Heráclito 65

Aquella Caperucita Roja

Escrito originalmente por Charles Perrault hace más de 300 años, el relato está incluido en su volumen Cuentos de Antaño.

El final trágico del cuento es así: "¡Abuelita, qué dientes más grantes tienes! Son para comerte. Y diciendo estas palabras, el malvado lobo se arrojó sobre Caperucita y se la comió". Actualmente circula la versión de los hermanos Grimm. Ésta incluye un leñador que rescata a la niña y a su abuelita del vientre del lobo

Evidentemente Perrault quiso castigar a Caperucita por hablar con desconocidos; el lobo en el bosque representa a un desconocido. Casi todos los cuentos de Perrault incluyen una moraleja y la de este cuento es la siguiente: "vemos aquí que las adolescentes y más las jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas, hacen mal en oír a ciertas gentes, y que no hay que extrañarse de la broma de que a tantas el lobo se las coma. Digo el lobo, porque estos animales no todos son iguales: los hay con un carácter excelente y humor afable, dulce y complaciente, que sin ruido, sin hiel ni irritación persiguen a las jóvenes doncellas, llegando detrás de ellas a la casa y hasta la habitación. ¿Quién ignora que lobos tan melosos son los más peligrosos?".

Este autor quiso dar una lección moral a las jóvenes que con alguna ligereza entablan tan riesgosas relaciones.

Perrault es también autor de otros cuentos famosos como Pulgarcito, Cenicienta o el zapatito de cristal y La bella durmiente del bosque.

H 79 – 30.11.2001



Los niños también nos leen

Caperucita Roja

Eduardo Dermardirossian, Cuentos de Caperucita para Mariel.

De todos es sabido que debía su nombre a la capucha que cubría su cabeza para proteger sus oídos en los días fríos. Y el color de esa capucha oficiaba de apellido a la hora de nombrarla.

Caperucita Roja era una niña bonita y de corazón generoso, inteligente y graciosa. Y tenía entre dos y tres años de edad cuando le ocurrió lo que voy a relatar. Mas habrá que ofrecer oídos atentos a cuanto diga desde ahora mismo, pues será ésta la única vez que se oiga de mí este cuento. Porque mañana quizá ya lo habré olvidado.

Es preciso advertir primero que la niña de nuestro cuento vivía con sus padres en una casita pequeña, sí, pero graciosa y acogedora como las de chocolate que suelen adornar el centro de las tortas en las fiestas grandes. Hasta hacía no mucho tiempo también vivía con ellos su abuelita –mamá de su mamá-, pero habiendo enfermado se vió precisada a trasladarse en medio del bosque, a una casa rodeada de unas plantas que hacían mucho bien a su salud. De modo, entonces, que diariamente la anciana salía a recoger algunas hojas de esas plantas para sazonar con ellas sus comidas y sanar, también, sus dolores. Así es que ya no vivían juntas. Pero, eso sí, frecuentemente la niña visitaba a su abuela, llevándole algunas cosas que necesitaba o dulces que preparaba su madre.

Cierta vez la mamá le pidió a Caperucita que acudiera a la casa de su abuela para llevarle algunos comestibles entre los que, como era habitual, contaban unos ricos dulces. Feliz la niña, tomó el cesto en su brazo y enderezó el camino que ya conocía tan bien y que conduce a la morada de la anciana. Primero atravesó unos prados y luego vadeó el arroyo hasta encontrar su lugar menos profundo y lo cruzó alegremente saltando sobre las piedras que emergían del agua. Y se internó en el bosque por una senda otrora abierta por los leñadores, a cuya vera divisó pronto la casa de su abuelita. Felices ambas, abundaron los besos. Departieron niña y anciana durante un tiempo, hasta que se oyó golpear insistentemente la puerta. Acudió la niña a abrirla y se encontró frente a un hombre ya entrado en años, delgado, de larga barba blanca y jadeante: “niña, mira, aquí, a mis piés. Este pobre animal herido. Lo he traído a cuestas desde el arroyo y mucho aprecio el haber llegado a este lugar antes de que muriera desangrado. Está mal, quizás una caída o una rama oculta del monte lo hirió. Ayúdame a curarlo. Y que sea pronto porque si nó morirá”. También acudió la abuela y entre los tres alzaron al animal y lo entraron a la casa depositándolo sobre una mullida manta, donde le prodigaron toda suerte de cuidados.

Se trataba de un lobo, herido en su cuerpo, del lado izquierdo. Inconsciente ya, el animal no reaccionaba frente a las primeras curaciones que le prodigaban en esa casa. Pero insistieron ellos y mucho se afanaron en los cuidados. Lavaron su herida y vieron que era profunda, luego aplicaron sobre ella unas hierbas que la abuela aseguró serían útiles para la cicatrización, le vendaron con paños limpios lo mejor que pudieron y le dejaron dormir y descansar al abrigo de la estufa que ardía cerca. Y cuando hubo transcurrido tiempo bastante, el animal despertó.

Caperucita le dio a beber, sorbo a sorbo, una caliente y nutritiva sopa que su abuela había preparado. Y vieron, por fin, cómo aquel lobo herido iba recuperando sus fuerzas y mejorando su ánimo, hasta incorporarse por sí solo y lamer con gratitud las manos de la niña y de la anciana. Al cabo, el animal partía, ya repuesto, hacia la espesura del bosque.

¿Quién era el hombre que trajo al animal herido? ¿Por qué razón acudió a esa casa para que le sanaran? ¿Por cuál causa se fue sin siquiera despedirse ni decir su nombre? No supieron contestar a estas preguntas la abuela ni la niña ni tuvieron noticias de los que habían partido.

Y transcurrió algún tiempo y otras veces Caperucita visitó a su abuela. En cierta ocasión, cuando tomaban el té al sol ya fresco de la tarde, vió la niña que un torbellino blanco como la nieve descendía del cielo. Descendía cada vez más hasta alcanzarla a ella sin que la abuelita se percatara. Y la envolvió el torbellino acariciando sus mejillas y quitando de su cabeza la capucha roja hasta ensortijar su pelo. Tuvo una sensación la niña, no de miedo, no de inquietud siquiera. Sensación de que, cautiva de aquel dulce torbellino, era trasladada lejos. Muy lejos. Allá donde jamás había estado antes. Y vió sentado en un trono a aquel hombre de barba que un día trajo al lobo herido. El hombre miró a la niña con indecible dulzura y vio Caperucita que al costado de su cuerpo, del lado izquierdo, el hombre tenía una cicatriz. Alzó su mano desde el trono e irradió luz sobre la niña y al pronto ella se encontró nuevamente sentada al sol ya fresco de la tarde tomando té con su abuelita. Miró a la anciana, miró al cielo. Nada había cambiado en derredor ni se habían anoticiado de lo acontecido. Sólo ella, Caperucita Roja, sabía lo ocurrido.
Permítaseme confesar mi especial simpatía para con aquel lector que se basta con la precedente narración para comprender todo lo que implica. De acertado o de errado, de valioso o de pueril, no lo sé. Digo mi particular afecto para aquel que, dueño aún de su inocencia (inocente es quien no merece castigo), se basta con el vuelo de su imaginación, con la anchura de su corazón y con el ideograma de cada circunstancia de su vida, para comprender sin recurrir al menudeo verbal a que nos ha llevado nuestra condición de adultos. Yo, desde luego, me cuento entre estos últimos. De otro modo no hubiera añadido a mis cuentos éstas que llamo reflexiones.

Dichas las disculpas iniciales, pues, a reflexionar ahora al pié de cada cuento.

Con frecuencia se pregunta el hombre de qué sirve la ficción, cuál es su utilidad y cuál su motivo. Se pregunta si acaso no es pernicioso que desde el inicio de su vida se le oriente por senderos ajenos a la realidad cotidiana, con la que tendrá que vérselas a lo largo de su existencia adulta. En los tiempos presentes –el último peldaño previo al 2000 es cuando escribo esto-, con todo cuanto ha hallado la ciencia y puesto al servicio del hombre la tecnología y con cuanto se añadirá de seguro en el futuro próximo, ¿qué justificación tiene la ficción y el aliento de la fantasía? El conocimiento humano en ocasiones ha superado su imaginación y donde hasta hace poco había perplejidad, ahora hay recursos produciendo a escala industrial lo que era inexistente. Éstas y otras afirmaciones sirven para que los detractores de la ilusión apoyen sus prédicas. Son verdaderos los hechos aducidos, pero falsas las consecuencias que de ellos se derivan.

La capacidad de imaginar es una de las pocas cosas que distingue al hombre de las otras especies. Sobrevuela las urgencias cotidianas y busca respuestas que quizá nunca hallará. Pero a sabiendas de ello busca, hurga, dentro y fuera de sí (siempre es dentro) y en la búsqueda encuentra el gozo. Sutil y hondo, no comparable a la satisfacción de hallar el resultado. Por esto el hombre es hombre, distinto, particular. No saben de la muerte las otras especies, no saben de Dios. Sólo el hombre se plantea las cosas del infinito, del tiempo, del bien y del mal. El hombre es biología, sí. Mas no tan sólo eso.

Dejadme imaginar un personaje que diga así: Quiero volar con mis alas, porque no afecta a mi condición primera que hayamos pisado ya la luna, no he dejado de decir poesías por eso. La biogenética y sus prodigios no discuto, antes bien, procuro favorecerme con ellos. Pero seguiré preguntándome como siempre de dónde vengo y hacia dónde voy. Y no me hagáis inmortal alguna vez, no. Porque entonces ya no querré vivir, no tendrá sentido mi vida si no tengo que cuidar de ella y hasta temer a la muerte. Y si me hacéis inmortal contra mi voluntad, os pido un favor: quitadme la ilusión, cortadme las alas y así, quizá, no sufra mi nueva condición. Es mi parecer que, a la postre, así reaccionaría el hombre -todo hombre- frente a la hipótesis de que le sea reemplazada su imaginación a cambio de seguridades que cancelen sus dudas.

Por qué soñar, titulé el pórtico de ingreso a mi Ensayo utópico. Esa es la cuestión. Y mientras sea una cuestión (y por ser tal, irresuelta) seguiré abrazando la vida, edificando ilusiones. Y si los vientos de la adversidad las derriban, volveré a levantarlas, que en eso radica el vivir. Es insípida la certeza, tiene sabor la esperanza y la duda es su sazón. Heráclito y Sócrates de sobra lo sabían, como lo saben los niños. Son esos viejos griegos y estos niños quienes tienen lugar en su entendimiento y en su corazón para "aquel hombre ya entrado en años, delgado, de barba blanca y jadeante". Sólo ellos pueden percibir ese torbellino blanco como la nieve que desciende del cielo.

Verás, lector, que no hay erudición ni rebuscamiento en lo que digo. Tal no es mi propósito. Hay, sí, un tanto de confesión. Diría de desnudamiento de mis adentros para exponerlos a tu lectura. Y una invitación: cada quien crece y crecerá en la vida y esto es ajeno a su voluntad, mas cuidar de crecer en todo, armónicamente, en eso radica la virtud. Que no quede el alma a la zaga de la bolsa ni el corazón postergado a la razón.

© 2001 especial para Heráclito
Hecho el depósito Ley 11723
H 79 – 30.11.2001



En una antología de los mejores relatos infantiles que puso en Red la Presidencia de la República de Colombia, puede leerse la siguiente versión de Triunfo Arciniegas, autor malagueño de dilatada trayectoria literaria en España y América. Panamericana lo editó en 1996.

Caperucita Roja y otras historias perversas

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.

Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.

¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?

Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:

- Quiero regalarte una flor, niña linda.

- ¿Esa flor? No veo por qué.

- Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.

No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.

Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.

- Mira mi reguero de lágrimas.

- ¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.

- No me caí.

- Así parece porque no te veo las heridas.

- Las heridas están en mi corazón –dije.

- Eres un imbécil.

Escupió el chicle con la violencia de una bala.

Volvió a alejarse sin despedirse.

Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. "Bonito disfraz", me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.

Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.

- ¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida caí en la cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.

- Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?

El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.

- ¿Y qué llevas en el canasto?

- Un rico pastel para mi abuelita, ¿quieres probar?

Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.

- Corta un pedazo.

Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.

- Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.

Y me dejó tirado en el camino, quejándome.

Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.

- La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.

Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:

- Cómete a la abuela.

- Abrí tamaños ojos.

- Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.

Le pregunté por qué.

- Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.

No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.

Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.

Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.

Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí. Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

H 79 – 30.11.2001



Caperucita, el más enigmático de los cuentos

Antonio Rodríguez Almodóvar *

Más de tres siglos después de su primera publicación, Caperucita roja continúa siendo el más enigmático de todos los cuentos. Por dondequiera que se le mire, su deslumbrante anécdota apenas nos deja barruntar algo acerca de su verdadera significación, al tiempo que atrae todas las miradas. Etnógrafos, psicoanalistas, semiólogos, antropólogos, y de las más variadas tendencias, se disputan tan suculento manjar. Pero no llegarán a hincarle el diente por completo, pues esta ambigua niña, acosada por un lobo multívoco, volverá a escurrirse una y otra vez por entre los árboles de un verdadero bosque de símbolos. Acaso el de la civilización occidental.

Todo empezó cuando Charles Perrault, un académico de la lengua francesa e Inspector de Obras de Luis XIV, tuvo la ocurrencia de adaptar literariamente algunos cuentos de tradición oral, para divertimento de cortesanos en 1697. Pero entre los verdaderos cuentos ("Cenicienta", "Barbazul", "Piel de asno", "La bella durmiente", etc.), se coló "Caperucita", que era más bien una leyenda de miedo (lo que los alemanes llaman Schreckmärchen), destinada a prevenir a las niñas de encuentros con desconocidos, y cuyo ámbito territorial no iba más allá de la región del Loira, la mitad norte de los Alpes y el Tirol; nada, en comparación con los auténticos cuentos folclóricos, que cubren todo el ámbito indoeuropeo y sus zonas de influencia, incluida la América poscolombina.

Caperucita Roja según Tomi Ungerer.

Sobre la marcha, al travieso racionalista se le ocurrieron algunos "arreglos". De la auténtica leyenda popular (muy bien estudiada por Paul Delarue en 1951) suprimió el lance en que el lobo, ya travestido de abuelita, invita a la niña a consumir carne y sangre, ésta a guisa de vino, pertenecientes a la pobre anciana, a la que acaba de descuartizar. No hay que asustarse. Los restos de canibalismo ritual flotan a la deriva en numerosos cuentos populares, como en el muy hispánico "Mariquilla, jura, jura"; aquél en que un difunto regresa por el trozo de hígado que una familia acaba de cenarle, precisamente por la desobediencia de otra niña. Igualmente eliminó Perrault el desenlace en que nuestra heroína, al sospechar lo peor, engaña al lobo fingiendo una repentina necesidad de exonerar el vientre y escapa por la puerta. En su lugar prefirió el académico otra versión, también popular, en que simplemente el lobo devora a las dos mujeres. (Lo cruel era de mejor gusto que lo escatológico en los libertinos salones del Rey Sol.) Por último, pero no lo último, se sacó no se sabe de dónde la indumentaria colorada y el tarrito de manteca, de incalculables consecuencias.

En ningún caso hay final feliz, hasta que los hermanos Grimm, sintiendo sin duda una gran pena por suceso tan triste, tomaron en préstamo el episodio del cazador, de otro cuento, "El lobo y los siete cabritos", y se lo pegaron por detrás a nuestra historia, sin muchos miramientos. La cuestión era devolver a la vida a abuela y nieta, enteritas, desde la barriga del lobo, pese a haber sido devoradas. Hay que aclarar que "Caperucita" también se coló en la colección de los dos filólogos alemanes, quienes quisieron hacernos pasar por auténticamente germánica una narración que no era sino un nuevo arreglo sobre la que les contó una amiga de ascendencia francesa. (Pero eso le ocurre a cualquiera. A José Mª Guelbenzu le sucedió. Se le coló en una colección de cuentos españoles nada menos que "El gato con botas", que ya los hermanos Grimm quitaron de su antología a partir de la segunda edición, tras percatarse de que era otra leyenda exclusivamente francesa.) Pero sigamos.

Lo que nos interesa ahora destacar es que fue esa versión recompuesta una y otra vez la que conquistó el mundo, a partir de 1812, para desesperación de etnógrafos y folcloristas, y por alguna razón tan profunda como mal conocida. Necesario será ya acudir a la opinión de otros expertos: los psicólogos y los psicoanalistas. Dos en particular: Bruno Bettelheim y Erich Fromm. Tomando como base el consabido conflicto freudiano entre el principio del deber (acudir en socorro de la pobre abuelita) y el principio del placer (entretenerse por el bosque cogiendo florecillas y charlando con desconocidos), uno y otro llegan a diferentes conclusiones, o quizás sean complementarias. Para el primero, Caperucita, una vez superada la fijación oral (representada por Hänsel y Gretel), encarna el problema de un complejo de Edipo mal resuelto, que retorna en la pubertad, y que la arroja inconscientemente a la posibilidad de ser seducida. Ni que decir tiene que el lobo es la figura de todo hombre, padre incluido. Para el neoyorquino, la caperuza roja y el tarrito de manteca no otra cosa pueden ser que la primera menstruación y la virginidad, respectivamente. Por uno u otro lado rondan los peligros de un sexo prematuro, en el que no son inocentes ni la madre ni la abuela, quienes al empujar y reclamar a la niña por un camino tan peligroso, en realidad la están induciendo a desviarse. ¿Creeremos por esto que Caperucita es inocente? En absoluto. También ella está deseando perder de vista a las dos. Con notable gracejo, escribe Bettelheim: "Sólo los adultos, que están convencidos de que los cuentos son absurdos, pueden dejar de ver que el inconsciente de Caperucita está haciendo hora extras para librarse de la abuela".

De las ansiedades edípicas y los sentimientos ambivalentes hemos de enlazar con los antropólogos, en este caso Vladimir Propp. El gran formalista ruso no se conformó con descubrir la relojería interna de los cuentos de hadas, sino que nos aportó valiosas noticias sobre ritos arcaicos, muchas veces explicativos del trasfondo que hay en los cuentos, así como del contacto sorprendente que por el lado oscuro cabe detectar entre inconsciente individual e inconsciente colectivo, sueños recurrentes y cuentos populares. Verbigracia: muchos neuróticos refieren sueños de canibalismo, que equivalen a incesto. (¿Van encajando las piezas?) En nuestro caso, la perla es un rito de iniciación, todavía vigente en Nueva Guinea y en algunos puntos de la América primitiva: al iniciado se le hace entrar en una cabaña, que tiene forma de algún animal salvaje, y volver a salir, como si fuese engullido y regurgitado por la fiera.

Misteriosas galerías del alma humana. Por la razón que sea, o por todas juntas, Caperucita sigue desconcertando a los estudiosos y, eso sí, cautivando a los niños, que son los únicos que de verdad poseen su secreto. Como poseen el de todos los demás cuentos populares, que renuevan una y otra vez su extraño, y al parecer imprescindible, mensaje terapéutico y civilizador. Lástima que cuando aquéllos pudieran revelárnoslo, ya dejan de ser niños.

* Antonio Rodríguez Almodóvar nació en Alcalá de Guadaira, España, en 1941. En su juventud, combinó estudios de Filosofía y Náutica. Catedrático de literatura española en la Universidad de Sevilla. Es autor de numerosas monografías, ensayos y artículos. En 1983, dio a conocer su antología Cuentos al amor de la lumbre, recopilación de narraciones españolas de origen popular.

H 79 – 30.11.2001



Gabriela Mistral le escribió estos versos a

Caperucita roja
.
Caperucita Roja visitará a la abuela
que en el poblado próximo sufre de extraño mal.
Caperucita Roja, la de los rizos rubios,
tiene el corazoncito tierno como un panal.

A las primeras luces ya se ha puesto en camino
y va cruzando el bosque con un pasito audaz.
Sale al paso Maese Lobo, de ojos diabólicos.
«Caperucita Roja, cuéntame adónde vas».

Caperucita es cándida como los lirios blancos.
«Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel
y un pucherito suave, que se derrama en juego.
¿Sabes del pueblo próximo? Vive en la entrada de él».

Y ahora, por el bosque discurriendo encantada,
recoge bayas rojas, corta ramas en flor,
y se enamora de unas mariposas pintadas
que la hacen olvidarse del viaje del Traidor...

El Lobo fabuloso de blanqueados dientes,
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor,
y golpea en la plácida puerta de la abuelita,
que le abre. (A la niña ha anunciado el Traidor.)

Ha tres días la bestia no sabe de bocado.
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender!
... Se la comió riendo toda y pausadamente
y se puso en seguida sus ropas de mujer.

Tocan dedos menudos a la entornada puerta.
Caperucita Roja visitará a la abuela
que en el poblado próximo sufre de extraño mal.
Caperucita Roja, la de los rizos rubios,
tiene el corazoncito tierno como un panal.

A las primeras luces ya se ha puesto en camino
y va cruzando el bosque con un pasito audaz.
Sale al paso Maese Lobo, de ojos diabólicos.
«Caperucita Roja, cuéntame adónde vas».

Caperucita es cándida como los lirios blancos.
«Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel
y un pucherito suave, que se derrama en juego.
¿Sabes del pueblo próximo? Vive en la entrada de él».

Y ahora, por el bosque discurriendo encantada,
recoge bayas rojas, corta ramas en flor,
y se enamora de unas mariposas pintadas
que la hacen olvidarse del viaje del Traidor...

El Lobo fabuloso de blanqueados dientes,
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor,
y golpea en la plácida puerta de la abuelita,
que le abre. (A la niña ha anunciado el Traidor.)

Ha tres días la bestia no sabe de bocado.
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender!
... Se la comió riendo toda y pausadamente
y se puso en seguida sus ropas de mujer.

Tocan dedos menudos a la entornada puerta.
De la arrugada cama dice el Lobo: «¿Quién va?»
La voz es ronca. «Pero la abuelita está enferma»
la niña ingenua explica. «De parte de mamá».

Caperucita ha entrado, olorosa de bayas.
Le tiemblan en la mano gajos de salvia en flor.
«Deja los pastelitos; ven a entibiarme el lecho».
Caperucita cede al reclamo de amor.

De entre la cofia salen las orejas monstruosas.
«¿Por qué tan largas?», dice la niña con candor.
Y el velludo engañoso, abrazado a la niña:
«¿Para qué son tan largas? Para oírte mejor».

El cuerpecito tierno le dilata los ojos.
El terror en la niña los dilata también.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes ojos?»
«Corazoncito mío, para mirarte bien...»

Y el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra
tienen los dientes blancos un terrible fulgor.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes dientes?»
«Corazoncito, para devorarte mejor...»

Ha arrollado la bestia, bajo sus pelos ásperos,
el cuerpecito trémulo, suave como un vellón;
y ha molido las carnes, y ha molido los huesos,
y ha exprimido como una cereza el corazón...

H 79 – 30.11.2001



Mª. Carmen Diez Navarro: «De mí diré que me gusta cantar, bailar y recoger tesoros. Me gusta leer, escribir y preguntarme el por qué de las cosas. Me gusta la poesía, las cajas, estar con los amigos, el mar… Y reírme y aprender y jugar con los niños».

La risa de Caperucita

Caperucita Roja
ríe de noche
y le sale la luna
sin un reproche.

Caperucita Roja
ríe de día
y le sale el agüita
de la bahía.

Caperucita Roja
ríe de tarde
y le sale un fueguito
que siempre arde.

H 79 – 30.11.2001

Heráclito 64

El conocimiento frente al pensamiento único

La primera insurgencia

Marta Caravantes *

Si la imposición del pensamiento único es el baluarte de una globalización que impone la desigualdad y la exclusión, quizás la primera batalla que deberíamos librar se enmarque en los territorios de las ideas y el conocimiento.

Más de dos terceras partes de la humanidad no se benefician del nuevo modelo de crecimiento económico. Internet llega a menos del 3% de la población mundial y los desequilibrios ecológicos se han agravado. Sin embargo, el neoliberalismo, apoyado en sus aparentes términos libertarios (librecomercio, desregularización, mundialización...) y en su imperio mediático -recordemos que EEUU, Japón y la Unión Europea controlan el 90% de la información y la comunicación de todo el planeta-, se ha impuesto en las mentes de los ciudadanos como el único sistema posible donde convivir, donde progresar y donde mantener unas reglas políticas democráticas y libres. Fuera del sistema está el caos, el desorden, la violencia y la incertidumbre.
La imposición ideológica y cultural penetra en las conciencias a través de un juego de espejismos que se expresa con facilidad a través de la televisión. De este modo, el poder de la imagen se pone al servicio de la imagen del poder; la sensación triunfa sobre la reflexión y el conocimiento.

Según Manuel Castells, sociólogo de la Universidad de California y uno de los analistas más importantes del mundo en el área de la información, el mundo esta dividido en tres clases: "los desinformados que sólo tienen imágenes; los sobreinformados, que viven en el torbellino; y los informados que seleccionan, ordenan y pueden pagar la información. Todo esto nos lleva a
reinventar la democracia; entre lo que la gente vota y lo que ocurre hay poca relación".

El lugar que en la vida cotidiana se le concede al pensamiento viene a ser directamente proporcional al espacio y a la importancia que el sistema concede a los intelectuales en sus tribunas mediáticas. La prueba es evidente; mientras una gran parte de los ciudadanos se saben de memoria alineaciones de fútbol, nombres, vida y amores de los famosos de turno, o los entresijos de las series televisivas del momento, ¿podrían acaso nombrar algún filósofo o pensador que analice el momento histórico que les ha tocado vivir?

Entre las grandes victorias del pensamiento único -además de una alarmante enajenación social- nos encontramos con premisas admitidas como verdades incuestionables. Es el dogma de los imperios económicos, la palabra del 'dios capital' asumida por una mayoría obligada a la obediencia. Para el sistema las ideologías han muerto, es decir, es imposible cualquier modelo de sociedad diferente al actual puesto que este es el mejor mundo al que podemos optar; las desgracias que padecemos -pobreza, injusticia, guerras, desigualdad- son inevitables; el hambre en el mundo se debe a la falta de alimentos o a la 'ignorancia e incompetencia' de los países pobres; es necesario armarse, tener ejércitos y desarrollar la tecnología bélica para que haya paz, ya que las guerras que libra occidente son 'humanitarias'; el deterioro ecológico es una consecuencia ineludible del progreso; algunas dictaduras (o pseudodemocracias) son un mal necesario para el desarrollo económico de los países pobres; los beneficios económicos y la tecnología son el símbolo del progreso humano; los Estados deben reducir sus gastos sociales para ser más competitivos... La lista de mandamientos es inagotable y el número de adeptos sumisos, convencidos, acomodados, crece como la burbuja especulativa de las finanzas.

Por eso la primera insurgencia debería ser la de las ideas contra 'la Idea', la de lo diverso frente a lo único, el mestizaje frente al imperialismo, el diálogo frente a la imposición, la multiculturalidad frente a la uniformidad. Y aún vayamos más lejos: el hombre-mundo frente al hombre-patria; la cultracultura ciudadana frente al individualismo posesivo; la rebelde y desobediente esperanza frente al irremedismo estéril.

En síntesis: una oposición nacida del conocimiento, la libertad y la solidaridad, dirigida a la ruptura de la construcción escenográfica del pensamiento único. "Las cosas sólo dejan de existir cuando se deja de creer en ellas", decía el escritor español Torrente Ballester. La raíz de la insurgencia de las ideas nace del empeño por creer que existen infinitas formas de construir un mundo más habitable. Y hay quien no sólo se lo cree sino que lo demuestra.

* Periodista y corresponsal de Heráclito en España.
H 78 – 23.11.2001



Entrevista con el filósofo de las ciencias Ricardo J. Gómez

“La ciencia es un instrumento de emancipación”

Martín De Ambrosio

No se puede prescindir de la ciencia como modo de cuestionar lo establecido, porque “es un poderoso instrumento de crítica”, afirma el epistemólogo argentino Ricardo J. Gómez. Para el filósofo, sólo una confusión puede hacer pensar que la ciencia está al servicio del statu quo o el conservadurismo.

Gómez, profesor de matemática, física y filosofía, se tuvo que exiliar en los Estados Unidos en 1976 luego de haber sido detenido ilegalmente en Buenos Aires y trasladado en el baúl de un Falcon hacia La Plata, donde permaneció alrededor de 10 días (“se me confunden los tiempos, no sé si fueron 10 días o dos semanas”). Fue liberado, con la “sugerencia” de que se fuera del país. “Le pregunté a un coronel si podía saber por qué había estado detenido. Me respondió: ‘no, no puede saber’. Por las dudas, no insistí”.

Entre 1973 y 1974 había sido decano de la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata; luego, ya en California, se doctoró en Filosofía y desde 1983 es profesor titular de Filosofía de la Ciencia en la Universidad del Estado de California. Dicta cursos de doctorado en distintas universidades argentinas y suele dar conferencias, como la que brindó en la Sociedad Científica Argentina titulada “Ciencia, anticiencia; el retorno de la razón”. Futuro conversó con el filósofo sobre los cuestionamientos que se le hacen a la ciencia y sobre su propia relación -belicosa– con el sistema neoliberal.

En la conferencia de la Sociedad Científica Argentina usted habló de las formas que toma el ataque contra la razón y las ciencias.

Sí. Como dije en la SCA, la Academia de Ciencias de Nueva York organizó en 1995 una conferencia que tuvo como título La huida de la ciencia y la razón. La idea era reunir a científicos y filósofos para criticar y analizar de modo sistemático una cierta tendencia que se da entre los intelectuales norteamericanos de atacar a la ciencia.

¿Usted está de acuerdo con la Conferencia de New York?

Yo estoy de acuerdo con el espíritu general de la conferencia y con la mayoría de las críticas que allí se realizaron. Pero me parece que exageraron un poco porque se tomaron los ataques contra la ciencia y se los desfiguró para poder criticarlos con comodidad. Tal el caso del feminismo, que fue tan criticado, injustamente, porque la mayor parte de los grupos feministas no son anticientíficos.

Las seis líneas de ataque

Bueno, ¿cuáles son esos ataques a la ciencia?

Según un recorte que se puede hacer, son seis las líneas de ataque contra la ciencia. El primer ataque, paradójicamente, consiste en decir que la ciencia es la cura de todos los males, como si fuera el método auténtico de acceso a la verdad; esto es falso y utópico. La segunda es la versión que acusa a la ciencia por sus consecuencias dañinas. Esta posición la mantienen ciertos grupos “verdes” –aunque hay que destacar que no todos los “verdes” son así– que acusan a toda la modernidad de ser la culpable de los desastres: según ellos la implementación de las ideas modernas lleva, sí o sí, a descalabros ecológicos. Esta es una postura finalista inaceptable, como si algunas ideas metafísicas determinaran que ciertos seres humanos –en este caso los empresarios de las trasnacionales– hicieran prevalecer el ansia de lucro por sobre el medio ambiente. Se trata de un salto argumentativo inaceptable.

Usted separa ciencia de técnica, cosa que por ejemplo Theodor Adorno no aceptaría.

Bueno, es una cuestión delicada. Hay que separar ciencia de técnica; son categorías distintas, a pesar de que hay relaciones muy obvias entre ellas. Hoy es imposible pensar el progreso tecnológico sin el progreso científico. Pero esto no es cierto para toda la historia de la ciencia. Se han dado grandes cambios tecnológicos sin cambios teóricos que los justificaran. Independientemente de la opinión de Adorno, la cuestión es muy delicada y hay que estudiarla en profundidad.

La tercera forma de ataque a la ciencia...

Es una de las más conocidas, se la conoce como “antiambientalista” y es la que está encarnada en aquellos a quienes les resulta útil decir que el conocimiento científico es conjetural y no garantiza alcanzar la verdad. Entonces, dicen, no se puede deducir cuál será la evolución del medio ambiente, y específicamente el efecto invernadero.

¿Esa es la posición del gobierno norteamericano?

No estoy seguro. Sé que es la posición del ala más conservadora del fundamentalismo religioso y de periodistas del Wall Street Journal y de la revista Forbes, que tienen fuertes intereses para tratar de justificar que no hay razones científicas para sostener las tesis ecologistas y por lo tanto se puede seguir explotando el medio ambiente. Esta posición toma como negativo lo mejor de la ciencia, esto es, que se trata de un conocimiento conjetural y basado en la evidencia disponible.

Es un escepticismo conveniente.

Sí, conveniente a sus intereses. El conocimiento científico no garantiza la certeza, pero es lo que mejor tenemos para evitar catástrofes en el medio ambiente. Estos periodistas a sueldo cometen falacias flagrantes. Como cuando aseguran que el monte Pinatubo en las Filipinas emitió más gases tóxicos que todas las industrias y los automóviles.

¿Esto es falso?

No, es cierto, emitió más gases. Pero resulta que se trata de gases que no provocan el efecto invernadero porque los gases tóxicos de los volcanes no se detienen en la estratósfera como los gases industriales que sí afectan a la capa de ozono. Esto sólo se puede saber mediante estudios científicos.

Quinta y sexta

La quinta línea de ataque a la ciencia tiene que ver con lo que el filósofo Richard Rorty llama “la necesidad de abandonar el carácter hegemónico del conocimiento científico”. Y es un caso complejo de abordar en una entrevista, pero Rorty asume una teoría consensualista como explicación de la “verdad científica”. Según él, la verdad está sujeta al consenso entre pares. Consenso que se le vuelve en contra al propio Rorty porque, dado que los científicos no creen en
su teoría, sería falsa.

Por lo menos por ahora, hasta que todos piensen que Rorty tiene razón.

Por lo menos por ahora (Gómez ríe). Esto es bien fiel a la postura de Rorty, porque es un consenso que puede disolverse.

¿Y la sexta línea de ataque a la ciencia?

Es la de la llamada “ciencia de la creación”. Aquí se ve mejor el carácter político, porque se propone que la cuestión de la creación según la Biblia se enseñe en las escuelas norteamericanas con el carácter de ciencia. Tratan de mostrar que la creación bíblica es científica, para así poder imponerla, porque allá lo religioso no es enseñado con obligatoriedad. El creacionismo no es una ciencia justamente porque viola el carácter provisional y revisable que toda ciencia tiene. La utilización del diluvio para explicar hechos naturales es algo inmodificable, pase lo que pasare y con cualquier tipo de evidencia. Hasta ahora, todos los restos fósiles indican que la Tierra tiene bastante más de 10 mil años yconfirman la hipótesis darwiniana. ¿Qué hacen entonces los creacionistas? Bueno, utilizan hipótesis ad-hoc: La Tierra fue creada como dice la Biblia, pero con vestigios adrede de un pasado de millones de años.

Al respecto, el filósofo inglés Bertrand Russell decía que es un argumento que también se puede utilizar para decir que la Tierra fue creada hace cinco minutos, y con la “memoria” de su pasado.

Ah, qué lindo.

Para un final crítico

En la conferencia en la SCA, usted señaló que “la ciencia es un instrumento de emancipación”.

Sí. Si uno elimina la distancia crítica, ¿desde dónde vamos a objetar lo que es opresivo, incorrecto y sume a la gente en la pobreza y la desesperación? Fíjese la relación de esto con “no hay otra, estamos ante el fin de toda alternativa”, etc. Eso es cerrar la distancia crítica. Si no hay alternativas, la crítica se reduce a la obsecuencia. Pero siempre “hay otra”, a nivel político, a nivel económico, aunque se lo niegue. Ya sabemos que en nombre de Dios y del mercado se hace cualquier disparate.

Fuente: Suplemento Futuro del diario Página 12, Buenos Aires, 29/9/01
H 78 – 23.11.2001



Suplemento de humanidad

José Carlos García Fajardo *

Decía Delors que padecemos un déficit de alma en una Europa ensimismada, egoísta e incapaz de arriesgarse por la miopía propia de la decadencia de las civilizaciones. Un amigo sugería aportar un suplemento de humanidad para que los hombres podamos ser felices, que es la única razón de un vivir con sentido. No estamos sólo ante un cambio de siglo o de milenio sino en plena mutación, en un cambio de Era. La revolución tecnológica, fruto del progreso de los saberes científicos (que no de la sabiduría) afecta a la información y a la comunicación y sólo es comparable al descubrimiento de la agricultura; por encima del dominio del fuego o del uso de la rueda, de los hallazgos del Renacimiento y de la revolución industrial. El mundo ha devenido una aldea global en la que todos somos próximos y solidarios, que navegamos en un único planeta azul del que somos responsables.

Apostamos por el mestizaje cultural que integra, enriquece y serena. La ruptura del diálogo y del intercambio abre paso al odio y la violencia. Es el triunfo del aislamiento sobre la unión, de la uniformidad sobre la diferencia, del azulejo sobre el mosaico, del fanatismo sobre la cooperación que siempre se da entre iguales. La Europa de la OTAN y de la fuerza no es la Europa que habíamos soñado, porque no cumple sus compromisos sociales. Los poderes financieros han frustrado la esperanza nacida ante la caída del muro de Berlín que marcó el final del siglo XX. Pero, ante signos como los de Seattle, tiene que ser posible la esperanza que supone decisión para invertir en intangibles capaces de articular lo local con lo universal, las necesidades económicas con el bienestar social de los pueblos. La paz, la democracia y el desarrollo son efectivos cuando tienen como eje la educación, la solidaridad y la justicia.

Educar es más que instruir, es despertar el potencial creador, facultad distintiva del ser humano. Decía Bolívar que "la educación es la base de la libertad"; por eso sólo el 0,03 % de la contribución de los países del Norte se destina a la educación en el Sur. Sólo hay una urgencia: compartir. Economía de mercado, sí; sociedad de mercado, no; democracia de mercado, nunca.

Hay que afrontar la exclusión y la discriminación; la miseria urbana y la decadencia de las zonas rurales; las emigraciones masivas y el deterioro del medio ambiente; pandemias como el sida, la tuberculosis o el paludismo; el tráfico de armas, de drogas y de dinero criminal; la guerra y la violación de los derechos humanos.

El pensamiento único confunde desarrollo con crecimiento económico. Por eso tenemos que fomentar la rebeldía ante la inercia. En El hombre rebelde, Camus dice que "la rebeldía es una de las dimensiones fundamentales del ser humano". Es preciso construir la paz mediante la palabra, la participación y el compromiso para que nuestros hijos no nos tengan que repetir las palabras de La Peste, "Los despreciaba, porque pudiendo tanto se atrevieron a tan poco".

* Presidente de la ONG Solidarios y profesor de Pensamiento Político y Social de la Universidad Complutense, Madrid.
H 78 – 23.11.2001



El que llora, el que ríe

Heráclito, Demócrito

Roger-Pol Droit, En compañía de los filósofos, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires 1999, págs. 31 a 34. Traducción de Víctor Goldstein.

El Oscuro. Tal fue ya para los griegos el sobrenombre de Heráclito, que vivió en Éfeso y debía tener cuarenta años hacia 500 a. C. Su oscuridad está ligada a la forma escueta de su expresión y se ve incrementada por el hecho de que no subsisten más que piedras dispersas de su edificio. No son muy cuantiosas: aproximadamente ciento treinta. Su tamaño varía de una palabra a algunas líneas. Los eruditos, desde hace un siglo, las clasifican, y las vuelven del revés interrogándose acerca de su autenticidad. En efecto, como su obra está perdida, sólo conocemos a Heráclito a través de los autores que lo han citado, en ocasiones a siglos de distancia. Los lazos de las trampas pueden parecer inextricables. Los expertos han multiplicado las ediciones críticas –Bywater (Oxford, 1877), Diels (Berlín, 1903, 1912, 1922), Diels-Kranz (Berlín, 1934), Marcovich (Florencia, 1978), etcétera- sin lograr un texto bien establecido, a menudo por falta de una inteligencia filosófica de conjunto. Por su lado, los filósofos escrutaron los aforismos modelándolos a su idea. El Heráclito de Hegel no es el de Nietzsche, la lectura de Heidegger también es diferente. Desde la última guerra, sólo en Francia, los trabajos de Kostas Axelos, de Clémence de Ramnoux, de Abel Janniére, de Jean Bollack y de Heinz Wismann, cualquiera que sea su interés propio, permitían pensar, por su misma disonancia, que la oscuridad permanecía.

Helenista escrupuloso, Marcel Conche comparó todas las ediciones anteriores, consultó los manuscritos en los casos dudosos, se refirió al contexto en el cual cada fragmento era citado, de Aristóteles a Clemente de Alejandría, de Diógenes Laercio a Jámblico, de Plutarco a Eusebio. Cada fragmento, escrutado con lupa, es reinstalado. Cada piedra, acomodada según un nuevo orden, ofrece la cara que se ajusta a las otras, y los enigmas, uno a uno, dan paso al brillo de la verdad. “La sabiduría heracliteana es un sol que no deja ninguna sombra”, afirma ese sabio a manera de provocación tranquila... Su lectura sigue dos líneas de fuerza. La primera es la unidad de los contrarios y su inseparabilidad. Sin la noche, no existiría el día, así como la justicia no es concebible sin la injusticia. Para Heráclito tal es la ley del mundo. Los hombres persisten en desconocerla, pues su pensamiento es unilateral. Aún cuando acumulen saberes múltiples, permanecen ignorantes en la medida en que sigan soñando, creyendo posible poseer lo bello sin lo feo, la igualdad sin la desigualdad, la paz sin la guerra, la vida sin la muerte, o incluso la felicidad sin la desdicha. La sabiduría del filósofo consiste ante todo en despertar a esta comprensión de la totalidad. “Todo es uno”, dice. Lúcido frente a lo trágico, es sereno en la plena aceptación de la vida.

El pensamiento de Heráclito también es una filosofía del devenir. El segundo eje mayor es la impermanencia de todas las cosas: “todo cede y nada aguanta”, “todo fluye”. El mundo y el propio sujeto no son sino movilidad ininterrumpida y movimiento incesante. ¿No cae acaso esta afirmación de inmediato bajo el golpe de la famosa crítica formulada por Platón al final del Cratilo: cómo habría un conocimiento estable de lo que es inestable? Si todo pasa, ¿aún es posible un saber? La trampa no lo es en realidad. En efecto, si todo cambia, la ley del cambio, por su parte, no cambia. Todo deviene, salvo el devenir. O incluso: es eternamente como nada es eterno.

De otro modo, nada verdadero podría ser dicho. Ahora bien, para Heráclito, el logos, es decir, el discurso verdadero, existe: es el del filósofo, el del hombre que se ha desprendido de toda subjetividad para acceder a lo universal. Este último pilar es inseparable de los otros dos. Los contrarios son uno, salvo lo verdadero y lo falso; de no ser así la filosofía no tiene existencia posible. Si el lenguaje está descalificado para descubrir las cosas que son, puesto que no dejan de ser inestables mientras las palabras son fijas, puede enunciar de manera válida la ley de su inestabilidad permanente.

Tampoco Demócrito es una pequeña gloria. Pero se lo olvida. Durante siglos su fama fue considerable. Séneca lo distingue como “el más sutil de todos los Antiguos”. Littré, en 1839, sigue viendo en él “al más sabio de los griegos antes de Aristóteles”. De hecho, su influencia directa o indirecta jamás a cesado. Todos los pensamientos que impugnan la Providencia, y conciben el mundo como una mecánica sin comienzo ni fin, pertenecen a su descendencia. Marx dedicó su primer trabajo a ese padre del atomismo; el joven Nietzsche trató de reinventar su rostro.

¿Por qué no se ha abandonado a este coloso en el siglo XX? ¿Cómo explicar que se persiste en incluirlo entre los pre-socráticos, esos pensadores de antes, anteriores a la ruptura inaugural de la filosofía, cuando fue contemporáneo de Sócrates y, sin duda, murió después de él? ¿Cómo comprender que sea tan poco leído, raramente citado, apenas estudiado? A Jean Salem corresponde haber ahondado estas cuestiones. ¡El relegamiento de Demócrito es tanto más curioso por cuanto no son los textos los que faltan! Si la mayoría de sus obras están a todas luces perdidas, se poseen una buena cantidad de fragmentos de ellas. En volumen, tres veces más que de Heráclito, seis más que de Parménides. Sin embargo, los trabajos sobre Demócrito son rarísimos... Tampoco esta desidia puede ser producto del azar.

Crimen principal de este modificador de universo: con los átomos, no sólo se libra de la Providencia y de todo cuanto podría asemejársele, también despeja del mundo el sentido y la finalidad. El cosmos no responde a ninguna intención. Las cosas carecen de razón última, causa primera u origen. La existencia de los humanos tampoco depende de un plan inteligente. “Salieron de la tierra, como gusanitos, sin ningún autor ni razón alguna”, así es como el muy cristiano Lactancio, en sus Instituciones divinas, resume algunos siglos más tarde el error de Demócrito.
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Si este pensamiento no resulta atractivo es porque, alegremente, se dedica a decepcionarnos. ¿Qué nos gusta creer? Que el mundo es sensato, que su existencia responde a algún plan, que nuestra vida posee un objetivo. Para dedicarse a establecer lo contrario, ¿no hay que ser un espíritu molesto? ¿No es acaso esta filosofía de la necesidad el indicio de una manía impertinente? Peor aún, ¿de alguna locura real? Sostener, como Demócrito, que “el universo no es obra de ningún demiurgo”, ¿no es acaso, lisa y llanamente, disparatar? Puesto que, decididamente, no existe el azar, no es de sorprender que la posteridad haya atribuido a ese espíritu fuerte, además de la invención de la clave de arco, toda suerte de poderes increíbles, como el de saber ablandar el marfil.

Hasta se han preguntado si no era idéntico a Bolos, el democriteano, ocultista extravagante a quien se debe este descubrimiento: las orugas del repollo no soportan la pisada de una mujer desnuda en el tiempo de sus reglas. No es de sorprender entonces que la leyenda de Demócrito, constituida, al parecer, cuatrocientos o quinientos años tras su muerte, teja bonitamente locura, sabiduría y risa. Ésta es la trama. Los habitantes de Abdera están conmovidos. Su filósofo perdió el sentido común: se ríe de todo. Duelos y gemidos lo hacen partirse de risa, se burla de los dolores y de las penas, se ríe a carcajadas por cualquier cosa, se divierte sin descanso. No cabe duda, está loco. Hay que intentarlo todo para salvarlo, pues está en juego no solamente su salud, sino la propia cohesión de la ciudad, el equilibrio de todos, la paz colectiva. Llaman a Hipócrates en persona. Él viene, examina, escucha y concluye: “No es locura; lo que se manifiesta en este hombre es un excesivo vigor del alma”. Demócrito padece de un exceso de ciencia: es víctima de la ignorancia de los otros, de sus prejuicios, de su inconsistencia. Lo consideran loco solamente porque se ríe de la locura de los hombres, que pasan al lado de su felicidad persiguiendo quimeras. Tal es el sentido explícito: la locura aparente del filósofo resulta ser sabiduría, el sentido común de la opinión pública finalmente parece delirante. Pero esto aún no dice por qué Demócrito es tan alegre. La leyenda que reinventó su rostro le atribuye la risa, mientras que Heráclito se reconoce por su llanto. Su dupla contrastada suministró material a todo tipo de cuadros, sobre todo en el Renacimiento y en la Edad Clásica. Así, de la común sinrazón de que son víctimas los humanos todos los días, uno se divierte, el otro se lamenta. ¿Sería acaso una simple cuestión de temperamento? No.

Podría ser que disolver la significación del mundo y de la existencia humana engendre una angustia que solamente la risa logre superar. También podría ser que se aprenda algo clasificando a los pensadores según se rían o no. Evidentemente, no se trataría de saber qué individuo sino qué pensamiento ríe. Diógenes y los cínicos, los escépticos, Nietzsche, Foucault, Deleuze, por ejemplo. En cambio, Platón, Aristóteles, Hegel, Heidegger y..., casi todos son graves. Reír ¿qué sería eso para un pensamiento? Jugar, deshacer las referencias habituales, perder una a una a aquellas que intenta constituirse, descubrir que falta la verdad, decidir que no es terrorífico, continuar así, divertirse inventando, seguir desengañándose, alegrarse con la insondable profundidad de la necedad, dejar de despreciar, correr correr correr, dejarse sorpender por lo que acaece, soportar no conocer nada sin refunfuñar, abrir paréntesis en el tiempo, considerar los saberes como curiosidades exóticas, aplicarse con una seriedad infinita a cosas minúsculas, hacer la guerra al aburrimiento, al miedo, la vacilación, hacer a un lado la muerte y saber que está presente. En suma, cosas bastante difíciles.

La más ardua: deshacerse de los dioses, y de todo cuanto se asemeja a un temor, una súplica o una esperanza. ¿Es posible? ¿Es deseable? La filosofía, desde Demócrito y los suyos, no dejó de girar en torno de estas cuestiones y de sus múltiples variantes, de manera directa o indirecta. Tal vez, en un sentido, no dejó de querer comprender y de querer volver a empezar la relación que mantenían los griegos con sus dioses. Pero ¿cómo encontrar esa distancia soberana entre las miradas de los mortales y las de los cuerpos luminosos? En las relaciones de los humanos con esas siluetas míticas que nos parecen desconcertantes, lo que está en juego es la misma definición del sujeto y de la conciencia.

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¿Puede pensarse un mundo sin Crono? ¿Qué ocurrirá cuando Zeus derrote a Crono y lo envíe al Tártaro? Evidentemente, no sería nuestro mundo. El reinado de Zeus supone efectivamente, el encadenamiento del tiempo en el Tártaro. La supresión del poder de Crono por Zeus alude a una concepción del espíritu que está mucho más allá de lo que nosotros conocemos por tiempo y por fluir del tiempo.

"El tiempo ya no sería esencial si reinara Zeus"

Ana Zetina y Jorge Bosia *

Rhea es la esposa “oficial” y la hermana de Crono. Su nombre se relaciona con un verbo que significa ‘fluir’ (rhéo). Podemos entender la unión entre Rhea y Crono como el tiempo orgánico, por contraposición con el tiempo del reloj, el tiempo puramente crono-lógico. Crono sin Rhea es el tiempo tal como lo considera la física; es tiempo medido por relación al espacio. Si incluimos a Rhea junto a Crono, en cambio, se abre una ventana al verdadero transcurrir de los procesos, lo que nos permite concebir un tiempo que es inseparable de las cosas mismas. Este es el tiempo cíclico. Es el tiempo tal como lo vemos en la concepción del Zodíaco, y que encontramos también en los grandes filósofos griegos.
Además podemos distinguir otro aspecto del tiempo: en nuestra conciencia el transcurrir es totalmente irregular. No es el tiempo del reloj, ni el tiempo de los procesos, sino el tiempo de los acontecimientos psíquicos. Esto quizá pueda homologarse a Rhea sin Crono.

La pareja Crono/Rhea expresa el tiempo en el sentido de que las cosas tienen tiempo, y no en el sentido de que el tiempo contiene a las cosas, como tendemos a pensar hoy en día. La visión que contempla a Crono unido con Rhea puede ver al árbol en la semilla y a la semilla en el árbol. Éste es un tiempo ontológicamente cargado, cargado de ser.

No se trata del tiempo abstracto del reloj, una concepción a la cual estamos muy acostumbrados en la actualidad porque se impuso en los últimos 300 años. En esta última el tiempo tiende a estar separado de las cosas, como si transcurriera indefinida, ilimitada, monótona, uniforme e independientemente, y las cosas y los seres llegáramos a la existencia en un momento del tiempo y saliéramos luego en otro momento, al morir o ser destruidos.

Newton supone esa forma absoluta del tiempo. Es la posición de la Física moderna hasta Einstein, quien la modifica sustancialmente. Pero a pesar de la teoría de la relatividad, esta concepción del tiempo ha calado muy hondo como un presupuesto metafísico de nuestra habitual forma de pensar. Esta visión del tiempo ha sido asociada a una terrible aceleración de la vida cotidiana que nos separa cada vez más de la naturaleza. En la época moderna se produce una tiranía del reloj, es decir, de Crono. Es ilustrativo ver la película “Koyaaniskatsy”, de Francis Cóppola, para tener un ejemplo claro de lo que significa el divorcio de Rhea y Crono y la tiranía de este último. ‘Koyaanisnkatsy’ es una palabra tomada de un idioma perteneciente a un pueblo de los que habitaban en América del Norte antes de la llegada de Colón, y significa algo así como “modo de vida que lleva a la locura”. Nuestro cuerpo se rige por un tiempo orgánico, el tiempo de Crono/Rhea, en cambio nuestra vida cotidiana en las grandes ciudades, se rige por Crono, sin Rhea. Crono se ha venido a la ciudad, abandonando a Rhea...

Sin embargo, ésta es la forma de actuar habitual de Crono. Porque Crono primero separa. Cada peldaño de civilización: de la sociedad colectora/cazadora al agricultor, y del agricultor al mundo industrial -que podrían tomarse como tres formas muy básicas de la cultura humana-, implica más separación. Este modo de vivir en nuestras ciudades supone una organización gigantesca. Por tanto, estamos todos separados de la naturaleza.

¿Puede pensarse un mundo sin Crono? ¿Qué ocurrirá cuando Zeus derrote a Crono y lo envíe al Tártaro? Evidentemente, no sería nuestro mundo. El reinado de Zeus supone efectivamente, el encadenamiento del tiempo en el Tártaro. La supresión del poder de Crono por Zeus alude a una concepción del espíritu que está mucho más allá de lo que nosotros conocemos por tiempo y por fluir del tiempo. El tiempo ya no sería esencial si reinara Zeus.

* El saber del mito, Claridad, 1° edición, Buenos Aires 1998, págs. 29 a 31. Los autores han titulado este apartado Tiempo y transcurrir. Nos hemos permitido la licencia de encabezarlo con la última frase de su texto (N. del E.).
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