Heráclito 38

Esa música eterna

Horacio Ferrer

Entre las infinitas virtudes que tiene el tango está la de haberse adaptado siempre a las modalidades del espectáculo de cada época: cuando apareció la radio, cuando nació la televisión, cuando surgió el cine. En los grandes eventos, el tango tuvo cabida y forma. Si se necesitan 18 tomos para explicar una cultura, esa manifestación de la vida de un pueblo se convierte en algo débil, sin vida.

Una cultura de un solo síntoma de expresión corporal, de sonido, de pensamiento, de idioma o de poesía, es una cultura verdadera, fuerte. En cualquier parte del mundo, una pareja que se toma bien agarrada es tango. Y oís de refilón la voz inconfundible de un Gardel o de un Hugo del Carril... ¡y eso también es tango! Por eso no hacen falta los 18 tomos para explicar la cultura argentina. Se explica por un ademán y la presencia de un instrumento. Eso es una cultura fuerte, con una identidad firme. Un orgullo para todos nosotros, locos, soñadores, poetas, músicos, nostálgicos, tristones, eufóricos, melancólicos, depresivos, rioplatenses. Eternos personajes del tango.

H59 – 13.07.2001


Vigencia de Discépolo

Jorge Boccanera, poeta y periodista, publicó este artículo el 25 de marzo de 2001 en Viva, revista dominical del matutino argentino Clarín.

Algunos mitos argentinos no solamente cumplen su tarea de ser inalterables, de estar instalados en el imaginario popular, sino que agregan un plus: mejoran con el tiempo. Si Gardel cada día canta mejor, Discépolo cada día acierta más en lo que dice. Ahora, cuando se cumple el centenario de su nacimiento, un 27 de marzo de 1901, es seguro que muchos de los textos de recordación abunden sobre la actualidad de sus letras; la filosofía que abreva en la parodia, murmura desde el existencialismo, se eriza en la protesta y entrega una caricatura de la sociedad.

Si bien esta vigencia está alimentada por el cruce entre los muchos Discépolos –el místico, el del reclamo social, el del desengaño amoroso- y la situación puntual de cada individuo; hay otra vigencia que nos atañe a todos, que comprende escenarios más abarcadores y pertenecen a la coyuntura. En una palabra, hoy más que nunca la sociedad encarna el grotesco discepoliano. El personaje de la calle atribulado, sin horizonte, masticando una rabia amplificada por la impotencia, se calza el traje de la obra de Discépolo y es “un disfrazao sin carnaval” encarnando “la mueca de lo que soñamos ser”.

El grotesco atraviesa y condensa su estética en una tipología surgida en el teatro que se prolonga en las letras de tango y las charlas radiofónicas. Pero ¿qué distingue a esta tendencia del sainete y otras expresiones? La humillación; la degradación. Un no poder decir que se bifurca en patologías. Un malestar sin salida convertido en monólogo que fermenta dentro del personaje.

Tiene que ver en esta marca, sin duda, la sensibilidad del poeta, su mirada horadante, su callejear, su bolichear, la observación de los marginados, pero también la dramaturgia de su hermano Armando quien en sus tres últimos trabajos: Mateo, Stéfano y Relojero, incorporó definitivamente el grotesco como género.

Ambos –Enrique y Armando- escriben en 1925 la obra El organito, según Sergio Pujol, “celebrada por la crítica como uno de los puntos más altos del grotesco rioplatense”. La pieza –agrega este estudioso de Discépolo- avanza con “acciones bruscas”, “muecas y risas desencajadas”, “una moral del resentimiento y la amargura”, “la vida social animalizada: los hombres como fieras sin memoria ni redención”. El escritor David Viñas, de su parte, sitúa el tema en el marco de la inmigración y señala que el grotesco revela un sufrimiento sin voz que deriva en un encogimiento del personaje; gente que tropieza consigo misma, “se dejan estar”, “se desinteresan”; marginación y trabajo frustrado que acarrean soledad y autismo.

¿Es exagerado acercar estas caracterizaciones a los días que vivimos? Entre el lamento y la celebración, el paisaje callejero se viste de foto movida, de espejo deformante; seres en borrador circulan insertos en una realidad que sanciona y excluye; son los personajes de Discépolo que ladran y aúllan. Aturdido por la crisis, nublado el rostro, el cuerpo a la deriva, el hombre de la gran ciudad habla solo envuelto en un enjambre de tics, ensimismado, acorralado por el desencanto y la falta de respuestas. Si grotesco deriva de gruta, caverna, podría pensarse que ese es el lugar que nos tiene reservado la crisis.

Al poeta le toca formular las preguntas: “¿Qué sapa, señor?”, “¿Dónde estaba Dios cuando te fuiste?”, “¿Por qué me enseñaron a amar?”, “¿Te creés que al mundo lo vas a arreglar vos?”; interpela alzando un péndulo que oscila entre “sabihondos y sucidas”, subocupados y excuidos, hombres y marionetas, “maquiavelos y estafaos”, cándidos y desesperados, como categorías que a ratos se invaden. Son el detonante de líneas como ésta: “Salimos de payasos a vivir”.

Habría que repetir, entonces, su alto grado de vaticinio surgido de una observación precoz; la de un autodidacta huérfano a los 9 años que debuta en teatro a los 16, un año después escribe su obra Los duendes y con su segunda composición, ¿Qué vachaché?, estrenada en 1926, define su índole premonitoria. Discépolo, que debutó adolescente en el papel de portero anónimo, imaginó desde el humbral de la puerta que divide sueños y frustraciones, el desfile de aquellos que transitan de la alegría al llanto. El gesto de anticipación se prolongó en piezas inolvidables –Yira Yira, Tormenta, Canción desesperada, Cambalache- donde el desamparo, la falta de solidaridad y la codicia, ocupan un primer lugar. Agregará, entre sus últimas craciones a Uno; la historia de un hombre que perdió el corazón (el tango iba a llamarse en principio Si yo tuviera el corazón) y está muerto en vida.

La presencia de Discépolo pervive y se renueva en esta época, “punto muerto de las almas”, cada vez que un tipo cualquiera, con el presente aplastado en la cara, tiene el extraño privilegio de silbar su propia historia.

H59 – 13.07.2001


El tango según...

Enrique Cadícamo

A poco de cumplir cien años de vida, puedo asegurar –con cierto enojo- que lo que hoy se escucha como tango nada tiene que ver con las melodías y el espíritu que tenía hace cuatro o cinco décadas. El tango es un sentimiento que no tiene nada que ver con las fantasías de un arreglador que hace o deshace una composición según su gusto o los pedidos de los directores de una discográfica. Me da mucha pena escuchar temas que compuse hace un tiempo, y que trasnsmitían el clima de esa época, convertidos en una obra de corte vanguardista, con un sentido musical muy distinto. Si se quiere al tango de verdad, hay que dejarlo tal cual se lo concibió en su momento. Con esto no quiero decir que no estoy de acuerdo con las nuevas edades de la música, pero siento que hoy perdió su personalidad y se la desvirtuó. Además ya no están nuestras fuentes de inspiración: adónde fue el barrio, la vida nocturna, la calle Corrientes. Si ese paisaje de Buenos Aires hoy es tan lejano, no podemos esperar que, a pesar de los buenos y jóvenes talentos, surjan esas canciones inolvidables que nacieron desde el alma.

Horacio Salas

El tango –como dijo Leopoldo Marechal- es una posibilidad infinita. Para Discépolo, un pensamiento triste que se baila, y según Ernesto Sábato, el fenómeno más original del Plata. Puede agregarse que a lo largo de los años, se ha transformado en seña de identidad de lo argentino. Una pasión compartida. A veces, una zambullida en el recuerdo, en la magia de una música profunda, grave y nostálgica con letras que abarcan una problemática cuya hondura escapa al molde habitual de las canciones populares. En una apretada síntesis, habría que mencionar al mítico Carlos Gardel, cantor personal de voz afinadísima que se transformó en una leyenda de permanente vigencia. También Eduardo Arolas, el Tigre del bandoneón; el violinista Julio De Caro, quien revolucionó el ritmo haciéndolo más melodioso y nostálgico. Otros nombres: Aníbal Troilo, genial badoneonista; Osvaldo Pugliese, acento personal; Horacio Salgán, vigencia permanente. Por último es imposible no mencionar a Astor Piazzolla, cuyo nombre traspasó primero las fronteras del tango y luego las del territorio argentino. A esta lista homeopática –en estricta justicia- se debería agregar más de un centenar de otros creadores que contribuyeron con su aporte a cimentar la perdurabilidad de la música de Buenos Aires.

H59 – 13.07.2001


En las calles de la noche

Roberto Arlt, Aguafuertes porteñas, Buenos Aires, vida cotidiana, Losada, Buenos Aires 2000, págs. 56/59.

¿Recuerdan ustedes aquel siniestro cuento de Edgar Poe llamado “El hombre de la multitud” que durante horas y horas camina frenéticamente a través de las calles de la ciudad norteamericana, envuelto en la neblina y acosado de angustias? Nuestra ciudad también en las noches tiene por sus calles estas almas en pena, fugitivas y siniestras que no se sabe en qué tragedia van a recalar.

Por ejemplo, Jack London, el notable novelista norteamericano, estuvo en Buenos Aires. Durmió en el asilo nocturno del Ejército de Salvación, en la Boca. Nadie adivinaba, bajo el capote del vagabundo perdido, al novelista de más tarde...

¿Y De Quincey? Me parece verlo en las calles de Londres incubando “Suspiria de profundis” y “Mater lacrimas” en un horror saturado de opio.

Pero en estos hombres de las calles de Buenos Aires, de las calles de la noche ya cerradas y silenciosas, ¿cuántos Jack London y De Quincey se encuentran? Creo que ninguno. O quizás alguno.

Después de media noche

Prescindiendo de las arterias principales, Buenos Aires, después de media noche, es francamente triste. Recorra usted los barrios de Palermo, las calles perdidas de los alrededores de Parque Patricios, Balvanera, alrededores del Once... Puertas cerradas por todas partes, focos que alargan en la vereda estrías de luz grisácea. En las bocacalles la flecha niquelada del agente, y luego la desolación infinita de un mundo que duerme ocho horas de fatiga que acumuló durante el día.

Y a veces, en las calles, un vagabundo. Bien o mal vestido. No, un vagabundo no. La definición exacta sería ésta: un cuerpo que camina lentamente entre las sombras. Un cuerpo que tiene dos ojos que no miran para afuera sino para adentro y una frente rayada de meditaciones. Camina. Entra en los cuerpos de tinieblas que proyectan las alturas de las casas y sale a la claridad de los focos como si estuviera atravesando subterráneos que cortan al sesgo las luces suspendidas. Eso es, en apariencia, todo.

Ahora, si se observa un poco, se descubren más cosas. Cada categoría de pensamiento tiene un ritmo de paso. Así he encontrado, en esas calles, hombres que iban rápidamente, no se entreveía hacia dónde, como si huyeran, vaya a saber de qué desastres.
Otros, en cambio, conducen sus pensamientos como ocultándolos, a la sombra de las fachadas, rozando los muros.

Otros van embedidos en un vacío taciturno. Tan es así que cada hombre llevaría un problema dentro de la noche. Y para poder pensar en él ha tomado la calle; porque la calle da la sensación de distancia, de camino, vaya a saber hacia qué país mejor.

Galpones y templos

Un caminante a la sombra de un galpón causa, en la noche, una impresión extraña. ¿Será el contraste de las dimensiones del edificio con la pequeñez del cuerpo que deambula cansadamente? Es posible que así sea. Igual que los templos. Esas enormes puertas cerradas y, afuera, la desolación. Escribiendo estas líneas, me acuerdo del Abate Julio de Octavio Mirabeau. ¿Por qué no estarán también, durante la noche, abiertos los templos? ¿Se imaginan ustedes las calles oscuras, el silencio y de pronto, en medio de tanto olvido y oscuridad, el interior de una iglesia dorada, donde pudieran hincarse los miserables y los perdidos y los angustiados?

Pero no. Lo único iluminado, en las calles de la noche, son los hoteles, con sus letreros vidriados y su tarifa que comienza: “Camas desde ochenta centavos”.

Luego la escalera sucia, la puerta allí arriba con sus cristales esmerilados y todo el horror de cinco individuos jadeando su pesado sueño en camastros inmundos, con la ropa toda hecha un bulto bajo de la almohada por temor a que se la roben, y esa linterna del zaguán, que a veces ilumina el cuerpo de un miserable que se suicidó de extenuado.

Un mozo, que tiene cara de bandido, levanta la guardia. “Camas desde ochenta centavos”. ¿Se imaginan ustedes la tragedia que encierra la vida de un hombre que da unas monedas por dormir bajo techo, entre cuatro espectros, en una pieza pequeña con tabiques de cartón piedra?
Recuerdo el caso de un amigo. La miseria lo llevó una noche a uno de esos hoteluchos. Se acostó pero de pronto, en la oscuridad, comenzó a representarse la caravana de desdichados que por allí habían pasado; encendió un fósforo y miró los muros donde se desprendían lonjas de empapelado descubriendo una capa más antigua de papel floreado; y de pronto, a medida que el tiempo pasaba, su angustia crecía de tal forma que vaciló un momento. Luego se vistió y salió para dormir en una plaza. Era preferible el techo de la noche a aquella cerrazón maldita.
Cada hombre, en la noche, lleva un problema. No se desafía impunemente el silencio, la oscuridad y el vacío sin que medien motivos.

De allí, que cada vez que veo una espalda encorvada en las sombras de alta noche, me digo: ¿Qué se estará elaborando bajo esa frente? ¿A dónde irá ese hombre con sus pensamientos?
La espalda se arquea aún más; una sombra tapa ese cascajo de hombre; la luz la ilumina otra vez. Parece... parece una de esas barcas de papel que, cuando éramos chicos, fabricábamos. Las lanzábamos al agua del arroyo y la barca se alejaba; subía, bajaba y luego desaparecía. Entonces, una tristeza entraba en nosotros.

H59 – 13.07.2001


Sobre Arlt y su tiempo

Sylvia Saítta

En medio de la crisis, la sensibilidad arltiana se agudiza en la percepción de los márgenes y las víctimas de la transformación. Consciente del poder de su escritura y del valor que le otorga el poseer una firma reconocida, asume como propia la tarea de denunciar una modernización que juzga despareja. Desde abril a Julio de 1934 su columna diaria pasa a titularse "Buenos Aires se queja" y los dibujos de Bello que ilustraban diariamente sus notas, dejan su espacio a fotografías que intentan verificar lo que las palabras no llegan a describir. Arlt se sumerge en los barrios periféricos y no percibe grados de diferenciación entre el centro y las orillas, sino verdaderos abismos sociales: el espectáculo se torna “terrorífico” y visitarlas es entrar al infierno. En la preparación de estas aguafuertes, dirigidas a la municipalidad y al consejo deliberante, Arlt encuentra nuevos interlocutores y nuevas fuentes de información en las denuncias de los vecinos de las sociedades de fomento, las notas aparecidas en los diarios barriales y los testimonios de los maestros de las escuelas visitadas (...).

El cambio urbano posterior a la crisis del treinta, repercute en la escritura arltiana politizando su mirada sobre la ciudad. Asume el rol de periodista denunciante que, proveniente quizá de su paso por el diario Crítica, transforma a su columna diaria en un medio eficaz para presionar sobre los sectores de poder. Los lectores saben que, con solo mandar una carta o hacer una llamada telefónica, tienen en Arlt a un interlocutor atento a los más mínimos reclamos, que les otorga el espacio de su columna para efectuar todo tipo de reclamo. De este modo, y por denuncias que se acumulan en su mesa de redacción, Arlt descubre un universo de pobreza y miseria que convive silenciosa e inevitablemente con las deslumbrantes luces del centro.

H59 – 13.07.2001


Conducta de los espejos en la Isla de Pascua

Julio Cortázar, Historias de Cronopios y Famas, Material plástico, Sudamericana, 32° edición, Buenos Aires 1994, pág. 67.

Cuando se pone un espejo al oeste de la isla de Pascua, atrasa. Cuando se pone un espejo al este de la isla de Pascua, adelanta. Con delicadas mediciones puede encontrarse el punto en que ese espejo estará en hora, pero el punto que sirve para ese espejo no es garantía de que sirva para otro, pues los espejos adolecen de distintos materiales y reaccionan según les da la real gana. Así Salomón Lemos, el antropólogo becado por la Fundación Guggenheim, se vio a sí mismo muerto de tifus al mirar su espejo de afeitarse, todo ello al este de la isla. Y al mismo tiempo un espejito que había olvidado al oeste de la isla de Pascua, reflejaba para nadie (estaba tirado entre las piedras) a Salomón Lemos de pantalón corto yendo a la escuela, después a Salomón Lemos desnudo en una bañadera, jabonado entusiastamente por su papá y su mamá, después a Salomón Lemos diciendo ajó para emoción de su tía Remeditos en una estancia del partido de Trenque Lauquen.

Cortázar nació en Bruselas en 1914, de padres argentinos. Llegó a Argentina a los cuatro años de edad y migró hacia París en 1951. Fue maestro de escuela y cursó estudios en la Universidad de Buenos Aires, que debió abandonar por razones económicas. Enseñó en la Universidad de Cuyo y renunció a la cátedra por desavenencias políticas. Desde entonces trabajó como traductor independiente para la Unesco. Algunas de sus obras son: Presencia (1938), Los Reyes (1949), Bestiario (1951), Los Premios (1960), Rayuela (1977), 66/Modelo para armar (1968), Libro de Manuel (1973).

H59 – 13.07.2001


Dos lunas

Eduardo Dermardirossian

Construyó dos marcos ovalados de buen tamaño, mandó cortar sendos cristales según su medida y pidió que ambos fueran prolijamente biselados. A uno de ellos lo hizo espejar para que reprodujera cuanto hubiera enfrente. Todo lo armó y los puso juntos, frente a sí. Y vio que su propósito era cumplido. A través de uno de los cristales vio cuanto había delante de sí, y en el reflejo del otro vio lo que había detrás. Todo a un tiempo y sin voltear su cabeza. Dentro del primer marco vio lo que sus ojos podían atrapar sin mediación, y dentro del otro se vio a sí mismo y también lo le era negado a sus ojos desde esa posición.

Así lo hizo en las habitaciones de su casa y en cuantos lugares solía frecuentar, tal que un par de marcos ovalados, uno con el cristal espejado y el otro no, poblaron desde entonces y para siempre su vida; y su universo se duplicó y el horizonte lo rodeó en un círculo sin fin. Todos los misterios le fueron develados y fue, desde entonces, omnipresente; y por eso también omnisciente. Y aun –no lo sé de cierto- quizá omnipotente.

Cierto día, cuando Dios miró en dirección al mundo, lo vio. Lo vio mirando el universo todo sin que nada le fuera negado, sin que cosa alguna se ocultara a sus ojos. Esto vio Dios y supo que su tiempo era llegado. Dirigió entonces sus pasos hacia el hombre hasta alcanzarlo, se hincó a sus pies, besó su diestra e incorporándose nuevamente le entregó su cetro y su manto. Por fin, enderezó sus pasos hacia un olivo añoso y se acostó a su sombra para descansar de sus fatigas.

H 127 – 01.11.2002


“Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza.”

Oscar Wilde, prefacio a El retrato de Dorian Gray, Ed. Salvat, Navarra 1970, págs. 11/12. Trad. Julio Gómez de la Serna.

El artista es el creador de cosas bellas. Revelar al arte y ocultar al artista es la finalidad del arte.

El crítico es el que puede traducir de modo distinto o con un nuevo procedimiento su impresión ante las cosas bellas. La más elevada, así como la más baja de las formas de crítica, son una manera de autobiografía. Los que encuentran intenciones feas en cosas bellas están corrompidos sin ser encantadores. Esto es un defecto.

Los que encuentran bellas intenciones en cosas bellas son cultos. A éstos les queda la esperanza.

Existen los elegidos para quienes las cosas bellas significan únicamente belleza.

Un libro no es, en modo alguno, moral o inmoral. Los libros están bien o mal escritos. Eso es todo.

La aversión del siglo XIX por el Romanticismo es la rabia de Calibán no viendo su propia cara en el espejo.

La vida moral del hombre forma parte del tema para el artista; pero la moralidad del arte consiste en el uso perfecto de un medio imperfecto. Ningún artista desea probar nada. Hasta las cosas ciertas pueden ser probadas.

Ningún artista tiene simpatías éticas. Una simpatía ética en un artista constituye un amaneramiento imperdonable de estilo. Ningún artista es nunca morboso. El artista puede expresarlo todo. Pensamiento y lenguaje son para el artista instrumentos de un arte.Vicio y virtud son para el artista materiales de un arte.

Desde el punto de vista de la forma, el modelo de todas las artes es el del músico. Desde el punto de vista del sentimiento, la profesión de actor. Todo arte es, a la vez, superficie y símbolo. Los que buscan bajo la superficie, lo hacen a su propio riesgo. Los que intentan descifrar el símbolo, lo hacen también a su propio riesgo. Es al espectador, y no a la vida, a quien refleja realmente el arte.

La diversidad de opiniones sobre una obra de arte indica que la obra es nueva, compleja y vital. Cuando los críticos difieren, el artista está de acuerdo consigo mismo.

Podemos perdonar a un hombre el haber hecho una cosa útil en tanto que no la admire. La única disculpa de haber hecho una cosa inútil es admirarla intensamente.

Todo arte es completamente inútil.

H 56 – 22.06.2001


Continuidad de los parques

Julio Cortázar (1914-1984) Ceremonias, Final del juego, Seix Barral, Barcelona 2000, págs. 11 y 12.

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de su mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares posibles, errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

H 56 – 22.06.2001