Heráclito 44

“Después de todo, ¿qué son las palabras? Las palabras son símbolos para recuerdos compartidos”

Jorge Luis Borges, Fragmento de una conferencia dictada en la Universidad de Harvard en 1968. Traducción de Justo Navarro.


Cuando escribo intento ser leal a los sueños y no a las circunstancias. Evidentemente, en mis relatos (la gente me dice que debo hablar de ellos) hay circunstancias verdaderas, pero, por alguna razón, he creído que esas circunstancias deben siempre contarse con cierta dosis de mentira. No hay placer en contar una historia como sucedió realmente. Tenemos que cambiar alguna cosa, aunque nos parezca insignificante; si no es así, no nos consideramos artistas sino, quizá, meros periodistas o historiadores. Aunque imagino que los verdaderos historiadores siempre han sabido que pueden ser tan imaginativos como los novelistas. Por ejemplo, cuando leemos a Gibbon, el placer que nos causa es equiparable al de leer a un gran novelista. Después de todo, sabe muy poco sobre sus personajes. Me figuro que hubo de imaginar las circunstancias. Debió de pensar que había creado, en cierto sentido, la decadencia y caída del Imperio Romano. Y lo hizo tan maravillosamente que no necesito otra explicación.

Si tuviera que aconsejar a algún escritor (y no creo que nadie lo necesite, pues cada uno debe aprender por sí mismo), yo le diría simplemente lo siguiente: lo invitaría a manosear lo menos posible su propia obra. No creo que retocar y retocar haga ningún bien. Llega un momento en que uno descubre sus posibilidades: su voz natural, su ritmo. No creo que ninguna corrección superficial resulte útil entonces.

Cuando escribo, no pienso en el lector (porque el lector es un personaje imaginario), sino que pienso en lo que quiero transmitir y hago cuanto puedo para no malograrlo. Cuando yo era joven creía en la expresión. Había leído a Croce, y la lectura de Croce no me hizo ningún bien. Yo quería expresarlo todo. Pensaba, por ejemplo, que, si necesitaba un atardecer, podía encontrar la palabra exacta para un atardecer; o, mejor, la metáfora más sorprendente. Ahora he llegado a la conclusión (y esta conclusión puede parecer triste) de que ya no creo en la expresión. Sólo creo en la alusión. Después de todo, ¿qué son las palabras? Las palabras son símbolos para recuerdos compartidos. Si yo uso una palabra, ustedes deben tener alguna experiencia de lo que representa esa palabra. Si no, la palabra no representará nada para ustedes. Pienso que sólo podemos aludir, sólo podemos intentar que el lector imagine. Al lector, si es lo bastante despierto, puede bastarle nuestra simple alusión.

Es algo que favorece la eficacia, y en mi caso también la pereza. Me han preguntado por qué nunca he intentado escribir una novela. La pereza, por supuesto, es la primera explicación. Pero hay otra. Nunca he leído una novela sin cierta sensación de aburrimiento. Las novelas incluyen material de relleno; creo, por lo que sé, que el material de relleno puede ser una parte esencial de la novela. Pero he leído y vuelto a leer una y otra vez muchos relatos breves. Entiendo que en un relato breve de, por ejemplo, Henry James o Rudyard Kipling podemos encontrar tanta complejidad –y de un modo más agradable- como en una larga novela.

Pienso que mi credo se reduce a esto. Cuando prometí un “credo de poeta”* yo pensaba, demasiado crédulo, que, después de dar cinco conferencias desarrollaría en el proceso alguna clase de credo. Pero entiendo que debo decirles que no tengo ningún credo en particular, excepto las pocas precauciones y dudas sobre las que les he venido hablando.

Cuando escribo algo, procuro no comprenderlo. No creo que la inteligencia tenga demasiada relación con el trabajo del escritor. Pienso que uno de los pecados de la literatura moderna es que tiene demasiada conciencia de sí misma. Por ejemplo, considero a la literatura francesa una de las mayores literaturas del mundo (y supongo que nadie lo pone en duda). Pero me he visto obligado a pensar que los autores franceses son, por lo general, demasiado conscientes de sí mismos. Lo primero que hace un escritor francés es definirse a sí mismo, antes, incluso, de saber lo que va a escribir. Dice: “Qué escribiría, por ejemplo, un católico nacido en tal o cual provincia, y socialista hasta cierto punto?” O: “Cómo deberíamos escribir después de la Segunda Guerra Mundial?” Supongo que hay mucha gente en el mundo que se agobia con estos problemas ilusorios.

Cuando escribo (pero quizá yo no sea un buen ejemplo, sino sólo una terrible advertencia), intento olvidarlo todo sobre mí. Me olvido de mis circunstancias personales. No intento, como alguna vez lo intenté, ser un “escritor suramenricano”. Sólo intento transmitir el sueño. Y si el sueño es confuso (en mi caso, suele serlo), no intento embellecerlo, ni siquiera comprenderlo. Quizá haya hecho bien, pues cada vez que leo un artículo sobre mí –y, no sé por qué, parece haber muchísima gente dedicándose precisamente a eso-, generalmente quedo sorprendido y muy agradecido por los profundos significados que descifran en esos más bien azarosos apuntes míos. Evidentemente, les estoy agradecido, pues considero la literatura como una especie de colaboración. Es decir, el lector contribuye a la obra, enriquece el libro. Y sucede lo mismo cuando se da una conferencia.

* En efecto, tal fue el título bajo el cual Borges habló durante esas conferencias (N. de la R.).

H 63 – 10.08.2001


Desde el diván

Reproche a su terapeuta de un paciente que quiere refugiarse en el anonimato

Si es variable la verdad, eso me preguntas. Nada menos que de la verdad me hablas. ¿No era de psicología y de cómo estoy de mi mollera que íbamos a hablar? Y ahora me llevas por los dominios de la filosofía, nada menos. Mira: si este camino que ahora pones bajo mis pies puede ayudar a aligerar los padecimientos que puse sobre tu camilla de doctora, soy un tipo dichoso. Y una cosa te pido: jamás me des el alta, déjame seguir probando tu medicina cada día.

A los ojos, al entendimiento llano, sin duda la verdad se ve variable. Sólo que otro es mi problema. Siempre creí que la realidad no puede ser asida por el hombre, nunca, no es de su condición verla; sólo Dios puede ver la realidad. Y la verdad ¡nada menos que la verdad (¿no debiéramos ponerla con mayúsculas?)!, eso no sé siquiera si es del territorio de Dios.

Yo no sé hablar de la verdad. Es un tema que quisiera eludir en mi sala de terapia, es un tema que quisiera remontar en torno a una mesa de café rodeada de filósofos de pacotilla.

Mira doctora, no me juzgues mal, que otro se rasque por mí.

H 63 – 10.08.2001


El roedor

Entre vanidades y dudas

Fernando Savater, El jardín de las dudas

"En cuanto le veía con un libro entre las manos; se lo quitaba y arrojaba al fuego; si el príncipe ensayaba con su flauta, se la arrebataba y la rompía furiosamente".
No sé por qué Aristóteles, cuando clasificó las categorías filosóficas, dejó fuera la "duda", pues su contribución al perfil cognoscitivo del mundo no es menos valiosa que otras que forman parte de eso que se llama ‘el aparato categorial de la filosofía’ o de cualesquiera otras ciencias. Renato Descartes, George Berkeley, Hermann Hesse, Karl Popper, Ludwig Witgenstein, E. M. Cioran, sólo han encontrado en este mundo un montón de incertidumbres y ninguna certeza; de ahí, pues, que la incertidumbre, la duda, sea la bujía que no sólo inspira los lances oscuros de nuestra intuición, sino a la ciencia misma, o la claridad mística que conduce a algunos elegidos hacia ese haz de luz que al fin de cuentas es Dios. Excúsenme, queridos lectores, siempre, siempre, porque a veces me vuelvo abstracto, oscuro adrede –no como Heráclito, que era hermético—. El mismo Sócrates decía que nuestros sentidos no nos daban ‘calidad’ para ‘conocer’ lo que estaba más allá, fuera de nosotros mismos, razón por la que el esfuerzo mayor debería ser ‘conocerse a sí mismo’; lo posible, lo realizable desde la mismidad. De ahí que he hecho un esfuerzo enorme en ese sentido, y sin caer en solipsismo, sin considerarme ‘el centro del Universo’, ‘el último culpé’, ‘la rosa de los vientos’, el anti-Judas, ni el anti-Cristo ( tampoco los extremos llegan a ninguna parte), uno se rebosa de dicha, de plenitud, con saberse una brizna de viento, pero una brizna que sabe lo quiere, lo que busca; y sobre todo, lo que no quiere, lo que no haría aunque no se lo pidan; soy –como digo a mis alumnos— un ridículo mortal, vulgar repetidor de cosas requetesabidas; ‘saltapatrás’ de Vicente Noble, en fin. En medio de la incertidumbre de todos, creo que los que somos así, vivimos mejor, somos más auténticos. ¡Y eso sí que lo digo, aunque luzca arrogante!

Debo hacerles una anécdota –ya que todo esto viene, para los que me siguen, de los artículos publicados anteayer y ayer, con las cartas del ingeniero García Frómeta y Todesmo— para que vean más o menos cómo veo las cosas: mi amigo Máximo Jiménez, un periodista excelentemente bien dotado -que no le gusta la literatura criolla- y que con el correr del tiempo viene aborreciendo hasta ‘El Roedor’, insistió para que enviase estos garabatos a los Premios Pellerano en la versión "Columnista del Año". Me negué muerto de risa bajo varios argumentos: 1ro. Esos ‘genios’ –digo, el jurado- jamás me darán un premio a mí, no sólo porque premiarían todo lo que les niega a ellos: una visión del mundo contestataria, desenfadada, burlesca, iconoclasta; 2do. Jamás el autor lo ‘cabildearía’ aunque necesitase los 200 mil pesos para una operación de vida o muerte, ya que no me arrastro ante nada ni ante nadie (es asunto de dignidad); 3ro. No creo en ‘premios’ de ningún tipo –ni representan nada para mí- porque son el oropel del espectáculo, las candilejas, lo ‘light’ del arte, de la escritura; la farsa y la falsía. ¡Nunca en la vida se ha premiado un talento que no sea coqueto!

Es un mundo de águilas de cartón y de pasarelas; el mío es ‘roer’, mirar a contraluz, desde claroscuro, y lanzar, cual "Jorobado de Nuestra Señora de París" -¡qué buena descripción me hizo el Pacoredo!- al aire mi risa sin tapujos, de guacamayo: me burlo de mí mismo, de los pájaros, los gordos, los bajos, de los enanos, de los que tienen las narices y las orejas grandes, de los pasos húsar de Federico, de las manos temblorosas de Fermín Arias Belliard, de los flacos a más no poder; de los hipocondríacos; de la risa de Manuel Núñez y de las canillas más gordas de la cuenta de Miguelito de Mena; de los chistes tartamudos de Mario Emilio; del humor corrosivo de José Cuello, de la calva de Hipólito, de la falsa solemnidad de Roberto Salcedo, de la boquita de Cuquín Victoria, del parecido a Mike Tyson de Terrero, el periodista, del aspecto buitresco que adquiere cada día la figura de Andrés Luciano Mateo; de la cara infeliz de Woody Allen y de los ojos de Rosario, el rector de la UASD; de los ‘calorazos’ que coge César Medina; me río de la lengua gruesa de Peynado, de Freddy y de sus chistes, más no de los de Carlos Alfredo y me río de los muertos y las canillas de mi madre, la filósofa Emperatriz y de mi hermana Caperuza. Y me río de mi ‘pancita’ de cerdo vitalicio. ¿O no es esto una comedia humana?

H 63 – 10.08.2001


Cuentos del Antiguo Egipto, versión, introducción y notas de Emma Brunner-Traut, Edaf, Madrid 2000, págs. 294 y 295. Traducción de Pablo Villadangos.

Enigma de la reina de Saba al rey Salomón

Hay un árbol que crece en mi país,
oh rey Salomón,
es extraordinario y hermoso.

Por la tarde lo talan,
por la mañana vuelve a brotar.
Tan hermoso como él es no he visto nada más sobre la tierra.

A su derecha hay un campo,
plantado de piedras preciosas,
adonde todo el mundo desea ir.

Un emisario viene todos los años
cargado de buenos regalos
que ofrece a todos los habitantes.

Luego regresa a su casa.
Si eres capaz, Salomón, de resolverme este enigma,
entonces divulgaré tu gloria.

El que allí crece, el árbol, en tu país,
oh Saba, reina de los etíopes,
es una metáfora del sol.

Todas las tardes se pone,
todas las mañanas se ilumina.
Tan hermoso como él es no he visto nada más sobre la tierra.

El campo junto al árbol
es una metáfora del cielo,
las piedras preciosas son estrellas

que brillan por la noche.
Pero se oscurecen nada más salir el sol,
debido a la luz que rodea al sol.

El emisario que viene a tu país
es el agua del río de Egipto,
que todos los años empapa la tierra.*

* Esta poesía copta está publicada en H. Junker, Koptische Poesie des 10. Jahrhunderts en Oriens Christianus 7, p. 148 y ss. Es una de las muchas adivinanzas que se les atribuyen a ambos soberanos y está escrita en el papiro Berlín 9287, el “manuscrito de canciones de Berlín”. En un principio, se había planteado como una adaptación métrica sistemática de los proverbios de Salomón, del Eclesiastés y del Cantar de los Cantares, pero el texto está incompleto y su orden es incorrecto; además, está deformado por los añadidos y los errores. El arte poético copto, una verdadera poesía popular, alcanzó en el siglo X su época de mayor esplendor. La melodía de esta canción se indica siguiendo las palabras iniciales de un cantar popular.

H 63 – 10.08.2001


Eduardo Dermardirossian entrevista al artista plástico

Leopoldo Presas

“Todos los niños nacen con los genes de Altamira”. A pocos minutos de comenzar el diálogo en su estudio de la Avenida de Mayo al 800, en pleno centro de Buenos Aires, el maestro Presas disparó la frase. Y por nuestra parte, ya mismo encendimos el grabador, porque tempranamente advertimos que la charla había de ser substanciosa. En efecto, él cree que la condición de artista no deviene de la cultura o de la erudición de las personas, sino, de una condición nata en ellas que las hace ser creativas, tener sentido estético y también sensibilidad para aprehender el afuera y el adentro del ser humano. “Fíjese -nos decía- en tantas personas sin una versación notable y aún escasa, pero que sin embargo son capaces de dar a luz obras de exquisita sensibilidad y belleza”.

En orden con este modo de reflexionar, también nos decía que la enseñanza académica y formal no siempre procura el pulimento de un verdadero artista. “Ingresé a la academia y permanecí sólo dos meses en ella en calidad de alumno, porque creo que el arte se ejercita en los talleres con la guía de los maestros. Y así fue como abandoné mis restudios regulares para ingresar a la Escuela de Artes Gráficas, donde por entonces Lino Enea Spilimbergo dictaba cursos de taller libre, pero con la condición de que solamente ingresaran quienes no concurrieran a cursos formales u oficiales de arte”.

Formó parte del Grupo Orión, primer bastión de la pintura surrealista en Argentina.

Respecto de Leopoldo Presas escribe Rafael Squirru: “nuestra amistad se intensificó a partir de los murales de las Galerías Santa Fe, que con generosa extensión métrica, pintara en una de las paredes, mientras en la de enfrente hacía lo propio Leopoldo Torres Agûero, manteniendo ambos la misma gama de azules y verdes transparentes”. Luego agrega: “Los años sesenta fueron muy ricos en la creatividad de Presas. A esa década pertenece la serie de los Cerdos que nos dice del aspecto iracundo del gran maestro. Pocas veces en la historia de nuestro arte se han atacado los aspectos negativos de la existencia con vehemencia parecida. La denuncia recorre una amplia gama de falsos ídolos. El becerro se ha trocado en cerdo de oro. Conozco el tema por haberlo conversado con el artista lo que me condujo años después a una serie de poemas sobre La Edad del Cerdo, de parecida fuente de inspiración. Esta serie se extendió hasta mi libro siguiente Quincunce americano en que aparece este poema”:

Como Jonás
Desde la entraña,
Hágase tu voluntad,
hasta que el cerdo
Se pare en dos patas.

“Pero no es hombre Presas para quedar atrapado en una sola estética. Cumplida su vocación de justicia, volverían a asomar las magníficas pinturas celebratorias de su principal fuente inspiratoria: la mujer. El Retrato de Elsa en 1962 es un claro ejemplo de que la vena de armónica belleza jamás lo abandonó. En cada instancia Presas nos demuestra su solvencia y la hondura de su penetración lírica”.

Y el hombre al que conocimos en medio de sus obras, de sinuosa armonía las más de las veces; aquel con quien dialogamos amigablemente, con su voz siempre tenue pero cálida, nos dió muestras de su bonhomía y de su humildad, virtud y atributo escaso en nuestros tiempos.

Tardía pero deliberadamente hemos de decir que nació el artista el 21 de febrero de 1915 en Buenos Aires y que a los 17 años de edad comenzó a realizar estudios regulares de dibujo y grabado. Un año después de fundar el ya nombrado Grupo Orión, en 1940 Presas abandona la pintura para procurar su sustento. Es en ésta época que contrae matrimonio, del que nacen tres hijos y establece su vivienda en el bajo de Fores, donde ha de vivir casi tres décadas.

Quizás motivado por la realidad que lo circunda, allí alza nuevamente su pincel para pintar “la quema”, baldíos adonde se depositaban, humeantes, restos de basura aún no incinerada. En ese medio retoma su camino el artista, con un paisaje, con un Viejo, y siempre la mujer como fuente para nutrir su inspiración, Y, claro, con su alma a cuestas.

Y continúa Rafael Squirru: “Desnudos, paisajes y naturalezas muertas se disputan un lugar de preferencia que el artista procura distribuir con la máxima equidad.

“En cada instancia Presas nos muestra su solvencia y la hondura de su penetración lírica. Insensiblemente se desliza el maestro a imágenes de fuerte erotismo que nunca caen en lo obsceno o en lo pornográfico. Muy por el contrario se trata de himnos celebratorios de la pareja entonados con la misma alegría con que se despliegan estas Imágenes en los templos hindúes, que proclaman desde sus muros exteriores las fuerzas generadoras de la naturaleza, sin excluir de ese panorama a la pareja humana.

“...Si bien podría extenderme sobre la enorme riqueza de matices de la obra y su creador, prefiero terminar con el poema que le dediqué en el libro de poesías, Amor 33:

Para trasmutar tu pintura en canto
Contaré sirenas
Aunque depares destinos celestes.
Si la tragedia es menos trágica
En atemperados rojos y carmines,
El azul es más azul
Dorado el amarillo
Y campean verdes
De un imposible sueño.
Piadoso pincel
Amortiguó la estridencia del mundo
Con acuáticos reflejos,
Allí crecen habitantes sin aristas
Armoniosos,
En la suavidad de sus contornos.
A la mujer, liturgo generoso
Diste dignidad a la par del gran Piero,
Pueden manipular las tuyas vinajeras
Sin sacrilegio
Aún cuando la túnica descanse sobre el brazo.
Retratando
Has remontado el mundo de la idea
Y desde allí
Mágica vara
Fijó de cada cual lo que no muere.
Puesto a cantar tu arte, Presas,
Dejé a un lado tu humanidad
Más alta que una torre.

“Dejé a un lado tu humanidad / Más alta que una torre”, concluye su poesía Squirru. Conmovedor epílogo para un poema, injusta omisión para un artista e ingrata paga para un esteta. Porque al cabo de tanto mirar con los ojos de su alma, después de plasmar con tamaña maestría sus adentros, ocurre que nos olvidamos nada menos que del hombre, de su humanidad, de lo que tiene de sagrado.

Ingrato el arte, entonces, porque devora al artista y lo aniquila a los ojos de su igual, que es el hombre. Artista o no, poeta o artesano y quizás holgazán.

En anteriores oportunidades, también Antonio Pujía y Celia Adler dijeron a Heráclito que, una vez echada a rodar, la obra de arte buscará por sí misma su rumbo y su destino. Pero no supuse al oír aquello que tal destino pudiera volverse contra el progenitor de la obra. Sospecho que Squirru concordará con ésto.

H 63 – 10.08.2001


Ignacio Gutiérrez Zaldívar escribe sobre

Presas

Hace veinte años, veraneando en Quequén, conocí a Paco y Marta Virasoro, amigos de la familia de mi futura mujer, Marga, quienes me contagiaron su admiración y cariño por Leopoldo Presas.

Cuando en 1976 inauguramos Zurbarán, los primeros dos cuadros que cambiaron de manos fueron dos obras de Toto* de la década del 40, y que representaban sus modelos predilectos, el primero de ellos eran tres desnudos de Elsa, y el otro, el Viejo que tenía como domicilio la quema del bajo de Flores. Años después lo visité en París con intenciones de incorporarlo a nuestra Galería, que necesitaba de una figura consagrada para poder desarrollarse. Mi deseo se cumplió, y hoy Presas es el artista decano de Zurbarán, el amigo y el ejemplo para todos nosotros...

A Toto le gusta el orden y respeta las jerarquías, le molesta la sensación del desorden que genialmente nos describiera Discépolo en “Cambalache”. No le interesa ni la fama ni el éxito, le encanta la música, el ajedrez y por supuesto la pintura. Hace un culto del dibujo y el grabado, y sueña con que alguna vez los coleccionistas respetemos más la línea.

Es un hombre bondadoso, respetado y querido por todos los que lo conocemos, un hombre que no quiere homenajes, pero como ninguno, se los merece.

* Apodo con que sus íntimos nombran a Leopoldo Presas.

H 63 – 10.08.2001


Zen

Un día de viento dos monjes discutían sobre un árbol.

El primero decía: "Te digo que lo que se mueve es el árbol no el viento".

El segundo decía: "Y yo te digo que lo que se mueve es el viento no el árbol"

Un tercer monje paso por allí y dijo: "No se mueve el viento y tampoco el árbol. Son vuestras mentes las que se mueven".