Heráclito 33

Este artículo culmina una serie de reflexiones sobre el hombre y la globalización. El trabajo, el dinero, el poder, la cultura, y ahora el amor, han sido considerados hasta este día. Otros capítulos pueden ser objeto de análisis y discusión en el marco de la mundialización. Y los lectores pueden abordarlos y encontrar un espacio en estas columnas. El Director.
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Globalización y amor
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Eduardo Dermardirossian

eduardodermar@gmail.com

I

¿Qué tienen que ver la mundialización de la producción y del mercado, de las ahora llamadas ingenierías financieras y del dinero, del poder mundial y de las demandas sociales, de la cultura y de tantas otras áreas del quehacer humano, con el amor? ¿Es atinado el tratamiento de uno y otro asunto en un mismo texto? ¿Cuál es su interrelación, su mutua acción, su concordia o su discordia? ¿Has errado, Dermardirossian, al dar semejante título al último de tus artículos sobre el hombre y la globalización? Veamos.

La relación del hombre con los otros hombres y con las cosas que lo rodean es una relación de necesidad, de conveniencia y, si se me permite decirlo así, de deseo. Biología, seguridad y anhelo conforman el territorio tangible por el que el hombre transita. Estos no son asuntos que necesiten mayor explicación porque son visibles cotidianamente, en cada instante de la vida, en todos los hombres, en todas las relaciones, en todos los tiempos y lugares. Pero lo dicho, por sí solo, no explica toda la conducta humana, compleja desde luego, imprevisible casi siempre, anhelante hasta el infinito. No hay, es impensable una conducta humana que no esté signada por la afectividad. El hombre es un ser afectivo en todas las circunstancias de su vida, en cada acción que acomete, en cada frustración que padece, en cada esperanza que alimenta.

Y a la hora de explicar esa afectividad, esa pasión que le imprime a sus realizaciones, a la hora de nombrar esa particular manera que tiene de relacionarse con los otros hombres y con el universo que lo rodea, decimos que el hombre ama. Ama la vida, su vida, ama la seguridad, su perduración, ama su cuerpo, teme al dolor y aborrece la fealdad, ama a su compañero o compañera. Ama, ama y ama el hombre. Es su manera de sentir que es él y que dura, que puede durar todavía poblando el mundo de los vivos.

II

Conviene revisar en qué medio y rodeado de cuáles circunstancias el hombre de nuestro tiempo ejercita su afectividad, y en qué medida esas circunstancias condicionan su vida.

No creo que el amor deba servir a los afanes dinerarios o de poder de los hombres, ni creo que sea un sentir subalterno respecto de los deseos materiales. Pero para el examen de la conducta del hombre globalizado prescindo por un momento de las connotaciones pasionales del amor para mirarlo como un concepto extenso, abarcativo de todas las conductas. En tal sentido es que hablo de globalización y amor. Para que advierta el lector que la transculturación de que somos objeto arrasa con los patrones afectivos que son los pilares de nuestras conductas. Que la fuerza arrolladora del capital reconcentrado y especulador, presente y omnipresente en nuestro universo humano, no mira en su acción las necesidades del hombre concreto que trabaja, que viste, que enferma, que ríe y que llora, que ama y que odia, no atiende a las necesidades reproductivas de la especie ni pregunta si los hombres siguen alumbrando arte o escribiendo poesía. Ese capital impersonal tiene otros propósitos. Y si para alcanzarlos debe aniquilar sensibilidades y culturas, lo hará; lo hace de hecho, no importa bajo cuáles justificaciones.

III

¿Podemos, entonces, hablar de globalización y amor y decir que en este sentido el hombre está padeciendo el embate de fuerzas que lo deshumanizan? Podemos, sin duda. Porque es en el área del amor donde mejor se ven los efectos perniciosos de una mundialización hecha para dilatar mercados, para extender dominios, para lucrar sin límites, cuando el propósito de los hombres bienhechores ha sido, siempre, difuminar las fronteras políticas de los estados hasta abarcar en una sola geografía a toda la familia humana. Porque así lo quieran los hombres. Y para que la libre, espontánea y amorosa fusión de sus culturas los conduzca blandamente en esa dirección, para que un interés prime sobre todos los otros: el de la paz y la solidaridad humanas.

Y a quien diga que esto es una utopía, le contesto que sí. Y le pregunto: ¿no han sido utopías los más altos anhelos de los hombres?, ¿cuál de las realidades de hoy no ha sido una utopía ayer mismo?
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H 51 – 18.05.2001
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El derecho a la felicidad

José Carlos García Fajardo*

Desde que los seres humanos fueron dominando la naturaleza hostil para servirse de ella avanzaron en la convivencia social y entablaron relaciones de cooperación y de amistad con otras comunidades y con otros pueblos. La superación de la confrontación y, en su modo más inhumano, de la guerra, hicieron comprender a los responsables de las diferentes culturas y civilizaciones que el progreso iba acompañado del crecimiento económico y que lo que hoy denominamos desarrollo social no estaba al margen de las estructuras políticas que los gobernaban. De ahí que los más espléndidos períodos de creación cultural, de profundidad filosófica, de avance en las ciencias y en las técnicas correspondan a largos períodos de paz como fruto de la justicia. Las civilizaciones más importantes que jalonan los grandes compases de la Historia se apoyan en ordenamientos jurídicos de acuerdo con las concepciones de la vida que inspiraban su convivencia, de forma que es inconcebible un pueblo sin ley ya que la conciencia de "pueblo" es un largo período que emerge de la horda para convertirse en tribus que reconocen raíces comunes en clanes determinados. Más tarde vinieron otras formas de convivencia en torno a un jefe en el que delegaban los ancianos y se inventaron familias de notables, repúblicas, reinos, dinastías y, en su culmen, los imperios que necesitaban de la explotación de sus vecinos para mantenerse en el inestable vértice del poder como fuente de su legitimidad. La fuerza y el triunfo sobre los enemigos exteriores y los opositores internos fueron la causa de la legitimidad de su ejercicio con independencia de su intrínseca justicia.

Las grandes revoluciones que atraviesan la historia de la humanidad en marcha son los hitos que, como piedras maestras, sostienen las columnas fundamentales de las estructuras de las diferentes culturas y civilizaciones que como edificios emergen, se vienen abajo y, sobre sus ruinas, se vuelven a construir otras edificaciones. Así, la más reciente revolución industrial está en el origen del dominio de unos pueblos sobre otros a escala universal con el solo criterio del desarrollo económico y del poder de la fuerza sobre la razón y la justicia.

Todo ello había de dar lugar al nacimiento de unas clases sociales explotadas y marginadas que un día tomaron conciencia de su condición y se erigieron en protagonistas de una revolución de marcado carácter social a diferencia de las del pasado que se apoyaron en conceptos como el grupo, la etnia, el pueblo, el territorio, el dominio de las técnicas, la religión cercana al poder, la civilización, la lengua, la nación, el estado, el imperio o teorías tan peregrinas y sin fundamento como el "espacio vital" o las "fronteras naturales".

Cuando la tecnología transformó a sus poseedores y se erigió en tecnocracia se consumó la trágica separación entre sabiduría, ciencia y técnica con el absurdo e irracional dominio de ésta sobre las otras dos. Ya el dominio de la ciencia sobre la sabiduría y las más profundas instancias del ser humano como la intuición, los sentimientos expresados por las convicciones que inspiraban sus tradiciones y sus formas religiosas, junto con el anhelo de armonía y de unidad, de eternidad y de trascendencia, de justicia y de sosiego, de búsqueda de la felicidad y de la verdad, en su forma más excelsa concretada en el concepto de Bien supremo o divinidad, supusieron un desarraigo, tan radical y profundo, que condujo a los hombres y a los pueblos a un vagar sin sentido con el único norte de la seguridad a cualquier precio y a la pérdida de los valores que expresaban su conciencia de personas a cambio de degradarse en individuos objeto de transacción, de especulación o de enfrentamientos inhumanos con el único criterio de la utilidad. Esa idea del bienestar a cualquier precio llevó a la pérdida de la identidad basada en las más profundas raíces que reflejaban el rostro originario de los seres humanos como personas, de la naturaleza como medio amable y nutricio, y del cosmos como parte integrante de ese ser total en el que vivimos, nos movemos y somos.

En el último siglo se sucedieron las más terribles guerras de la historia de la humanidad, las catástrofes en forma de agresiones contra el medio, las degradaciones de los seres humanos tratados como jamás lo habían sido los animales en forma sistemática de exterminio con sufrimientos indecibles, la erradicación de la conciencia y de los sentimientos, de las tradiciones y de las señas de identidad de las personas y de los pueblos, de los valores en suma, que erigieron la competitividad como estilo, el ansia de bienes como norma y la alienación de los sentidos como único criterio de supervivencia en un mundo que se considera hostil y carente de otro sentido que el de instrumento para apagar el aullido de la soledad y del aislamiento que se han enraizado en los seres humanos como recursos para ahogar sus miedos.

Con el triunfo de la informática, más aún que con el poder ilimitado de la energía nuclear y de los artefactos destructivos al servicio de los intereses de las potencias por medio de la guerra, con la proximidad y la instantaneidad de la información de lo que sucede en cualquier región del planeta tierra, con la agresión de los medios que nos bombardean con imperativos publicitarios aún en la más íntima estancia de nuestros hogares, con la tiranía del tener sobre la evidencia connatural del ser... las mujeres y los hombres del planeta, los ancianos y los niños, los sanos y los enfermos, los pobres y aún los que se consideran ricos en bienes materiales, sobrevivimos desarraigados en un ambiente de angustia. El miedo es causa del expandido dolor que nace, una vez más, de la ira producto del temor, de la concupiscencia de los sentidos, del apego al deseo de las cosas, de la codicia de reconocimientos efímeros y, en definitiva, de la desorientación producida por la pérdida del sentido para un vivir con dignidad, en armonía con todo lo que existe, en solidaridad con todos los demás seres y con una trascendencia nacida de la contemplación, de la auténtica experiencia (no de los experimentos) que se adapta a las leyes internas del universo y nos lleva a la plenitud del ser y de la existencia que es la perfecta felicidad a la que todo ser anhela aún sin saberlo.

Nunca el planeta estuvo en una situación tan próxima a la destrucción del ecosistema, a la extinción de millones de personas y a un cambio de paradigma que podría destrozar todos los logros de la humanidad en lugar de abrirse a nuevos modelos que antepongan lo social a lo estatal, lo humano a la tiranía de la tecnocracia y la felicidad al éxito de un crecimiento descontrolado. En el mundo en que nos tocó vivir impera la desigualdad injusta entre los estados, entre los pueblos y aún entre los seres humanos. El medio ambiente no puede resistir por largo tiempo la agresión sistemática y continua que nos lleva al exterminio de las especies, de la vida en los ríos y en los mares, de los bosques y de la tierra con una galopante erosión y desertización, con situaciones de pobreza, de hambre, de enfermedades infecciosas, de falta de hogar, de incultura y falta de educación básica para más de mil millones de personas, de desarraigo para decenas de millones de emigrantes, de trabajo inhumano para millones de niños, de explotación de centenares de pueblos del Sur por unas decenas de pueblos del Norte, de muertes atroces por guerras en las que el número de víctimas civiles ya supera con creces al de los combatientes, de segregación y discriminación para centenares de millones de seres humanos en un mundo en el que es posible remediar todas estas plagas porque son producto de la injusticia de los hombres y porque el planeta es capaz de alimentar a sus habitantes con tal de que se actúe con justicia, con sabiduría, con inteligencia y con solidaridad. Y con sentido común, porque en ello nos va la vida.

Por todo esto, corremos el indudable riesgo de institucionalizar los efectos al silenciar las causas de estas injusticias, de estas discriminaciones y de tanto dolor y marginación de seres humanos con idéntico derecho a una vida digna como cualquier otra persona, ya que somos ciudadanos del mundo convertido en comunidad global y con un destino solidario.

* Profesor de Pensamiento Político y Social de la Universidad Complutense de Madrid y Presidente de la ONG Solidarios.
H 55 – 16.06.2001
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“Sin comprender la violencia ni el miedo, ¿cómo puede haber amor?”
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Jiddu Krishnamurti. De una disertación pronunciada en Londres el 27 de mayo de 1970, publicada en Más allá de la violencia, Sudamericana, Buenos Aires 1979, págs. 108/109.

Se han escrito volúmenes sobre las causas de la agresividad del hombre. Los antropólogos dan explicaciones y cada experto lo presenta a su manera, contradiciendo y ampliando lo que la mayoría de nosotros conocemos racionalmente: que los seres humanos son violentos. Creemos que la violencia es un mero acto físico, ir a la guerra y matar a otros. Hemos aceptado la guerra como un modo de vida, y como la aceptamos así, no hacemos nada al respecto. Casual o devotamente podemos convertirnos en pacifistas en una parte de nuestra propia vida, pero, en lo demás, estamos en conflicto; somos ambiciosos, somos competidores, hacemos esfuerzos tremendos; tales esfuerzos implican conflictos y, por lo tanto, violencia. Cualquier forma de conformidad, cualquier forma de distorsión –intencional o inconsciente- es violencia. Disciplinarse uno mismo conforme a un patrón, a un ideal, a un principio, es una forma de violencia. Cualquier distorsión sin comprender realmente “lo que es” e ir más allá de ello, constituye una forma de violencia. ¿Y es del todo posible, sin embargo, terminar con la violencia en uno mismo sin ningún conflicto, sin oposición alguna?
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Estamos acostumbrados a una sociedad, a una moralidad, que se apoya en la violencia. Todos sabemos ésto. Desde la niñez somos criados para ser violentos, para imitar, para acatar –consciente o inconscientemente. No sabemos cómo evitarlo. Nos decimos a nosotros mismos que ello es imposible, que el hombre tiene que ser violento, pero que la violencia se puede practicar con los guantes puestos, cortésmente, etc. De manera que tenemos que investigar esta cuestión de la violencia, porque sin comprender la violencia ni el miedo, ¿cómo puede haber amor? ¿Puede la mente, que ha aceptado ajustarse a una sociedad, a un principio, a una moralidad que no es moral en absoluto, una mente que ha sido condicionada por las religiones para creer –para aceptar la idea de Dios, o para rechazarla- puede ella liberarse a sí misma, sin lucha de clase alguna, sin ninguna resistencia? La violencia engendra más violencia; la resistencia sólo crea otras formas de distorsión.
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H 51 – 18.05.2001
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El síndrome renacentista

Osvaldo Mitchell

Los viajeros y turistas que recorren Grecia y sus islas no tienen palabras para elogiar los paisajes y el arte de ese país. Las bellezas panorámicas de la tierra helénica justifican esas apreciaciones pero, en cuanto al arte, algunas reservas son necesarias. La nívea nitidez del mármol de sus templos y estatuas, que tanto impresionan a los visitantes, reflejan las proporciones formales de la concepción de sus artistas pero hacen olvidar que, en su tiempo, la arquitectura y las esculturas griegas tenían un aspecto distinto ya que estaban pintadas de colores que hoy no hay manera de reproducir, ni siquiera aproximadamente. No sabemos, pues, cómo eran los más importantes edificios de Grecia ni tampoco sus famosas estatuas, ya se conserven íntegras o fragmentadas (1). En cuanto a la pintura, nuestro desconocimiento es todavía mayor ya que no se conservan cuadros de la época y sí solamente ciertos escasos frescos arcaicos.

A pesar de ello, nos han llegado los nombres de algunos de sus más celebrados pintores, como Zeuxis (siglo V a. de J. C.) y Apeles (siglo IV a. de J. C.), este último, considerado el más famoso de la Antigüedad. El historiador latino Plinio el Viejo (23 – 79 d. de J. C.) recoge en su Naturalis historia una anécdota de Apeles, a menudo citada en la actualidad. El artista valoraba la opinión del público por lo que axhibía sus obras en la calle y a veces se ocultaba detrás de ellas para oír los comentarios de los transeúntes. En una ocasión, un zapatero observó que la sandalia de un personaje era demasiado grande. Apeles lo oyó, salió de su escondite y agradeció el comentario. El zapatero acertó a pasar nuevamente por el lugar y, al ver corregido el error, se sintió halagado y extendió sus críticas a otros aspectos de la pintura. El artista, entonces, pronunció la famosa frase que Plinio reprodujo en latín: Ne, sutor, ultra crepidam, o sea, zapatero, no más allá del calzado o, en la versión más difundida, zapatero, a tus zapatos. Desde hace veinte siglos, si no antes, esa frase ha perdurado como un consejo de prudencia para quienes intentan, de hecho o de palabra, exceder los límites de su especialidad.

En la Edad Media, el sistema de gremios contribuyó a la especialización profesional pero el Renacimiento y, particularmente, el Humanismo, al centrar su interés en el hombre, tendieron a revalorar, y aún exagerar, sus diversas facultades y surgió un arquetipo cuyo ideal fue el pintor, escultor, arquitecto, ingeniero y científico Leonardo da Vinci (1452-1519), a man of many trades, como diría después Charles Dickens en su personaje Traddles. Al igual que los antiguos sofistas griegos, los filósofos renacentistas se gloriaban de poder discurrir y discutir sobre todas las ramas del arte y la ciencia, de omni re scibili (de todas las cosas que pueden saberse), conforme a la divisa del famoso Juan Pico della Mirandola (1465-1494) (2).

En tiempos más cercanos, ciertos personajes han mantenido esa pretensión de cuasi omnisapiencia o, cuando menos, de amplitud de habilidades, pretensión que se podría bautizar como síndrome renacentista. Entre otros, los dictadores y líderes del siglo XX, como conductores y legisladores de sus respectivos pueblos, necesitaron generar máxima confianza mediante una imagen de múltiples destrezas que permitiera creer en su amplitud de recursos y la infalibilidad de sus previsiones. Quizá el ejemplo más típico de este género de personalidad sería el político fascista italiano Benito Mussolini (188 –1945) que, simple maestro de escuela y autodidacta, se presentaba como capaz de dirigir con clarividencia los asuntos de su patria por su habilidad y conocimiento multifacético.

Aquí en la Argentina, Bernardino Rivadavia presenta algunos perfiles similares, si no necesariamente en la amplitud de sus pretensiones, al menos en su inclinación de profundizar todos los ramos del gobierno de modo de transformar nuestra sociedad esencialmente colonial en un Estado moderno. Pero el personaje argentino que mejor representa el síndrome renacentista es, sin duda, Bartolomé Mitre. Militar, político, estadista, erudito intelectual, escritor y poeta, su muy compleja personalidad albergaba inquietudes encaminadas hacia casi todas las actividades humanas. Sus contemporáneos percibieron esa imagen y, con motivo de su octogésimo aniversario, el 26 de junio de 1901 la revista Caras y Caretas le dedicó una edición extraordinaria en la que los distintos aspectos de la actividad del prócer aparecían resaltados con títulos como Mitre numismático, Mitre político, Mitre popular, Mitre social, Mitre íntimo, Mitre militar, Mitre bibliófilo... Tiempo más tarde, esos títulos y algunos otros como Mitre poeta, encabezaron sendas producciones bibliográficas debidas a las plumas de sus muchos admiradores.

La mayor especialización que requirió el siglo XX por la creciente complejidad de las distintas profesiones han hecho más difícil la aparición de individuos de genuina multiplicidad de destrezas. En todo caso, es más frecuente el técnico o erudito o investigador que descansa de sus absorbentes tareas cotidianas con algún hobby, como la filatelia, el ajedrez o el deporte. Tales limitaciones, a las que nos ciñe el plexo socioeconómico del presente, no debe hacernos olvidar aquello de Terencio: hombre soy y nada de lo humano me es extraño (siglo I a. de J. C.).

(1) Incluso, parece que los antiguos no distinguían bien algunos colores. La voz griega glaukós indica tanto el verde como el azul.
(2) Se dice que la divisa De omni re scibili fue completada por un bromista con el aditamento de et quibusdam aliis (y muchas otras también).
© 2001 Especial para HERÁCLITO
H 54 – 08.06.2001
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Con sobrado humor y dudoso decoro, damos de seguido el capítulo que Francisco Giménez Gracia consagró a nuestro patrono, en su libro La leyenda dorada de la filosofía, Madrid, 1998, págs. 31 a 34.*

Heráclito y la retención de orina

Heráclito de Éfeso murió a comienzos del siglo V a.C. a causa de un exceso de líquidos en el cuerpo, o sea, justo lo contrario de lo que le pasó a Tales. A dicho exceso de líquidos lo llaman los antiguos hidropesía y viene a ser una retención de orina, las más de las veces provocada por la inflamación de la próstata, que es una bomba de relojería que llevamos ahí instalada todos los varones.

- Mira, rico, nosotras nos pasamos la vida menstruando, así que algo teníais que tener vosotros.

Les presento a Cristina, mi compañera. Y la figura que se desprende de su discurso es lo que en las clases de ética se denomina “resentimiento”. Espero que el resto de mis lectoras sepan ponerse en el lugar de Heráclito: un varón ilustre, que alguna vez también fue un niño y, como tal, participaría en esos simpáticos concursos de meadas que alegran la infancia de todos los chiquillos del mundo; que, a la edad adulta, disfrutaría de las filigranas dibujadas con el chisporroteante y viril caño de sus orines; hasta que una mañana notaría el chorro menos cantarín; al poco, el caño se convertiría en hilo, y éste en goteo agonioso... En fin, una humillación constante y progresiva, que por nadie pase, pero que a Heráclito le tuvo que escocer en lo más hondo de su alma. Piensen que si Tales murió de sed después de haber dicho durante toda su vida que el agua era el origen del mundo, Heráclito se murió sobrado de líquidos después de haber defendido que el mundo era un fuego siempre vivo. Tan es así que para curarse se intrudujo en un montón de estiércol, porque pensaba que la porquería de los animales sería rica en el fuego que alienta el mundo, y eso le podría secar el cuerpo. Así que imagínense el cuadro: el pobre Heráclito con la próstata como una piña tropical, el genio emberrenchinado, la bosta que le llegaba al cuello y gritando al mundo que todo es fuego. Para no perdérselo.

Poco más sabemos de su vida. En lo que se conserva de sus escritos se le nota a la legua la mala uva, que ya le afectaba desde mucho antes de que se le desgraciara la próstata. Esto del carácter agrio estimula notablemente la inteligencia; ahí están Quevedo, Schopenhauer, Nietzsche, Cioran y tantos otros para demostrar lo bien que se escribe desde el desprecio. Lamentablemente, a Heráclito la mala uva le inspiró un estilo retorcido, como si el entretenerse en explicaciones y razonamientos pacientes hubiera supuesto una concesión que no se merecían sus semejantes. Además, decía, “la naturaleza ama el ocultamiento”; para desvelar los misterios del cosmos convendrá “ni decir, ni ocultarse del todo, sino manifestarse por indicios.” Con todo y eso, Heráclito nos ha revelado un montón de cosas interesantes sobre la naturaleza. Los griegos también debieron de pensar lo mismo, pues lo llamaron “El Oscuro”, pero siempre lo situaron entre los grandes del pensamiento.

Decía, por ejemplo, que “la guerra es el padre y el rey de todas las cosas; a unos los muestra como dioses, y a otros como hombres; a unos los hace libres, y a otros, esclavos”. Ya hemos visto cómo los filósofos habían buscado la permanencia y la estabilidad por debajo de las apariencias que presenta el mundo. Heráclito fue el primero en decir que nuestros sentidos nos engañan, porque nos muestran un mundo más o menos estable; sin embargo, si atendemos a la razón, que es común a todos, encontraremos que la realidad es esa guerra continua entre contrarios, una lucha que no deja que nada se detenga, que mueve el mundo constante y eternamente. No nos podemos bañar dos veces en el mismo río, porque ni el río es el mismo, ni nosotros tampoco. Todo fluye, porque todo está en permanente tensión consigo mismo, como el arco y su cuerda, que, aparentemente, están quietos, pero que esconden la fuerza que lanza la flecha.

Además, encontramos en Heráclito una concepción interesante de la razón, del logos, que es un término griego en el que se combinan varios significados: “discurso”, “razón”, “pensamiento”, “definición” serían algunos de los más importantes. Pues bien, Heráclito escupe sus peores insultos sobre nuestras idioteces particulares, nuestras opiniones mostrencas, nuestros prejuicios; la gente parece dormida, dirá, y es preciso que despierten y escuchen el logos común que late en nuestro interior. Los sentidos nos muestran un mundo distinto a cada uno de nosotros, pero el logos es universal y nos revela que el mundo es uno: una guerra eterna que se simboliza en el fuego siempre vivo. Si supusiéramos que Heráclito creía como los milesios en una materia primordial única a partir de la cual había surgido el mundo, tal materia primordial sería el fuego. Sin embargo, Heráclito no creía que las cosas hubiesen transcurrido de ese modo tan simple. El mundo es y ha sido siempre lucha, tensión, guerra, corrupción, muerte, vida. El fuego, ardiente, temible y bailón, sería la mayor expresión material de ese mundo que no para de guerrear.

Como no podía ser menos, ese logos que habla por boca de Heráclito se nos muestra, en ocasiones, tan paradójico como es el propio mundo: “Lo mismo es vida y muerte, velar y dormir, juventud y vejez”, nos dejó dicho el pensador de Éfeso, para quien lo sepa entender. Otras veces, nos ofrece unas imágenes alucinadas, bajo cuya extraña belleza, podemos adivinar el fulgor del genio: “El rayo y el sol gobiernan todo; y son nuevos cada día.” O esta otra: “El tiempo es un niño que juega y arroja sus piedrecitas sobre el reino del niño, que es el tablero.” No se preocupen si no lo entienden. Antes que nosotros, una legión de sesudos profesores ha dedicado la mitad de su vida a la comprensión de estos fragmentos con muy pobres resultados. De hecho, no es posible encontrar dos libros que concuerden en la interpretación. A nosotros nos debe bastar con apreciar que, a estas alturas, la filosofía no podía admitir las simples cosmogonías de Tales, Anaximandro y Anaxímenes, ni se podía comprimir el mundo en los límites sencillos de un elemento material. Ya vimos cómo Pitágoras había reclamado más atención sobre las estructuras. Heráclito nos ha invitado a escuchar el logos, para comprender que no hay más forma, ni más realidad que la guerra y el devenir. Dice Nietzsche que en eso Heráclito tendrá eternamente razón. Lástima el mal rato que pasó el pobre con lo de la próstata. “Para las almas es muerte convertirse en agua.” Eso dicen que dijo mientras agonizaba.

* En efecto, se afirma que la causa de la muerte del efesino fue la que narra este autor, como así también los procedimientos curativos a los que se sometió (N del E).
H 54 – 08.06.2001
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La transformación

Novela interior de Felisa Kuyumdjian, Plus Ultra, Buenos Aires 1997. Fragmentos de págs. 57 y 114.

El invisible tiempo

Al principio él la miraba como se mira el aire, el viento o la nube.
Ahora ella está en el deseo de él.
Al principio ella lo miraba como se mira la niebla, la llovizna, el vacío.
Ahora él está en el deseo de ella.

En el camino del otoño ha habido un paulatino acercamiento. Pausado. Quedo. Casi imperceptible.

La noche entra en la casa y los encuentra enfrentados. Ella enciende la lámpara. Le pide que toque la Marcha Fúnebre de Chopin.
Las miradas se encuentran en el temblor de las luces de las velas.
El sonido del reloj se funde con el sonido del piano.
La muerte también es bella, piensa ella.
El tiempo se va fundiendo en el vacío de la casa. Toca las paredes, los muebles, las cortinas, todos los objetos. Los está borrando... Se los está llevando.
El tiempo es el pasado sin retorno. El tiempo parece fijo. Fijo en el lugar de siempre. Inamovible.
El tiempo es un fantasma.
El sonido del piano se va esfumando.
Ella vislumbra la grandiosidad y belleza de la muerte.

Artilugios

La combinación de los sonidos, la combinación de las palabras, la combinación de los movimientos crea arte o anti-arte. Según el orden. Según el ritmo. Hasta el mismo pensar ordena musicalmente el mundo... Combinar la realidad y los sueños es esencial. El secreto reside en el signo más inverosímil e insignificante. Si pudiéramos encontrar el detalle, ese punto de la combinación perfecta. Algo así como un poema haiku.
“Somos como el verso perdido de un poema que siente que debe encontrar otro verso con el que rime, o de lo contrario perder la oportunidad de cumplir su función...” No lo digo yo. Lo dijo Tagore.
Sí. Somos como versos perdidos que el viento lleva de aquí para allá.

H 54 – 08.06.2001