Heráclito 36

Atravesar el espejo, ir y venir del mundo de la conciencia al otro, experimento que las letras consienten y la realidad prohíbe (¡ay!). Es el experimento de la niña de este relato.

Caperucita Amarilla

Eduardo Dermardirossian


Nació en una muy modesta casita de paredes de adobe con techo de paja y fue su primera cuna un canasto, de los llamados Moisés, que antes de ella otros niños habían ocupado. Su padre, leñador, hachaba los troncos durante el día entero para procurar el sustento de su familia. Su madre, adorable como lo son siempre ellas, realizaba las tareas hogareñas, atendía el huerto que había al lado de la casa y se ocupaba de ordeñar las pocas cabras que tenían consigo. Esforzados y laboriosos, sin tregua en los quehaceres diarios, sí, pero felices de amarse y de tener por hija a Caperucita, los padres y la niña se reunían cada noche frente al fuego que ardía en el hogar y contaban historias. Aquí relataré una de ellas. Que no le ocurrió a esta Caperucita, sino a otra. Porque ha de saberse que son varias las niñas que así se llaman por usar capucha. La historia que relataré le ocurrió a otra niña que, al igual que ésta, usaba capucha amarilla “Me contarás mi historia, papá”, se apresuró la niña. Y el padre: “Has de saber ,hijita, que en la vida hay un gran espejo. Que como todos los espejos refleja lo que ocurre frente a él. Y bien, ignoro yo de qué lado del espejo ocurrió lo que ahora voy a relatarte, pero es preciso que si después de oírlo tú llegaras a saberlo, guardes silencio a su respecto y ese será tu secreto que no revelarás a nadie”. Y a ti, lector, niño o adulto, te hago parecida advertencia: cuanto relate de ahora en más será para ti y a nadie lo contarás. Ni siquiera a mí mismo, porque al fin de la historia yo la habré olvidado.

Es asunto serio el del espejo. Y misterioso también. Frente a él ocurren los aconteceres y en él se reproducen fielmente, tal que no sabes en verdad cuál territorio es el de la realidad y cuál está duplicado. No hay modo de averiguarlo. Es más: los pensamientos, los sentimientos, las emociones y tantas otras cosas por el estilo, no se sabe de qué lado ocurren. Ignoro si importa saber ésto pero es verdad que Caperucita Amarilla sentía una enorme curiosidad. Tanta, que con sus abundantes inquisiciones sobre el asunto le impedía al padre continuar con el relato. “Mira hija, ese es un misterio que no podrás esclarecer en las conversaciones, porque siendo uno de los grandes secretos de la vida es inconveniente que si algo descubres anoticies de ello a tu interlocutor, aún cuando ahora lo somos tus padres. Dios así lo ha querido. De modo que sola develarás ese misterio si es que esa gracia te ha sido concedida”. Pero la pequeña no podía dejar de preguntarse acerca del asunto y cuanto más hurgaba en su entendimiento tanto más le inquietaba el misterio. “¿Cuál seré yo en el relato que oiré de mi padre? ¿La Caperucita de cuál lado del espejo será la relatada? Una de ellas seré yo, la real, y la otra solamente un reflejo y no podré discernir una de otra porque ambas somos iguales, las dos usamos capucha amarilla y mi propio padre ignora la verdad”. No salía la niña de sus cavilaciones cuando su padre inició el relato.

Caperucita Amarilla gustaba llevar a pastar sus cabras. Y mientras comían ella contaba el número de aves que atravesaban el cielo en dirección al norte. Eran tantas, pero tantas aves que la pequeña solía perder su cuentra al cabo del día y regresaba a casa sin poder informar a su mamá al respecto. Sabía la mamá a qué era debida esa dificultad: Caperucita aún no sabía contar más allá de un número dado, diez, o quizás cien. Pero qué podía reprochársele a la niña que apenas excedía los dos años y medio de edad... Ya aprendería ella a contar sin límites. Y cuando transcurrió un año más aprendió a contar hasta mil, que era más que las aves que volaban diariamente de sur a norte. Entonces sí, cada día decía el número de pájaros que habían surcado el cielo en esa dirección.

Todo esto –ya lo sabemos- era relatado por su padre a Caperucita, que escuchaba este cuento con particular atención. Porque de acuerdo a lo que le había sido advertido, dudaba la niña si la que contaba las aves del cielo era la Caperucita real o la del espejo que en medio de la vida duplica todo lo que acontece. Aguardaba una señal, un dato, un fallo en el relato para establecer la verdad. “Porque –se decía- ha de saberse quién es quién en cada momento. ¿Cómo puedo dudar si yo soy la que ahora escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada? ¡Qué lío! ¿Porqué a mi padre se le habrá ocurrido relatarme este cuento precisamente? ¿Porqué así, papá?”

Y un día -continuó el padre- ocurrió que el prado donde la niña pastaba sus cabras estaba enteramente cubierto de niebla, tal que si extendías la mano apenas podías divisar tus dedos. “Deténte, deténte ahí papá y por un momento no sigas con el relato. Deténte porque siendo que la niebla lo cubría todo, el espejo que está en medio de la vida no podrá reflejar a la verdadera Caperucita del cuento. Ahora mismo viajaré hasta el cuento y podré saber la verdad. Pero tú, papito, no sigas relatando la historia porque si avanzas en ella luego no sabré cómo regresar contigo. Detén la historia hasta que vuelva. Adiós... Y desapareció la niña.

En medio de la pradera, rodeada de blanca y apretada niebla, se encontró Caperucita con su capucha amarilla rodeada de unas pocas cabras. Miró aquí y allá. Tanteó en la blancura del aire y no vió a nadie. “A quien buscas –se dijo a sí- eres tú misma, Caperucita Amarilla, la del cuento, la del espejo y también la que escucha el relato”. Y encontróse con que el sol aún débil de la mañana despejaba la niebla y progresivamente se hacían visibles las cabras y los árboles, el prado y las montañas. Miró con sus ojos y también con todo su entendimiento y con su corazón y creyó que todo cuanto veía era el reflejo de un gran espejo. Eso vió Caperucita. Que un gran espejo le mostraba cuanto era su derredor. Recordando lo dicho por su padre miró y miró, buscó y buscó dentro del espejo en procura de hallar su imagen. Y no la encontró. Presa ya de cierto desencanto caminó la pequeña con sus brazos extendidos hacia delante en procura de tocar el espejo. Y cuando hubo andado un breve trecho vió a su mamá y a su papá y a sus cosas que había dejado y se sentó junto a ellos. Papá continuó el relato a partir del punto mismo en que se había detenido, mas lo que le fue dicho a la niña ya no recuerdo, lector. Si tú quieres, cuando la hallemos en otro cuento, le preguntaremos a Caperucita el final.

¿Cómo puedo dudar si soy yo la que escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada? Sólo una niña o el sabio Platón pueden inquirir de este modo acerca del ahora y del yo. Porque quienes no siendo sabios estamos distantes de las dudas, quienes en busca de certezas para suplir nuestra ignorancia hemos edificado códigos y diccionarios, tenemos por virtud lo que no es tal. Fue la conciencia de su ignorancia lo que arrojó a la niña en busca de la verdad. Y a su regreso fue buena, más aún de lo que había sido hasta entonces, que en eso hay virtud y no en la presuntuosa postura del que cree que sabe. Mas es preciso decir que, aún cuando virtuosa, en su viaje osado no halló la niña la verdad, no pudo tocar el espejo. No sabía Caperucita que antes que ella ya Sócrates sabía que no sabía.

En premio a su osadía un mendrugo, sólo un mendrugo le había sido dado en el banquete de la verdad: a quien buscas eres tú misma, Caperucita Amarilla, la del cuento, la del espejo y también la que escucha el relato.

H 57 – 20.06.2001


De Dios y del Diablo

A semejanza de Dios

S. Melchior-Bonnet, La historia del Espejo, Herder, Barcelona 1996, págs. 119/120.

A pesar de sus irregularidades e imperfecciones, el espejo fue considerado por nuestros antepasados un instrumento prodigioso, gracias al cual el hombre podía no sólo descubrir su imagen y conocerse mejor, sino también acceder, más allá de lo visible, a una perspectiva de lo invisible. En el sistema conceptual de la Edad media, fuertemente influido por el platonismo, la visión ocupa un lugar privilegiado como forma de conocimiento –a través de la visión se entra en contacto con la belleza-, y el espejo asumió una excepcional carga simbólica debido a su poder para aumentar la agudeza ocular e irradiar la luz, fuente de toda belleza.

Sin embargo, este objeto prodigioso era también un objeto inquietante. Puesto que el espejo no respeta exactamente a su modelo –en él, una mano derecha se convierte en una mano izquierda-, el reflejo empieza a cuestionar las nociones de imagen y parecido: el espejo imita y refleja un original, del que ofrece una proximidad exacta e imperfecta. ¿Y dónde se sitúa la imagen? El objeto reflejado está al mismo tiempo allí y en otra parte, y se percibe en una posición y en una profundidad inquietantes, a una distancia incierta: nos vemos en un espejo o, más bien, la imagen parece asomar tras la pantalla material, de manera que quien se contempla en él puede preguntarse si lo que ve es la propia superficie o si ve a través de ella. El reflejo provoca la sensación de un trasmundo inmaterial más allá del espejo, e invita a la mirada a trascender las apariencias. Finalmente, como un prisma, el espejo puede desorganizar el campo de visión, puesto que oculta tanto como muestra.

Estas preguntas, o este asombro que provoca, sugieren que el espejo proporciona un tipo de conocimiento enigmático, diferido. Antes de situar el mundo en perspectiva y sustentar el cogito reflexivo, la especularidad incita a la mirada a realizar un recorrido directo que actúa por medio de reflejos y analogías, y que parece dar testimonio, en el seno de lo visible, de un invisible que se sitúa “en otra parte”. Forma sin materia, sutil e impalpable, el reflejo manifiesta entonces la pureza diáfana, epifánica, del modelo divino, del que emana cualquier parecido.

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Las muecas del Diablo

S. Melchior-Bonnet, ibidem, págs. 201/202.

“Considerando que se han encontrado ciertos objetos entre sus pertenencias que se sospecha que poseía para hacer maleficios y que ella ha reconocido como de su propiedad: dos cordones humbilicales de recién nacidos, sábanas manchadas de sangre menstrual, granos de incienso, un espejo y un pequeño cuchillo envueltos en una sábana de lino, recetas escritas...” (1).

Así comienza, a principios del año 1321, el juicio a Beatrice de Planissoles, encarcelada por herejía y adulterio y acusada de brujería. La posesión de un espejo, instrumento del diablo, es uno de los cargos que se presentan contra ella; la joven comparece ante el obispo de Pamiers y es condenada a prisión de por vida.

A partir del momento en que aparece el espejo, surge un mundo de fantasmas, temores y deseos. Para el predicador, el espejo forma parte del conjunto de enseres de las brujas, que encierran en ellos a los demonios; pero también es un objeto peligroso para todos los cristianos porque atrae “las miradas dementes”. Cuando no refleja en su superficie sin mancha el modelo divino, es el lugar de la mentira y la seducción, que el cauto Satán utiliza para engañar a los hombres. Simulacro y concupiscencia: el espejo alimenta las ilusiones del espíritu y la codicia de la carne, y está vinculado a numerosas imágenes alegóricas del pecado.

Cuando los avances de la ciencia óptica consiguen explicar los efectos deformadores o mágicos del espejo, las proyecciones arcaicas del diablo en el espejo son sustituidas por la realidad psíquica y el reflejo libera entonces otros temores. El bávaro Hartlieb, autor del Libro de las artes prohibidas (1456), ya menciona su poder embrujador, mediador del deseo: “He visto maestros que pretenden preparar espejos de modo tal que cualquiera, hombre o mujer, pueda ver en ellos lo que desee” (2). Tras simbolizar el espanto producido por los poderes sobrenaturales, refleja la imagen de los demonios interiores y de una alteridad amenazadora que trastorna la identidad.

(1) Citado por J. Duvernoy, Le Registre d’inquisition de Jacques Fournier, Mouton, 1978, pág. 283.
(2) Citado por J. Baltrusaïtis, Le Miroir, Elmayan-Seuil, 1978, pág. 194.
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El país de las maravillas

Atravesar el espejo

S. Melchior-Bonnet, ibidem, págs. 275/277.

La relación con el espejo puede revelarse vacía y mortal, aunque, en un principio, seduce porque extrae su destello de ese reverso del paraíso platónico que es el mundo de la simetría y las correspondencias. La simetría misteriosa nos impulsa a creer que existe, detrás, una contrapartida invisible y mejorada de nuestra realidad cotidiana; el sueño de atravesar el espejo responde a esta necesidad de renacer en el otro lado; hace resplandecer la esperanza fascinante de reconciliar interior y exterior, y de vivir definitivamente del lado de lo fantástico, de lo imaginario, en un universo desembarazado de la pesadez de lo real y de las presiones de la culpabilidad. Otra lógica, liberada de la rivalidad mimética, regenta esa vertiente trasera, la lógica del sueño y los deseos. Pero la travesía es también una transgresión, una aventura prohibida en la que creen el niño y el poeta, un recorrido que ya no está acotado por los límites de la realidad (1).

Es así como la pequeña Alicia de Lewis Carroll inaugura este tránsito al país de las maravillas. Como el niño Retif de la Bretonne, que descubre a través del espejo roto una brecha en la compacidad del mundo de los adultos, Alicia se mueve en la libertad de su sueño y plantea, desde la primera frase, el poder ilimitado de la imaginación y las palabras: “Let’s pretend”. Supongamos, dice Alicia al pequeño gato, “que hay un camino para atravesar el espejo y pasar a la casa del otro lado” (2). Y el juego comienza, el juego de los “como si”, mediante el cual, Alicia, encaramada a la chimenea, inventa un universo más allá de las apariencias, más hermoso que el universo cotidiano pero que, no obstante, se le parece: “Sus libros son, más o menos, como los nuestros, sólo que las palabras están al revés”.

Sin embargo, aunque Alicia se alegra de abandonarlo todo, ese salto a lo desconocido tiene su lado peligroso. Es preciso que Alicia aprenda otro lenguaje y que descubra otros comportamientos. Como cuando aterriza en el centro de una partida de ajedrez que se juega según unas reglas que no conoce; extraña partida: el espacio bidimensional, que se ha convertido en el suyo, obedece a una geometría inversa; el jardín que pretende alcanzar retrocede a medida que Alicia se aproxima, y sólo los rodeos y las regresiones permiten avanzar. Alicia se pierde en este dédalo. Vive en forma de discontinuidad, de inestabilidad, y, cuando sus dos interlocutores –Tweedledum y Tweedledee- la interpelan, Alicia descubre que ella misma sólo existe en tanto reflejo de espejo, como proyección del otro: “Él sueña contigo, y si dejara de soñar contigo, ¿dónde crees que estarías? -¡Donde estoy, naturalmente!- En absoluto, no estarías en ninguna parte, pues tú eres únicamente una especie de idea de su sueño” (3). En ese otro lado del espejo, la identidad es una de las cosas más inconsistentes, y la extravagancia casi se convierte en delirio.

El espejo es esa no man’s land entre la vida concreta de todos los días y la parte del sueño. El poeta la franquea cuando quiere y, puesto que no está loco, une sin cesar mediante la magia de las palabras los dos lados del espejo. Cocteau, que inventa unos guantes capaces de “licuar” los espejos, sugiere que son “las puertas a través de las cuales la muerte va y viene”, no la muerte de la aniquilación, sino la promesa del más allá, de una noche luminosa en el otro lado de la realidad, la cual permite acceder al universo poético. La libertad del ángel Heurtebise, disfrazado de cristalero (4), proviene de que pasa sin dificultad de un lado a otro. Pero quien se instala a vivir en el otro lado se arriesga a la locura (5). Renuncia a esa distancia separadora de la mirada que discierne el interior del exterior, y ya no consigue establecer relaciones sino en el seno de su universo fantasmagórico. Señor de los símbolos, el espejo es también el espacio laberíntico que se niega a la comunicación y amenaza al autista.

(1) Ver Caperucita Amarilla, de E. Dermardirossian, en esta misma entrega (N del E).
(2) Lewis Carroll, De l’Autre Coté du miroir, Pléiade, 1990, pág. 262.
(3) Ibidem, pág. 296.
(4) J. Cocteau, Orphée, escena 7.
(5) El poeta belga G. Rodenbach nos describe una experiencia patética: “el amigo de los espejos” se inclina incansablemente “sobre su misterioso fluído”, pero ocurre que un día, los espejos renuncian a la reciprocidad y se vuelven ávidos y voraces. Las imágenes de los espejos, que se comunican como unas calles y forman un laberinto por el que pasan una y otra vez mujeres seductoras, invitan al poeta a entrar: “Se debe de estar bien dentro del espejo”. El soñador se abalanza en el mundo irreal de sus alucinaciones; al alba, es encontrado al pie del espejo, ensangrentado y delirando (Rodenbach, Le Rouet des brumes, Flammarion, s.d., págs. 32/38).

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Espejos 1, 2, 3

Uno

Puedes tomar un espejo y hacerlo girar hacia todos lados: pronto crearás el sol y los astros del cielo, tú y los demás animales, y los muebles y las plantas, y todos los objetos que acabo de mencionar. Sí, unos objetos aparentes, sin ninguna realidad.

(J.-P. Vernant, Image et transparence dans la theorie platonicienne de la mimesis, “Journal de psychologie”, N° 2, 1975).

Dos

En aquel tiempo, el mundo de los espejos y el mundo de los hombres no estaban, como ahora, incomunicados. Eran, además, muy diversos; no coincidían ni los seres ni los colores ni las formas. Ambos reinos, el especular y el humano, vivían en paz; se entraba y se salía por los espejos.

(Jorge Luis Borges y Margarita Guerrero, Animales de los espejos, en Manual de Zoología Fantástica, Fondo de Cultura Económica, México, 1957).

Tres

Verás, los acontecimientos recientes me han confundido tanto... que la mayor parte de mis sentimientos funcionan al revés, como regla general. Así, cada vez que recuerdo haber recibido esa foto tuya, me siento agradecido: ¡y una vez que la haya conseguido, bueno, entonces me abandonaré a la esperanza.

(Lewis Carroll, en carta a Alexandra Kitchin, 15 de febrero de 1880).

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A través del espejo y lo que Alicia encontró allí

Lewis Carroll, Los libros de Alicia, Ediciones De la Flor, Buenos Aires, 1998, págs. 160/161. Traducción de Eduardo Stillman (Fragmento).

El Rey tenía puesto un gran gorro de dormir rojo, con una borla, y yacía acurrucado, hecho una especie de montón informe, roncando estrepitosamente... “Como si estuviera por despedir la cabeza en un ronquido”, según observó Tweedledum.

- Temo que se va a pescar un resfrío, echado sobre la hierba húmeda –dijo Alicia, que era una niñita muy previsora.

- Ahora está soñando –dijo Twedledee-. ¿Y con qué crees que sueña?

- Eso nadie puede saberlo –dijo Alicia.

- ¡Claro que sí! ¡Sueña contigo! –exclamó Tweedledee, palmoteando triunfalmente-. Y si dejara de soñar contigo, ¿dónde supones que estarías?

- Donde estoy ahora, por supuesto –dijo Alicia.

- ¡No! –replicó desdeñosamente Tweedledee-. No estarías en ningún lado. ¡Sólo eres algo en su sueño!

- Si este Rey que está aquí llehara a despertarse –añadió Tweedledum-, te esfumarías... ¡bang!... ¡como la llama de una vela!

- ¡No me esfumaría! –exclamó Alicia indignada-. Además, si yo sólo soy algo en su sueño, ¿qué son ustedes, me gustaría saber?

- Ídem –dijo Twedledum.

- ¡Ídem, ídem! –gritó Tweedledee.

Tan fuerte gritó que Alicia no pudo evitar decir:

- ¡Chist! Lo despertarán si hacen tanto ruido.

- No tiene pies ni cabeza que tú hables de despertarlo –dijo Tweedledum- cuando no eres más que una de tantas cosas en su sueño. Sabes muy bien que no eres real.

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Eduardo Stilman

Nota al anterior fragmento de L. Carroll. Ibidem, págs. 560/561.

“No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo!” Las ruinas circulares de Jorge Luis Borges es la consecuencia literaria más hermosa del sueño del Rey Rojo, y por consiguiente de las opiniones del obispo George Berkeley, cuyo Esse is percipi (ser es ser percibido, la misma existencia de todo objeto de los sentidos depende de su percepción por dichos sentidos) alimenta la angustia de Alicia, porque el Rey Rojo –de cuya atención o desatención ella depende- es un simulacro que remeda al Dios de Berkeley. Vale la pena anotar que la definitiva edición de A. C. Fraser de las Obras de Berkeley, tras la cual la doctrina del obispo anglicano se volvió materia regular en las universidades inglesas, es de 1871, el mismo año en que Lewis Carroll terminó A Través del Espejo.

Borges atribuye a Hume la observación de que los argumentos de Berkeley no admiten la menor réplica y no producen la menor convicción. Pero inquietan a Alicia. Lewis Carroll añade una posibilidad asombrosa: el Rey Rojo es a su vez parte del sueño de Alicia: ¿qué sería de él si ella despertara? ¿Se atreverá Alicia a arrancarlo de su sueño, para ver qué pasa?

La idea de que la vigilia es parte de un sueño, o puro sueño, es previa a Berkeley. La conversaron Teetetes y Sócrates, y la declaró Calderón de la Barca; según Shakespeare “estamos hechos de la materia de nuestros sueños”. En la obra de Lewis Carroll sueño y vigilia se entrecruzan constantemente: los Libros de Alicia son sueños que contienen sueños, Sylvia y Bruno un enredo de sueños que el autor llama trances. En el último capítulo de las Aventuras de Alicia en el País de las Maravillas, Alicia despierta y desaparece de escena para ir a tomar el té; en el acto comienza a soñar su mermana mayor, que sueña el sueño de Alicia. La última línea del poema final de A Través del Espejo pregunta: “¿Qué es la vida, si no un sueño?”, anticipando la primera línea del primer verso de Sylvia y Bruno.

¿Es nuestra vida, entonces, sólo un sueño,
tenuemente percibido en un dorado destello
a través de la corriente oscura del tiempo?

Y todavía: “He estado soñando con Sylvia, y ésto es la realidad, ¡o he estado realmente con Sylvia y esto es un sueño! ¿Es la Vida misma un sueño, me pregunto?”

Es una cuestión que acuciaba a Dodgson (apellido del autor de Alicia... N. de la R.) desde su juventud. El 9 de febrero de 1856 ya había anotado en su Diario: “Interrogante: cuando estamos soñando y, como tan frecuentemente ocurre, tenemos oscura conciencia del hecho y tratamos de despertar ¿no decimos y hacemos cosas que en la vida de la vigilia serían insanas? ¿No podemos entonces a veces definir la insania como una incapacidad de distinguir cuál es la vida de la vigilia y cuál la del sueño? A menudo soñamos sin la menor sospecha de irrealidad. ‘El sueño tiene su propio mundo’, frecuentemente tan irreal como el otro.

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