Heráclito 71 Jacinto Azul

Caperucita de los pinceles

Eduardo Dermardirossian*

La llamaban con este nombre porque frecuentemente estaba con sus pinceles, pintando con diferentes colores cuanto venía a su imaginación. Lo hacía sobre una pared blanca de su cuarto. Siempre, siempre sobre la misma pared, sin que ninguna de sus pinturas malograra la anterior. Ya verás porqué, lector, sabrás la causa de ello y guardarás secreto, porque es preciso conservar el orden en el mundo y si revelas lo que te diré puede que se altere. ¿Prometido? Bien, escucha ahora atentamente.

Cierta vez un caminante, de aquellos que andan por el mundo en busca de algo desconocido por los demás, cayó sobre el camino, extenuado por el cansancio y el hambre. Quizás muriera de no haberlo encontrado Caperucita en uno de sus paseos. Lo ayudó a levantarse y apoyado un poco en ella y otro poco en una vara que ofició de bastón, llegó el caminante a la casa de Caperucita, donde ésta le prodigó toda clase de auxilios dándole alimento y ofreciéndole su propia cama para descansar. Encendió leña la pequeña para que el enfermo no sintiera frío durante la noche y fue ella a dormir al granero, junto a los cabritos.

Esa noche transcurrió y todo el día siguiente y su noche. Y cuando el hombre se hubo repuesto lo bastante quiso expresar su gratitud a la buena niña. Pero ¿cómo hacerlo en medio de su pobreza? Meditando en ello halló la solución. Sacó de su alforja unos pinceles y algunos colores que aún conservaba de mejores tiempos y le enseño a Caperucita a pintar. Niñas correteando, labradores sembrando sus mieses, madres amamantando a sus hijos, ancianos relatando historias a sus nietos. Todo esto y aún más le enseñó el caminante a pintar a la niña, tal como animales abrevando en el arroyo, flores multicolores esparcidas sobre los prados y más, mucho más. Le enseñó también a preparar diferentes colores con las plantas y tierras del lugar; y cuando ella hubo aprendido ya tanto como él mismo, partió para seguir su derrotero por la cintura del mundo, no sin antes advertirle: “Caperucita, has aprendido a pintar y he visto que es muy hermoso cuanto logras con las líneas y los colores. Debes saber también que todo lo que pintes dejará de ser tuyo apenas lo hayas terminado, saldrá de su soporte y recorrerá los valles y las montañas, los campos y los mares y poblará el mundo. Estos pinceles que te obsequié llegaron a mis manos durante un sueño. Sí, soñaba yo cierta vez, más tiempo ha que tu edad, que un anciano de cabellos y barba blancos como la nieve los ponía en mis manos, y cuando desperté aún conservaba los pinceles conmigo. Es con estos pinceles que has pintado y seguirás pintando después de mi partida”.Apenas hubo partido el caminante Caperucita advirtió que todo cuanto había pintado hasta entonces ya no estaba. Blancas las telas, las láminas y los muros, las pinturas se habían esfumado...

Sobre la pared enteramente blanca de su cuarto, pintó la pequeña una escena con tres niños jugando con un potrillito azul. De vivos colores, era muy hermoso el cuadro. Y cuando lo hubo terminado, vio con indecible sorpresa que los personajes del cuadro comenzaban a moverse hasta cobrar vida y alejarse trasponiendo la puerta. Increíblemente la pared volvía a estar blanca, sin rastros de pintura, como antes. Al siguiente día pintó sobre la misma pared a una anciana durmiendo serenamente, con un tejido inconcluso caído a su lado. Apenas dio el último retoque que concluía la obra, despertó la ancianita pintada, se incorporó tomando el tejido inconcluso y se retiró tejiéndolo.

Hombres, mujeres y niños, como así también animales, ríos y aves pintó Caperucita desde entonces en el muro blanco de su cuarto. Y al cabo de terminarlos siempre, siempre los personajes cobraron vida y se fueron, cada quien en una diferente dirección. También del río fluyó abundante agua que finalmente confluyó en otro río mayor y, con él, en el infinito mar.

Al cabo de algún tiempo se acostumbró Caperucita de los Pinceles a que siempre ocurriera así con sus pinturas. Y como en ocasiones, durante sus paseos por el bosque y por el pueblo cercano, vio a los personajes nacidos de sus pinceles, comprendió las palabras del caminante y supo que cuanto pintara sobre el muro blanco de su cuarto debía ser bueno y bello, pues que sus pinturas poblarían esas tierras o, quizás, el país entero. Y hasta el mundo. No sabía.

Ocurrió que después de la época de siembra no llovió en aquella comarca, corriendo riesgo los labradores de perder sus cosechas y quedar sin alimento los animales. Fue aquella vez que Caperucita recogió sus pinceles y sus colores y pintó sobre el muro blanco los campos sembrados cubiertos por oscuros nubarrones desde los que descendía una abundante lluvia. Y retirándose todo ello del cuarto, cubrió los campos y los aldeanos vieron con alegría caer del cielo el agua salvadora.

Estos y otros prodigios fueron el fruto de los pinceles de nuestra Caperucita. Sabía ella que pintando tenía la facultad de cambiar los hechos adversos. Y lo hizo, mas con prudencia. Porque comprendió que de excederse en estos prodigios conduciría a las personas a la pereza y al abandono de sí mismas. ¡Pesada carga para una pequeña niña que como todas las otras de su edad quería jugar y correr y vivir sin la carga de tamaña responsabilidad. Y fue así como cierta noche la niña soñó que obsequiaba sus pinceles a un muchachito desconocido de un poblado lejano. Y hete aquí que cuando despertó corrió Caperucita a ver sus pinceles, pero en vano, porque ellos ya no estaban en la caja donde solía guardarlos. Y los colores tampoco estaban.

Pero aún así los pobladores de aquel lugar, ignorantes de lo ocurrido, siguieron nombrándola como de costumbre, Caperucita de los Pinceles.
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Anotación del autor

Ya despidiéndome, lector, quiero decirte algo que aprendí de Mariel. Fue unos diez años después de relatarle estos cuentos que ahora escribí para que tú los vieras. Me dijo: “Papá, si te gusta, hazlo”. Pregunté porqué y ella me contestó: “Porque si no lo haces te pondrás triste”. Y esta enseñanza me ha guiado desde entonces y me ha ayudado a vivir.

Hoy, transcurridos ya muchos años desde entonces, comprendo la importancia de hacer lo que gustamos. Pero..., hay un pero. Hacerlo nos dará felicidad, sí, a condición de que sea bueno. De otro modo no seremos felices, porque serán censores nuestra propia conciencia y las leyes y las reglas divinas y los mandatos de la naturaleza y la sociedad toda y nuestros padres e hijos y... Querer lo justo, gustar lo bueno, en eso hay virtud. Y si alguna vez temo no ser virtuoso en mi obrar, me detendré y, como Caperucita, dejaré los pinceles para que alguien con el alma más joven, alguien no fatigado todavía los recoja y continúe la faena.

De la serie Cuentos de Caperucita para Mariel
Suplemento de H 149 – Abril 2003


La poesía de Sylvia Maclagan

Mi planeta soñado *

Te he soñado en tus praderas,
en tus ríos, en tus lagos.
He soñado tus noches de búho y de felinos,
el amanecer pintado de arco iris
y la rana que le da la bienvenida a la lluvia.
Mediodías de girasol en el campo
iluminaron imaginarios despertares,
los aromas de la huerta de mi madre
acariciaron mi rostro dormido
tras sonoras enredaderas de jazmines.
Anoche soñé los peces en la pantalla de mi PC,
la poesía que nadie escribió
y la que duerme en la memoria del que murió.
Yo sé que alguna vez soñaré catedrales góticas,
el Taj Mahal,
el puente romano que atraviesa olivares itálicos,
la biblioteca de Alejandría en el fondo del mar.
¿Te he contado que soñé el bar de la esquina,
el Café Tortoni, el futbol y los raperos en la
Bombonera?
¿Los bosques de Palermo?
¿Les Champs Elyseés? Pues sí,
y te sueño ahora, planeta prodigioso,
en mi habitación oscura y silente (que también sueño).
Habrá ensoñación de escarnio, mentira y envidia,
pero también del amor y las manos de un niño,
de la pureza de esa flor en medio del camino,
de barquitos a vela, jugando en la bahía.
¿Por qué se entremezclan pesadillas
de submarinos hundidos en mares bravíos?
Hoy sueño soldados soñando la vida,
sueño los sueños de toda alma libre,
la ilusión de paz, de amor, de armonía.
Imagino la aurora austral, el imponente glaciar
y el cubito de hielo en mi copa de brindis.
La levanto y brindo por mi planeta soñado,
por tí ¡mi Planeta Tierra!
por tu misterio, tu sinrazón, tu pregunta...
la paradoja de tu existencia y la mía.
Pues hoy vivo la realidad de una Guerra anunciada
y vislumbro el daño que te habré causado
cuando el fuego, la aniquilación y el terror
siembren tus bellos parajes con danzas de muerte.
Mas la muerte no será tu muerte,
La Muerte... será la mía.

* Este poema de nuestra colaboradora y activa participante del Café Filosófico Heráclito, fue publicado en el diario La Nación de Buenos Aires, el 3 de marzo de 2003.
Suplemento de H 149 – Abril 2003


Mensaje navideño de Michael Ende

Tuvimos que esperar hasta que nuestras almas nos dieran alcance

Hace algunos años un equipo de científicos emprendió una expedición a un país centroamericano para realizar excavaciones. Para el transporte de la logística contrataron un grupo de indios. Los primeros cuatro días se avanzó más de lo previsto, los nativos eran hombres fuertes y voluntariosos, sin embargo el quinto día los indígenas se negaron de pronto a continuar la marcha. Silenciosos permanecían sentados en círculo en el suelo y no había manera de que volvieran a coger los bagajes. Los expedicionarios les ofrecieron más dinero; cuando eso no sirvió de nada los insultaron y al final hasta los amenazaron con sus armas. Los indios permanecían mudos y sentados en círculo; los científicos ya no supieron que hacer y al final se resignaron. Dos días más tarde los indígenas se levantaron todos a la vez, cogieron su cargamento y continuaron por la ruta prevista sin exigir más salario y sin haber recibido órdenes especiales.

Los científicos no podían explicarse en lo absoluto tan extraño comportamiento. Sólo mucho más tarde, cuando llegó a existir una relación de confianza entre algunos de los expedicionarios y los indios, uno de estos dio la siguiente respuesta:

-Habíamos ido demasiado aprisa -dijo-, por eso tuvimos que esperar hasta que nuestras almas nos dieran alcance.

Los hombres y mujeres “civilizados” de la sociedad industrial tenemos mucho que aprender de estos indios “primitivos”. Cumplimos nuestros horarios externos, pero la sensibilidad para el tiempo interior la hemos eliminado hace mucho. El individuo no tiene opción, no puede escapar, hemos creado un sistema, un orden económico y social de despiadada competencia, quien no se adapta a él se queda relegado en el camino. Lo que ayer era moderno hoy ya se tiene por anticuado, con la lengua afuera corremos unos tras otros, es una danza colectiva que se ha vuelto demencial: si uno marcha más deprisa, todos tienen que marchar más deprisa, a eso le damos el nombre de adelanto ¿Pero a qué nos adelantamos? ¿A nuestra alma? Hace tiempo que la hemos dejado atrás, sin embargo; por el vacío surgido los cuerpos enferman. Con drogas y ruido se intenta sustituir lo que se ha perdido, clínicas y sanatorios psiquiátricos están llenos a rebosar.

¿Era esa nuestra meta? ¿Un mundo sin alma?

¿Es realmente imposible que todos juntos detengamos esta danza de locos, que nos sentemos en círculo y esperemos en silencio?

Suplemento de H 149 – Abril 2003


Ellos

Ray Respall Rojas *

Caminaban de un lado a otro... sin verme, a excepción de algunos que se inclinaban para recoger algo del piso. Otros incluso me pisaron, maldiciendo el que me encontrara en medio de su camino. De repente, uno de ellos me miró fijo a los ojos y me cogió entre sus manos. Se fijó en algunos detalles de mi cuerpo, sonrió y me guardó en su maleta.

Luego de un rato, volvió a abrir la valija, me sacó con mucho apuro mientras me mostraba emocionado a otras personas diciendo: "Su rostro, miren los detalles, les aseguro que no me equivoco"... “Algunos arreglos en la vestimenta bastarán"... "Tiene una pierna rota, habrá que arreglársela, pero eso no es problema".

Me mantuvieron durante un largo tiempo desnudo, diciendo que me iban a hacer una nueva ropa. Cuando me arreglaron la pierna el dolor fue intenso, pero sobreviví.

Ahora estoy en una exhibición, limpio y vestido con mi nuevo atuendo. La vidriera en que me encuentro tienen un cartel que dice: "Ejemplar único de la raza humana, varón y en edad de apareamiento".

Es probable que mañana alguno de ellos me compre; es realmente muy difícil encontrar un humano en estos días.

* Si bien nuestros lectores han leído otros textos de Ray, vale reiterar que este autor cubano residente en La Habana cuenta quince años de edad.
Suplemento de H 149 – Abril 2003


Cuentos desde Cuba

El niño

Marié Rojas Tamayo

El sonido insistente del despertador marcando las siete en punto de la mañana, obligó al niño a terminar de desperezarse.

-Buenos días -dijo al cuarto contiguo y siguió rumbo a la cocina.

Tomó el cartón de leche de la nevera, sirvió hasta llenar un jarro. Abrió la alacena, cogió el paquete de cereales de colores con formas de pelotitas, llenó con ellos un plato donde derramó un poco de leche. Luego de meditar un rato mientras se deleitaba con los sabores indefinidos de las pelotas infladas, decidió dejar el resto de la leche.

De regreso al cuarto, abrió el closet donde lo esperaban alineados los uniformes en sus perchas. Tras pasear la vista por las camisas blancas a juego con las corbatas oscuras, tomó una camiseta deportiva y un jean gastado, se calzó los zapatos sin medias y decidió que bien podía darse el lujo de hacer novillos.

Salió al garaje, donde lo esperaba su bicicleta. Silbando una tonada cabalgó toda la mañana en su lomo, circunvalando las calles. Podía, si ese hubiera sido su deseo, haber entrado en una cafetería a consumir lo que se le antojase, incluso pudo haber ido a algún gran almacén a renovar su ropero, a buscar baterías para su nueva reproductora portátil; pero una llamada desde su interior lo devolvió al hogar, a las bandejas de comida congelada para microondas que le dejaban sus padres por si llegaban tarde del trabajo -cosa que siempre sucedía-. Masticó lentamente mientras escuchaba el CD de cantos gregorianos, sabiendo que a su madre le molestaría que lo hubiese tomado de su oficina.

No saltaría el turno de la tarde. Era bueno mantener ciertas rutinas. Demasiada libertad puede hacer daño. Cambió el atuendo de juegos por un uniforme y caminó las escasas cuadras que lo separaban de la escuela. Subió los escalones de granito, pasó junto al busto de Palas Atenea y cruzó la puerta. Se sentó en el pupitre, mirando el pizarrón, llenando una vez más el espacio que le correspondía en el aula.

Aula vacía desde que una extraña epidemia había arrasado con la especie humana, exceptuándolo a él, único sobreviviente, poseedor de alguna misteriosa inmunidad genética producto quién sabe si de tantos cereales con colorantes artificiales y tantas bandejas de comida para microondas.

Sólo le preocupaba el momento en que llegara el corte de electricidad. Aunque, pensándolo bien, quedaban aún las conservas, y cuando éstas arribaran a su fecha de vencimiento, habría millones de árboles con frutos a su disposición. Incluso, si tomaba aquel arco que había visto en la vidriera antes de Navidad, podría vivir de la caza... Quién sabe si hasta entrar en la tienda de armas y regalarse una escopeta de perdigones, de esas que salen en las películas y sólo se pueden tener cuando se es mayor de edad.

El niño sonrió.

Suplemento de H 149 – Abril 2003


El vuelo del ave Fénix

Guillermo Badía Hernández

Marsilio se acomodo tras la gran roca. Habían pasado quinientos años desde el renacer del ave, y ya era tiempo de que la ceremonia volviera a realizarse, en aquel mismo templo. Los sacerdotes esparcían por el altar azufre y especias, al tiempo que murmuraban conjuros. Marsilio recordaba su infancia en lo Alpes, cuando todavía era una criatura del bosque. La carne, azotada por la lepra, le ardía bajo los andrajos de su vestimenta. Sabía que ningún santo ni médico lo sanaría, aquella era la única opción.

El ritual comenzó y una criatura, envuelta en un manto de llamas descendió sobre el altar, incendiándose. Uno de los monjes que presidía la celebración sagrada vio como una figura salía de la oscuridad, lanzándose contra la bola de fuego, la cual ardió con mucha más fuerza que antes, lo mismo que si hubiese sido avivada por la nafta.

Al fin, todo quedó resumido a cenizas y unas ropas muy maltratadas fueron halladas en el lugar donde yacían los restos del Fénix. Al día siguiente, un pequeño gusano se formó del polvo, luego se convirtió en un pajarillo, que el tercer amanecer elevó su vuelo.

Marsilio planeó sobre la ciudad, pavoneándose de sus colores: rojo, verde, carmesí, púrpura, dorado, y azul... Ah... se sentía joven y vivo, vigoroso y fuerte, inmortal y curado...

Pasó sus ojillos por aquella tierra que habíale visto surgir de la nada, como surge el alba, y que siglos después lo vería morir, porque los hombres ya habían perdido la fe...

Suplemento de H 149 – Abril 2003