Heráclito 78

Nuestros lectores, nuestros colaboradores

Las columnas de Heráclito también se nutren con el aporte de los lectores, que suman sus reflexiones y sus versos a los de nuestros columnistas habituales y a las transcripciones que hacemos de autores que ornaron las letras en diferentes tiempos y latitudes.

En ocasiones ocurre que omitimos publicar las colaboraciones que buenamente nos envían los lectores. Ello merece una explicación que nos apresuramos a dar desde este lugar.

Razones de sintaxis, de valor literario o del interés particular de algunos de los textos que nos son enviados nos aconsejan obrar de este modo, que no es descalificatorio en absoluto. En estos últimos casos se trata de resguardar la independencia con que nos hemos propuesto obrar, procurando no suscribir a partidismos filosóficos ni políticos.

Pero digamos también que en todas las circunstancias respondemos a quienes tienen a bien enviarnos sus trabajos, expresándoles los motivos por los que tomamos una u otra decisión. Ellos entienden nuestras razones y buenamente siguen siendo nuestros lectores, entusiastas a veces. Saben que las columnas de este medio siguen abiertas para recibir sus aportes y que no discriminamos a la hora de publicar opiniones. Porque mantener cierta prescindencia ideológica no nos impide ser abarcativos y mirar en todas las direcciones.

A todos ellos, gracias.

La dirección

H 90 – 15.02.2002



Los niños también nos leen

Caperucita Amarilla

Eduardo Dermardirossian, Cuentos de Caperucita para Mariel, de próxima edición.

Nació en una modesta casita de paredes de adobe con techo de paja y fue su primera cuna un canasto, de los llamados moisés, que antes de ella otros niños habían ocupado. Su padre, leñador, hachaba los troncos durante el día entero para procurar el sustento de su familia. Su madre realizaba las tareas hogareñas, atendía el huerto que había al lado de la casa y se ocupaba de ordeñar las pocas cabras que tenían consigo. Esforzados y laboriosos, sin tregua en los quehaceres diarios, sí, pero felices de amarse y de tener por hija a Caperucita, los padres y la niña se reunían cada noche frente al fuego que ardía en el hogar y contaban historias. Aquí relataré una de ellas. Que no le ocurrió a esta Caperucita, sino a otra. Porque ha de saberse que son varias las niñas que así se llaman por usar capucha. La historia que relataré le ocurrió a otra niña que, al igual que ésta, usaba capucha amarilla. “Me contarás mi historia, papá”, se apresuró la niña. Y el padre: “En la vida, hijita, hay un gran espejo que como todos los espejos refleja lo que ocurre frente a él. Y bien, ignoro yo de qué lado del espejo ocurrió lo que ahora voy a relatarte, pero es preciso que si después de oírlo tú llegas a saberlo, guardes silencio a su respecto y ese será tu secreto que no revelarás a nadie”. Y a ti, lector, niño o adulto, te hago parecida advertencia: cuanto relate de ahora en más será para ti y a nadie lo contarás. Ni siquiera a mí mismo, porque al fin de la historia yo la habré olvidado.

Es asunto serio el del espejo. Y misterioso también. Frente a él ocurren las cosas y en él se reproducen fielmente, tal que no sabes en verdad cuál territorio es el de la realidad y cuál está duplicado. No hay modo de averiguarlo. Es más: los pensamientos, los sentimientos, las emociones y tantas otras cosas por el estilo, no se sabe de qué lado ocurren. Ignoro si importa saber esto pero es verdad que Caperucita Amarilla sentía una enorme curiosidad. Tanta, que con sus abundantes inquisiciones sobre el asunto le impedía al padre continuar con el relato. “Mira hija, ese es un misterio que no podrás esclarecer en las conversaciones, porque siendo uno de los grandes secretos de la vida es inconveniente que si algo descubres se cuentes a otros. Dios así lo ha querido. De modo que sola develarás ese misterio si es que esa gracia te ha sido concedida”. Pero la pequeña no podía dejar de preguntarse acerca del asunto y cuanto más hurgaba en su entendimiento tanto más le inquietaba el misterio. “¿Cuál seré yo en el relato que oiré de mi padre? ¿La Caperucita de cuál lado del espejo será la relatada? Una de ellas seré yo, la real, y la otra solamente un reflejo, y no podré discernir una de otra porque ambas somos iguales, las dos usamos capucha amarilla y mi propio padre ignora la verdad”. No salía la niña de sus cavilaciones cuando su padre inició el relato.

Caperucita Amarilla gustaba llevar a pastar sus cabras. Y mientras comían, ella contaba el número de aves que atravesaban el cielo en dirección al norte. Eran tantas, pero tantas aves que la pequeña solía perder su cuenta al cabo del día y regresaba a casa sin poder informar a su mamá al respecto. Sabía la mamá a qué era debida esa dificultad: Caperucita aún no sabía contar más allá de un número dado, diez, o quizá cien. Pero qué podía reprochársele a la niña que apenas excedía los dos años y medio de edad... Ya aprendería ella a contar sin límites. Y cuando transcurrió un año más aprendió a contar hasta mil, que era más que las aves que volaban diariamente de sur a norte. Entonces sí, cada día decía el número de pájaros que habían surcado el cielo en esa dirección.

Todo esto –ya lo sabemos- era relatado por su padre a Caperucita, que escuchaba con particular atención. Porque dudaba la niña si la que contaba las aves del cielo era la Caperucita real o la del espejo que en medio de la vida duplica todo lo que acontece. Aguardaba una señal, un dato, un fallo en el relato para establecer la verdad. “Porque –se decía- ha de saberse quién es quién en cada momento. ¿Cómo puedo dudar si yo soy la que ahora escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la espejada? ¡Qué lío! ¿Por qué a mi padre se le habrá ocurrido contarme esta historia precisamente? ¿Porqué así, papá?”.

Y un día -continuó el padre- ocurrió que el prado donde la niña pastaba sus cabras estaba enteramente cubierto de niebla, tal que si extendías la mano apenas podías verla. “Detente, detente ahí, papá, y por un momento no sigas con el cuento. Detente porque siendo que la niebla lo cubría todo, el espejo que está en medio de la vida no podrá reflejar a la verdadera Caperucita. Ahora mismo viajaré hasta el cuento y podré saber la verdad. Pero tú, papito, no sigas relatando la historia porque si avanzas en ella luego no sabré cómo regresar contigo. Detén la historia hasta que vuelva. Adiós...” Y desapareció la niña.

En medio de la pradera, rodeada de blanca y apretada niebla, se encontró Caperucita con su capucha amarilla rodeada de unas pocas cabras. Miró aquí y allá. Tanteó en la blancura del aire y no vio a nadie. “A quien buscas –se dijo- eres tú misma, Caperucita Amarilla, la del cuento, la del espejo y también la que escucha el relato”. Y encontrose con que el sol aún débil de la mañana despejaba la niebla y poco a poco se hacían visibles las cabras y los árboles, el prado y las montañas. Miró con sus ojos y también con todo su corazón y creyó que todo cuanto veía era el reflejo de un gran espejo. Eso vio Caperucita. Que un gran espejo le mostraba cómo era su derredor. Recordando lo dicho por su padre miró y miró, buscó y buscó dentro del espejo en procura de hallar su imagen. Y no la encontró. Presa ya de cierto desencanto caminó la pequeña con sus brazos extendidos hacia delante para tocar el espejo. Y cuando hubo andado un breve trecho vio a su mamá y a su papá y sus cosas que había dejado y se sentó junto a ellos. Papá continuó el relato a partir del punto mismo en que se había detenido, pero lo que le fue dicho a la niña ya no recuerdo, lector.

Si tú quieres, cuando la hallemos en otro cuento, le preguntaremos a Caperucita el final.


¿Cómo puedo dudar si soy yo la que escucha lo narrado o si soy, siendo lo narrado, la del espejo o la espejada? Sólo una niña o el sabio Platón pueden inquirir de este modo acerca del ahora y del yo. Porque quienes por no ser sabios hemos abolido la duda, quienes en busca de certezas para suplir nuestra ignorancia hemos edificado códigos y diccionarios, tenemos por virtud lo que no es tal. Fue la conciencia de su ignorancia lo que arrojó a la niña en busca de la verdad. Y a su regreso fue buena, más aún de lo que había sido hasta entonces, que en eso hay virtud y no en la presuntuosidad del que cree que sabe. Mas es preciso decir que, aún cuando virtuosa, en su viaje osado no halló la niña la verdad, no pudo tocar el espejo. No sabía Caperucita que antes que ella ya Sócrates sabía que no sabía. Y en premio a su osadía un mendrugo, sólo un mendrugo le había sido dado en el banquete de la verdad: “a quien buscas es a tí misma, Caperucita Amarilla, a la del cuento, a la del espejo y también a la que escucha el relato”.

H 90 – 15.02.2002



Edgar Allan Poe

Jorge Luis Borges *

Detrás de Poe, (como detrás de Swift, de Carlyle, de Almafuerte) hay una neurosis. Interpretar su obra en función de esa anomalía puede ser abusivo o legítimo. Es abusivo cuando se alega la neurosis para invalidar o negar la obra; es legítimo cuando se busca en la neurosis un medio para entender su génesis. Arthur Schopenhauer ha escrito que no hay circunstancia de nuestra vida que no sea voluntaria; en la neurosis, como en otras desdichas, podemos ver un artificio del individuo para lograr un fin. La neurosis de Poe le habría servido para renovar el cuento fantástico, para multiplicar las formas literarias del horror. También cabría decir que Poe sacrificó la vida a la obra, el destino mortal al destino póstumo.

Nuestro siglo es más desventurado que el XIX; a ese triste privilegio se debe que los infiernos elaborados ulteriormente (por Henry James, por Kafka) sean más complejos y más íntimos que el de Poe. La muerte y la locura fueron los símbolos de que éste se valió para comunicar su horror de la vida; en sus libros tuvo que simular que vivir es hermoso y que lo atroz es la destrucción de la vida, por obra de la muerte y de la locura. Tales símbolos atenúan su sentimiento; para el pobre Poe el mero hecho de existir era atroz. Acusado de imitar la literatura alemana, pudo responder con verdad: El terror no es de Alemania, es del alma.

Harto más firme y duradera que las poesías de Poe es la figura de Poe como poeta, legada a la imaginación de los hombres. (Lo mismo ocurre con Lord Byron, tal vez con Goethe). Algún verso inmemorable -Was it not Fate, that, on this July midnight - honra y acaso justifica sus páginas, lo demás es mera trivialidad, sensiblería, mal gusto, débiles remedos de Thomas Moore.

Aldous Huxley se ha distraído vertiendo al singular dialecto de Poe alguna estrofa sentenciosa de Milton; el resultado es lamentable, sin bien cabría objetar que un párrafo de El escarabajo de oro o de Berenice, traducido a la inextricable prosa del Tetrachordon, lo sería aún más. Nuestra imagen de Poe, la de un artífice que premedita y ejecuta su obra con lenta lucidez, al margen del favor popular, procede menos de las piezas de Poe que de la doctrina que enuncia en el ensayo The philosophy of composition. De esa doctrina, no de Dreamland o de Israfel, se derivan Mallarmé y Paul Valéry.

Poe se creía poeta, sólo poeta, pero las circunstancias lo llevaron a escribir cuentos, y esos cuentos a cuya escritura se resignó y que debió encarar como tareas ocasionales, son su inmortalidad. En algunos (La verdad sobre el caso del señor Valdemar, Un descenso al Maelström) brilla la invención circunstancial; otros (Ligeia, La máscara de la Muerte Roja, Eleonora) prescinden de ella con soberbia y con inexplicable eficacia. De otros (Los crímenes de la Rue Morgue, La carta robada) procede el caudaloso género policial que hoy fatiga las prensas y que no morirá del todo, porque también lo ilustran Wilkie Collins y Stevenson y Chesterton. Detrás de todos, animándolos, dándoles fantástica vida, están la angustia y el terror de Edgar Allan Poe.

Espejo de las arduas escuelas que ejercen el arte solitario y que no quieren ser voz de los muchos, padre de Baudelaire, que engendró a Mallarmé, que engendró a Valery, Poe indisolublemente pertenece a la historia de las letras occidentales, que no se comprende sin él. También, y esto es más importante y más íntimo, pertenece a lo intemporal y a lo eterno, por algún verso y por muchas páginas incomparables. De éstas yo destacaría las últimas del Relato de Arthur Gordon Pym de Nantucket, que es una sistemática pesadilla cuyo tema secreto es el color blanco.

Shakespeare ha escrito que son dulces los empleos de la adversidad; sin la neurosis, el alcohol, la pobreza, la soledad irreparable, no existiría la obra de Poe. Esto creó un mundo imaginario para eludir un mundo real; el mundo que soñó perdurará, el otro es casi un sueño.

Inaugurada por Baudelaire, y no desdeñada por Shaw, hay la costumbre pérfida de admirar a Poe contra los Estados Unidos, de juzgar al poeta como un ángel extraviado, para su mal, en ese frío y ávido infierno. La verdad es que Poe hubiera padecido en cualquier país. Nadie, por lo demás, admira a Baudelaire contra Francia o a Coleridge contra Inglaterra.

Fuente: diario La Nación (Buenos Aires), 2.10.49
H 90 – 15.02.2002



Correo electrónico del soñador y su terapeuta (primer desatino)
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Diciembre 15 de 2001

Durante la noche que me transportaba del 14 al 15 de diciembre tuve este sueño, que me apresuré a escribir para no extraviarlo en el basurero de la amnesia. Ahora te lo envío, terapeuta amiga, no con fines diagnósticos ni para sanar mi alma; te lo envío para mostrarte un poco más de mis adentros, para que mires la estatura de mis experiencias no buscadas. Después de todo ¿a quién sino a ti le mostraría yo estas cosas?

Era un lugar abierto, con pocas construcciones y grandes superficies destinadas al esparcimiento de las gentes que deambulaban de un sitio a otro, ora reuniéndose aquí, ora más allá, según fueran sus variables propósitos. Habían acudido en número crecido al punto de incomodarse unos a otros a causa de su proximidad. Las actividades se sucedían unas a otras y los paseantes mudaban continuamente de lugar, hasta que en un sitio apartado se congregó un grupo. Ignoro exactamente qué era lo que ocurría, pero ahí estábamos muchos hombres y mujeres. Entre tantos, había una muchacha de la que yo estaba enamorado y que otrora había correspondido a mis sentimientos, pero ya no; ahora ella cortejaba a otro hombre y yo estaba acongojado por eso. Sufría la indiferencia y el desdén de aquella muchacha que en un tiempo todavía cercano había sabido quererme y alegrar mis días. Ella hablaba entusiastamente con su nuevo amor y desdeñaba mi presencia, que sabía próxima, desdeñaba mi dolor que sabía grande. Y yo padecía ese desdén que era casi una burla impiadosa, injusta. Mientras transcurría el suceso que concitaba la atención pública y ella se regodeaba en abrazos y arrumacos con el otro, yo penaba y cada pena se materializaba en una espina sobre el grande y convexo tronco de un palo borracho que había en ese lugar. Eran tantas las espinas del árbol cuantas eran mis penas y lamentaciones. Y así es como el tronco del árbol se pobló de espinas, a cuál más grande y aguda. Y hete aquí que ese tronco, curiosamente, era también un asiento, un banco que, cubierto, como te digo, por tantas espinas, podía acomodar a dos o tres personas. Pero una particularidad más tenía el árbol-banco espinoso: por alguna circunstancia que desconozco, la disposición de las espinas permitía ver cuál era mi pesar, la razón de mi desdicha, el tamaño de mi padecimiento, tal que la mujer que ahora me desdeñaba, su nuevo hombre y otros del público podían conocer mis intimidades. Fue por esa causa que antes de retirarme del lugar arrojé sobre el tronco un puñado de espinas, para que adhiriéndose a él pudieran disimular mi pena y así resguardar mi pudor. Y luego, cuando ya todo había concluido y me retiraba del lugar, oía tras de mí la voz de ella que le decía palabras de amor a él, con lo que acrecía mi dolor. Luego el sueño se fue desdibujando y ya no recuerdo más de él; sólo sé que otro sueño vino a ocupar su lugar. De este último no recuerdo nada.

Tu paciente

Diciembre 16 de 2001
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¿Qué hacían los astros esa noche en su infinita vagancia? Seguramente por alguna misteriosa razón conjuraron ese adentro fugaz como una visión estelar.

Lo onírico, mi señor, ese territorio que no advierte temporalidad porque le es simplemente innecesaria, te inventó una nueva trampa. Tu sueño semeja pesadilla; vaya a saber qué "realización alucinatoria de deseos sexuales infantiles reprimidos", como Mr. Freud afirma técnicamente, se jugaron... Desprecio hoy su significado en ese plano (los domingos no trabajo). Pero así nomás, de calle, de onda, confirmo que posees la masculina cualidad de amar a lo femenino (no te ofendas mi porteñito-irlandés). No cualquier hombre goza y sufre ese privilegio: la esperanza, la espera, la ilusión, el recuerdo, la desrealización de un sueño amoroso, de un plan sentimental. Te envidio sanamente esa virtud de alquimista: la cotidianeidad no te rompió los raros caminos del deseo. Digo: Deseo y Muerte son términos a mi gusto opuestos y antagónicos. Lo bueno de esto es que lo nocturno deviene y advierte de lo diurno. Esas escenas no son ajenas a tu yo despierto, vivito y coleando para asir a "la mujer esquiva", seduciéndola con las artes que la palabra encierra.

Tu terapeuta

H 90 – 15.02.2002



Oxígeno para el sistema democrático

Xavier Caño Tamayo *

El año 2001 pasará a la crónica general también como aquel en el que la libertad de expresión y el derecho a la información sufrieron serios reveses. El atentado contra las Torres Gemelas no sólo fue un ataque feroz contra la vida: también se ha convertido en el catalizador de un acoso contra la libertad de expresión y el derecho a la información; un hecho que ha servido a los criptoautoritarios para amordazar, recortar y controlar el ejercicio de esos derechos esenciales.

Durante la Guerra del Golfo, sólo se publicó la información del conflicto que quisieron las fuerzas armadas de EEUU; la guerra se convirtió en un videojuego facilitado por el Pentágono o en una imagen difusa y verde de bombardeos inconcretos por la entusiasta colaboración de la CNN. Pero nada se dijo de la suerte del ejército enemigo ni de los errores de los ejércitos aliados ni de las bajas humanas de unos y otros. En esos días más que nunca se olvidó que el artículo 19 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos proclama que “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.

En nuestros días, en la llamada guerra de Afganistán, se ha continuado en esa línea; se ha mentido tal como declaró un portavoz del Pentágono que afirmó que “quizás sea necesario difundir noticias inexactas”. El propio Bush dijo que “esta es una guerra secreta con muchas operaciones secretas que no se pondrán a la vista”. Incluso el Gobierno de los EEUU pidió claramente a las cadenas de televisión y a los grandes diarios que no emitieran o publicaran declaraciones de Osama Bin Laden o de la organización Al Qaeda porque, dijeron, podrían contener mensajes cifrados para sus seguidores en Estados Unidos. Siendo preocupante que el Gobierno de un país democrático solicite a medios informativos que censuren la información, más grave fue que las grandes cadenas televisivas accedieran a la petición. En Europa las televisiones se negaron a dejar de emitir lo que consideraran noticia, pero no hubo el ánimo denunciador que ha caracterizado a la prensa libre durante décadas; se ha echado en falta la independencia crítica ante el anuncio de mandatarios europeos de promulgar leyes que recortan libertades ciudadanas con el pretexto de la lucha contra el terrorismo.

Sin embargo, esta situación no se ha dado sólo por el conflicto y tensión de los últimos meses. Desde hace años, se ha ido sustituyendo la verdad informativa por una concepción mercantil y propagandística de la noticia. Ya no interesa explicar las cosas que ocurren, cómo ocurren, por qué ocurren, quiénes son responsables, y a quién benefician o perjudican. La mayoría de los medios -y sobre todo las televisiones- han renunciado a revelar y denunciar las disfunciones y desajustes de la política, de la economía y de la sociedad: han apostado por la comercialidad y la búsqueda de beneficios, cuando no por la propaganda del injusto sistema económico vigente, sin el menor atisbo de crítica ni de distanciamiento.

El establecimiento de este nuevo concepto de noticia mercantilizada e interesada es evidente a través de los últimos años. Podemos recordar la crisis de Indonesia que acabó con la dictadura de Suharto: no se informó, en general, de que Suharto era un político al servicio de las potencias occidentales ni tampoco de que las duras medidas del Fondo Monetario Internacional causaron el empobrecimiento y la desesperación de grandes sectores de población indonesia que se lanzó a la calle. Tampoco se explicaron las trampas y engaños del Gobierno mexicano en el conflicto de Chiapas y al presidente Zedillo se le presentó como un apóstol de la paz. O no se explicó que el elogiado Perú de Fujimori por sus resultados macroeconómicos era en realidad una dictadura corrupta; tuvo que estallar el escándalo Montesinos para que se informara con algo más de honradez.

La lista de desinformaciones y ocultaciones sistemáticas es larga y sigue en nuestros días. No se ha informado de que Arabia Saudí es un régimen que conculca los derechos humanos y donde la mujer no pinta nada; ni de que, según el derecho internacional más aceptado, EEUU no puede bombardear a quien quiera, cuando quiera y como quiera; ni de que el asesinato de dirigentes sospechosos de terrorismo sin mediar juicio ni garantías procesales, es tan terrorismo como el que practican los seguidores de Bin Laden o los extremistas suicidas palestinos...

La relación de desinformaciones y ocultaciones es mucho más larga y no por casualidad. En los últimos años los medios informativos han sufrido un intenso proceso de concentración empresarial y, a inicios de 2002, una minoría de empresas controlan el 75% del producto mundial bruto del sector de la información; es decir, un reducido número de personas decide sobre qué se informa y cómo se informa en grandes agencias de noticias y corporaciones de prensa, radio, televisión e internet. La libertad informativa, en su doble vertiente de libertad de expresión y derecho a la información, es el oxígeno con el que respira el sistema de libertades. Si falta ese oxígeno, todo el cuerpo democrático peligra.

* Periodista
H 90 – 15.02.2002



Un poema de Rigoberta Menchú Tum

Patria abnegada

Crucé la frontera amor
no sé cuando volveré.
Tal vez cuando sea verano,
cuando abuelita luna y padre sol
se saluden otra vez,
en una madrugada esclareciente,
festejados por todas las estrellas.
Anunciarán las primeras lluvias,
retoñarán los ayotes que sembró Víctor
en esa tarde que fue mutilado por militares,
florecerán los duraznales y florecerán nuestros campos.
Sembraremos mucho maíz.
Maíz para todos los hijos de nuestra tierra.
Regresarán los enjambres de abejas que huyeron
por tantas masacres y tanto terror.
Saldrán de nuevo de las manos callosas tinajas,
y más tinajas para cosechar la miel.
Crucé la frontera empapada de tristeza.
Siento inmenso dolor de esa madrugada
lluviosa y oscura, que va más allá de mi existencia.
Lloran los mapaches, lloran los saraguates,
los coyotes y sensontles totalmente silenciosos,
los caracoles y los jutes desean hablar.
La tierra madre está de luto, empañada de sangre.
Llora día y noche de tanta tristeza.
Le faltarán los arrullos de los azadones,
los arrullos de los machetes,
los arrullos de las piedras de moler.
En cada amanecer estará ansiosa de escuchar
risas y cantos de sus gloriosos hijos.
Crucé la frontera cargada de dignidad.
Llevo el costal lleno de tantas cosas de esta tierra lluviosa,
llevo los recuerdos milenarios de Patrocinio,
los caites que nacieron conmigo, el olor de la
primavera, olor de los musgos, las caricias de la milpa
y los gloriosos callos de la infancia.
Llevo el güipil colorial para la fiesta cuando regrese.
Llevo los huesos y el resto del maiz. ¡Pues si!
Este costal volverá a donde salió, pase lo que pase.
Crucé la frontera amor.
Volveré mañana, cuando mamá torturada
teja otro güipil multicolor,
cuando papá quemado vivo madrugue otra vez,
para saludar el sol desde las cuatro esquinas
de nuestro ranchito.
Entonces habrá cuxa para todos, habrá pom,
la risa de los patojos, habrá marimbas alegres.
Harán lumbres en cada ranchito, en cada río para
lavar el nixtamal en la madrugada.
Se encenderán los ocotes, alumbrarán las veredas,
los barrancos, las rocas y los campos.

H 90 – 15.02.2002



Poema de Jorge Orozco

Herida abierta
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Herida abierta
de salvaje tajo,
de dorado alfanje
que las entrañas cala,
en faena diestra
y frenesí villano,
para morir feliz
todas las muertes,
de las vidas todas
donde fui tu víctima.
.
Vamos
herida abierta,
de cicatrices reñida
mátame ya,
con saña fiera
no esperes tanto,
pues
si me dejas vivo,
con embriagada ansia
te seguiré amando.

H 90 – 15.02.2002