Heráclito 21 Jacinto Azul

Mercado de permutas
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Mujer occidental y cristiana por quince camellos
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Bono
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Ignoro cómo apareció en la pantalla de mi ordenador. Quizá fue porque compartió alguna opinión que yo había publicado por ahí, o porque disintió con ella y me escribió para decírmelo, no lo sé. Quizá sea un virus de esos que se cuelan por el correo electrónico y que los tontos tienen por malo y dañino, sin serlo. Tal vez sea una musa ignota que asaz me visita para que mi pluma fructifique en decires, o un enviado del mismísimo Maligno que quiere capturar mi alma para poblar su séquito. Ignoro cómo desembarcó en mi vida.
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Recuerdo, sí, que durante algunos meses intercambiamos reflexiones dichas en lenguaje binario. Sobre temas variados vinculados a la filosofía y a sus arrabales coincidimos y disentimos, acordamos y discordamos, dijimos y nos desdijimos. Y fuimos francos en nuestros concilios y piadosos en nuestras reyertas. Y así, cuando creímos que podíamos ser amigos, nos vimos.
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Amancay (tal es el nombre con que miento su identidad) es rubia, bonita y de talla elevada, joven aunque no niña, vivaz pero atildada, alegre y respetable a un tiempo, inteligente y divertida, curiosamente fiable y un tanto desconcertante. Tal su imagen y apostura. El sitio elegido fue el Café Tortoni, de la muy española Avenida de Mayo. Los temas de conversación eran variados y venían a la mesa espontáneamente, diría con algún desorden, como debe ser una charla distendida entre amigos. Hablamos de su vida y de la mía, de sus cosas domésticas y de las mías, de nuestros anhelos y frustraciones. Argentinos al fin, de política también hablamos. Que había viajado por aquí y allá para conocer países y culturas, me dijo. Que también estuvo en Marruecos. Que ahí, en Fez, su esposo fue tentado a cambiarla por quince camellos, ¡quince, nada menos! “Sólo estoy aquí por la dificultad de transportar quince camellos”, me explicó, y agregó: “Me sentí muy halagada hasta que dudé de la importancia del camello”.
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Entenderás, lector, que cuando un diálogo llega a este punto cualquier interlocutor bienpensante siente cierto escozor; aún más, experimenta la sensación de que le han sentado sobre un hormiguero y que esperan a ver cómo reaccionará. Porque los varones tenemos algo de inocentes cuando inauguramos una relación con una dama agraciada por los dioses, algo de giles, dicho en franco léxico rioplatense. Por eso, la miré bien, buscando en sus ojos y en su boca algún signo que denunciara su propósito de gastarme una chanza, pero no hallé nada. Y terminé por creerle: quince camellos para ser entregados en la ciudad marroquí de Fez había sido justipreciada mi nueva amiga *.
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Tras despedirnos, quise conocer cuál era la cotización de Amancay en Marruecos. Quería saber el valor económico de esa dama, no importa que en tan lejanas tierras. Tú tienes que entenderme, lector: estoy rodeado de mujeres que de diferentes maneras y por distintas causas me son cercanas. ¿Por qué, entonces, no había de saber a cuánto asciende mi patrimonio mujeril? Sólo el dato, nada más. Porque a fin de cuentas uno no es rico por lo que consume sino por lo que atesora. ¿Cuánto vale, pues, el tesoro que puebla mi vida?
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Hice finalmente el justiprecio, multiplicando por quince el valor de cada artirodáctilo rumiante en ese lugar del mundo. Y entonces sentí un escozor. Porque de ahí en más ya no podía ceñirme al ejercicio aritmético de sumas y multiplicaciones, porque el valor de unas personas respecto de otras es un trabajo arduo, si no imposible, porque los afectos juegan de modo diverso a los asuntos dineriles. Por otras razones más no pude cumplir mi propósito. Occidental y cristiano al fin, me pregunté ¿qué hubiera pensado Amancay, qué mi madre, mi esposa, mi hija, mis tantas amigas, si yo anunciaba sus valores en metálico y, entonces, la cuantía económica de esa porción de mi patrimonio? Sentí aversión de hacerlo. Y cuando Amancay y mi madre y mi esposa y mi hija y mis amigas supieron de mi desistimiento, todas se alegraron mucho y, a estar a sus reacciones, me amaron y apreciaron aún más que hasta entonces. Con lo que resulté ganancioso.
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Sólo un dato queda para ser recordado: una mujer, en Fez, puede cotizar tanto como quince camellos. El resto es pura impiedad. Y para ti, lector, un cuento sin final.
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* Pocas veces nuestras historias pueden ser leídas por los personajes que las pueblan. Por eso, le envié este texto a Amancay para conocer su reacción. Me respondió sin tardanza y, entre otras cosas, osó decir: “Ahora sí, me miraré al espejo y pensaré que quince camellos no era mucho...”
Suplemento de H 114 – Ago. 2002
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Platón
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Critón o el deber del Ciudadano
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El diálogo que se transcribe es entre Critón y Sócrates. Está tomado de la edición de Espasa-Calpe, Buenos Aires 1947, pp. 116 y 117/118. Versión castellana de Tomás Meabe.
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Critón: ...Sí, temo que se nos acuse de debilidad y de cobardía a nosotros por no haberte salvado y a ti por no haber consentido en ello, siendo tan fácil la fuga...
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Sócrates: Laudable es tu celo, mi querido Critón, si va de acuerdo con la rectitud; pero si no, cuanto más ardiente será más enfadoso. Luego hay que examinar si eso que me propones debe hacerse o si el deber me lo prohibe; porque no sólo ahora no cedo, pero ni nuca he cedido en lo que me concierne a otra razón que la que, reflexionando, me pareció más justa. Los principios que profesé toda mi vida no me es dado abandonarlos hoy porque mi situación haya cambiado; los sigo mirando con los mismos ojos, les sigo teniendo el mismo respeto y veneración que antes; y si no hay mejores, ten por seguro que no cederé ahora tocante a lo que me propones, aún cuando la multitud, para espantarme como a un niño, me presente imágenes aún más hórridas que la confiscación, las cadenas y la muerte.
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Suplemento de H 114 – Ago. 2002
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Caperucita Amarilla *
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Eduardo Dermardirossian
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Nació en una modesta casita de paredes de adobe con techo de paja y fue su primera cuna un canasto, de los llamados Moisés, que antes de ella otros niños habían ocupado. Su padre, leñador, hachaba los troncos durante el día entero para procurar el sustento de su familia. Su madre, adorable como lo son siempre ellas, realizaba las tareas hogareñas, atendía el huerto que había al lado de la casa y se ocupaba de ordeñar las pocas cabras que tenían consigo.
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Esforzados y laboriosos, sin tregua en los quehaceres diarios, pero felices de amarse y de tener por hija a Caperucita, los padres y la niña se reunían cada noche frente al fuego que ardía en el hogar y contaban historias. Aquí relataré una de ellas. Que no le ocurrió a esta Caperucita, sino a otra. Porque ha de saberse que son varias las niñas que así se llaman por usar capucha. La historia que relataré le ocurrió a otra niña que, al igual que ésta, usaba capucha amarilla. “Me contarás mi historia, papá”, se apresuró la niña. Y el padre: “Has de saber, hijita, que en la vida hay un gran espejo. Que como todos los espejos refleja lo que ocurre frente a él. Y bien, ignoro yo de qué lado del espejo ocurrió lo que ahora voy a relatarte, pero es preciso que si después de oírlo tú llegaras a saberlo, guardes silencio a su respecto y ese será tu secreto que no revelarás a nadie”.
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Y a ti, lector, niño o adulto, te hago la misma advertencia: cuanto relate de ahora en más será para ti y a nadie lo contarás. Ni siquiera a mí, porque al fin de la historia yo la habré olvidado.
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Es asunto serio el del espejo. Y misterioso también. Frente a él ocurren los aconteceres y en él se reproducen fielmente, tal que no sabes en verdad cuál territorio es el de la realidad y cuál está duplicado. No hay modo de averiguarlo. Es más: los pensamientos, los sentimientos, las emociones y tantas otras cosas por el estilo, no se sabe de qué lado ocurren. Ignoro si importa saber ésto pero es verdad que Caperucita Amarilla sentía una enorme curiosidad. Tanta, que con sus abundantes inquisiciones sobre el asunto le impedía al padre continuar con el relato. “Mira hija, ese es un misterio que no podrás esclarecer en las conversaciones, porque siendo uno de los grandes secretos de la vida es inconveniente que si algo descubres anoticies de ello a tu interlocutor, aún cuando ahora lo somos tus padres. Dios así lo ha querido. De modo que sola develarás ese misterio si es que esa gracia te ha sido concedida”. Pero la pequeña no podía dejar de preguntarse acerca del asunto y cuanto más hurgaba en su entendimiento tanto más le inquietaba el misterio. “¿Cuál seré yo en el relato que oiré de mi padre? ¿La Caperucita de cuál lado del espejo será la relatada? Una de ellas seré yo, la real, y la otra solamente un reflejo y no podré discernir una de otra porque ambas somos iguales, las dos usamos capucha amarilla y mi propio padre ignora la verdad”. No salía la niña de sus cavilaciones cuando su padre inició el relato.
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Caperucita Amarilla gustaba llevar a pastar sus cabras. Y mientras comían ella contaba el número de aves que atravesaban el cielo en dirección al norte. Eran tantas, pero tantas aves que la pequeña solía perder su cuentra al cabo del día y regresaba a casa sin poder informar a su mamá al respecto. Sabía la mamá a qué era debida esa dificultad: Caperucita aún no sabía contar más allá de un número dado, diez, o quizás cien. Pero ¿qué podía reprochársele a la niña que apenas excedía los dos años y medio de edad...? Ya aprendería ella a contar sin límites. Y cuando transcurrió un año más aprendió a contar hasta mil, que era más que las aves que volaban diariamente de sur a norte. Entonces sí, cada día decía el número de pájaros que habían surcado el cielo en esa dirección.
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Todo esto –ya lo sabemos- era relatado por su padre a Caperucita, que escuchaba el cuento con particular atención. Porque de acuerdo a lo que le había sido advertido, dudaba la niña si la que contaba las aves del cielo era la Caperucita real o la del espejo que en medio de la vida duplica todo lo que acontece. Aguardaba una señal, un dato, un fallo en el relato para establecer la verdad. “Porque –se decía- ha de saberse quién es quién en cada momento. ¿Cómo puedo dudar si yo soy la que ahora escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada? ¡Qué lío! ¿Porqué a mi padre se le habrá ocurrido relatarme este cuento precisamente? ¿Porqué así, papá?”.
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Y un día -continuó el padre- ocurrió que el prado donde la niña pastaba sus cabras estaba enteramente cubierto de niebla, tal que si extendías la mano apenas podías divisar tus dedos. “Detente, detente ahí papá y por un momento no sigas con el relato. Deténte porque siendo que la niebla lo cubría todo, el espejo que está en medio de la vida no podrá reflejar a la verdadera Caperucita del cuento. Ahora mismo viajaré hasta el cuento y podré saber la verdad. Pero tú, papito, no sigas relatando la historia porque si avanzas en ella luego no sabré cómo regresar contigo. Detén la historia hasta que vuelva. Adiós...” Y desapareció la niña.
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En medio de la pradera, rodeada de blanca y apretada niebla, se encontró Caperucita con su capucha amarilla rodeada de unas pocas cabras. Miró aquí y allá. Tanteó en la blancura del aire y no vio a nadie. “A quien buscas –se dijo a sí- es a tí misma, Caperucita Amarilla, a la del cuento, a la del espejo y también la que escucha el relato”. Y encontróse con que el sol aún débil de la mañana despejaba la niebla y progresivamente se hacían visibles las cabras y los árboles, el prado y las montañas. Miró con sus ojos y también con todo su entendimiento y con su corazón y creyó que todo cuanto veía era el reflejo de un gran espejo. Eso vio Caperucita. Que un gran espejo le mostraba cuanto era su derredor. Recordando lo dicho por su padre miró y miró, buscó y buscó dentro del espejo en procura de hallar su imagen. Y no la encontró. Presa ya de cierto desencanto caminó la pequeña con sus brazos extendidos hacia adelante en procura de tocar el espejo. Y cuando hubo andado un breve trecho vio a su mamá y a su papá y a sus cosas que había dejado y se sentó junto a ellos. Papá continuó el relato a partir del punto mismo en que se había detenido, mas lo que le fue dicho a la niña ya no recuerdo, lector.
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Si tú quieres, cuando la hallemos en otro cuento, le preguntaremos a Caperucita el final.
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“¿Cómo puedo dudar si soy yo la que escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada?” Sólo una niña o el sabio Platón pueden inquirir de este modo acerca del ahora y del yo. Porque quienes no siendo sabios estamos distantes de las dudas, quienes en busca de certezas para suplir nuestra ignorancia hemos edificado códigos y diccionarios, tenemos por virtud lo que no es tal. Fue la conciencia de su ignorancia lo que arrojó a la niña en busca de la verdad. Y a su regreso fue buena, más aún de lo que había sido hasta entonces, que en eso hay virtud y no en la presuntuosa postura del que cree que sabe. Mas es preciso decir que, aún cuando virtuosa, en su viaje osado la niña no halló la verdad, no pudo tocar el espejo. No sabía Caperucita que antes que ella ya Sócrates sabía que no sabía.
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En premio a su osadía un mendrugo, sólo un mendrugo le había sido obsequiado en el banquete de la verdad: “a quien buscas es a tí misma, Caperucita Amarilla, a la del cuento, a la del espejo y también a la que escucha el relato”.
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* De Cuentos de Caperucita para Mariel.
Suplemento de H 114 – Ago. 2002
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Rabindranath Tagore
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Habla desde la inocencia, desde esa cualidad que excluye el castigo, desde la ausencia de condicionamiento. Es el primer autor indo que llegó a las lenguas de Occidente cautivando con su sabiduría y su candor (N del E).
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El niño es así
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Si el niño quisiera, podría volar ahora mismito al cielo. Pero por algo no se va. ¡Le gusta tanto echar la cabeza en el pecho de su madre y mirarla y mirarla sin descanso!
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El niño sabe una infinidad de palabras maravillosas, aunque son tan pocos los que en este mundo entienden lo que él dice. Pero por algo no quiere hablar. Lo único que quiere es aprender las palabras de su madre. ¡Así pone ese aire tan inocente!
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El niño tenía un montón de oro y perlas y se vino a esta vida como un pobrecito. Pero por algo vino a esta vida como un pobrecito. Pero por algo vino así. ¡Pordioserillo desnudo, que se hace el desvalido para poder pedirle a su madre el tesoro de su afán!
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El niño era bien libre en la tierra de la lunita nueva. Pero por algo regaló su libertad. ¡El sabe la alegría inmensa que cabe en el rinconcito del corazón de su madre, y cuánto más dulce que la libertad es ser tomado y apretado entre sus brazos queridos!
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El mundo del niño
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¡Si yo pudiera encontrar un rinconcito tranquilo en el mismo corazón del mundo de mi niño! Sé que en él tiene estrellas que le hablan, y un cielo que baja hasta su cara para divertirlo con sus nubes tontas y sus bobos arcoiris. En él todos esos que parece que nunca dicen nada y que nunca se mueven, se deslizan hasta su ventana y le cuentan cuentos y le ofrecen bateas cargadas de juguetes de ricos colores.
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¡Si yo pudiera andar ese camino que cruza el pensamiento de mi niño, salirme de todos sus lindes, ir hasta donde los mensajeros desconocidos traen y llevan mensajes sin razón por reinos de reyes sin historia; hasta donde la razón hace barriletes con sus leyes y los echa al aire; donde quita a las acciones sus cadenas la verdad!
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Suplemento de H 114 – Ago. 2002
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Aduke Balewari 1
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El autor es un peregrino nigeriano que acomete la aventura de escribir desde las columnas de Heráclito. Ahora, cuando está pronto a regresar a su país, se despide con este mensaje que fechó en Buenos Aires el 20 de agosto de 2002.
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Mejor, a los niños de Jacinto Azul
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Cuando leas este mensaje estaré lejos de ti, lector; estaré de regreso en mi tierra, en la ciudad que me vio nacer. Estaré rodeado de mis afectos de siempre, hablando otra vez mi lengua, recordándote y recordándome junto a ti por las calles de tu barrio de San Telmo; estaré lejos de mi triste cuarto de hotel, de los cálidos bares porteños.
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Durante pocos años compartí la vida contigo, sentí muchas veces tu calor y algunas veces tu desdén, sentí muchas veces el frío y el hambre y el rigor de la carencia, pero sentí algunas veces la saciedad del alma y del vientre. Sentí, como sientes tú, las cosas de tu tierra y de tu gente; me sentí acogido y rechazado como te sientes tú. Y porque fui uno más en tu casa debo decirte gracias.
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Mi tierra y mi gente me impondrán rigores, como lo hiciste tú, me ofrecerán alegrías como también tú me las ofreciste. La vida es una aquí, adonde ahora estamos contigo, y también allá adonde me dirijo; en vano buscamos diferencias fatigando otras tierras y mirando otros rostros, porque lo que buscamos no está ahí adonde no alcanzamos, sino aquí, adentro de nosotros, adentro de cada quien, en el terreno fecundo de nuestras almas. Si tú y yo buscamos con el corazón caliente y las manos abiertas, si nos miramos sin cálculo y descubrimos por fin que una y la misma es nuestra madre, la vida, entonces podremos compartir el pan y la alegría y las canciones, y también los rigores cuando sea su hora. Este es el anhelo que quiero compartir contigo en el día previo a mi partida.
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Te estaré esperando. Espérame tú también.
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Suplemento de H 119 – Set. 2002
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Aduke Balewari 2
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En esa jornada se ausentó el sol
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Quizá era una conspiración, quizá una travesura o un equívoco inexplicable, no lo sé. Pero en esa jornada se ausentó el sol y el cielo negro de la noche permaneció sobre la tierra, porfiadamente siguió cubriendo los prados y las montañas, los bosques y las arenas del desierto. Las aves no salieron de sus nidos, las fieras no alardearon en sus cacerías y las flores ignoraron sus colores. También se ausentó la luna y sólo las estrellas ornaron el manto oscuro del cielo. Los hombres y las mujeres salieron de sus casas y a un tiempo batieron los parches de sus tambores y danzaron y arrojaron sobre sus cuerpos el polvo que en ese día no amasaron los alfareros, pero fue en vano. Ningún fervor, ninguna exhortación ni rito fue bastante para convocar al ausente.
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Mis libros, papeles y lápices los dejé en su sitio y abandoné mi casa para acudir a la plaza pública. Ahí no había nadie. Miré el cielo nigeriano, miré las estrellas que lo pueblan, infinitamente miré las estrellas examinándolas una a una hasta fatigar mis ojos, hasta que mis ojos también se ausentaron. Escruté mis adentros, volví sobre mí mismo, mi niñez, mis anhelos, los sueños ya olvidados y los que aún me alientan. Busqué mi copa y mi tambor y, felizmente, los hallé.
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Me incorporé y volví la mirada al cielo, luego a mis manos. Noche, siempre noche. Y ya no pude más soportar y grité. Grité hasta desgarrar mi garganta, hasta agotar mi voz y mis fuerzas y caer de rodillas sobre la tierra seca. Grité convocando a los dioses y a los espíritus de mis ancestros y al sol y al fuego. Nadie acudió.
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Y entonces comprendí. Recogí mi copa y mi tambor y partí, regando con lágrimas el sendero que iba dejando a mis espaldas. Sentí hambre y sed y desesperanza al recorrer los caminos. Y al fin llegué hasta ti, para beber contigo de mi copa, para batir mi parche en tu casa, para que me oigas cantar mis canciones y reír mi risa, para que me veas agitar mis alas, para que leas mis versos y yo los tuyos.
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Quizá juntos logremos que el sol no se ausente nuevamente.
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Suplemento de H 114 – Ago. 2002
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El amor en Saramago
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Un tema que conmueve a Luis Alberto Herrero
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Acabo de leer La caverna de José Saramago. Es un libro de amor, como todos sus libros; amor del padre alfarero a su hija, a su yerno, a su planta de moras, a su perro encontrado, a la libertad. Con este libro se completa la trilogía formada con Todos los nombres y Ensayo sobre la ceguera. Hay pasajes que son sublimes. Recuerdo a titulo de ejemplo la descripción que hace de su perro encontrado en diferentes situaciones frente a su amo, cómo lo hace hablar desde su interioridad de perro.
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Saramago puede describir con tanta precisión y sabiduría la naturaleza y la condición humanas, por haber nacido y vivido su infancia en medio de la pobreza. Pero esta condición necesaria no hubiese sido suficiente sin la figura de su abuelo paterno. Éste lo crió y le transmitió toda la sabiduría, grandeza y amor del hombre de campo, del hombre simple y bueno.
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Cuenta que su abuelo, ya viejo y gravemente enfermo, estando en cama pidió permiso a sus médicos y familiares para que le permitiesen despedirse de sus árboles. Y así fue. Se levantó y abrazando a cada uno de ellos, llorando, se fue despidiendo. Después murió. Allí creció y se formó Saramago.
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Suplemento de H 114 – Ago. 2002
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Perplejidades
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Borges dixit
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Creía en infinitas series de tiempos, en una red creciente y vertiginosa de tiempos divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan, se bifurcan, se cortan o que secularmente se ignoran, abarca todas las posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos.
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Suplemento de H 114 – Ago. 2002
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Mixcóatl y Chimalman
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Por Luis Pérez Aguirre S. J. (Fragmento de una conferencia magistral que dictó en la R. O. del Uruguay sobre Derechos Humanos)
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Cuenta la leyenda que en plena campaña de conquista de Morelos, se le apareció una hermosísima mujer joven que no era tolteca. Chimalman era su nombre, se supo, y que al verlo “puso en el suelo su rodela, dejó caer sus flechas y su lanzadardos y quedó en pie, desnuda, sin enaguas ni camisa”. Mixcóatl, deslumbrado por la aparición de la mujer y turbado por la inesperada desnudez, sólo atinó a dispararle sus flechas, pero “la primera que le disparó le pasó por encima y ella sólo se inclinó; la segunda que le disparó le pasó junto al costado y no más doblegó la vara; la tercera que le disparó simplemente la tomó ella con la mano; y la cuarta que le disparó la sacó por entre las piernas” *.
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Sorprendido ante esta impotencia, el gran jefe guerrero quedó totalmente desconcertado y sólo atinó a replegarse para buscar más flechas y volver al ataque. Mientras tanto, Chimalman corrió a esconderse “en la caverna de la barranca grande” y cuando Mixcóatl no pudiendo contener el deseo de verla nuevamente salió a buscarla no la encontró. Entonces se enfureció y le dio por empezar a maltratar a las mujeres de Cuernavaca. Llegó un momento en que éstas no soportaron más esos maltratos y dijeron: “busquémosla”. Una vez que la encontraron le dijeron: “te busca Mixcóatl, y por causa tuya maltrata a tus hermanas menores...” Al oírlas Chimalman se conmovió y salió al encuentro de Mixcóatl. Al verlo, se volvió a desnudar ante él colocando en el suelo su ropa y sus flechas. Mixcóatl, alterado nuevamente por la desnudez y la belleza de Chimalman, comenzó a dispararle sus flechas pero sin resultado alguno. Dice la leyenda que rendido ante tal situación, no le quedó más alternativa que unirse a ella. Y así concibieron a Quetzalcóatl, quien es considerado como el fundador de la tan apreciada cultura precolombina: la tolteca.
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* El relato está en el libro de Ignacio Bernal, Tenochtitlán en una isla, Fondo de Cultura Económica, SEP, México, pp. 84-86 (Nota del autor).
Suplemento de H 119 – Set. 2002
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Dos visitas: al planeta que estaba habitado por un vanidoso y al que era de un hombre de negocios.
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El Principito
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Antoine de Saint-Exupéry *
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“Pero, ¿por qué puede interesarte que te admire?”
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El segundo planeta estaba habitado por un vanidoso:
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-¡Ah! ¡Ah! ¡He aquí la visita de un admirador! –exclamó desde lejos el vanidoso no bien vio al principito.
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Pues, para los vanidosos, todos los otros hombres son admiradores.
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-Buenos días –dijo el principito–. ¡Qué sombrero tan raro tienes!
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-Es para saludar –le respondió el vanidoso–. Es para saludar cuando me aclaman. Desgraciadamente, nunca pasa nadie por aquí.
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-¿Ah, sí? –dijo el principito sin comprender.
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-Golpea tus manos, una contra otra –aconsejó el vanidoso.
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El principito golpeó sus manos, una contra otra. El vanidoso saludó modestamente, levantando el sombrero.
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-Esto es más divertido que la visita al rey –se dijo para sí el principito. Y volvió a golpear sus manos, una contra otra. El vanidoso volvió a saludar, levantando el sombrero.
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Después de cinco minutos de ejercicio el principito se cansó de la monotonía del juego:
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-Y ¿qué hay que hacer para que el sombrero caiga? –preguntó.
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Pero el vanidoso no le oyó, Los vanidosos no oyen sino la alabanzas.
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-¿Me admiras mucho verdaderamente? –preguntó al principito.

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-¿Qué significa admirar?
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-Admirar significa que soy el hombre más hermoso, mejor vestido, más rico y más inteligente del planeta.
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-¡Pero si eres la única persona en el planeta!
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-¡Hazme el favor! ¡Admírame lo mismo!
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-Te admiro –dijo el principito, encogiéndose de hombros–. Pero, ¿por qué puede interesarte que te admire?
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Y el principito se fue.
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Las personas mayores son decididamente muy extrañas, se dijo simplemente a sí mismo durante el viaje.
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Yo, si poseo una flor, puedo cortarla y llevármela. ¡Pero tú no puedes cortar las estrellas!
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El cuarto planeta era el del hombre de negocios. El hombre estaba tan ocupado que ni siquiera levantó la cabeza cuando llegó el principito.
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-Buenos días -le dijo-. Su cigarrillo está apagado.
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-Tres y dos son cinco. Cinco y siete, doce. Doce y tres, quince. Buenos días. Quince y siete, veintidós. Veintidós y seis, veintiocho. No tengo tiempo para volver a encenderlo. Veintiséis y cinco, treinta y uno. ¡Uf! Da un total, pues, de quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y uno.
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-¿Quinientos millones de qué?
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-¡Eh! ¿Estás siempre ahí? Quinientos millones de... Ya no sé... ¡Tengo tanto trabajo! Yo soy serio, no me divierto con tonterías. Dos y cinco, siete...
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-¡Quinientos millones de qué? –repitió el principito, que nunca en su vida había renunciado a una pregunta, una vez que la había formulado.
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El hombre de negocios levantó la cabeza:
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-En los cincuenta y cuatro años que habito este planeta, sólo he sido molestado tres veces. La primera fue hace veintidós años por un abejorro que cayó Dios sabe de dónde. Produjo un ruido tan espantoso que cometí cuatro errores en una suma. La segunda fue hace once años por un ataque de reumatismo. Me hace falta ejercicio. No tengo tiempo para flojear. Yo soy serio. La tercera vez... ¡Hela aquí! Decía, pues, quinientos un millones...
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-¿Millones de qué?
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El hombre de negocios comprendió que no había esperanza de paz.
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-Millones de esas cositas que se ven a veces en el cielo.
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-¿Moscas?
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-Pero no, cositas que brillan.
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-¿Abejas?
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-¡Pero no! Cositas doradas que hacen desvariar a los holgazanes. ¡Pero yo soy serio! No tengo tiempo para desvariar.
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-¡Ah! ¿Estrellas?
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-Eso es. Estrellas.
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-¿Y qué haces tú con quinientos millones de estrellas?
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-Quinientos un millones seiscientos veintidós mil setecientos treinta y una. Yo soy serio, soy preciso.
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-¿Y qué haces con esas estrellas?
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-¿Qué hago?
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-Sí.
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-Nada. Las poseo.
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-¿Posees las estrellas?
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-Sí.
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-Pero he visto un rey que...
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-Los reyes no poseen; “reinan”. Es muy diferente.
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-¿Y para qué te sirve poseer las estrellas?
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-Me sirve para ser rico.
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-¿Y para qué te sirve ser rico?
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-Para comprar otras estrellas, si alguien las encuentra.
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Este, se dijo el principito, razona un poco como el ebrio.
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Sin embargo, siguió preguntando:
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-¿Cómo se puede poseer estrellas?
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-¿De quién son? -replicó, hosco, el hombre de negocios.
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-No sé. De nadie.
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-Entonces son mías, pues soy el primero en haberlo pensado.
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-¿Es suficiente?
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-Seguro. Cuando encuentras un diamante que no es de nadie, es tuyo. Cuando encuentras una isla que no es de nadie, es tuya. Cuando eres el primero en tener una idea, la haces patentar: es tuya. Yo poseo las estrellas porque jamás, nadie antes que yo, soñó con poseerlas.
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-Es verdad –dijo el principito–. ¿Y qué haces tú con las estrellas?
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-Las administro. Las cuento y las recuento –dijo el hombre de negocios-. Es difícil. ¡Pero soy un hombre serio!
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El principito no estaba satisfecho.
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-Yo, si poseo un pañuelo, puedo ponerlo alrededor de mi cuello y llevármelo. Yo, si poseo una flor, puedo cortarla y llevármela. ¡Pero tú no puedes cortar las estrellas!
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-No, pero puedo depositarlas en el banco.
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-¿Qué quiere decir eso?
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-Quiere decir que escribo en un papelito la cantidad de mis estrellas. Y después guardo el papelito, bajo llave, en un cajón.
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-¿Es todo?
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-Es suficiente.
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Es divertido, pensó el principito. Es bastante poético. Pero no es muy serio.
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El principito tenía sobre las cosas serias ideas muy diferentes a las ideas de los mayores.
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-Yo –dijo aún– poseo una flor que riego todos los días. Poseo tres volcanes que deshollino todas las semanas. Pues deshollino también el que está extinguido. No se sabe nunca. Es útil para mis volcanes y es útil para mi flor que yo los posea. Pero tú no eres útul a las estrellas...
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El hombre de negocios abrió la boca pero no encontró nada que responder, y el principito se fue.
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Decididamente las personas mayores son enteramente extraordinarias, se dijo simplemente a sí mismo durante el viaje.
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* Pehuén Editores, Santiago de Chile 1984, pags. 54 a 56 y 60 a 65. Traducción revisada por Mariano Aguirre.
Suplemento de H 119 – Set. 2002
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El arte de la Estrategia
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Confucio
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Primer Libro Clásico (Ta-Hio o Gran Ciencia) atribuido al nieto de Kung-Tse y dedicado a los conocimientos propios de la madurez.
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Es preciso conocer el fin hacia el que debemos dirigir nuestras acciones. En cuanto conozcamos la esencia de todas las cosas, habremos alcanzado el estado de perfección que nos habíamos propuesto.
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Desde el hombre más noble al más humilde, todos tienen el deber de mejorar y corregir su propio ser.
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¿No sería más eficaz lograr que fueran innecesarios los juicios?, ¿No resultaría más provechoso dirigir nuestros esfuerzos a la eliminación de las inclinaciones perversas de los hombres?
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Para conseguir que nuestras intenciones sean rectas y sinceras debemos actuar de acuerdo con nuestras inclinaciones naturales.
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Cuando el alma está agitada por la cólera, carece de esta fortaleza; cuando el alma se halla cohibida por el temor, carece de esta fortaleza; cuando el alma se halla embriagada por el placer, no puede mantenerse fuerte; cuando el alma se halla abrumada por el dolor, tampoco puede alcanzar esta fortaleza. Cuando nuestro espíritu está turbado por cualquier motivo, miramos y no vemos, escuchamos y no oímos, comemos y no saboreamos.
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Raras veces los hombres reconocen los defectos de aquellos a quienes aman, y no acostumbran tampoco a valorar las virtudes de aquellos a quienes odian.
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Lo que desapruebes de tus superiores, no lo practicarás con tus subordinados, ni lo que desapruebes de tus subordinados debes practicarlo con tus superiores. Lo que desapruebes de quienes te han precedido no lo practiques con los que te siguen, y lo que desapruebes de quienes te siguen no lo hagas a los que están delante de ti.
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No dar importancia a lo principal, es decir, al cultivo de la inteligencia y del carácter, y buscar sólo lo accesorio, es decir, las riquezas, sólo puede dar lugar a la perversión de los sentimientos del pueblo, el cual también valorara únicamente las riquezas y se entregará sin freno al robo y al saqueo.
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Si el príncipe utiliza las rentas públicas para aumentar su riqueza personal, el pueblo imitará este ejemplo y dará rienda suelta a sus más perversas inclinaciones; si, por el contrario, el príncipe utiliza las rentas públicas para el bien del pueblo, éste se le mostrará sumiso y se mantendrá en orden.
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Si el príncipe o los magistrados promulgan leyes o decretos injustos, el pueblo no los cumplirá y se opondrá a su ejecución por medios violentos y también injustos. Quienes adquieran riquezas por medios violentos e injustos del mismo modo las perderán por medios violentos e injustos.
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Sólo hay un medio de acrecentar las rentas públicas de un reino: que sean muchos los que produzcan y pocos los que disipen, que se trabaje mucho y que se gaste con moderación. Si todo el pueblo obra así, las ganancias serán siempre suficientes.
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Suplemento de H 119 – Set. 2002
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El más fuerte
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Así tituló Omar Khayyam estos versos, que llevan el número XVII de sus Rimas Orientales*.
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He visto un hombre que al huir del mundo
Halló su paz en tierra desolada:
No fue un hereje ni un muzlim profundo,
No tuvo bienes ni creencia en nada,
Ni en verdades, ni en duda, ni en la muerte
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¿Quién en el mundo pudo ser más fuerte?
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* Sopena, segunda edición, Buenos Aires 1944, pág. 108. La traducción es debida al empeño sucesivo de Edward Fitzgerald, J. B. Nicolas y Joaquín V. González.
Suplemento de H 119 – Set. 2002