La presente entrega está dedicada a los sueños. Desde la literatura sacra del Antiguo Testamento hasta los estudios de Sigmund Freud, transitando brevemente por las reflexiones de Borges y los sueños de Coleridge y Dermardirossian, un paisaje onírico nos rodeará mientras recorremos esta entrega.
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“Entonces Jehová Dios hizo caer sueño profundo sobre Adán, y mientras éste dormía, tomó una de sus costillas, y cerró la carne en su lugar.
Y de la costilla que Jehová Dios tomó del hombre, hizo una mujer, y la trajo al hombre.”No intentaremos una exégesis de este texto sagrado del judeocristianismo. Nuestro propósito es otro. Se trata de mostrarle al lector un caso atípico de sueño y construcción: Adán duerme por voluntad de Dios y en ese tiempo sin tiempo –porque aun libre de pecado es inmortal- de su carne es creada la mujer.
¿Adán sueña esa creación? O es Dios el soñador, en cuyo caso también Adán es soñado. El texto nos pone frente a otra hipótesis verosímil: la Creación, toda ella, es un sueño de Dios, y el sueño en sí tiene una entidad acorde con la categoría del Soñador. Entonces este sueño, como todo otro, ¿encontrará su fin cuando despierte el Durmiente o –la conjetuta es válida- lo soñado ingresará a la realidad y ya no necesitará del Soñador para ser?
Filósofos, teólogos y poetas han transitado múltiples senderos que nutrieron la literatura de todos los tiempos. Nosotros hemos hecho este ejercicio conjetural.
La dirección
H 58 – 06.07.2001
Borges
Otras inquisiciones, El sueño de Coleridge (fragm), Emecé, Buenos Aires 1996, pags. 32/35.
¿Qué explicación preferimos? Quienes de antemano rechazan lo sobrenatural (yo trato, siempre, de pertenecer a ese gremio) juzgarán que la historia de los dos sueños es una coincidencia, un dibujo trazado por el azar, como las formas de leones o de caballos que a veces configuran las nubes. Otros argüirán que el poeta supo de algún modo que el emperador había soñado el palacio y dijo haber soñado el poema para crear una espléndida ficción que asimismo paliara o justificara lo truncado y rapsódico de los versos. (1) Esta conjetura es verosímil, pero nos obliga a postular, arbitrariamente, un texto no identificado por los sinólogos en el que Coleridge pudo leer, antes de 1816, el sueño de Kublai. (2) Más encantadoras son las hipótesis que trascienden lo racional. Por ejemplo, cabe suponer que el alma del emperador, destruido el palacio, penetró en el alma de Coleridge, para que éste lo reconstruyera en palabras, más duraderas que los mármoles y metales.
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Ya escrito lo anterior, entreveo o creo entrever otra explicación. Acaso un arquetipo no revelado aún a los hombres, un objeto eterno (para usar la nomenclatura de Whitehead), esté ingresando paulatinamente en el mundo; su primera manifestación fue el palacio; la segunda el poema. Quien los hubiera comparado habría visto que eran esencialmente iguales.
(1) A principios del siglo XIX o a fines del XVIII, juzgado por lectores de gusto clásico, “Kubla Khan” era harto más desaforado que ahora. En 1884, el primer biógrafo de Coleridge, Traill, pudo aún escribir: “El extravagate poema onírico ‘Kubla Khan’ es poco más que una curiosidad psicológica.”
(2) Véase John Livingston Lowes: The Road to Xanadu, 1927, págs. 358, 585.
H 58 – 06.07.2001
Samuel Taylor Coleridge
Citado por Borges, íbidem.
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H 58 – 06.07.2001
Anotación de dos sueños
Eduardo Dermardirossian
Tarde del 19 de noviembre de 2000
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Tardé en situarme en la vigilia, hallar tiempo y espacio,ver que era la luz todavía. Miré el reloj. 16.30. Repasé minuciosamente el sueño para no olvidar detalle y para asegurarme de ello me incorporporé y acudí a contárselo a mi mujer. Y lo anoté así, como te lo digo ahora.
Noche del 27-28 de diciembre de 2000
Los sueños suelen ser desordenados, no responden a un orden lógico. No siguen un orden cronológico o biológico. Ahora estás bailando rock y luego te ves frente a Dios; estás platicando con unos vecinos y ya, sin solución de continuidad, ves tu propia muerte. Son caóticos: he aquí su particularidad. La vigilia es sucesiva, el sueño, en cambio, es simultáneo. De ahí el misterio del Aleph borgeano, que muestra simultáneamente el todo durante la vigilia.
Creo que toda interpretación que de los sueños se haga, ha de resultar infructuosa, baldía, jactanciosa, casi pueril; porque ese territorio es ajeno a la razón, refractario al análisis. Es el territorio que desmiente lo que damos en llamar "la realidad" porque ¿de que lado de los sueños transcurren los hechos verdaderos? ¿dónde habita Dios sino en aquel universo que nos resulta inasible, ingobernable y también incomprensible?
Digo aquí mi desacuerdo con la línea de pensamiento del padre del psicoanálisis en el fragmento que sigue, si bien rescato de él algunas de las citas porque hacen justa reverencia al misterio que todavía (y para suerte de los hombres) encierran sus sueños.
H 58 – 06.07.2001
Sigmund Freud
La interpretación de los sueños
El sueño y la poesía
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Desde muy antiguo han advertido los hombres que sus productos oníricos nocturnos delataban ciertas analogías con las creaciones de la poesía, y muchos poetas y pensadores han dedicado preferente atención al examen de las relaciones de forma, contenido y efecto, fácilmente visibles entre los dos fenómenos comparados. Los datos e hipótesis productos de esta labor, aunque no han llegado a concretarse en un conocimiento, caracterizan tan precisamente la esencia de dichos dos fenómenos, que la investigación propiamente científica no pierde nada con hacerse cargo de ellos. Ante todo, interesará al investigador de los sueños comprobar la estimación y comprensión que el enigma onírico ha hallado en los psicólogos intuitivos, la forma en que los poetas han sabido utilizar en sus obras su conocimiento de la vida onírica,y, por último, qué conexiones resultan quizá visibles entre las singulares facultades del alma “durmiente” y el alma “inspirada”.
El investigador psicoanalítico verá en primer lugar, con agrado, que los juicios intuitivos de los hombres de genio han atribuido siempre al sueño una significación, hipótesis que si bien es opuesta a las opiniones de la ciencia oficial y de la mayoría intelectual, puede aducir en su apoyo un antiquísimo prejuicio popular, finalmente sancionado por la psicología. En muy diversos textos hallamos expresada la convicción de que la vida onírica encierra la clave del conocimiento del alma humana, o sea del hombre en general. Así, en el Diario de Hebbel (6 agosto 1838): “El alma humana es una maravillosa esencia, y el sueño constituye el punto central de todos sus secretos”. Y el poeta Jean Paul, que dedicó a sus sueños especial atención y cuidadoso estudio, escribe: “Realmente, algunos cerebros nos instruirán más con sus sueños que con sus ideas, y algunos poetas nos regocijarán más con sus sueños verdaderos que con los que imaginan, del mismo modo que la inteligencia más árida llega a dar quince y raya en materia de profecías a todos los sabios del mundo en cuanto es encerrada en un manicomio”. Luego, en otro lugar, completa este pensamiento, añadiendo: “Me admira sobre todo, cómo no es utilizado el sueño para estudiar en él el proceso de representación involuntario de los niños, de los animales, de los locos y hasta de los poetas, de los músicos y de las mujeres”.
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Litchtenberg, el espiritual filósofo, al que debemos finas observaciones sobre este tema, escribió una vez: “Recomiendo nuevamente el examen de los sueños. Tanto en el sueño como en la vigilia, vivimos y sentimos, y ambos estados forman igualmente parte de nuestra existencia. Una de las prerrogativas del hombre es el soñar y el saber que sueña. Pero aún no se ha aprovechado acertadamente de ella. El sueño es una vida que unida a la nuestra constituye aquello que denominamos existencia humana. Los sueños penetran en la vigilia y no puede decirse dónde acaban y empieza ésta.”
Nietzsche, al que también en este sector hemos de reconocer como precursor directo del psicoanálisis, descubre análogas relaciones del sueño con la vida despierta: “Aquello que vivimos en sueños, siempre que lo vivamos con frecuencia, pertenece, al fin y al cabo, a la totalidad de nuestra alma, como cualquier otra cosa realmente vivida: por ello somos más ricos o más pobres, tenemos una necesidad más o menos, y en pleno día, incluso en los más serenos instantes de nuestro espíritu despierto, somos llevados un poco de la mano por los hábitos de nuestros sueños.”
Análogamente valora Tolstoi el sueño: “Despierto puedo engañarme sobre mí mismo; en cambio, el sueño me proporciona la justa medida del grado de perfección moral que he conseguido alcanzar.”
Lichtenberg opina: “Si relatáramos sinceramente nuestros sueños, revelarían éstos nuestro carácter más claramente que nuestra fisonomía.”
En el mismo sentido se ha expresado hace poco Gerhart Hauptmann: “Haber investigado todos los grados y clases del sueño significaría conocer el alma humana mucho más profundamente que ningún psicólogo actual.” (Inmanuel Quint.)
Pero una observación del Diario de Hebbel presenta ya un matiz francamente psicoanalítico: “Si un hombre pudiera decidirse a anotar todos sus sueños, sin distinción alguna, sin consideraciones de ningún género, con toda fidelidad y tdo detalle, agregando a ello un comentario que entrañase aquello que de tales sueños le fuera dado explicar, refiriéndolo a recuerdos de su vida o de sus lecturas, haría a la Humanidad un valioso presente. Pero tal y como es hoy la Humanidad, no habrá quien lo haga. Sólo intentarlo secretamente y para la propia reflexión tendría ya algún mérito.”
(1) Ed. Planeta, Barcelona 1985, vol. II, cap 9, Apéndice (del doctor Otto Rank), pags. 512/514. Traducción de Luis López-Ballesteros y de Torres.
(2) Nietzsche comete aquí un doble error, circunstancia muy significativa para la determinación de su posición con respecto al complejo de Edipo; no es Edipo, sino su madre, quien busca consuelo en la falta de significación de los sueños. Edipo, en cambio, no se deja consolar por tal idea.
H 58 – 06.07.2001
Ritual de un insomne
El demonio del insomnio
Roberto Arlt, Nuevas aguafuertes, Losada, Buenos Aires, 3° edición, 1999, pags. 99/101.
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Con los ojos cerrados
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El fulano quiere dormir. Eso es todo. Hundirse en la oscuridad del sueño, disolverse en esa muerte a plazo fijo, que aplasta la jeta de todos los hombres en todas las almohadas que cubren los techos de la ciudad.
Luego se da vuelta. Estira los pies, levanta la sábana, tantea la perilla de la luz eléctrica, estornuda, se suena la nariz, y esta vez se dice: “Ahora me voy a dormir.” Durante tres segundos se le amodorra el entendimiento; luego, un crujido del ropero, lo hace temblar en pueril alarma. ¿Por qué, en la oscuridad de la noche, siempre hay un mueble que cruje? Indáguelo usted. Son los roperos, siempre esos roperos malditos, de falsa caoba, con una falsa luna veneciana, con falsos dorados; roperos que han contenido ropas de hombres de todas las calañas. Un pedazo del alma de cada uno de esos desconocidos debe haberse quedado en el interior del ropero, y el desdichado que no puede dormir, lanza una mala palabra al espacio, carraspea, enciende un cigarrillo y resopla nuevamente bocanadas de humo al aire del cuchitril.
Está rabiosamente cansado. Quisiera dormir; dormir una eternidad en el fondo del mar, en una piecita de plomo, con ventanillas que le permitieran ver, cuando se despertara, de vez en cuando, el paso de los tiburones tuertos. Quisiera cualquier cosa con tal de poder dormir.
Resopla el pito de una locomotora, pasa un tranvía. El infeliz rumia su insomnio, y una raya azul se pinta en el vidrio de la banderola. Llega el día. El día que tiene tonalidades a esa hora de crepúsculo submarino. El hombre siente que su cuerpo se confunde en el cansancio con las sábanas; y, de pronto, el cacareo de un gallo lo hace respingar furiosamente. Otro gallo contesta a la distancia. El cigarrillo le deja en la lengua sabor a pimienta. El hombre estrella el tizón contra la pared. Una nube de chispitas de fuego salta sobre las sábanas, y el desgraciado, entre la disyuntiva de moverse o dejarse quemar vivo, opta por sacudir de las sábanas el fuego. Ahora es un cencerro el que resuena en la calle; después el trote ágil del caballo de un lechero. La raya de azul se va agrisando; la pieza se llena de una claridad sublunar, y el hombre, desesperado, maldice el día en que nació con un trabajo nocturno. Piensa en las riquezas que encierran las cajas de los bancos, y una modorra dulce se apodera de su conciencia, mientras se dice:
Se tapa la cabeza con la almohada, estira un brazo para el este y otro para el oeste. En esa postura parece un crucificado horizontal.
H 58 – 06.07.2001
Roberto Arlt
El placer de vagabundear, Diario El Mundo, 20.O9.28.
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H 58 – 06.07.2001