Heráclito 28

Globalización y dinero
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Eduardo Dermardirossian

eduardodermar@gmail.com
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I
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Quizá el dinero sea el tema central que debemos abordar los hombres de este tiempo. Quizá todavía debemos anoticiarnos de que el dinero es una deidad que habita más allá y más alto que los dioses de cada confesión religiosa. Quizá, también, convenga saber que el dinero es un enemigo con el que debemos convivir los hombres, estableciendo una inevitable relación amor-odio, tal como ocurre con otras calamidades.
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Qué cosa es el dinero ya fue dicho otras veces, de modo que no es necesario abundar sobre el concepto. Basta recordar que el dinero es el símbolo del valor y que éste es el justiprecio que la sociedad hace del trabajo humano. Solamente el trabajo humano le asigna valor a las cosas, y si ese valor asignado es simbolizado con el dinero, huelga decir que el dinero es trabajo humano acumulado.
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Dos atributos caracterizan al dinero: uno, su incorruptibilidad, en el sentido que puedes acopiarlo sin limitación de cuantía y de tiempo, no así productos tales como el trigo y mucho menos el servicio de reparación de tu televisor; otro, que él tiene la capacidad –diabólica, dice Savater- de reproducirse a sí mismo y de ser máxima fuente de provecho. Por eso puedes acumular trabajo humano, confiscándolo. Basta que acopies dinero.
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II
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Pero el dinero, nacido como metálico acuñado por el monarca o como mandato de dar emitido por el mercader, ha evolucionado a lo largo de la historia, adquiriendo formas más versátiles. Historiar la evolución del dinero es ajeno al propósito de esta nota; baste reiterar su carácter de símbolo representativo del trabajo y de herramienta que posibilita su confiscación y acopio.
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En los principios, este trabajo expoliativo le estaba reservado a los jefes, señores y monarcas, mediante tributos y otras exacciones. Ellos eran los detentadores de las riquezas y, entonces, los detentadores del poder. Con el correr de la historia y con el desarrollo de recursos productivos, otros detentadores de trabajo irrumpieron en la escena, modificando la relación de fuerzas: la Revolución Industrial y el capitalismo sobreviniente inauguraron una nueva era en las relaciones del hombre con su trabajo. Aumentó la presión confiscatoria sobre el trabajo humano, se reconcentró la riqueza en menos manos y se extendieron los dominios de la marginalidad. Con el agravante de que se instaló definitivamente en la sociedad el fantasma del desempleo, poderosa herramienta para regular el precio del trabajo humano.
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III
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Finalmente, la última posguerra vino a instaurar y a legitimar el dominio del capital especulativo y autoreproductivo –y por tanto ocioso y parasitario- que sentó sus reales sobre el capitalismo industrial, transformándolo en un apéndice de sus afanes dinerarios. Los estados nacionales y sus gobiernos aceptaron la supremacía del nuevo poder, ausentándose de sus funciones de morigeradores sociales. Achicar el Estado, transferir las grandes áreas de interés comunitario a la iniciativa privada, reducir las asignaciones presupuestarias para fines sociales, privatizar, privatizar, privatizar... Y para que no queden dudas de que estos propósitos serán cumplidos, ahí están las abultadas deudas externas y sus capataces, sustitutos posmodernos de los antiguos ejércitos de ocupación y dominación colonial.
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Es con estos recursos que se ha ensanchado el dominio del dinero. Lo que equivale a decir que las cada vez más extendidas y pauperizadas masas de población que malhabitan el planeta, son mantenidas en la indigencia con la misma herramienta que se le quitó de las manos.
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Globalización y dinero es la fórmula oprobiosa que subalterniza el trabajo del hombre y lo transforma en una mercancía más y más depreciada.
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Cuestiones de filosofía del derecho
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Reflexiones sobre el derecho natural
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Hans Welzel, trabajo monográfico sobre “Verdad y límites del Derecho Natural”, Dianoia 1964 Anuario de filosofía, Fondo de Cultura Económica, México, págs. 228/229. Traducción de Ernesto Garzón Valdés.
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En la obra póstuma de Kant se encuentra el siguiente fragmento: “Todo pasa ante nosotros como en un río, y el gusto cambiante y las diferentes formas del hombre transforman todo el juego en incierto y engañoso. ¿Dónde encuentro puntos firmes de la naturaleza, que el hombre no pueda nunca desplazar, y dónde puedo fijar indicaciones que señalen la ribera en que ha de detenerse?” (1).
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Esta frase podría ser colocada como lema en la portada de toda teoría del derecho natural. Lo notable aquí es la manera como se formula la cuestión eterna del derecho natural, y la época en que esto se realiza. Al final del siglo XVIII quedaron satisfechos los afanes de una lucha dos veces secular por los derechos inalienables del hombre y del ciudadano. Ninguna época anterior estuvo tan intensamente penetrada, como la época del derecho natural “profano”, por las ideas del poder determinante del derecho, tanto en la vida del individuo como en la de los pueblos. Reconozcámoslo o no, hayámoslo olvidado o silenciado, de aquella época provienen los elementos esenciales de lo que aún hoy consideramos en nuestra vida como vitalmente valioso: las ideas de la dignidad humana, de la humanidad, de la libertad personal, de la igualdad civil, de la tolerancia recíproca, del derecho a la felicidad individual; además, sus consecuencias en el orden estatal: los principios de la división de poderes, de la intervención de los ciudadanos en la formación de la voluntad del estado, del estado de derecho, del bienestar general, de la publicidad de la justicia penal, de la humanidad en la ejecución de las penas y, no en menor medida, de la eliminación de las torturas, de la quema de brujas, etc. Cualesquiera que sean las objeciones que puedan presentarse en contra de los fundamentos teológicos y filosóficos de este estadio del derecho natural, queda siempre en pie –según las palabras de Franz Wieacker (2)- “su fama imperecedera” de haber “creado la época dorada de la cultura jurídica europea”.
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Y sin embargo, provienen de esta época las recién citadas frases de Kant, que por su talante vital parecerían pertenecer a un tiempo totalmente diferente. Podrían ser situadas por lo menos cuatro generaciones después: en la cumbre del historicismo, en donde todo lo firme y seguro pareció haber sido arrasado por la corriente de lo meramente histórico. A partir de esta época, cuyos temores siguen siendo los nuestros, la pregunta de Kant se transforma en la pregunta acerca de qué es lo que queda de la teoría del derecho natural: ¿qué queda de los esfuerzos del derecho natural –tantas veces borrados y otras retomados- a lo largo de 2500 años por lograr una visión de la justicia material? ¿Se trata sólo de un fenómeno histórico que unas veces invoca revolucionariamente los ideales ético-sociales de una época, y otras los conserva defendiéndolos? ¿O contiene un elemento atemporal que tendrá que ser tenido en cuenta siempre que se hable del derecho?
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Si se recurre a estas preguntas para considerar la cambiante historia del derecho natural, habrá que buscar lo permanente no en la segunda, sino en la primera parte de su nombre. “Naturaleza” ha demostrado ser título común de los más diversos contenidos. Bajo la igualdad engañosa de esta designación se esconde lo diferente, lo opuesto y lo cambiante. Lo único que es común y permanente es la idea de derecho que se manifiesta en la primera parte de la expresión “derecho natural”: ésta es la cuestión jurídica sobre el derecho, es decir sobre un orden social fácticamente existente. Cualquiera que sea la definición que se dé del derecho natural, siempre está presente la idea de que el derecho no es idéntico sin más con el mandato de un poder existente.
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(1) Kant, SämtlicheWerke, publicadas por K. Rosenkranz y F. W. Schubert, 1834-1842, tomo II, pág. 241.
(2) Franz Wieacker, Privatrechtsgeschichte der Neuzeit, 1952, pág. 152.
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“De cómo el provecho de uno va en daño de otro”
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Montaigne, Ensayos, cap. XXI. Ed. Orbis, Buenos Aires 1984, pág. 70. Traducción de Juan G. de Luaces.
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El ateniense Demades condenó a un hombre de su ciudad que tenía por oficio vender las cosas necesarias a los entierros; y lo hizo so pretexto de que el condenado ganaba muchos provechos que no podía lograr sin la muerte de gran golpe de gente. Este juicio parece erróneo, porque no hay provecho que no redunde en daño ajeno; y a esa cuenta habría que abolir todas las ganancias. El mercader no se beneficia sino a costa de la disolución de la juventud; el labrador, a costa de la carestía del grano; el arquitecto, a costa de la ruina de las casas; el funcionario de justicia, a costa de los procesos y querellas de los hombres; el mismo honor y ejercicio de los ministros de la religión se prectica merced a nuestra muerte y nuestros vicios. Ningún médico se alegra de la salud de sus amigos, dice el cómico griego; ni el soldado, de la paz de su ciudad; y así sucesivamente. Y es lo peor que, si cada uno sondea su interior, hallará que nuestros íntimos deseos, en su mayoría, nacen y se nutren del prójimo.
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Considerando ésto hallo que la naturaleza no se desdice en nada de su sistema general, ya que los físicos sostienen que el nacimiento, nutrición y aumento de todas las cosas implica la alteración y corrupción de otra:
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Nam quodcunique suis mutatum finibus exit,
Continuo hoc mors est ilius, quod fuit ante
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* No puede un cuerpo salir de su naturaleza sin que lo que era haya dejado de ser (Lucrecio, II, 752).
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El miedo a la libertad *
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Y, sin embargo, todo esto apunta a una confusa revelación de la verdad: que el hombre moderno vive bajo la ilusión de saber lo que quiere, cuando, en realidad, desea únicamente lo que se supone (socialmente) ha de desear. Para aceptar esta afirmación es menester darse cuenta de que saber lo que uno realmente quiere no es cosa tan fácil como algunos creen, sino que representa uno de los problemas más complejos que enfrentan al ser humano. Es una tarea que tratamos de eludir con todas nuestras fuerzas, aceptando fines ya hechos como si fueran fruto de nuestro propio querer. El hombre moderno está dispuesto a enfrentar graves peligros para lograr los propósitos que se supone sean suyos, pero teme profundamente asumir el riesgo y la responsabilidad de forjarse sus propios fines. A menudo se considera la intensidad de la actividad como una prueba del carácter autodeterminado de la acción, pero ya sabemos que esa conducta bien podría ser menos espontánea que la de una persona hipnotizada o la de un actor. Conociendo la trama general de la obra, cada actor puede representar vigorosamente la parte que le corresponde y hasta crear por su cuenta frases y determinados detalles de la acción. Sin embargo, no hace más que representar un papel que le ha sido asignado.
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La dificultad especial que existe en reconocer hasta qué punto nuestros deseos –así como los pensamientos y las emociones- no son realmente nuestros sino que los hemos recibido desde afuera, se halla estrechamente relacionada con el problema de la autoridad y la libertad. En el curso de la historia moderna, la autoridad de la Iglesia se vio reemplazada por la del Estado, la de éste por el imperativo de la conciencia, y, en nuestra época, la última ha sido sustituida por la autoridad anónima del sentido común y la opinión pública, en su carácter de instrumentos del conformismo. Como nos hemos liberado de las viejas formas manifiestas de autoridad, no nos damos cuenta de que ahora somos prisioneros de este nuevo tipo de poder.
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* Erich Fromm, Planeta-Agostini, Barcelona 1985, págs. 278/279. Trad. Gino Germani.
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La perpetua carrera de Aquiles y la tortuga
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Jorge L. Borges, Discusión, Obras Completas T. 1, Emecé, Barcelona 1996, fragmento de págs. 244/245.
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...Es sabido que su inventor fue Zenón de Elea, discípulo de Parménides, negador de que pudiera suceder algo en el universo.
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La biblioteca me facilita un par de versiones de la paradoja gloriosa. La primera es la del hispanísimo Diccionario hispano-americano en su volumen vigésimo tercero y se reduce a esta cautelosa noticia: El movimiento no existe: Aquiles no podrá alcanzar a la perezosa tortuga. Declino esa reserva y busco la menos apurada exposición de G. H. Lewes, cuya Biographical History of Philosophy fue la primer lectura especulativa que yo abordé, no sé si vanidosa o curiosamente. Escribo de esta manera su exposición: Aquiles, símbolo de rapidez, tiene que alcanzar la tortuga, símbolo de morosidad. Aquiles corre diez veces más ligero que la tortuga y le da diez metros de ventaja. Aquiles corre diez metros, la tortuga corre uno; Aquiles corre ese metro, la tortuga corre un decímetro; Aquiles corre ese decímetro, la tortuga corre un centímetro; Aquiles corre ese centímetro, la tortuga un milímetro; Aquiles el milímetro, la tortuga un décimo de milímetro, y así infinitamente, de modo que Aquiles puede correr para siempre sin alcanzarla. Así la paradoja inmortal (...)
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En la conclusión del sofisma, para siempre quiere decir cualquier imaginable lapso de tiempo; en las premisas, cualquier número de subdivisiones de tiempo. Significa que podemos dividir diez unidades por diez, y el cociente otra vez por diez, cuantas veces queramos, y que no encuentran fin las subdivisiones del recorrido, ni por consiguiente las del tiempo en que se realiza. Pero un ilimitado número de subdivisiones puede efectuarse con lo que es limitado. El argumento no prueba otra finitud de duración que la contenible en cinco minutos. Mientras los cinco minutos no hayan pasado, lo que falta puede ser dividido por diez, cuantas veces se nos antoje, lo cual es compatible con el hecho de que la duración total sea cinco minutos. Prueba, en resumen, que atravesar ese espacio finito requiere un tiempo infinitamente divisible, pero no infinito. (Mill, Sistema de lógica, libro quinto, capítulo siete.)
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Lecturas escogidas
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Herbet Marcuse *
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Es preciso despertar y organizar la solidaridad en tanto que necesidad biológica de mantenerse unidos contra la brutalidad y la explotación inhumanas. Esta es la tarea. Comienza con la educación de la conciencia, el saber, la observación y el sentimiento que aprehende lo que sucede: el crimen contra la humanidad. La justificación del trabajo intelectual reside en esta tarea y hoy el trabajo intelectual necesita ser justificado. Prefacio a la edición francesa. Herbert Marcuse, febrero 1967.

Vivimos y morimos racional y productivamente. Sabemos que la destrucción es el precio del progreso, como la muerte es el precio de la vida, que la renuncia y el esfuerzo son los prerrequisitos para la gratificación y el placer, que los negocios deben ir adelante y que las alternativas son utópicas. Esta ideología pertenece al aparato social establecido; es un requisito para su continuo funcionamiento y es parte de su racionalidad.
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Sin embargo, el aparato frustra su propio propósito, porque su propósito es crear una existencia humana sobre la base de una naturaleza humanizada. Y si éste no es su propósito, su racionalidad es todavía más sospechosa. Pero también es más lógico porque, desde el principio, lo negativo está en lo positivo, lo inhumano en la humanización, la esclavitud en la liberación. Esta dinámica es la de la realidad y no la de la mente, pero es la de una realidad en la que la mente científica tiene una parte decisiva en la tarea de reunir la razón teórica y la práctica.
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La sociedad se reproduce a sí misma en un creciente ordenamiento técnico de cosas y relaciones que incluyen la utilización técnica del hombre; en otras palabras, la lucha por la existencia y la explotación del hombre y la naturaleza llegan a ser incluso más científicas y racionales. El doble significado de “racionalización” es relevante en este contexto. La gestión científica y la división científica del trabajo aumentan ampliamente la productividad de la empresa económica, política y cultura. El resultado es un más alto nivel de vida. Al mismo tiempo, y sobre las mismas bases, esta empresa racional produce un modelo de mentalidad y conducta que justifica y absuelve incluso los aspectos más destructivos y opresivos de la empresa. La racionalidad técnica y científica y la manipulación están soldadas en nuevas formas de control social. ¿Puede uno descansar tranquilo asumiento que este resultado anticientífico es el producto de una aplicación social específica de la ciencia? Yo creo que la dirección general en la que llegó a ser aplicado era inherente en la ciencia pura, incluso cuando no se buscaba ningún propósito práctico, y que puede identificarse el punto en el que la razón teórica se convierte en práctica social...
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* El hombre unidimensional, Planeta, Barcelona 1985, pp. 172/173, trad. Antonio Elorza.
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Cómo cambiar el mundo
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Constrúyase un cielo más bien cóncavo. Píntese de verde o de café, colores terrestres y hermosos. Salpíquese de nubes a discreción. Cuelgue con cuidado una luna llena en occidente, digamos a tres cuartos sobre el horizonte respectivo. Sobre oriente inicie, lentamente, el ascenso de un sol brillante y poderoso. Reúna hombres y mujeres, hábleles despacio y con cariño, ellos empezarán a andar por sí solos. Contemple con amor el mar.
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Descanse el séptimo día.
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Subcomandante Marcos
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H 48 – 27.04.2001
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Ollantay, la guerra de los dioses
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Néstor Taboada Terán, Quetzal 1994, págs. 9/19. Texto introductorio.
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Apu Illapa sufría acosado de mal de amores. Cualquier instante de día o de noche, su corazón emitía suspiros que hacían temblar el mundo o en forma de relámpagos iluminaban la tierra y la doncella de Tiwanaku de largas crenchas, abultado pecho y sólidas caderas, entregada a las labores del campo, se burlaba convencida de que sólo ella moderaría aquellos ánimos exaltados. Deslumbrado por la belleza de la campesina, cierta tarde de fiesta en que holgaban las tawakus, taikas y panpachas, el irascible Apu Illapa no pudo más resistir la tentación y en medio de un ruido de acontecimiento se desprendió del cielo para poseerla sobre las mieses recién recogidas. Bramando incendió los aires y centellando hizo prevalecer su imperio. Bajo la cerrada perennidad del cielo, la labradora intentó defenderse a los gritos. En abierta exaltación su inocencia se extinguió. El dios del Rayo descansó un instante y después, con alboroto de retumbos y relámpagos, la poseyó nuevamente. Así lo hizo durante siete veces. La más bella joven de las praderas de Tiwanaku guardó cama varios días, sin moverse. El Amauta le dijo que tenía un soberbio embarazo y para confirmar convocó a los Marka Ninakas, divinidades tutelares de la región. Los grandes dioses Jacha Wiraqochas habían tomado la costumbre de fecundar a las doncellas de variadísimas maneras, a cuál más insólitas. Tiempo después, en plena labor cotidiana se produjo el parto. Tierna y valerosa, rodeada de papales y qinuales se levantó la pollera y en cuclillas esperó el milagro. Un rayo de felicidad saludó la llegada del hijo. Nació declamando su celebridad futura entre grito o llanto no se podía distinguir bien. En el cielo se formó una pequeña nube blanca que descargó su torrente y creada una laguna de agua cristalina la madre purificó el cuerpo y el espíritu del vástago invocando el nombre de su padre. Enterró la placenta con qorawas y escudos para que sea un guerrero excepcional y dejó cierto tamaño del cordón humbilical para que tenga un miembro viril nada común. Y, más tarde, Apu Illapa le diría sonriendo no he visto jamás una cosa parecida para hacer arder la vulva de las princesas. Era hermoso, sólo comparable al dios Sol. Aliento de mi vida, fuego de mi corazón, balbuceaba emocionada la labradora percibiendo su apetito voraz. Arropado con las mejores mantas de lana, le trasladó a la ciudad de Tiwanaku, Jacha Marka de los fundadores del mundo. ¡Ha nacido el hijo de Apu Illapa! Los vecinos les rodearon cantando himnos de gloria y quemaron maderas olorosas. ¡Apu Illapa me ha dado un hijo, primoroso como cuando nace el dios Sol! En efecto, nadie había visto nunca un niño tan extraordinariamente bello. Se produjo, entonces, un formidable estrépito, semejante a un trueno, tembló la tierra y llovieron flores. Y los hombres comunes de Jacha Marka se dispusieron a hacer una ofrenda en sacrificio de llamas blancas, solemne wilancha, en cuatro direcciones.
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H 48 – 27.04.2001
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Los dioses oriundos
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En los principios del mundo os veo,
oh dioses de los páramos y de las cordilleras,
dioses que alimentaron
el pavor, las vigilias de mis antepasados
reinando desde la hosca montaña sin auroras,
el ceño cruzado de centellas,
la mano sobre el trueno.
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Abajo está cuajado
de vuestra eternidad el yermo.
El cóndor en sus torres de nubes y glaciares
o el insular sarmiento de la puna
custodios son de vuestros misterios.
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Todo conviene en alabanza vuestra:
el árbol y su altura, los proverbios del fuego,
la certidumbre mineral de la roca,
los idiomas, el viento, algunos llantos.
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Oscar Cerruto
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H 48 – 27.04.2001