaya ciencia".

Nuestra postrera gratitud al arte.- Si no gustásemos de las artes y no hubiésemos inventado esta manera de rendir culto al error, no podríamos soportar ese convencimiento de que la ilusión y el error son condiciones necesarias del mundo intelectual y del mundo sensible. La sinceridad nos conduciría al tedio y al suicidio...”

1.- Otras conclusiones a las que llego después de leer el libro Sobre verdad y mentira...

Sólo las inteligencias superiores perciben la mentira como mentira y la mentira como verdad ilusoria. Sólo las inteligencias superiores hacen uso de la mentira, del error, de la ilusión (de la vida como fenómeno estético)... ¡a sabiendas! (imposible no hacerlo, no podríamos vivir de otro modo).

Sólo las inteligencias superiores perciben (“ven” sería el vocablo óntico) que se trata de una mentira aproximativa, por el simple hecho de que la Realidad (el devenir) es un río caudaloso, caótico, de múltiples e infinitas relaciones causales impredecibles, inclasificables y, por lo tanto, irrepresentable.

El hombre cree representarla, por ejemplo, a través del lenguaje. Cómo se equivoca, y lo hace porque sólo toma una fotografía (una imagen) de ese río caudaloso y con ella representa un instante detenido, muerto, de su recorrido cambiante (devenir); con ella (la imagen) se ha reconfortado y ha construido toda su arquitectura antropomórfica del saber y el percibir.

La verdad -parafraseando a Nietzsche- es sólo una necrópolis de conceptos, de proposiciones, metonimias y metáforas.

Porque la palabra -sus símbolos, íconos, signos- nunca será “la cosa”. Pero necesitamos de estos símbolos para avanzar, para investigar, para ordenar, clasificar y representarnos el mundo ¡para asirnos de algo!

Esta percepción inexorable me lleva al pathos trágico del hombre que ve, a su escepticismo con respecto al conocimiento (ciencias), a la Verdad (absoluto), a la Axiología (los valores), a la Moral, etc. Me lleva a la necesidad vital de la ilusión, de la ficción, donde el arte juega -en mi caso- el papel de actor principal.

Pero cuidado, no avancemos a ciegas, estamos reflexionando con conceptos extremadamente sutiles que el lenguaje desea representar y sabemos -¡ay, trágicamente! diría F. Nietzsche- que es imposible hacerlo. Por lo tanto, mutatis mutandi digo: una cosa es hacer uso de esas funciones ficcionales reguladoras ¡a sabiendas! (inteligencias superiores), y otra muy distinta es darles un carácter de realidad, en sentido no extramoral sino ¡de imperativo moral! (como verdades absolutas, universales). En este caso, esas ayudas conceptuales reguladoras necesarias como ilusión para la vida, se transforman -al decir de Vaihinger- en ficciones in malo sensu (propio de las inteligencias inferiores: vulgo en general, muchos filósofos y pensadores académicos, políticos, etc).

En síntesis: la lectura de "Sobre verdad y mentira..." reafirma mi percepción de finitud en sentido absoluto, trágico. Me sumerge, de lleno, en una profundidad oceánica totalizadora donde desaparece de cuajo el principio de individuación, donde lo Divino es lo que dimana, surge, ordena y donde uno sólo atina a callarse, a guardar silencio, un silencio que es sagrado y por lo tanto es también religioso.

¡Subordinación y valor! Ese es mi pathos trágico

2.- ¿Qué hacer con esta nueva percepción?

Se debe tratar por todos los medios a nuestro alcance de que los demás vean esta ficcionalidad como necesaria (la tragedia del hombre que ve, diría Krishnamurti); esto es: que se haga uso responsable y consciente de las funciones ficcionales reguladoras. Para este fin tiene un valor irremplazable la crítica, la crítica del intelectual como organon de la inteligencia, porque la mente -que es inteligencia (razón más sentimiento, logos más pathos)- contiene al intelecto, que es sólo conocimiento, información, es decir, finitud.

3.- Ventajas de la lectura de Sobre verdad y mentira en sentido extramoral.

Conocer este escrito de Nietzsche es incorporar una pieza fundamental al armazón del conocimiento y la madurez intelectual.

Se penetra en las enmarañadas reflexiones sicológicas y axiológicas del lenguaje, su genealogía, su moral.

Se toma cabal conciencia de que el lenguaje es un instrumento extremadamente peligroso cuando es empleado in malo sensu, por sus efectos dañinos y perversos,. (clase política en particular, como defensora de un statu quo).

Produce cambios de percepción en el logos -en sentido moral y extramoral- con relación a la dualidad relativa Verdad-Mentira.

Nos obliga a tomar con extrema precaución todo lo que se dice, se escucha, se formula, se asevera, se absolutiza, se "ve" a través del lenguaje, sea éste icónico, sígnico, simbólico, gestual, etc. Nos obliga a una atención permanente.

Y para terminar, desearía hacer la siguiente reflexión:

Dudo de la aparente coherencia de este escrito, porque sé de donde viene, conozco su génesis: viene del lenguaje intelectual adquirido como costumbre que, por su naturaleza irreflexiva -como ya dijimos-, es erróneo, falso, antropomórfico y “fotográfico”. Por lo tanto, desconfío plenamente de él, aunque, por cierto, traté de hablar fundamentalmente desde el corazón, único organon que percibe aquello que no se dice, ¡que no se puede decir!, que es inefable, como la Verdad misma.


Café Filosófico
El pensamiento de Nietzsche

Nietzsche y la perdida de la vía a Dios

Dijo Marcia Gabriela Spadaro

La Torá no escrita, una de las seis > que existían antes de que Dios crease el mundo, posee el poder innato de la > que dio origen a todos los seres. Este poder, asumiendo las formas espirituales de las letras a medida que viajaba a través de las sefirot se manifestó, finalmente en Malkut bajo la forma física de la Torá escrita. Antes de emanar hacia abajo, el poder de Jokmah asumió cuatro letras simbólicas y se autodenominó YHYH. (...). Mientras residió en Jokmah, el tetragrámaton (YHYH: nombre primordial de Dios) permaneció desencarnado, identificado con la Torá no escrita (masculina). Al revelarse a sí mismo a través de las sefirot, la Torá escrita (femenina), se convirtió en el cuerpo perceptible de Dios en el mundo creado.”

Perle Besserman, Cábala y misticismo judío.

Sin duda el lector se preguntará qué relaciones existen entre este epígrafe dedicado a la Cábala judía con Sobre verdad y mentira en el sentido extramoral de Nietzsche, sin embargo la relación es simple si atendemos a su crítica. Para el cabalista las sefirot son las cualidades y el lenguaje a través del cual se nos revela la vía a Dios, poder traducir este lenguaje, los ocultos sacronombres, es reconstruir el camino de la creación (op. cit, p.37). Descubrir en el propio cuerpo humano, en tanto semejante a Dios, las correspondencias con el cuerpo perceptible de Él en el mundo creado, pues “El cuerpo humano señala el punto de encuentro del mapa de las sefirot y el mapa de las letras” (op. cit. p.38), es trepar por el árbol divino hasta llegar a la misma Verdad.

Encontramos en la creencia del cabalista una Verdad divina que ha sido escrita, descifrarla es la tarea de su vida. Lo mismo ocurre en el cristianismo si recordamos la celebre frase de Jesús “Yo soy el camino, la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí” (Jn. 14, 6). Cristo, Verbo (logos) encarnado, se autoenuncia la Verdad, y ella es la vía de acceso a Dios. De este modo tres conceptos en la cultura judeocristiana se implican mutuamente, a saber: Verdad, Palabra (logos) y Dios; si no pudiéramos comprender tal trinomio difícilmente podríamos tratar de interpretar el citado texto de Nietzsche, ya que el mismo nos viene a decir: “¡Inversión de todos los valores!” (Nietzsche, El anticristo, parágrafo 62).

Afirmar que la verdad es pura ficción y su búsqueda sólo un tratado de paz nos obliga a desmitificarla, a desposeerla de su impune universalidad y absolutez. Toda palabra es en esencia metáfora y metonimia incapaz de contener aquello que nombra y simplemente lo refiere sin lograr atraparlo. De este modo el lenguaje es una creación humana, y secularizarlo del ámbito eterno de lo divino será recuperar el espíritu creador del hombre que en sus viejos tiempos ha sabido inventado a Dios (op. cit. parágrafo 19).

En consecuencia, inversión de los valores significa recuperación del estatuto originario del hombre como creador, estatuto que es invertido desde la creación de los dioses y más especialmente con el Dios cristiano. Así en este contexto sostener que el lenguaje es mera arbitrariedad consensuada implica la negación de un lenguaje original (inversión de la torre de Babel, negación de una vía a Dios) y la recuperación de éste como elemento poético*.

Podemos escuchar sobre el escenario de Sobre verdad y mentira en el sentido extramoral el grito del loco “¿No oísteis hablar de aquel loco que en la mañana radiante encendió una linterna, se fue al mercado y no cesaba de gritar “¡Busco a Dios! ¡Busco a Dios!”? Y como allí se juntaban muchos que no creían en Dios, él provocó grandes carcajadas. (...) El loco saltó en medio de ellos y los atravesó con la mirada. “¿A dónde fue Dios? -exclamó-, ¡voy a decíroslo! Nosotros lo hemos matado -¡vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos!” (Nietzsche, Gaya ciencia, parágrafo 125).

Dar muerte a Dios es libertar al hombre del yugo de una Verdad falsa, es libertarlo de la felicidad a ultratumba prometida. Con la Verdad han caído todas las metas y sentidos prefijados, la historia ha dejado ser mera linealidad que avanza hacia un futuro de hueros sueños para devenir Eterno retorno.

El eterno retorno es el centro de gravedad de todas las proposiciones nietzscheanas, la gran aporía o enigma que ni su propio autor pudo resolver luego de plantearla. Encrucijada entre el afán de libertad del hombre hiperbóreo y la tragedia del destino del griego clásico. Libertad que de algún modo proclama el hombre europeo moderno, pero que es consumada (en tanto superación del anterior como el superhombre del hombre- Nietzsche, Así habló Zarathustra, primera parte, parágrafo 3) por el hiperbóreo (del griego, hyper -más allá- y bóreas -norte).

Más allá del norte de los sentidos hacia la libertad absoluta de la creación, pero a la vez tragedia de repetición. Los hombres póstumos poseen la creación entre sus manos en este instante, lo que hagan de él será para la eternidad; lo doloroso y lo placentero siempre retornan.

Este instante puede ser creado, sin embargo no puede dejar de ser aquel que ya ha ocurrido.
Y si todo ha existido ya una vez, ¿qué te parece, gnomo, este instante? ¿No debe haber existido también esta puerta ya una vez? ¿Y no se hallan todas las cosas tan estrechamente entrelazadas que este instante determina todas las cosas por venir?, ¿a sí mismo, pues?” (op. cit. tercera parte, parágrafo 2).

La obra creadora del superhombre luego de la muerte de Dios y de la sepultura de la Verdad alcanza su propio límite en su misma posibilidad. No es ajeno al hiperbóreo el afán del moderno, el espíritu de Europa aún cuando esté caduco, ni el destino del hombre trágico, pues el pasado vuelve a presentarse.

No obstante han desaparecidos los dioses de los oráculos. Sin signos ni señales debe avanzar solitario un camino que no conduce a ningún lado, una vía sin Dios, pero de reencuentro con sí mismo.
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* Poesía viene del griego póiesis, que significa creación.