Heráclito 27

Globalización y trabajo humano
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Eduardo Dermardirossian

eduardodermar@gmail.com
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I
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No sé si alguna vez los hombres nos pondremos de acuerdo para decir qué es el trabajo humano. No sé si fatigando la mollera y blandiendo la pluma conseguiremos alguna vez concordar en este asunto que hasta hoy se ha mostrado esquivo. Por eso, no sumaré una frustración más a las habidas. Diré una breve reflexión que, hasta donde sea posible, eluda el tiberio opinatorio que nos rodea.
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Cierta vez escribí sobre de la sacralidad del hombre y de su trabajo. Dije que el hombre es sagrado más acá de las religiones y también más allá de ellas. Que el hombre es sagrado para el hombre y, por tanto, que es también sagrada la conducta enderezada a preservarlo como individuo y como comunidad. Por eso, no pueden ser objeto de apropiación, intercambio o justiprecio su trabajo y su esperanza.
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Como único animal que interactúa con la naturaleza, el hombre se ha erigido en su amo ora poseyéndola para su beneficio, ora modificándola para hallar remedio a las adversidades que le inflige. También el hombre se ha erigido en dueño del hombre mediante la apropiación de su trabajo.
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Y este es el tema de nuestro tiempo.
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II
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Lo dicho: el trabajo tiene el fin de procurarle al hombre el sustento y asegurarle su permanencia sobre la tierra tanto tiempo como su biología lo quiera. En tal sentido, no es una vocación ni una virtud. Es, simplemente, su único recurso para sobrevivir. Más allá de los medios con que la ciencia y la técnica y los modernos medios de producción han favorecido la multiplicación de alimentos y de otros menesteres para la sobrevivencia, el trabajo humano no ha mudado su objeto: sostener y extender la vida tanto cuanto sea posible.
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Pero hay que decir que a lo largo de la historia los hombres han mirado el trabajo de diferente manera según se tratara del propio o del ajeno. A éste último le han asignado un rango subalterno y, entonces, lo han depreciado para ponerlo a su servicio y favorecerse con su valor supraremunerativo. Y así ha nacido la explotación de unos hombres por otros. Explotación que, con la invención del dinero, se profundizó.
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He aquí, entonces, que el trabajo humano ha dejado de ser mirado como un bien sagrado para ser considerado un bien de cambio. A partir de este punto el hombre vendió su fatiga al mejor postor y dejó de ser sagrado el trabajo humano para adquirir ese carácter el dinero que lo retribuye.
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III
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Practicada desde las postrimerías de las comunidades tribales, la explotación del trabajo de unos hombres por otros fue evolucionando en profundidad y extensión hasta alcanzar a toda una nación. Es el tiempo de la Revolución Industrial. Pronto los avances científicos y técnicos, el desarrollo de los medios de producción y la extensión a nivel planetario de las comunicaciones, posibilitará la formación de un mercado global del trabajo humano, tal que los precios de la jornada laboral irán ajustándose progresivamente a los costos de sostenimiento del hombre por esa misma jornada. Este fenómeno se verá favorecido por la reconcentración de riquezas en manos de unos pocos centros de poder, que cada vez se apartarán más de los gobiernos.
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Seré explícito. Al transformarse el trabajo humano en una variable de mercado, su retribución dineraria estará sujeta a oferta y demanda. Huelga decir que a mayor oferta, menor precio o remuneración. Ley de mercado. La oferta creciente de trabajo se acompañará de una demanda siempre decreciente, producto del desarrollo de los sistemas productivos que expulsarán mano de obra. Total, que el factor desocupación y subocupación generará en todo el mundo una permanente baja del valor salarial y una precarización de las condiciones de trabajo. Riquezas concentradas y reconcentradas en pocas manos y pobrezas generosamente repartidas entre más gentes. Pero con la advertencia de que esas pobrezas serán cada vez más exiguas y sus destinatarios más numerosos, porque así lo quiere el mercado.
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Es así como los grandes centros concentradores de riquezas –y, entonces, de trabajo humano confiscado- se extenderán por todo el planeta para establecer su imperio sobre todos los Estados, sobre todos los humanos, sobre todas las fuentes de nutrientes y riquezas. También se independizarán de los gobiernos nacionales y, a la postre, los someterán a su arbitrio.
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He aquí el trabajo globalizado.
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H 47 – 20.04.2001
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La Dirección de Heráclito agradece a José Carlos García Fajardo* su valioso aporte de diez artículos sobre Creencias del mundo. Este es, pues, el último de la serie.
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Cazadores primitivos y enterramientos
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Lo sagrado, lo numénico o misterioso, es un elemento de la estructura de la conciencia, no un estadio de la historia de esa conciencia. Parece que, en los niveles más arcaicos de la cultura, el vivir del ser humano es ya de por sí un acto religioso, pues alimentarse, ejercer la sexualidad y trabajar son actos que poseen un valor sacramental. Mircea Eliade apoya su argumento en la dificultad de imaginar cómo podría funcionar el espíritu humano sin la convicción de que existe algo irreductiblemente real en el mundo; y es imposible imaginar cómo podría haberse manifestado la conciencia sin conferir una significación a los impulsos y a las experiencias del hombre. La conciencia de un mundo real y significativo está íntimamente ligada al descubrimiento de lo sagrado. En la historia de las creencias, toda manifestación de lo sagrado es importante; todo rito, todo mito, toda creencia refleja la experiencia de lo sagrado y por eso implica las nociones de ser, de significación y de verdad. Se trata de la realidad real de que hablan todos los místicos, maestros, chamanes, hechiceros (no los brujos) y hombres sabios en todas las tradiciones religiosas de la humanidad para distinguirlas de todo lo demás desprovisto de esas cualidades, del fluir caótico de las cosas, de sus apariciones y desapariciones vacías de sentido. Sin que pueda hablarse de un estricto orden cronológico, se pueden seguir las manifestaciones de esas experiencias en los soportes de las diferentes culturas. Mircea subraya la unidad fundamental de los fenómenos religiosos junto a la inagotable novedad de sus expresiones.
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La incultura religiosa es un fallo enorme en la formación del hombre moderno, que se desgaja de unas estructuras religiosas determinadas, porque ya han perdido para él su sentido, y se encuentra desarraigado y perdido en una soledad existencial cuando podría recuperar en todo momento el sentido profundo de un vivir en armonía con todos y con todo.
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Las estructuras, como los andamiajes, no son más que eso; llega un momento en el que el hombre ha de enfrentarse desnudo ante su destino y atreverse a saber, a crear y a jugar pues, en no pocas tradiciones, la vida es un juego que se descubre demasiado tarde.
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Así hay una unidad perceptible y enriquecedora que va desde los himnos védicos, los Brahmanas y las Upanishads, después de haber pasado por las creencias del Paleolítico, el Megalítico, Mesopotamia y Egipto. Se puede percibir alentando en Sankara, en el tantrismo de Milarepa, en Zaratustra, Buda y el taoísmo, en los misterios helenísticos, en el cristianismo, el Islam o en el gnosticismo, la alquimia, la cábala o la mitología del Grial; o allende el océano en Quetzalcoatl, Viracocha o en los apasionantes ritos del vudú afroamericano. Lo que importa es no perder de vista la unidad profunda de la historia del espíritu humano. "La conciencia de esta unidad de la historia espiritual de la humanidad -dice Mircea- es un descubrimiento reciente, no del todo asimilado aún", sobre todo por las castas sacerdotales de eunucos que se pretenden custodiando un arcano en el que encierran a sus dioses. La liberadora experiencia de que en el Arca de la Alianza que llevan por el desierto no había nada, como en la cima del Horeb, o del Olimpo, del Khailasa o del Tabor. O en otras arcas idolátricas bien cercanas a nuestra cultura. La realidad real no está allí ni aquí, arriba ni abajo, dentro o fuera, es todo en todas las cosas. De ahí que el gran descubrimiento del sabio y de la persona sencilla ya se narra en el shivaísmo de Cachemira: "El gran secreto es que no hay secreto". Y que la muerte de Dios fue un formidable acontecimiento que nos preparó para atravesar el camuflaje de lo sagrado identificado con lo profano.

Probablemente, la más profunda experiencia de lo divino nos la proporcionen los "ateístas", más que ateos, que se atrevieron a limpiar las cuadras del argonauta Augias de todo el estiércol acumulado; como hiciera Hércules desviando los ríos Alfeo y Peneo. Y no es un juego de palabras. Juan de la Cruz, al igual que los maestros Zen, sufíes o los auténticos chamanes, convienen en el famoso neti, neti, ni es esto ni es lo otro. Como en el Tao, "el que habla no sabe, el que sabe no habla", pero se pueden transmitir experiencias que alumbren el sendero que no se puede recorrer más que a solas. Aunque, por supuesto, pueden ayudar las muletas de cualquiera de las auténticas tradiciones, que no de las supersticiones o de las enfermizas fantasías de las sectas. Pero sin olvidar que todas y siempre no dejan de ser más que eso, muletas; de las que puede y debe desprenderse un espíritu liberado.
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Simbolismo de los enterramientos
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Quisiera detenerme en la "domesticación del fuego", producirlo, transportarlo, conservarlo, pues señala la separación definitiva de los paleantrópidos con respecto a sus predecesores zoológicos. El "documento" más antiguo data de Chu-ku-tien (unos 600.000 años antes de Cristo) pero ha debido producirse mucho antes y en muchos lugares diversos. El hombre prehistórico mata para sobrevivir y establece una relación especial con la sus víctimas; dar muerte a una fiera cazada o a un animal domesticado equivale a un sacrificio en el que las víctimas son intercambiables. Esta experiencia fundamental se ha conservado a través de los siglos disfrazada en las culturas más diversas. La creencia en una vida más allá de la muerte parece estar demostrada por el uso del ocre rojo, sustitutivo ritual de la sangre, y por ello símbolo de la vida en los cuidados enterramientos del Paleolítico. Y en la costumbre universalmente difundida de espolvorear con ocre rojo los cadáveres.
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El emplazamiento de los enterramientos y la colocación de los restos ofrece indudable testimonio de la esperanza de un renacimiento. Siempre orientados hacia el Este, indican la intención de solidarizar la suerte del alma con el curso del sol. Hay infinidad de mitos entre las religiones más alejadas entre sí. Existen rituales funerarios, objetos simbólicos, dibujos y colores así como la equiparación de las ofrendas "alimento para la muerte", con el acto sexual. Para los indios kogis de Colombia, la tumba se identifica con el útero de la madre tierra y, por consiguiente, constituyen una simiente que fecunda a la Madre.
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Los cazadores primitivos creen que el hombre puede transformarse en animal, por eso cultivan misteriosas relaciones entre una persona y su animal totémico (nagualismo). Los enterramientos de animales son muy curiosos, la colocación de los cráneos y de los huesos largos en lugares elevados tiene un valor ritual; así como ofrecer a los seres supremos un bocado del animal al que se ha dado muerte. Todavía se conserva entre los cazadores modernos el ritual de embadurnar al joven cazador que ha dado muerte a su primera presa con la sangre y las entrañas del animal, al igual que se hace en muchos pueblos primitivos. Si el animal se ha destacado por su fiereza, por su lealtad y su valentía, se le cortan los genitales para ser devorados ritualmente y hacerse con la fuerza del bravo animal. En nuestros días, no pocos toreros, cuando han matado a un toro noble, con casta y que embistió bien, mandan a su mozo de espadas al desolladero para que le traiga las criadillas que cenará esa noche. Esa relación con el toro bravo llega a extremos de un profundo erotismo como han narrado muchos toreros que se
Han atrevido a hablar de sus experiencias íntimas después de haber leído la descripción que Juan Belmonte hizo de sus noches de lunas, cuando toreaba desnudo y furtivo en las dehesas. Hacer lunas y sentir una profunda identificación con el animal es un tema para iniciados.
La importancia de una idea religiosa arcaica se confirma por su capacidad de sobrevivir en épocas posteriores.
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* Profesor de Pensamiento Político y Social de la Universidad Complutense de Madrid y presidente de la ONG Solidarios para el Desarrollo.
H 43 – 23.03.2001
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Economía social y solidaria
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¿Coartada o alternativa al liberalismo?
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Jean-Loup Motchane
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Fragmento de la nota que este profesor de la Universidad de París VII publicó en la edición española de Le Monde Diplomatique (año II N° 20, febrero 2001). Traducción de Patricia Minarrieta.
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La economía social hunde sus raíces en la Edad Media (1). Las guildas, cofradías, corporaciones y gremios constituyen sus ancestros lejanos. Surgido en el siglo trece, el gremio se mantendrá bajo el Antiguo Régimen como la principal forma de organización de los obreros profesionales franceses y sobrevivirá hasta nuestros días. Sin embargo, los filósofos de las Luces verán en las corporaciones una traba a la libertad individual y la Revolución Francesa negará toda legitimidad a los cuerpos intermediarios entre el individuo y la nación. Así, la ley Le Chapelier de 1791 prohibe todo agrupamiento voluntario basado en la profesión. Recién en 1884, por iniciativa de Waldeck-Rousseau, se acuerda la libertad de constituir sindicatos profesionales. En 1898 se votará la ley fundacional de la mutualidad y luego, en 1901, aquella que autoriza la libertad de asociación.
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Los primeros teóricos y las experiencias iniciales de la economía social surgen a principios del siglo diecinueve, como reacción a la brutalidad de la revolución industrial. Frente al pensamiento liberal, el socialismo utópico de Saint-Simon (1760-1825) da forma a la visión de un sistema industrial cuyo objetivo sería procurar el mejor bienestar posible a las clases trabajadoras unidas en asociaciones de ciudadanos, dejando en manos del Estado la redistribución igualitaria de la riqueza. En la misma época, Charles Fourier (1772-1837) inventa el falansterio, donde la distribución de bienes se efectúa según el trabajo provisto, el capital aportado y el talento.
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Pierre Proudhon (1809-1865), crítico radical de la propiedad privada, será el precursor de un sistema de mutualismo en que el dinero se reemplaza por “bonos de circulación” y los miembros intercambian servicios. Pero, tratándose de un pensador anarquista, rechaza toda intervención del Estado. Por el contrario Louis Blanc, en su libro La organización del trabajo, publicado en 1839, describe una sociedad renovada, basada en la creación de cooperativas, en la que el Estado tiene la responsabilidad de extender ese sistema al conjunto de la producción (2).
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La otra gran fuente de inspiración de la economía social: el cristianismo social, que deriva del pensamiento reformista representado en Francia por Frédéric Le Play (1806-1882) y Armand de Melun (1807-1877).
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Inseparable de la historia del movimiento obrero, de sus divisiones y de la resistencia a la construcción de una sociedad fundada en el provecho, la economía social, o “tercer sector”, agrupa actualmente estructuras muy distintas, por la envergadura y naturaleza de sus actividades. Ya sea que revistan la forma de mutuales, cooperativas, asociaciones o fundaciones, en Francia, Italia, España y Alemania, o de self-help, organizations, de charities o non-profit organizations en el voluntary sector de Gran Bretaña, todas estas instituciones afirman compartir cinco principios sagrados, un objetivo fundamental y ciertas exigencias sociales.
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La independencia con respecto al Estado, la libre adhesión de los socios, la estructura democrática del poder (una persona, un voto), el carácter inalienable y colectivo del capital de la empresa y la no remuneración del capital: he aquí los principios (3). El objetivo fundamental se define por el abastecimiento de bienes y servicios al mejor costo, de modo de servir al interés mutuo de los adherentes o, en términos más amplios, de prestar un servicio de interés general que el Estado no quiere o no puede asumir. En cuanto a las exigencias sociales, éstas imponen a la empresa del tercer sector no sólo el respeto del derecho al trabajo, son además la contribución, por su organización equitativa, al desarrollo, la educación y la formación de todos aquellos que trabajan en ella, asalariados o voluntarios. En suma, las empresas de la economía social pretenden no ser empresas como las demás (4).
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(1) Eric Bidet, L’economie sociale, Le Monde Editions, París 1997.
(2) Gerard Delfau y Jean-Louis Laville, Aux sources de l’economie solidaire, Thierry Quinqueton editor, París 2000.
(3) Las cooperativas, regidas por la ley del 10.9.1947, modificada en 1992, pueden admitir asociados –personas físicas o morales- que aportan únicamente capitales para alimentar los fondos propios. A este título, pueden recibir una “sobre remuneración”. En cuanto a las ganancias no distribuidas, bajo forma de dividendos, pueden repartirse entre los cooperadores bajo forma de comisiones, evaluadas en función de la actividad.
(4) Eric Bidet, op. cit. Véase la carta de la economía social de 1980 del Comité nacional de relación entre las actividades mutuales, cooperativas y asociativas (CNLAMCA) y la declaración de la Alianza Cooperativa Internacional de 1985.
H 47 – 20.04.2001

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Descartes
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Francisco Romero
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Vástago de una familia distinguida y acomodada de militares y magistrados, nació en La Haye, pequeña ciudad de la Turena, Francia; a poco de su nacimiento falleció su madre. Como era débil y enfermizo, el padre hubo de renunciar pronto a su propósito de que siguiera la carrera de las armas. La vocación intelectual se manifestó en él bien temprano; desde su primera edad fue meditativo y acuciado por una curiosidad insaciable. A los ocho años fue enviado al colegio de jesuitas de La Flêche, donde cursó los estudios literarios comunes en la época y recibió las habituales enseñanzas del escolasticismo aristotélico. Por el estado precario de su salud, se le consentían excepciones a la disciplina escolar y largos ocios que favorecieron en él el hábito a la reflexión solitaria, y a partir de entonces adquirió la costumbre de un trabajo regular pero moderado y un descanso abundante, régimen que llegó a juzgar el más adecuado para una faena intelectual productiva. En el colegio de La Flêche permaneció hasta 1612; a continuación se entregó ya más libremente a estudios filosóficos y científicos, con señalada predilección por los matemáticos, en los que tanto llegó a distingirse. Se trasladó a París a los dieciséis años y llevó en la gran ciudad una vida agitada y mundana; inició en Poitiers estudios de derecho, pero los interrumpió y se dedicó a frecuentar “el gran libro del mundo”, buscando oportunidades para conocer por experiencia directa gentes y países diversos. Se alistó como voluntario, en Holanda, en el ejército del príncipe Mauricio de Nassau (1618), que contaba con un equipo de matemáticos e ingenieros, y después (1619) en el Elector Maximiliano de Baviera (comienzos de la guerra de los Treinta Años), y en todo este tiempo, aún entre el tráfago guerrero, llevó adelante sus meditaciones y trabajos; uno de sus períodos de esfuerzo intelectual más intenso fue durante una pausa invernal de las operaciones militares, recluido en una caldeada habitación de Neuberg, sobre el Danubio, donde sus ideas se aclararon y organizaron, y se hicieron patentes, como él dice, “los fundamentos de una ciencia admirable” (10 de noviembre de 1619). Visitó París, realizó una serie de viajes con fines de instrucción, y residió durante veinte años en Holanda, país propicio en esa sazón, más que otro alguno de Europa, al sereno aislamiento del sabio y a la libertad científica; a veces cambiaba el lugar de su residencia para mantenerse oculto y proseguir sus investigaciones sin impedimentos. Ajeno a cualesquiera preocupaciones e intereses que no fueran los puramente intelectuales, llevó vida retirada en extremo, manteniendo intercambio epistolar con filósofos y científicos y también con algunas mujeres distinguidas aficionadas a la filosofía. La reina Cristina de Suecia, una de sus más entusiastas admiradoras, lo invitó a trasladarse a su corte de Estocolmo, y allí falleció no mucho después de su llegada, víctima del rigor del clima, el 11 de febrero de 1650.
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H 47 – 20.04.2001
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René Descartes *
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No diré de la filosofía sino que, viendo que fue cultivada por los más excelentes espíritus que vivieron desde hace siglos y que, no obstante, no se encuentra todavía cosa alguna de que no se discuta y, en consecuencia, que no sea dudosa, yo no tenía bastante presunción para esperar encontrar algo mejor que los demás; y que, considerando cuántas opiniones distintas puede haber sobre una misma materia, sostenidas por personas doctas sin que pueda haber nunca sino una verdadera, yo tenía casi por falso todo lo que no era más que verosímil.
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* Discurso del Método, Losada, 2° ed., Buenos Aires 1961, pág. 35. Trad. J. Rovira Armengol.
H 47 – 20.04.2001
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Gottfried W. Leibniz
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Monadología, Ed. Orbis, Madrid 1983, pág 21/24. Traductores: Manuel Fuente Benot, Alfonso Castaño Piñán, Francisco de P. Samaranch.
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1 La Mónada(1) de que hablaremos aquí, no es otra cosa que una substancia simple, que forma parte de los compuestos; simple, es decir, sin partes. (Teodicea, 10).
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2 Es necesario que haya substancias simples, puesto que hay compuestas; porque lo compuesto no es otra cosa que un montón o aggregatum de simples.
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3 Allí donde no hay partes no hay, por consecuencia, ni extensión, ni figura, ni divisibilidad posibles. Y a estas Mónadas son los verdaderos Átomos de la Naturaleza y, en una palabra, los Elementos de las cosas.
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4 No hay que temer en ningún caso la disolución, y no es concebible ninguna manera mediante la cual una substancia simple pueda perecer naturalmente.
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5 Por la misma razón no hay tampoco ninguna, mediante la cual una substancia simple pueda comenzar naturalmente, puesto que no podría ser formada por composición.
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6 Por tanto, se puede decir que las Mónadas no podrían comenzar ni terminar de una vez, es decir, no podrían comenzar más que por creación, y terminar más que por aniquilación; por el contrario, aquello que está compuesto comienza y termina por partes.
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7 No hay medio tampoco de explicar cómo una Mónada pudiera ser alterada, o cambiada en su interior por alguna otra criatura; pues no se le puede transponer nada, ni concebir en ella ningún movimiento interno que pueda ser excitado, dirigido, aumentado o disminuido dentro de ella, como ocurre en los compuestos, donde hay cambio entre las partes. Las Mónadas no tienen ventanas, por las cuales otra cosa pueda entrar o salir en ellas. Los accidentes no pueden separarse, ni salir fuera de las substancias, como hacían en otros tiempos las especies sensibles de los escolásticos. Por tanto, ni una substancia, ni un accidente puede entrar desde fuera en una Mónada(2).
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8 Es necesario, sin embargo, que las Mónadas posean algunas cualidades; en otro caso no serían ni siquiera Seres. Y si las substancias simples no difirieran por sus cualidades, no habría medio de darse cuenta de ningún cambio en las cosas; puesto que lo que hay en lo compuesto no puede venir sino de los ingredientes simples; y las Mónadas, no teniendo cualidades, serían indistinguibles las unas de las otras, puesto que tampoco difieren en cantidad. Y por consecuencia, supuesto lo lleno cada lugar no recibiría nunca en el movimiento más que el Equivalente de lo que había tenido, y un estado de cosas sería indistinguible de otro(3).
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9 Es necesario también que cada una de las Mónadas sea diferente de toda otra. Porque no hay en la Naturaleza dos Seres que sean perfectamente el uno como el otro, y donde no sea posible encontrar una diferencia interna, o fundamentada en una denominación intrínseca.
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10 Doy también por concedido que todo ser creado está sujeto al cambio, y, por consecuencia, también la Mónada creada, y también que este cambio es continuo en cada una(4).
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(1) Leibniz, para explicar las leyes naturales, encuentra insuficiente la simple substancia extensa de Descartes, que crea, por otra parte, yn abismo entre ella y el pensamiento. Los átomos materiales no bastan tampoco, porque toda porción de materia es infinitamente divisible. Los átomos deben ser inmateriales. Así, pues, la Mónada es un átomo formal, un punto dinámico, no material.
(2) Es decir, ninguna Mónada puede recibir influencia exterior, ni puede actuar sobre ninguna otra. Leibniz va con ello preparando una concepción de la naturaleza que elimine el problema que se le presentó a Descartes al dividir las substancias en dos categorías irreductibles: la extensión y el pensamiento. Dándose ambas en el hombre, ¿cómo actuaba una sobre la otra no teniendo en absoluto nada en común?
(3) Las Mónadas (v. Párrafo 3) son inextensas, y carecen de las propiedades de lo sujeto a la extensión (materia, división, figura). Son unidades de fuerza y, por lo tanto, para que pueda haber distinción entre las diferentes partes del universo, las Mónadas tendrán que tener diferencias cualitativas, ya que todo lo cuantitativo está, por definición, excluido de ellas.
(4) Aquí Leibniz suscribe al pensamiento de Heráclito, como lo ratificará en los dos párrafos siguientes, que aquí no transcribimos (Nota de la Dirección).
H 47 – 20.04.2001
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Los lujos
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He aquí el lujo de unos versos que para ser tango escribió Jorge Luis Borges. El lujo, también, de su ulterior musicalización por Astor Piazzola. El lujo, por fin, de su interpretación por Edmundo Rivero. De los tres, sólo el primer lujo podemos mostrar desde Heráclito.
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A Don Nicanor Paredes
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Venga un rasgueo y ahora,
con el permiso de ustedes,
le estoy cantando, señores,
a Don Nicanor Paredes.
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No lo vi rígido y muerto.
Ni siquiera lo vi enfermo.
Lo veo con paso firme
pisar su feudo, Palermo.
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El bigote un poco gris.
Pero en los ojos el brillo,
y cerca del corazón
el bultito del cuchillo.
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El cuchillo de esa muerte
de la que no le gustaba
hablar... Alguna desgracia
de cuadreras o de tabas.
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De atrio más bien fue caudillo,
si no me marra la cuenta,
allá por los tiempos bravos
del ochocientos noventa.
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Si entre la gente de faca
Se armaba algún entrevero
Él lo paraba de golpe,
de un grito o con un talero.
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Ahora está muerto y con él
cuánta memoria se apaga
de aquel Palermo perdido
del baldío y de la daga.
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Ahora está muerto y me digo:
-¡Qué hará usted, Don Nicanor,
en un cielo sin caballos
sin vino, retruco y flor!
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H 46 – 13.04.2001