Heráclito 68

Genealogía de la nueva guerra

Josep Ramoneda

“Lo importante es que los procesos conocidos con el nombre de globalización están destruyendo las divisiones culturales y socioeconómicas que definían los modelos políticos característicos de la era moderna". Sobre esta idea, Mary Kaldor construye su teoría acerca de la nueva guerra. La vieja guerra, la guerra que Occidente ha conocido desde los siglos XVII y XVIII, era una guerra entre Estados o coaliciones de Estados, con ejércitos organizados, una economía de guerra basada en los recursos de cada Estado y unos objetivos políticos. Las necesidades de la guerra tuvieron un papel fundamental en la configuración de las naciones-Estado modernas: impuestos y disciplina militar. En el siglo XIX, la guerra moderna hizo énfasis "en la dimensión y en la movilidad" y "en una necesidad creciente de organización racional y doctrina científica". El siglo XX incorporó los ejércitos de masas y la guerra revolucionaria, portadora de algunos gérmenes de la guerra del siglo XXI. La culminación de esta lógica de la guerra moderna fue la guerra fría, construida sobre el principio de la disuasión que se resolvió con la quiebra del bloque comunista. Lo que Kaldor llama la nueva guerra se generaliza a principios de los noventa como consecuencia de la gran inundación provocada por la caída del muro de Berlín.

El orden bipolar estable de la guerra fría desapareció. Occidente había ganado, Estados Unidos aparecía como una potencia sin parangón, con la única sombra de lo que pueda ser en el futuro la misteriosa y secreta China. La desigualdad entre adversarios había dado lugar a las llamadas guerras limpias, en que la potencia americana operaba con su avasallador poder aéreo sin exponer la vida de sus combatientes. Guerras sin combate, en que los muertos eran invisibles, inscritos en la lista de los efectos colaterales. Vía libre para que la mundialización se hiciera bajo la égida del modelo liberal-democrático. De pronto, sin embargo, se ha empezado a constatar que el gran hipertexto que tenía que unificar el mundo -del que Internet es a la vez expresión y metáfora, y el fin de la historia el argumento ideológico- no era tal, que en realidad lo que aparecía era la fragmentación y el conflicto. Durante este tiempo se han producido cambios esenciales para pensar la guerra: los Estados plurinacionales del mundo ex comunista se fragmentaron, dando vía libre a las pasiones nacionales y a una nueva irrupción de lo que Amin Maalouf ha llamado las identidades asesinas. Como recuerda Mary Kaldor, por lo menos desde los años setenta, en la Unión Soviética las nacionalidades se convirtieron en el paraguas legítimo que cubría la lucha de intereses políticos y en especial la competencia por los recursos en una economía de escasez. Algo parecido ocurrió en Yugoslavia, otro Estado unido por el monopolio del partido comunista. Al hundirse los sistemas de tipo soviético, funcionó la alianza entre lo rojo y lo pardo, entre las antiguas nomenklaturas (incluida la dirección de los ejércitos) y el nacionalismo que en muchas cosas evolucionó hacia lo étnico. "El nacionalismo", dice Kaldor, "representaba la continuidad con el pasado y al mismo tiempo una forma de negar u olvidar una complicidad con ese pasado".

Coincidiendo en el tiempo, en África se ha llegado al agotamiento de los regímenes poscoloniales. A menudo regímenes personales, construidos sobre liderazgos forjados en la lucha anticolonial, no superaron el paso del tiempo. La corrupción, el despotismo, la dificultad de reemplazar los líderes históricos, la avalancha de ciudadanos hacia las ciudades en unas economías completamente desequilibradas, la pérdida de protección del sistema de potencias-tutores de la guerra fría y el poder destructivo de epidemias como el sida y la malaria han creado situaciones insostenibles, en que lo tribal y lo mafioso se cruzan ante cualquier intento de crear Estados modernos.

Europa ha iniciado un proceso de desmantelamiento del Estado de bienestar, en una espiral de privatizaciones que incluirá la venta de parte de los activos del monopolio de la violencia legítima, que caracterizaba al Estado-moderno.

En fin, como ha explicado Yves Michaud, "el valor de universalidad de los derechos del hombre pone profundamente en duda las soberanías nacionales, en beneficio de un Gobierno de funcionarios de lo universal y de jueces transnacionales". Pero la incapacidad política de dotar de poder y legitimidad a este Gobierno agrava la sensación de vacío.

En este vacío político, "de pérdida de ingresos y de legitimidad de los Estados", de "desorden creciente y fragmentación militar", estallan las nuevas guerras que describe Mary Kaldor. Son guerras globalizadas, porque en un mundo que se ha hecho más pequeño lo que ocurre en un sitio puede tener repercusión en muchas partes y porque desde los combatientes locales hasta las organizaciones internacionales y los Estados intervencionistas pasando por la ayuda humanitaria y las ONG son muchos y de muy distintas procedencias los actores que intervienen. La televisión consolida la globalización y configura la actitud de las opiniones públicas de los países occidentales, entre la compasión y el miedo.

Las nuevas guerras son guerras de exclusión, basadas sobre la adhesión a principios identitarios, con diversidad de actores militares, que rehuyen el combate convencional y provocan muchas más muertes entre la población civil que entre los propios combatientes organizados y no reconocen ninguna regulación o legislación internacional.

Los principios identitarios las diferencian de las guerras revolucionarias. Los señores de la guerra provocan la adhesión a una etiqueta más que a una idea. Una marca, como si de un producto de consumo masivo se tratara. No hay más proyecto de futuro que la homogeneización étnica y religiosa.

El fracaso de los Estados va acompañado de una privatización cada vez mayor de la violencia. Las unidades de combate son diversas: los ejércitos convencionales o lo que queda de ellos, los grupos paramilitares, generalmente formados por gente proveniente de los ejércitos que trabajan para el propio Estado o para cárteles mafiosos, los mercenarios, los ejércitos de las instituciones internacionales que generalmente no entran en combate, los ejércitos extranjeros. Ignatieff explica que para los jóvenes guerreros el arma como emblema ha sustituido el papel del uniforme. La sexualidad primaria del varón adolescente preside la subcultura de unas guerras en que las bandas paramilitares actúan a menudo como franquicias de los Estados para hacer los trabajos más sucios que éstos prefieren delegar.

Naturalmente, esta privatización de las unidades de combate afecta la economía de guerra. Los combatientes recurren a la extorsión y al pillaje para sustituir los salarios que no reciben. Las unidades en conflicto buscan ayudas externas, se apoyan en traficantes internacionales y se queda parte de la ayuda humanitaria.

La estrategia no es tanto de ocupación de un territorio como de expulsión de una población y busca, por la vía de la adhesión identitaria, máxima implicación de la ciudadanía en el conflicto. Las nuevas guerras son causa permanente de oleadas inmigratorias. La política de identidades excluyentes cierra las expectativas de futuro.

Las nuevas guerras son muy difíciles de terminar por las complicidades de los protagonistas, por la trama económico-mafiosa que se teje sobre ellas. Y por la incapacidad de la comunidad internacional de operar positivamente sobre ellas. El ejemplo de la ex Yugoslavia es evidente, el resultado final de un conflicto largo y superinternacionalizado ha sido la legalización de la limpieza étnica. Una sociedad plural se ha convertido en un mosaico de fragmentos étnicos.

¿Corresponde el ataque terrorista a Estados Unidos a este nuevo modelo de guerra definido por Mary Kaldor? Hasta ahora las nuevas guerras ocurrían extramuros: fuera de los confines de Occidente, a lo sumo en espacios fronterizos. Esta vez, la violencia globalizada ha dado en el corazón del sistema. A través de la televisión, los occidentales asumíamos el papel de voyeurs con conciencia humanitaria (Ignatieff), de unas guerras degeneradas (Martín Shaw). De un modo súbito y dramático nos sentimos incluidos en el territorio del estado de violencia. Había habido avisos, todos los países han sufrido fenómenos de terrorismo, pero este ataque es de otra dimensión: es, para decirlo en términos de Clausewitz, la subida a los extremos de la nueva guerra. Y en el extremo, la guerra se convierte en estado de violencia salvaje.

"Una vez abatidas las barreras de lo posible", decía Clausewitz, "es extremadamente difícil volver a colocarlas". El ataque a Manhattan rompe definitivamente los límites de lo posible. Pero es un ataque hecho por un comando invisible, que se desconoce de que Estado es franquicia. Es un salto en la globalización efectiva de la nueva guerra, que nos sitúa en un estado de violencia generalizada. La violencia lo simplifica todo y, sin embargo, como concluye Mary Kaldor, sólo desde la reconstrucción política de la legitimidad se puede controlar la violencia.

Ignatieff ha descrito así el orden causal que conduce a las guerras identitarias: primero cae el Estado, luego aparece el miedo hobbesiano, sigue la paranoia nacionalista como respuesta a la destrucción del orden y de la convivencia, y, finalmente, estalla la guerra. Es la genealogía de la nueva guerra.

Fuente: http://www.elpais.es/suplementos/babelia/20010922/b2.html
H 82 – 21.12.2001



Las incertidumbres de la paz y de la guerra

Vicens Fisas *

Hay que entender que la construcción de la paz tiene un precio, porque la paz no viene nunca sola: necesita infraestructuras, gentes preparadas, diplomacias activas y complicidades desde la diversidad del mundo, no de visiones unilaterales que quieren imponerse. Y en ese plan de ataque por la paz y la justicia, hay que empezar por Palestina, intensamente, para luego ir al Kurdistán, al Sáhara y a tantos sitios donde se necesita diplomacia de paz, no cazas o misiles. Pongamos por tanto todas las energías en formar coaliciones inteligentes en favor de la resolución de los conflictos pendientes y el desarrollo de las sociedades abandonadas, y no habrá quien aplauda después a los grupos terroristas, porque aunque puedan utilizar todavía el terror, sólo serán locos condenados a desaparecer.

Como en la guerra del Golfo, hace ahora una década, por todo el mundo se ha extendido una amarga sensación de fracaso, de incertidumbre y de miedo. A diferencia de aquel entonces, sin embargo, estas comprensibles sensaciones derivadas de la brutalidad de cuanto ocurrió el 11 de septiembre, de las operaciones militares que le han seguido y de las reacciones que pueda ocasionar, van acompañadas ahora de un intenso debate donde al menos se ha tenido la valentía de dar cabida a la autocrítica y al pensamiento contrastado. Es ahora más posible disentir y matizar que hace diez años, y de ese debate pueden surgir planteamientos que nos ayuden a encarar con mayor fortuna un futuro que de momento es incierto y preocupante. Y de las numerosísimas consideraciones que pueden y deben hacerse ahora, quisiera poner el énfasis en una que está en el ánimo de mucha gente: ¿cómo reaccionar ante lo que está sucediendo? ¿Qué hacer, qué apoyar y qué vindicar? Antes, unas precisiones sobre algunos aspectos ampliamente debatidos, que no cerrados, en estos momentos, y que parece oportuno recordar.

La primera cuestión sería afirmar que no estamos ante un choque de civilizaciones, sino de fundamentalismos, que hay más de uno, y como ha recordado Johan Galtung, de colectivos que creen tener una “misión” trascendente. Lo que ocurre puede ser interpretado como un choque entre un determinado fundamentalismo religioso y el fundamentalismo del dinero y de la arrogancia del poder político y militar. Y cabe preguntarse lo que ocurre cuando los pueblos que se creen escogidos por Dios se enfrentan a grupos fanáticos que también se creen escogidos. Evidentemente, nada bueno, pues el choque es profundo y está inmerso en elementos sobrenaturales que escapan a la mínima racionalidad y a la moderación.

No hay choque de civilizaciones, pero sí un verdadero choque entre un sistema mundial hegemónico y radicalidades desesperadas. Rigoberta Menchú, muy pocos días después de la tragedia del 11 de septiembre, nos recordaba que hay sectores que no han encontrado una disposición pluralista para el reconocimiento y respeto a sus expresiones identitarias en los marcos institucionales actuales, y que un día u otro, de una manera u otra, eso se acaba pagando. En la crisis actual, pero también en las futuras, creo que nos ayudaría mucho conocer mejor lo que nos piden los demás o los argumentos que hacen servir para intentar legitimarse, incluido Bin Laden. Como ha dicho la profesora Gema Martín Muñoz, una exigencia o una petición no deja de tener sentido y significado porque lo pida o exija el enemigo, el adversario o el terrorista. Y es que hemos acumulado muchos temas pendientes, arrogancias insoportables, demasiadas injusticias, dobles raseros, fanatismos de todo tipo y falsas verdades, y Oriente Medio es un espacio donde se han concentrado demasiadas de esas cosas. Y para tratar lo pendiente se necesitan requisitos, y son muchas las personas que están convencidas de que Estados Unidos no tiene la legitimidad necesaria para reconducir los asuntos pendientes de este mundo. Su creencia de ser únicos, diferentes a los demás, los más fuertes y la mano derecha de Dios, les impide entender muchas dinámicas del planeta y concertar estrategias cooperativas y universales. Y a los ojos de una gran parte del mundo, especialmente del musulmán, Estados Unidos no tiene la altura moral para conducir determinados asuntos, y menos para querer imponer su criterio particular. Y de la larga lista de motivos que se han esgrimido estos días, me quedo con la más que significativa actitud de rechazar y despreciar el Tribunal Penal Internacional, por su profunda convicción de que un soldado norteamericano jamás debería ser encausado por un tribunal internacional. Y esa actitud insolidaria y arrogante se produce nada menos que en un momento donde todos los analistas coinciden en que lo que sucede ahora debería obligar a los Estados Unidos a replantearse su aislacionismo y darse cuenta de la oportunidad que significa para avanzar en el universalismo, para entender que el mundo tiene problemas que afectan a todos, y que todos habrán de poner su parte para encontrar soluciones, porque como nos ha dicho Leonardo Boff, “esta vez no vendrá un Arca de Noé que salve algunos y deje perecer a los demás”.

Una tercera consideración previa es la de entender cómo operan los mecanismos y procesos de construcción de imágenes de enemigo, el maniqueísmo de pensar que nosotros siempre somos los buenos y los malos siempre son los demás, la tendencia a reducir, simplificar o generalizar las cosas (el Islam, Occidente, Oriente, los árabes, los cristianos...), sin matizar, personalizar o concretar las diferencias y los tonos. Todo eso tiene que ver con el fatalismo y la transmisión de padres a hijos del odio y la venganza, para deshumanizar a colectivos o países enteros bajo el paraguas de que son demonios, herejes, proscritos, malvados o perversos. Todo esto dificulta comprender el contexto de las cosas y la historia que la precede. Varios arabistas se han preguntado porqué en las sociedades dominadas por la corrupción, el crimen organizado o las diferencias sociales, el extremismo islámico es visto como una salvación por parte de un segmento importante de la población. Y es una buena pregunta a la que habrá que darle muchas vueltas. En este sentido, Bin Laden es como un concentrado operativo, en su versión más perversa y destructiva, de una acumulación de errores y agravios que son objetivos, reales, existentes y no resueltos. No entenderemos lo que ha pasado sin ver también cómo se han acumulado una serie de cosas, de vivencias personales y colectivas sumamente dolorosas de exclusión que afectan a la identidad y a la percepción de seguridad de las comunidades de donde surgen los terroristas. Si no hacemos este ejercicio de análisis y autocrítico a la vez, y actuamos en cambio con reacciones primarias de venganza y brutalidad, es casi seguro que en el futuro volverán a brotar nuevos candidatos al martirio que harán servir el terrorismo para hacer visibles sus causas y reclamos. Esto nos obliga a mirar en primera instancia a Oriente Medio, tanto por ser una de las canteras de mártires como por constituir la primera y principal justificación que dan algunos grupos terroristas, incluido el de Bin Laden, para buscar legitimidad y aplausos.

Y volvemos a la pregunta inicial: ¿Cómo responder a lo que ocurre, y hacerlo de manera justa? En los estudios sobre paz, utilizamos la metáfora de las cuatro gafas para explicar cómo intervenir positivamente en los conflictos, y que puede ser oportuno mencionar aquí. Hablamos de que hay que llevar a la vez cuatro lentes: las que sirven para ver de lejos (la historia, los orígenes, las raíces), las de ver cerca, para entender los detonantes y las crisis; las gafas obscuras para ver de lejos (la cultura profunda de las sociedades implicadas), y las gafas obscuras para ver de cerca los espejismos y las modas perecederas, sean intelectuales o de otro tipo. Esta metáfora sirve para no olvidar también que cada cual mira con sus gafas, y que tenemos visiones diferentes de la misma realidad. Y la moraleja es sencilla: o contrastamos más a menudo las percepciones, o nunca conseguiremos entendernos mínimamente. En estos momentos, por tanto, sería útil que la Liga Árabe, las iglesias ecuménicas, intelectuales y movimientos sociales de todas las culturas y especialmente muchos organismos con gran presencia islámica, explicasen al mundo lo que ha quedado en el tintero, los agravios y las propuestas, para concertar después una agenda de paz compartida, de diálogo y de trabajo para el próximo futuro.

John Paul Lederach, una de las personas que más ha trabajado en la transformación de conflictos, ha sugerido que para afrontar la crisis hemos de cambiar las reglas del juego y hacer que el adversario se descoloque con una respuesta de nuestra parte que no espere. Y esta respuesta no puede ser la fuerza militar, sino una aspiración y un programa a medio plazo de democracia y reconciliación a nivel global, muy diferente a la respuesta inmediata de venganza y destrucción. En otras palabras, no enfocaremos correctamente esta crisis si no somos capaces de ir a las raíces del odio, la cólera y el resentimiento, máxime cuando lo que se plantea es hacer frente a un fenómeno como el del terrorismo, al que no podremos hacerle frente con medios militares, entre otras cosas por tratarse de un enemigo difuso, no focalizado o centrado en un territorio específico, y que puede estar entre nosotros mismos. Al terrorismo sólo se le puede hacer frente de manera indirecta, actuando sobre sus circunstancias, sus formas de reclutamiento y finanzas, influyendo sobre sus bases de apoyo, sobre los acontecimientos que lo legitiman ante los ojos de algunas sociedades, y actuando sobre las dinámicas que favorecen su desarrollo. Y no se puede hacer frente al terrorista si no se comprende porqué hace lo que hace y no hace las cosas de otra manera.

La estrategia del bombardeo, con cero bajas propias y rearme integral no servirán más que para volver a épocas pasadas de triste militarización y absoluta incapacidad para enfrentarse a los problemas. Los conflictos de hoy son de otra naturaleza y para hacerles frente hay que entender que la construcción de paz tiene un precio, porque la paz no viene nunca sola: necesita infraestructuras, gentes preparadas, diplomacias activas y complicidades desde la diversidad del mundo, no de visiones unilaterales que quieren imponerse. Y en ese plan de ataque por la paz y la justicia, todo el mundo ha coincidido en que hay que empezar por Palestina, intensamente, para luego ir al Kurdistán, al Sáhara y a tantos sitios donde se necesita diplomacia de paz, no cazas o misiles. Pongamos por tanto todas las energías en formar coaliciones inteligentes en favor de la resolución de los conflictos pendientes y el desarrollo de las sociedades abandonadas, y no habrá quien aplauda después a los grupos terroristas, porque aunque puedan utilizar todavía el terror, sólo serán locos condenados a desaparecer.

* Titular de la Cátedra UNESCO sobre Paz y Derechos Humanos de la Universidad Autónoma de Barcelona.
H 82 – 21.12.2001



Occidentalizados

Adrián Mac Liman

En los últimos meses, miles de adolescentes de Oriente Medio han decidido boicotear los símbolos de la civilización americana. Detalle interesante: en la mayoría de los casos, se trata de hijos de familias "occidentalizadas", tanto cristianas como musulmanas, que suelen defender los valores y el modo de vida de los países industrializados.

A Hassan Jaber no le gusta el mundo en que vive. No le gustan las imágenes que desfilan desde hace unas semanas en la pantalla de su televisor, ni los ditirámbicos discursos de los ulemas de la Universidad islámica de al-Zahar, los zigzagueantes discursos de los gobernantes árabes, los inesperados cambios de humor de sus compatriotas. "Se avecinan tiempos difíciles", confiesa amargamente este ejecutivo de El Cairo educado en Cambridge.

Hace apenas un año, Hassan no tenía inconveniente alguno en hacer alarde de su condición de musulmán moderno, su elegante coche americano, su integración en los círculos de expatriados occidentales, su pertenencia a varios clubes selectos de la capital, su posición de directivo de una gran multinacional estadounidense. Empezó a notar los cambios en noviembre de 2000, cuando su hija quinceañera se negó a acompañarle a la inauguración del festival de cine "made in Hollywood" organizado por el centro cultural americano. "Papá, no te olvides de que esta gente es cómplice de quienes matan a nuestros hermanos palestinos", advirtió Ruba, la hasta entonces inocente "niña de la casa". Pocos días después, cuando se le ocurrió llevar a la familia al "Burger King", la criatura volvió a poner el grito en el cielo. "A esos, ¡ni un dólar! Sólo faltaría; este es un país árabe, padre. No los necesitamos; ¡que se vayan!"

No se trataba de una reacción aislada; en los últimos meses, miles de adolescentes de Oriente Medio decidieron boicotear los símbolos de la civilización americana. Detalle interesante: en la mayoría de los casos, se trata de hijos de familias "occidentalizadas", tanto cristianas como musulmanas, que suelen defender los valores y el modo de vida de los países industrializados. Hassan Jaber es el típico exponente de esta minoría atípica, que se ha convertido en un fenómeno social.

Los "occidentalizados" egipcios, jordanos, palestinos o saudíes viven en sus carnes el conflicto cultural. Se les han enseñado las ventajas y virtudes de civilizaciones ajenas, la filosofía europea y la historia del Nuevo Mundo, las matemáticas modernas y los rudimentos de las nuevas estrategias empresariales. Persuadidos de la supremacía del pensamiento occidental, los Hassan Jaber de la cuenca Sur del Mediterráneo y los emiratos del Golfo tratan de prepararse para el inminente choque de civilizaciones anunciado en su momento por Samuel Huntington, historiador y politólogo estadounidense que hizo suya la metáfora del afamado arabista Bernard Lewis, gran conocedor y admirador de la cultura islámica.

En efecto, al hablar del "choque de civilizaciones", Lewis se limitaba a lanzar una advertencia al mundo occidental. Una señal de alerta, destinada a corregir el tiro, a prevenir una posible hecatombe. No fue éste el propósito de Huntington, autor de teorías catastrofistas sobre la rivalidad entre Oriente y Occidente, sobre la inminencia de un enfrentamiento.

Si bien los primeros síntomas de cansancio del mundo árabe-musulmán coincidieron con el inicio de la Intifada de al-Aqsa, con los sangrientos episodios de septiembre y octubre de 2000, cuando en ejército israelí dio muerte a decenas de palestinos, los temblores del auténtico terremoto empezaron a notarse a partir de los ataques perpetrados el 11 de septiembre. Esta vez, ya no se trataba de un simple ejercicio filosófico, de tomar partido a favor o en contra de Occidente, a favor o en contra de Islam. El mundo, según el propio Presidente Bush, quedaba dividido en dos: "nosotros", los defensores de la civilización, y "ellos", los partidarios del terror y el mal. La malherida Norteamérica exigía una respuesta contundente, una réplica que llegó a materializarse el 7 de octubre. A partir de aquel instante, los "occidentalizados" que viven en tierras del Islam tratan de compaginar su amor y respeto por la cultura trasplantada a otras latitudes por misioneros y emisarios de la cristiandad con el pragmatismo de quienes pretenden sobrevivir en el mundo árabe, su mundo, un mundo el plena mutación.

Algunos reconocen, al igual que Hassan Jaber, que la mezcla de soberbia y falta de visión política de los estadistas occidentales han llevado a la radicalización de las masas, a la acentuación de las diferencias socio-culturales entre Oriente y Occidente. Que en las circunstancias actuales, resulta cada vez más difícil contemplar la convivencia, hablar de paz en Oriente Medio, aceptar las tergiversaciones del Gobierno israelí, hasta ahora "aliado privilegiado" de Washington, los clichés impuestos por los medios de comunicación occidentales o, por ende, la perspectiva de la expansión del conflicto a otros países de la región.

En la mayoría de los casos, ya no se trata de aceptar o rechazar la argumentación de Osama bin Laden o de su movimiento. Lo que se pretende es adoptar una postura crítica ante las cuestiones clave que generan el equívoco actual: el problema palestino, el diálogo intercultural, los modelos sociales enfrentados. La aparente incompatibilidad de los enfoques se ha puesto de manifiesto a través de un sinfín de reacciones "negativas" o, tal vez, mal interpretadas por los analistas occidentales, incapaces de comprender la abismal diferencia entre la alianza estratégica de 1991, cuando se trataba de liberar un territorio islámico conquistado por la fuerza, y las reticencias de algunos regímenes árabes moderados a la hora de sumarse a una coalición que, según ellos, se limita a librar batalla a un país islámico "hermano".

El desconcierto se suma, en este caso concreto, a la profunda y sincera desilusión de los gobernantes árabes, quienes confiaban, allá por la década de los 90, en la rápida solución del conflicto palestino-israelí. Fue ésta una de las promesas formuladas por George Bush, padre del actual Presidente norteamericano, una de las promesas incumplidas por el "gran aliado".

Hoy en día, Oriente Medio está atravesando por uno de los momentos más delicados de su historia. A la constante fanatización de las masas, que no disimulan su desengaño ante la llamada "carencia de valores espirituales" de Occidente, se añade la incapacidad (o falta de voluntad) de los políticos de hallar repuestas válidas para abandonar el callejón sin salida del inacabable conflicto israelo-árabe. Hoy en día, los titubeos y la ambivalencia de los "occidentalizados" difícilmente encuentran en el Islam.

* Escritor y periodista Miembro del Grupo de Consultas sobre Oriente Próximo de l Universidad de La Sorbona.
H 82 – 21.12.2001



Fidel Castro habla sobre su herencia política, sobre el hombre concreto situado en el universo y sobre el atentado en EE.UU. *

Fragmento de sus declaraciones a un grupo de periodistas (entre ellos, Miguel Bonasso, Quique Pessoa y Marcelo Cena) que lo abordaron en un intermedio del Congreso de Periodistas de La Habana.

Muchos se preguntan qué va a ser de la revolución cubana después de Fidel.

Bueno... yo no puedo compararme con ningún personaje histórico, pero, vaya, qué pasó con la Iglesia Católica cuando murió Cristo, qué pasó cuando murieron los apóstoles, qué pasó con el cristianismo, qué pasó con la religión musulmana, qué pasó con las ideas filosóficas de Confucio, qué pasó con Buda. Yo no quiero compararme pero estoy poniendo algunos ejemplos de que aunque mueren los que hayan elaborado algunas ideas, mueren profetas, mueren generales, mueren santos, mueren de todo, todos tenemos que morir, qué pasó cuando murió Maceo, qué pasó cuando murió Martí. Yo te digo que cuando este caballerito que tiene el honor de conversar contigo ahora, estire el pie, o la pata, como dice la gente, entonces quizás un día no me despierte de un largo sueño, de un sueño eterno, entonces, no va a pasar nada. Lo que va a pasar es que van a perdurar las ideas y estamos trabajando para eso.

Eligió a gente muy importante para la comparación.

¿Vamos a ser vanidosos aquí en este planeta? En un universo que tiene 300 mil millones de galaxias, cada una de las cuales tiene cientos de miles de millones de estrellas y creernos un ombliguito de ese enorme universo es haber perdido la capacidad de pensar qué somos nosotros dentro de este planeta y dentro del universo. ¿Vamos a estar buscando la gloria? Me preguntan qué pienso que va a pasar. Algo muy concreto: que la revolución no se debilitará, se fortalecerá, se ha ido fortaleciendo desde el primer día. Hubo un momento en que la Revolución dependía mucho de los individuos, pero a medida que se fue desarrollando, ahora depende de millones de personas que se han hecho carne y hueso de esa Revolución. Ustedes lo comprenderían si van a una tribuna abierta con una participación muy importante de jóvenes (...)

¿Tiene alguna convicción de que los reales responsables de los atentados en los Estados Unidos sean los talibanes?

Yo no, no tengo esa convicción, no la puedo tener porque no tengo elementos de juicio. No puedo ponerme a juzgar. Ellos se han buscado mucho esto en muchas partes. Y parece que no han encontrado pruebas concretas de quiénes fueron los autores, organizaciones que son adversarias de los Estados Unidos son una cantidad, uno no puede ni hacer conjeturas, uno puede llegar a tener una opinión. Cuando estábamos en la Sierra Maestra, en la montaña, la gente que estaba en las ciudades, en el llano, a veces tomaban decisiones con las que nosotros no estábamos de acuerdo, pero ellos las tomaban. Yo veo muy difícil estar dando órdenes de ese tipo. Dónde está el misterio de presentar las pruebas que le han pedido. No las tienen. De todas maneras se han producido actos de terrorismo contra Estados Unidos en distintos lugares, pero usted no puede decir que lo que ocurrió hace algunos años en uno de esos actos terroristas tenga que ver con el que pasó ahora. Ciertamente se han producido actos de terrorismo importantes.

* Fuente: diario Página 12, de Buenos Aires, edición del 10 de octubre de 2001.
H 82 – 21.12.2001



730.490

Eduardo Dermardirossian

Al culminar este año habrán transcurrido 730.490 días desde el nacimiento de Cristo. Y buena parte del mundo, todo el Occidente, cuando menos, habrá iniciado la celebración usual de cada medianoche del 31 de diciembre. Me pregunto, entonces, por qué es así, cuál diferencia es tan significativa para justificar una particular celebración. Porque, supongo, alguna ha de haber.

Meditando acerca de ello, tomé una de las múltiples calculadoras electrónicas que pueblan mi vida y dividí el número 730.490 por 365,25, efectué el ajuste del papa Gregorio y con presteza obtuve el resultado: 2000; y entonces me dije: tantos millones de personas celebraremos con estertores porque este fin de mes y año, precisamente, el número 365,25 cabe 2000 veces en el número de días transcurridos desde el nacimiento de Jesús. Su cumpleaños, que le dicen. Y pensé: Es un día de felicidad para los cristianos y es también un día propicio para renovar la fe. (Para llegar a este resultado, lector, considera la ausencia del año cero, las imprecisiones del abad armenio Dionisio, llamado El Exiguo, y también otras desprolijidades que erizan los pelos de los astrónomos).

Así las cosas, no puedo evitar pensar –no puede evitarse. Es vano el intento de los yoguis de eludir todo pensamiento durante sus ejercicios de meditación- que no existe una relación necesaria entre la astronomía (el tiempo, por ejemplo, que tarda la tierra en dar un completo giro en torno a nuestro astro padre) y la confesión religiosa de cada quien, su jolgorio celebratorio. Pensé también en la arbitrariedad de ello. No del giro ni del orden de los astros en el cielo; no de las diferentes confesiones religiosas de los hombres, sino de esperar durante tantos días para celebrar y renovar la fe. Y para no añadir un engorro al asunto, nada diré de quienes carecen de ella.

Se trata, en verdad, de propugnar la jornada, el día con su correspondiente noche, como ciclo celebratorio. Contar los días, no los años, ni los meses, ni siquiera las semanas. Son los días que hemos de contar, los amaneceres que iluminan nuestras vidas al comenzar cada jornada, porque son ellos los que acompasan de modo inmediato nuestro tiempo. Y pactar con Dios que adornaremos con guirnaldas nuestros corazones y alzaremos nuestras copas durante cada día que vemos la luz en este planeta.

Cristianos, judíos y musulmanes, budistas y confucianos, hindúes y paganos y hasta agnósticos; todos, de éste y del otro lado del mundo, debiéramos celebrar cada vez que el sol, que al decir de Heráclito es nuevo cada día, ilumina nuestras vidas.

H 82 – 21.12.2001