Heráclito 43

Con este lúcido ejercicio de memoria periodística, publicado en el matutino Clarín de Buenos Aires el 6 de agosto de 2000, Jorge Göttling recordaba el primer holocausto nuclear.

Hiroshima

En el frontispicio del Memorial de la Paz, en los arrabales de Hiroshima, se alza una plaqueta blanca con una leyenda sin retórica: “Para que el horror no se repita”. Cada 6 de agosto, miles de japoneses recuerdan, allí, en silencio, el primer holocausto nuclear, del cual se cumplen 55 (ahora, 56) años. Algunos han perdonado, otros han apelado al olvido, que es un calmante pero no un curativo del dolor de la Historia. Cerca, arde una llama bajo la promesa de no apagarla hasta que se acaben los conflictos armados en el mundo.

Desde el Parque de la Paz, donde un museo desnuda los recuerdos patéticos de aquella bomba, se vislumbran las ruinas de lo que fue, hasta esa mañana, el Centro para Exposiciones Industriales: es uno de los edificios cuya estructura resistió, parcialmente, los efectos de la explosión. Esa particular geografía de Hiroshima está considerada el epicentro del estrago. Como que ahí cayó la “genbaku” (bomba), lanzada en paracaídas y detonada a 600 metros del suelo.

El estallido originó una bola de fuego blanco con temperaturas de más de 100.000 grados en el cielo, a la que sobrevino el hongo nuclear, seguido de una hora y media de lluvia radiactiva.

Las alarmas no sonaron y todavía hoy los japoneses se preguntan por qué. Un comunicado del ejército imperial, lacónico y hasta rutinario, no llegó hasta sus destinatarios: “Tres aviones enemigos, de gran porte, se dirigen hacia el oeste sobre el área de Saijo. Se deben tomar precauciones extremas”. Del B-29 bautizado “Enola Gay” en homenaje a la madre de su piloto Paul Tibbets, cayó el arma más mortal frabricada hasta entonces por la raza humana. Los relojes se detuvieron a las 8.16 de esa tibia mañana de verano.

En segundos, también detonó el apocalipsis: la explosión produjo inicialmente 50.000 muertos y sus secuelas duplicaron en pocos minutos esa cifra de espanto. Quienes fueron sorprendidos en un radio de 10 kilómetros cuadrados quedaron virtualmente estampados, se convirtieron en un decorado siniestro, una mancha en la pared.

Los que estaban más lejos fueron vívtimas de quemaduras múltiples, sus kimonos estamparon sus dibujos en la piel, el tatuado derivó de la furia del fogonazo infrarrojo. Hiroshima, una ciudad con prevalentes construcciones de madera, se incendió en miles de lugares. La temperatura se elevó hasta nociones de horno industrial. La onda expansiva abatió toda edificación.

La transparencia del aire en aquella mañana estival maximizó los efectos del flash infrarrojo. Por la tarde comenzó la “lluvia negra”, inodora y aceitosa, que bañó a los sobrevivientes en desechos radiactivos, en tanto polvo y hollín eran “levantados” hasta 10.000 metros por el hongo atómico. La ducha siguió cobrando víctimas durante días, semanas, meses, e hizo imposible, con una aproximación mínima, el conteo del número de bajas.

Tres días después, como si se tratara de un carbónico, otra bomba diezmó a Nagasaki
La paz lograda a este precio movilizó silencios forzosos, justificaciones necesarias y épocas que tocaron fondo. Durante años, Hiroshima fue una ciudad convulsa y caótica, rodeada de asentamientos marginales cuya miseria arrojó sobre el asfalto a un gran número de desposeídos de todo, excepto de un rencor tibio y expedito. En ese marco y en aquel lapso, el daño psicológico mostrado por los sobrevivientes se mostró con una culpa difusa, paralizante, la culpa de estar vivo cuando los demás han muerto.

El comandante Tibbets, con los años, llegó a ser general de cuatro estrellas. Fue el actor principal de una pesadilla que, al finalizar, dejó el piso de toda una generación repleto de cadáveres.

Cincuenta años después, al ser entrevistado por el aniversario redondo del ataque, no mostró culpa ni remordimiento, amparado por la férrea cultura castrense del cumplimiento de órdenes. “La bomba cumplió el objetivo que se suponía que tenía: acabar con la guerra”, sijo el piloto del Enola Gay.

Tampoco los foros internacionales explicitaron condena manifiesta. La Organización de las Naciones Unidas, cuyos éxitos más espectaculares se dieron siempre en el terreno ligüístico, consiguieron dotar al apocalipsis atómico de cierta levedad, como un producto de inexorable necesidad, intentando poner fin a este severo conflicto ético de la Historia.

H 62 – 03.08.2001


Científicos para la Paz *

Desde 1934, con el Manifiesto de Russell y Einstein por el desarme nuclear, han germinado los movimientos pacifistas fundados por científicos que se encargan de informar a los gobiernos sobre el peligro de la carrera armamentística, vigilan el cumplimiento de los tratados internacionales e incluso actúan como los diplomáticos del desarme, gracias a su acceso a las cúpulas del poder internacional.

Yechiel Becker es uno de estos científicos. Dirige la Escuela Internacional de Biología Molecular y Ciencia para la Paz abierta desde 1995 conjuntamente con la Unesco y la Universidad Hebrea de Jerusalén. Ningún sitio mejor para una academia internacional para la paz que el histórico epicentro de los conflictos en Medio Oriente. La escuela que Becker dirige tiene como objetivo formar microbiólogos equipados con un bagaje ético. "A la escuela ya ha asistido por lo menos un estudiante palestino", señala ufano.

Él piensa que una educación formal es el elemento que puede cambiar las condiciones de odio entre los hombres y redirigir a los investigadores que erraron el camino, pues "los científicos compartimos todos un lenguaje común que trasciende las fronteras de los países, y la lógica de la razón puede y debe contribuir a la paz en el mundo". Para lograrlo, el científico israelita ha publicado y difundido manifiestos (El Manifiesto de Jerusalén sobre Ciencia para la Paz de 1997); convocado congresos internacionales sobre las posibles consecuencias del mal uso de las ciencias biológicas; y participa en programas de radio (en hebreo y árabe) promocionando la transparencia en las investigaciones científicas, la movilidad de ideas y de personas y la necesidad de reintroducir la ética en el quehacer de la ciencia.

Becker indica entonces que "nunca antes en la historia, los científicos habían esgrimido tanto poder con sus conocimientos y es una pena que las armas sean el más avanzado resultado de sus investigaciones, cuando es obvio que deberían dedicarse a otras cosas". Añade que "en 1995, las infecciones como la tuberculosis, malaria o la lepra entre otras, fueron causantes del 33% de las muertes en el planeta, nos queda mucho por hacer". Argumentar a favor de la ética científica no es el único frente posible contra la guerra.

Martín Ramírez ha elegido otra estrategia. Miembro de la Sociedad Internacional de Investigación de la Agresión (ISRA), consultor no gubernamental de las Naciones Unidas y activista del prestigioso grupo Pugwash, lleva estudiando más de 25 años la agresión. Su estrategia es el análisis y la búsqueda de las raíces psicológicas y biológicas de nuestra conducta violenta. Sentado en su casa de Madrid, sonríe tranquilamente mientras explica las bases científicas que hacen posible pensar, como lo ha hecho Becker, que la educación puede ser un remedio para la guerra.

Hace más de 15 años, en una reunión de la que Martín fue anfitrión, expertos de distintas disciplinas unieron los resultados de sus investigaciones en Sevilla, España, para borrar de una vez por todas cualquier justificación determinista para hacer la guerra. "Básicamente, lo que establecimos en Sevilla fue que la paz es posible porque la guerra no es una fatalidad biológica, no estamos determinados para ella, es una invención social. Por lo tanto -subraya con un suave pero definitivo gesto de la mano- podemos inventar también la paz." Si vis pacem, para bellum. Quienes inventan la guerra llevan ventaja.

En el renglón de armas nucleares, unos 30 países han buscado obtenerlas insistentemente y se sabe que por lo menos nueve lo han logrado: Gran Bretaña, Francia, China, India, Israel, Pakistán, Rusia, Estados Unidos y Sudáfrica. En cuanto a los arsenales nucleares, su amenaza es hoy día más inmediata, aguda y atrincherada que hace cincuenta años: en 1985 había 22.000 cabezas nucleares que sumaban una capacidad explosiva de un millón de veces la bomba arrojada en Hiroshima.

La distribución era tal, que a cada pueblo del mundo con 5.500 habitantes le toca una bomba atómica. ¿Cuál es la función real de los arsenales si con sólo unas pocas bombas se podría acabar con todos nosotros? La única utilidad es que por su mera existencia, los países que pudieran representar una amenaza (Corea del Norte, Irak o Libia, por ejemplo) no se atrevan a dar un paso en falso. La tímida mejoría implicada por los tratados de desarme nuclear llamados Start I y II (Strategic Arms Limitation Talks, o Conversaciones para la Limitación de Armas Estratégicas), firmados en 1991 y 1993, respectivamente, se ven nuevamente amenazados por el perfil armamentista del presidente norteamericano George W. Bush.

En el improbable caso de que se cumplan, podremos celebrar que para el año 2003 en el mundo haya sólo un tercio del armamento que existía a mediados de los años ochenta, es decir, una bomba como la de Hiroshima para cada población de 17.000 habitantes. El apartado de las armas biológicas se inició con buenas noticias que se disolvieron pronto, como un terrón de azúcar en agua caliente. La Convención sobre Armas Biológicas se firmó en abril de 1972 por Estados Unidos, Gran Bretaña y la antigua Unión Soviética. Éste fue el primer, y durante mucho tiempo el único, tratado sobre desarme en el que una clase entera de armas de destrucción masiva era erradicada.

"Es ahí donde han intervenido los científicos en una faceta más política" recuerda el microbiólogo israelita. "Han cambiado el rumbo de los acontecimientos usando sus accesos privilegiados al poder, como ocurrió con Nixon. Biólogos destacados fueron a convencerle diciendo: '¿para qué quieres armas biológicas que pueden volverse contra tus soldados y eventualmente contra tu misma población civil?' Y además: '¿para qué quieres armas biológicas si ya tienes armas nucleares?". Sin embargo, las cosas cambiaron rápidamente.

La cantidad de países en posesión de armas biológicas aumentó de 4 en 1972 a 12 en 1995, y peor aún, muchos de los nuevos poseedores de armas biológicas eran también firmantes del aquel tratado. Según un estudio reciente, los países que actualmente tienen armas biológicas son EE UU, Rusia, India, China, Israel, Corea del Norte, Sudáfrica, Siria, Libia, Irán, Irak, Taiwan, Bielorusia y Pakistán. Pero resulta obvio que cualquier país con una capacidad básica para la biotecnología es potencialmente capaz de desarrollar estas armas. Podemos inventar la paz a pesar de los datos, Martín piensa que la paz es posible. Explica que las causas de la agresión son muchísimas, son biológicas, psicológicas, sociales, sin que haya ninguna que sea más importante.

"Prefiero explicarlo como que las causas son 100% biológicas y un 100% culturales o ambientales a la vez. Esto quiere decir que no toda la información genética tiene por qué desarrollarse, como en el caso de la agresión, uno puede educarse para crear una sociedad tolerante, solidaria y pacífica sin necesidad de desarrollar la guerra, eso está claramente expresado en el Manifiesto de Sevilla".

El Manifiesto fue lanzado en forma independiente en 1985 por científicos y adoptado por la Unesco cuatro años más tarde.

A partir de su establecimiento no hay justificaciones deterministas (al menos científicas) para la violencia o la guerra: científicamente es incorrecto decir que no se podrá suprimir nunca la guerra ya sea porque (falsamente también) es parte natural de los animales de los cuales provenimos, o porque es parte integral de nuestra naturaleza humana; es incorrecto decir que no se puede poner fin a la violencia porque los animales violentos viven mejor y se reproducen más; es falso decir que nuestro cerebro nos conduce a la violencia; y es mentira decir que la guerra es un fenómeno "instintivo", pues no existe un solo aspecto de nuestro comportamiento que no pueda ser modificado por el aprendizaje.

Es por lo anterior que una educación adecuada, como aquella que promueve Becker o la Unesco con la década de la Cultura para la Paz iniciada en el año 2000, tiene posibilidades reales de generar cambios en la actual cultura de la guerra. ¿Pero se puede evitar la guerra?, "Pues... hay quienes piensan que es parte necesaria de las cosas. Karel von Mander decía ya en 1604 que los caminos del mundo eran circulares y pasaban siempre por la guerra: la paz lleva a la subsistencia, ésta al bienestar y al orgullo, el orgullo lleva al castigo y el castigo a la guerra, la guerra a la pobreza, ésta a la humildad y la humildad lleva a la paz... -con su dedo Martín ha ido marcando puntos invisibles en el aire- pero siendo la guerra un producto cultural, resulta claramente evitable, o así lo creo yo. Por supuesto, lograr la paz no será cosa fácil, pero hay que tener en cuenta que depende de nuestra elección".

Fuente: Mestizaje, Suplemento de Solidaridad y Ecología del matutino madrileño Diario 16. Publicado en su edición del 14 de junio de 2001.

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Antropomorfismo y “hormicomorfismo”

Pierre Jaisson, La hormiga y el sociobiólogo, Fondo de Cultura Económica, México D.F., 2000, pags. 13 y 14. La traducción es de J. A. Castell.

El hombre posee indiscutiblemente el monopolio de lo cultural, es decir, de esa forma de conocimiento adquirido que se acumula sin cesar, se transmite en el interior de las generaciones y pasa a las generaciones siguientes mediante un derroche de medios de comunicación. Pero sería una ilusión creer que lo mismo ocurre con lo social, como se cree tantas veces. El antropomorfismo nos es familiar; tiñe inevitablemente la mirada que dirigimos a los animales: de esa manera se atribuyen intenciones a las hormigas, se las representa arrastrando carretas, conduciendo vehículos o navegando sobre balsas, etc. En cambio, invertir la situación, imaginar algunos de nuestros comportamientos a partir del modelo de las hormigas, se nos antoja insoportable. Con todo, a menudo estamos más cerca de ello de lo que creemos... Cuando en el libro del Génesis el patriarca Isaac, ciego y confiado en su olfato, es engañado por Jacob, su hijo menor, que se pone las ropas del mayor para usurpar una bendición, la situación es muy análoga a la que se da entre las hormigas*. En efecto, es olfateando como reconoce a sus parientes en las profundidades oscuras del hormiguero. Los descubrimientos recientes sobre el papel de la olfacción en el reconocimiento interindividual en el Hombre permiten apoyar más aún la analogía, por más que nos cueste admitirla...

Las sociedades animales se fundan en comportamientos de ayuda mutua. Pero, ¿cómo explicar tales comportamientos de ayuda, y aún de sacrificio a la colectividad, que suponen que algunos animales laboran por el éxito de la sociedad a la cual pertenecen, antes que asegurar su propia supervivencia? Podría esperarse que el estudio de los insectos, relativamente menos complicados que nos vertebrados, ofreciese a la sociobiología sus más espectaculares progresos. También se han producido adelantos significativos en la comprensión de la vida social de las aves y de los mamíferos. Pese a algunos triunfos estimulantes en los últimos años, la superposición de lo cultural y lo social, así como la limitación (necesaria) de las posibilidades experimentales han limitado el saber en la sociología humana.

* “Él se acercó y le besó, y al aspirar Isaac el aroma de sus ropas, le bendijo diciendo: ‘mira, el aroma de mi hijo como el aroma de un campo, que ha bendecido Yahveh’.” Biblia de Jerusalén, Gén. 27 : 27, Porrúa, México, 1988.

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Cuatro frases que hacen crecer la nariz de Pinocho

Eduardo Galeano

1 Somos todos culpables de la ruina del planeta

La salud del mundo está hecha un asco. 'Somos todos responsables', claman las voces de la alarma universal, y la generalización absuelve: si somos todos responsables, nadie lo es. Como conejos se reproducen los nuevos tecnócratas del medio ambiente. Es la tasa de natalidad más alta del mundo: los expertos generan expertos y más expertos que se ocupan de envolver el tema en el papel celofán de la ambigüedad. Ellos fabrican el brumoso lenguaje de las exhortaciones al 'sacrificio de todos' en las declaraciones de los gobiernos y en los solemnes acuerdos internacionales que nadie cumple. Estas cataratas de palabras -inundación que amenaza convertirse en una catástrofe ecológica comparable al agujero del ozono- no se desencadenan gratuitamente. El lenguaje oficial ahoga la realidad para otorgar impunidad a la sociedad de consumo, a quienes la imponen por modelo en nombre del desarrollo y a las grandes empresas que le sacan el jugo. Pero las estadísticas confiesan. Los datos ocultos bajo el palabrerío revelan que el 20 por ciento de la humanidad comete el 80 por ciento de las agresiones contra la naturaleza, crimen que los asesinos llaman suicidio y es la humanidad entera quien paga las consecuencias de la degradación de la tierra, la intoxicación del aire, el envenenamiento del agua, el enloquecimiento del clima y la dilapidación de los recursos naturales no renovables. La señora Harlem Bruntland, quien encabeza el gobierno de Noruega, comprobó recientemente que si los 7 mil millones de pobladores del planeta consumieran lo mismo que los países desarrollados de Occidente, "harían falta 10 planetas como el nuestro para satisfacer todas sus necesidades". Una experiencia imposible. Pero los gobernantes de los países del Sur que prometen el ingreso al Primer Mundo, mágico pasaporte que nos hará a todos ricos y felices, no sólo deberían ser procesados por estafa. No sólo nos están tomando el pelo, no: además, esos gobernantes están cometiendo el delito de apología del crimen. Porque este sistema de vida que se ofrece como paraíso, fundado en la explotación del prójimo y en la aniquilación de la naturaleza, es el que nos está enfermando el cuerpo, nos está envenenando el alma y nos está dejando sin mundo.

2 Es verde lo que se pinta de verde

Ahora, los gigantes de la industria química hace su publicidad en color verde, y el Banco Mundial lava su imagen repitiendo la palabra ecología en cada página de sus informes y tiñendo de verde sus préstamos. "En las condiciones de nuestros préstamos hay normas ambientales estrictas", aclara el presidente de la suprema banquería del mundo. Somos todos ecologistas, hasta que alguna medida concreta limita la libertad de contaminación. Cuando se aprobó en el Parlamento del Uruguay una tímida ley de defensa del medio ambiente, las empresas que echan veneno al aire y pudren las aguas se sacaron súbitamente la recién comprada careta verde y gritaron su verdad en términos que podrían ser resumidos así: "los defensores de la naturaleza son abogados de la pobreza, dedicados a sabotear el desarrollo económico y a espantar la inversión extranjera". El Banco Mundial, en cambio, es el principal promotor de la riqueza, el desarrollo y la inversión extranjera. Quizás por reunir tantas virtudes, el Banco manejará, junto a la ONU, el recién creado Fondo para el Medio Ambiente Mundial. Este impuesto a la mala conciencia dispondrá de poco dinero, 100 veces menos de lo que habían pedido los ecologistas, para financiar proyectos que no destruyan la naturaleza. Intención irreprochable, conclusión inevitable: si esos proyectos requieren un fondo especial, el Banco Mundial está admitiendo, de hecho, que todos sus demás proyectos hacen un flaco favor al medio ambiente. El Banco se llama Mundial, como el Fondo Monetario se llama Internacional, pero estos hermanos gemelos viven, cobran y deciden en Washington. Quien paga, manda, y la numerosa tecnocracia jamás escupe el plato donde come. Siendo, como es, el principal acreedor del llamado Tercer Mundo, el Banco Mundial gobierna a nuestros países cautivos que por servicio de deuda pagan a sus acreedores externos 250 mil dólares por minuto, y les impone su política económica en función del dinero que concede o promete. La divinización del mercado, que compra cada vez menos y paga cada vez peor, permite atiborrar de mágicas chucherías a las grandes ciudades del sur del mundo, drogadas por la religión del consumo, mientras los campos se agotan, se pudren las aguas que los alimentan y una costra seca cubre los desiertos que antes fueron bosques.

3 Entre el capital y el trabajo, la ecología es neutral

Se podrá decir cualquier cosa de Al Capone, pero él era un caballero: el bueno de Al siempre enviaba flores a los velorios de sus víctimas... Las empresas gigantes de la industria química, petrolera y automovilística pagaron buena parte de los gastos de la Eco 92. La conferencia internacional que en Río de Janeiro se ocupó de la agonía del planeta. Y esa conferencia, llamada Cumbre de la Tierra, no condenó a las transnacionales que producen contaminación y viven de ella, y ni siquiera pronunció una palabra contra la ilimitada libertad de comercio que hace posible la venta de veneno. En el gran baile de máscaras del fin de milenio, hasta la industria química se viste de verde. La angustia ecológica perturba el sueño de los mayores laboratorios del mundo, que para ayudar a la naturaleza están inventando nuevos cultivos biotecnológicos. Pero estos desvelos científicos no se proponen encontrar plantas más resistentes a las plagas sin ayuda química, sino que buscan nuevas plantas capaces de resistir los plaguicidas y herbicidas que esos mismos laboratorios producen. De las 10 empresas productoras de semillas más grandes del mundo, seis fabrican pesticidas (Sandoz, Ciba-Geigy, Dekalb, Pfiezer, Upjohn, Shell, ICI). La industria química no tiene tendencias masoquistas. La recuperación del planeta o lo que nos quede de él implica la denuncia de la impunidad del dinero y la libertad humana. La ecología neutral, que más bien se parece a la jardinería, se hace cómplice de la injusticia de un mundo donde la comida sana, el agua limpia, el aire puro y el silencio no son derechos de todos sino privilegios de los pocos que pueden pagarlos. Chico Mendes, obrero del caucho, cayó asesinado a fines del 1988, en la Amazonía brasileña, por creer lo que creía: que la militancia ecológica no puede divorciarse de la lucha social. Chico creía que la floresta amazónica no será salvada mientras no se haga la reforma agraria en Brasil. Cinco años después del crimen, los obispos brasileños denunciaron que más de 100 trabajadores rurales mueren asesinados cada año en la lucha por la tierra, y calcularon que cuatro millones de campesinos sin trabajo van a las ciudades desde las plantaciones del interior.Adaptando las cifras de cada país, la declaración de los obispos retrata a toda América Latina. Las grandes ciudades latinoamericanas, hinchadas a reventar por la incesante invasión de exiliados del campo, son una catástrofe ecológica: una catástrofe que no se puede entender ni cambiar dentro de los límites de la ecología, sorda ante el clamor social y ciega ante el compromiso político.

4 La naturaleza está fuera de nosotros

En sus 10 mandamientos, Dios olvidó mencionar a la naturaleza. Entre las órdenes que nos envió desde el monte Sinaí, el Señor hubiera podido agregar, pongamos por caso: "Honrarás a la naturaleza de la que formas parte". Pero no se le ocurrió. Hace cinco siglos, cuando América fue apresada por el mercado mundial, la civilización invasora confundió a la ecología con la idolatría. La comunión con la naturaleza era pecado. Y merecía castigo. Según las crónicas de la Conquista., los indios nómadas que usaban cortezas para vestirse jamás desollaban el tronco entero, para no aniquilar el árbol, y los indios sedentarios plantaban cultivos diversos y con períodos de descanso, para no cansar a la tierra. La civilización que venía a imponer los devastadores monocultivos de exportación no podía entender a las culturas integradas a la naturaleza, y las confundió con la vocación demoníaca o la ignorancia. Para la civilización que dice ser occidental y cristiana, la naturaleza era una bestia feroz que había que domar y castigar para que funcionara como una máquina, puesta a nuestro servicio desde siempre y para siempre. La naturaleza, que era eterna, nos debía esclavitud. Muy recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se cansa, como nosotros, sus hijos, y hemos sabido que, como nosotros, puede morir asesinada. Ya no se habla de someter a la naturaleza, ahora hasta sus verdugos dicen que hay que protegerla. Pero en uno u otro caso, naturaleza sometida y naturaleza protegida, ella está fuera de nosotros. La civilización que confunde a los relojes con el tiempo, al crecimiento con el desarrollo y a lo grandote con la grandeza, también confunde a la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin centro, se dedica a romper su propio cielo.

* Fuente: http://www.muldia.com/cultura/eduardo_galeano.htm

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Un cuento sufí

Salomón y Azrael *

Un hombre vino muy temprano a presentarse en el palacio del profeta Salomón, con el rostro pálido y los labios descoloridos.

Salomón le preguntó:

“Por qué estás en ese estado?”

Y el hombre respondió:

“Azrael, el ángel de la muerte, me ha dirigido una mirada impresionante, llena de cólera. ¡Manda al viento, por favor te lo suplico, que me lleve a la India para poner a salvo mi cuerpo y mi alma!”.

Salomón mandó, pues, al viento que hiciera lo que pedía el hombre. Y, al día siguiente, el profeta preguntó a Azrael:

“Por qué has echado una mirada tan inquietante a este hombre, que es un fiel? Le has causado tanto miedo que ha abandonado su patria.”

Azrael respondió:

“Ha interpretado mal esa mirada. No lo miré con cólera, sino con asombro. Dios, en efecto, me había ordenado que fuese a tomar su vida en la India y me dije: ‘¿Cómo podría, a menos que tuviese alas, trasladarse a la India?’”

* Mawlana Yalal al-Din Rumi, 150 cuentos sufíes extraidos del Matnawi y seleccionados por Ahmed Kudsi-Erguner y Pierre Maniez, Paidós, Barcelona 1996, págs. 32 y 33. Traducción de Antonio López Ruiz.

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