Heráclito 66

Y quizás no existió

Antonio Tabucci escribe sobre Borges


Hace un tiempo, una revista francesa publicó una insólita noticia: que Jorge Luis Borges no existía.

Su figura, divulgada con ese nombre, habría sido sólo el invento de un grupito de intelectuales argentinos (entre ellos, naturalmente Bioy Casares) que simplemente habían publicado una obra colectiva detrás de la creación de un personaje ficticio. Y que la persona conocida como Borges, aquel viejo ciego con bastón y sonrisa árida, era un actor italiano de tercer orden (la revista mencionaba incluso el nombre, pero no lo recuerdo) contratado años antes para hacer una broma, y que había quedado cautivo dentro del personaje resignándose finalmente a ser Borges "de verdad".

La noticia era tan borgeana que de por sí resultaba divertida; pese a que enseguida pensé que detrás de esa travesura no podía estar otro que el mismo Borges. Por lo demás, se trata de un discurso que se remonta a mucho tiempo atrás, cuando el "caso" Borges estalló en Europa. Quien lo hizo estallar fue, como es sabido, Roger Caillois, gran explorador de la literatura, quien finalmente había descubierto a un escritor exótico que, sin ser realmente exótico, podía proponer al lector francés algo muy distinto de los temas asfixiantes y provincianos en los que parecía haber caído por esos años la literatura francesa. El éxito decretado por Francia decretó inmediatamente el éxito europeo y Borges, con la ironía que siempre supo utilizar respecto de sí mismo, declaró ser "un invento de Caillois". El llamado boom de la literatura sudamericana hizo el resto: el mercado cultural confeccionó a Borges, insertó su narrativa en ese fantástico que fue adosado a la literatura latinoamericana como un emblema y Borges se encontró, probablemente a su pesar, representando el estilo de todo un continente.

Pero más allá de estas consideraciones, lo que quiero decir es sobre todo que el rechazo de la identidad personal por parte de Borges (ser Nadie) no es sólo una irónica postura existencial sino justamente el motivo central de su narrativa, el núcleo a partir del cual parecen autogenerarse todos los grandes motivos que la caracterizan: el tiempo circular (por ejemplo, el cuento El Aleph), la indefectibilidad de la memoria (Funes el memorioso), el laberinto (El inmortal), el espejo (La secta del Fénix), el mundo como libro (La biblioteca de Babel), la imposibilidad de la delimitación entre el bien y el mal (Tres versiones de Judas, Tema del traidor y del héroe) y todas las demás metáforas de lo real que él inventó para ilustrar su representación del mundo o, para decirlo con "su" Schopenhauer, el mundo como voluntad de representación. En el cuento La forma de la espada, Borges afirma por boca de su personaje a John Vincent Moon la siguiente convicción: "Lo que hace un hombre es como si lo hicieran todos los hombres. Por eso no es injusto que una desobediencia en un jardín contamine al género humano; por eso no es injusto que la crucifixión de un solo judío baste para salvarlo. Acaso Schopenhauer tenga razón: yo soy los otros, cualquier hombre es todos los hombres, Shakespeare es de algún modo el miserable John Vincent Moon."

¿Jorge Luis Borges era ateo? Me inclino a creer que no (o, si se puede decir, no totalmente). Quizá más que Schopenhauer, a quien citan frecuentemente sus escritos, en su obra hay una gran alma spinoziana, una especie de ectoplasma colectivo que recoge a todo el género humano. Y que acoge, en literatura, a toda la literatura (o su "esencia"), más allá del orden diacrónico; un orden que puede posponer a Homero respecto de Leopardi o Proust.

La gran lección de ese Maestro que siempre rechazó irónicamente "ser" deriva quizás esencialmente de esto: que también la literatura, como el género humano, es una idea colectiva, una especie de alma de la cual participan todos los que han escrito. Utilizar a Borges, plagiarlo -aun paródica o irónicamente-, es un derecho que él nos concede. Porque creo que Borges "es" justamente eso: una fe soberana en la literatura y al mismo tiempo, paradojalmente, su radical negación: una solemne lección de escepticismo.

Tal vez por eso Borges tuvo detractores encarnizados tanto en la derecha como en la izquierda: porque dio a entender claramente, a través de sus metáforas literarias, su no adhesión a ninguna fe que no se basara ante todo en su escepticismo.

¿A qué adhirió realmente Borges? Me lo he preguntado a menudo más allá de sus circunstanciales elecciones políticas, muchas veces francamente irritantes.

Borges adhirió solamente a su inteligencia. Aparte de esta, no veo, en profundidad, ninguna otra adhesión. Con frecuencia he pensado que era un ilustrado que vivió fuera del Siglo de las Luces y que ya conocía el Novecento, algo así como un ilustrado "para atrás".

Me doy cuenta de que lo que digo puede parecer confuso y tal vez lo sea. Pero en la percepción que Borges tiene del mundo hay un sello, una nota que, en mi opinión, tiene justamente este significado: intentar la racionalización de la Babel de lo real sin la fe en la idea de progreso. Ubicarlo ideológicamente, pese a ciertas adhesiones de su vida, me parece por lo tanto estéril y quizá prematuro. Lo hará algún día la posteridad, si el mundo todavía puede disponer de semejantes valoraciones. Decir de él que es un escritor importante significa, sin duda, proclamar una obviedad y, críticamente, carece de valor. No obstante, su importancia no puede ser negada ni siquiera por quienes lo denigran (y no son pocos); y esto, desde el punto de vista crítico, significa algo. Su gusto por la invención y la paradoja, su capacidad para cuestionar lo que parecía definitivamente aceptado, su saber burlarse de las normas estéticas y morales son demostraciones de una agilidad intelectual indiscutible. Una consideración aparte merece además su capacidad para indagar la zona de sombra de lo real, para transmitirnos la idea de que lo evidente, lo obvio -en otras palabras, lo efectivo- poseen lados oscuros e insospechados que pueden alterar lo efectivo, darlo vuelta, además de ponerlo en jaque.

Este tipo de sutil operación Borges la realizó sobre todo en sus cuentos llamados realistas (definición aceptada por él mismo), y entre los cuales me gusta citar por lo menos "Emma Zunz" (de "El Aleph"), "Hombre de la esquina rosada" (de "Historia universal de la infamia") y "El Evangelio según Marcos" (de "El informe de Brodie"). Los cuentos realistas de Borges, muchos de los cuales salieron en la revista "Sur", de Buenos Aires, que él tomó en parte de hechos de la crónica (creo que es importante subrayar la atención que Borges dedicó a la crónica), para mi gusto personal son lo mejor que nos ha dado su narrativa: justamente porque, con el procedimiento de un extraño detective, transmitió, casi como un contagio, la duda sobre lo que es "verdadero", la desconfianza de la evidencia, la idea de la sustancia equívoca de la vida. Tomemos por ejemplo el cuento "Emma Zunz". Borges cuenta la historia (efectivamente ocurrida en Buenos Aires) de una chica judía de origen alemán que para vengar la muerte del padre se hace violar por un marinero desconocido para poder asesinar al hombre que había arruinado a su familia y darle a la policía una justificación válida. El cuento termina con estas palabras: "La historia era increíble, en efecto, pero se impuso a todos, porque sustancialmente era cierta. Verdadero era el tono de Emma Zunz, verdadero el pudor, verdadero el odio. Igualmente verdadero era el ultraje que había padecido. Sólo eran falsas las circunstancias, la hora y uno o dos nombres propios".

Al indagar la paradoja de la vida y aplicarla a la literatura, creo que, esencialmente, Borges quiso significar que el escritor es, ante todo, un personaje en sí mismo. Si queremos creer en su paradoja y aceptar jugar su juego, tal vez nos esté permitido decir que Jorge Luis Borges, personaje de alguien que se llamaba como él, en cuanto tal, no existió nunca. Es probable que su vida sea un libro.

Fuente: (http://www.clarin.com.ar/Borges/html/Tabucchi.html).
H 80 – 07.12.2001



El remordimiento

He cometido el peor de los pecados
Que un hombre puede cometer. No he sido
Feliz. Que los glaciares del olvido
Me arrastren y me pierdan despiadados
Mis padres me engendraron para el juego
Humano de las noches y los días
Para la tierra, el agua, el aire, el fuego
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida
No fue su joven voluntad. Mi mente
Se aplicó a las simétricas porfías
Del arte, que entreteje naderías.
Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

Jorge Luis Borges

H 80 – 07.12.2001



La escritura del dios

Jorge Luis Borges

La cárcel es profunda y de piedra; su forma, la de un hemisferio casi perfecto, si bien el piso (que también es de piedra) es algo menor que un círculo máximo, hecho que agrava de algún modo los sentimientos de opresión y de vastedad. Un muro medianero la corta; éste, aunque altísimo, no toca la parte superior de la bóveda; de un lado estoy yo, Tzinacán, mago de la pirámide de Qaholom, que Pedro de Alvarado incendió; del otro hay un jaguar, que mide con secretos pasos iguales el tiempo y el espacio del cautiverio. A ras del suelo, una larga ventana con barrotes corta el muro central. En la hora sin sombra se abre una trampa en lo alto,, y un carcelero que han ido borrando los años maniobra una roldana de hierro, y nos baja en la punta de un cordel, cántaros con agua y trozos de carne. La luz entra en la bóveda; en ese instante puedo ver al jaguar.
He perdido la cifra de los años que yazgo en la tiniebla; yo, que alguna vez era joven y podía caminar por esta prisión, no hago otra cosa que aguardar, en la postura de mi muerte, el fin que me destinan los dioses. Con el hondo cuchillo de pedernal he abierto el pecho de las víctimas, y ahora no podría, sin magia, levantarme del polvo.

La víspera del incendio de la pirámide, los hombres que bajaron de altos caballos me castigaron con metales ardientes para que revelara el lugar de un tesoro escondido. Abatieron, delante de mis ojos, el ídolo del dios; pero éste no me abandonó y me mantuvo silencioso entre los tormentos. Me laceraron, me rompieron, me deformaron, y luego desperté en esta cárcel, que ya no dejaré en mi vida mortal.

Urgido por la fatalidad de hacer algo, de poblar de algún modo el tiempo, quise recordar, en mi sombra, todo lo que sabía. Noches enteras malgasté en recordar el orden y el número de unas sierpes de piedra o la forma de un árbol medicinal. Así fui revelando los años, así fui entrando en posesión de lo que ya era mío. Una noche sentí que me acercaba a un recuerdo preciso; antes de ver el mar, el viajero siente una agitación en la sangre. Horas después empecé a avistar el recuerdo: era una de las tradiciones del dios. Éste, previendo que en el fin de los tiempos ocurrirían muchas desventuras y ruinas, escribió el primer día de la Creación una sentencia mágica, apta para conjurar esos males. La escribió de manera que llegara a las más apartadas generaciones y que no la tocara el azar. Nadie sabe en qué punto la escribió, ni con qué caracteres; pero nos consta que perdura, secreta, y que la leerá un elegido. Consideré que estábamos, como siempre, en el fin de los tiempos y que mi destino de último sacerdote del dios me daría acceso al privilegio de intuir esa escritura. El hecho de que me rodeara una cárcel no me vedaba esa esperanza; acaso yo había visto miles de veces la inscripción de Qaholom y sólo me faltaba entenderla.

Esta reflexión me animó, y luego me infundió una especie de vértigo. En el ámbito de la tierra hay formas antiguas, formas incorruptibles y eternas; cualquiera de ellas podía ser el símbolo buscado. Una montaña podía ser la palabra del dios, o un río o el imperio o la configuración de los astros. Pero en el curso de los siglos las montañas se allanan y el camino de un río suele desviarse y los imperios conocen mutaciones y estragos y la figura de los astros varía. En el firmamento hay mudanza. La montaña y la estrella son individuos, y los individuos caducan. Busqué algo más tenaz, más invulnerable. Pensé en las generaciones de los cereales, de los pastos, de los pájaros, de los hombres. Quizá en mi cara estuviera escrita la magia, quizá yo mismo fuera el fin de mi busca. En ese afán estaba cuando recordé que el jaguar era uno de los atributos del dios.

Entonces mi alma se llenó de piedad. Imaginé la primera mañana del tiempo, imaginé a mi dios confiando el mensaje a la piel viva de los jaguares, que se amarían y se engendrarían sin fin, en cavernas, en cañaverales, en islas, para que los últimos hombres lo recibieran. Imaginé esa red de tigres, ese caliente laberinto de tigres, dando horror a los prados y a los rebaños para conservar un dibujo. En la otra celda había un jaguar; en su vecindad percibí una confirmación de mi conjetura y un secreto favor.

Dediqué largos años a aprender el orden y la configuración de las manchas. Cada ciega jornada me concedía un instante de luz, y así pude fijar en la mente las negras formas que tachaban el pelaje amarillo. Algunas incluían puntos; otras formaban rayas trasversales en la cara interior de las piernas; otras, anulares, se repetían. Acaso eran un mismo sonido o una misma palabra. Muchas tenían bordes rojos.

No diré las fatigas de mi labor. Más de una vez grité a la bóveda que era imposible descifrar aquel gesto. Gradualmente, el enigma concreto que me atareaba me inquietó menos que el enigma genérico de una sentencia escrita por un dios. ¿Qué tipo de sentencia (me pregunté) construirá una mente absoluta? Consideré que aún en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra, y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo.

Un día o una noche -entre mis días y mis noches ¿qué diferencia cabe?- soñé que en el piso de la cárcel había un grano de arena. Volví a dormir; soñé que los granos de arena eran tres. Fueron, así, multiplicándose hasta colmar la cárcel, y yo moría bajo ese hemisferio de arena. Comprendí que estaba soñando: con un vasto esfuerzo me desperté. El despertar fue inútil: la innumerable arena me sofocaba. Alguien me dijo: "No has despertado a la vigilia, sino a un sueño anterior. Ese sueño está dentro de otro, y así hasta lo infinito, que es el número de los granos de arena. El camino que habrás de desandar es interminable, y morirás antes de haber despertado realmente."

Me sentí perdido. La arena me rompía la boca, pero grité: "Ni una arena soñada puede matarme, ni hay sueños que estén dentro de sueños." Un resplandor me despertó. En la tiniebla superior se cernía un círculo de luz. Vi la cara y las manos del carcelero, la roldana, el cordel, la carne y los cántaros.

Un hombre se confunde, gradualmente, con la forma de su destino; un hombre es, a la larga, sus circunstancias. Más que un descifrador o un vengador, más que un sacerdote del dios, yo era un encarcelado. Del incansable laberinto de sueños yo regresé como a mi casa a la dura prisión. Bendije su humedad, bendije su tigre, bendije el agujero de luz, bendije mi viejo cuerpo doliente, bendije la tiniebla y la piedra.


Entonces ocurrió lo que no puedo olvidar ni comunicar. Ocurrió la unión con la divinidad, con el universo (no sé si estas palabras difieren). El éxtasis no repite sus símbolos: hay quien ha visto a Dios en un resplandor, hay quien lo ha percibido en una espada o en los círculos de una rosa. Yo vi una Rueda altísima, que no estaba delante de mis ojos, ni detrás, ni a los lados, sino en todas partes, a un tiempo. Esa Rueda estaba hecha de agua, pero también de fuego, y era (aunque se veía el borde) infinita. Entretejidas, la formaban todas las cosas que serán, que son y que fueron, y yo era una de las hebras de esa trama total, y Pedro de Alvarado, que me dio tormento, era otra. Ahí estaban las causas y los efectos, y me bastaba ver esa Rueda para entenderlo todo, sin fin. ¡Oh dicha de entender, mayor que la de imaginar o la de sentir! Vi el universo y vi los íntimos designios del universo. Vi los orígenes que narra el Libro del Común. Vi las montañas que surgieron del agua, vi los primeros hombres de palo, vi las tinajas que se volvieron contra los hombres, vi los perros que les destrozaron las caras. Vi el dios sin cara que hay detrás de los dioses. Vi infinitos procesos que formaban una sola felicidad, y, entendiéndolo todo, alcancé también a entender la escriturad del tigre.

Es una fórmula de catorce palabras casuales (que parecen casuales), y me bastaría decirla en voz alta para ser todopoderoso. Me bastaría decirla para abolir esta cárcel de piedra, para que el día entrara en mi noche, para ser joven, para ser inmortal, para que el tigre destrozara a Alvarado, para sumir el santo cuchillo en pechos españoles, para reconstruir la pirámide, para reconstruir el imperio. Cuarenta sílabas, catorce palabras, y yo, Tzinacán, regiría las tierras que rigió Moctezuma. Pero yo sé que nunca diré esas palabras, porque ya no me acuerdo de Tzinacán.
Que muera conmigo el misterio que está escrito en los tigres. Quien ha entrevisto el universo, quien ha entrevisto los ardientes designios del universo, no puede pensar en un hombre, en sus triviales dichas o desventuras, aunque ese hombre sea él. Ese hombre ha sido él, y ahora no le importa. Qué le importa la suerte de aquel otro, qué le importa la nación de aquel otro, si él, ahora, es nadie. Por eso no pronuncio la fórmula, por eso dejo que me olviden los días, acostado en la oscuridad.

H 80 – 07.12.2001



Borges y el tema del doble

Carlos Yusti

Conversé por teléfono con el poeta y editor, Carlos Villaverde, quien tenía previsto editar un número monográfico de la revista Predios, a Jorge Luis Borges, “El perro ciego” como lo llama con malignidad el fotógrafo Yuri Valecillo. Enseguida le propuse mi disposición a escribir una breve nota sobre el tema del doble, por el cual el escritor argentino sintió una inexplicable pasión.
Me interesaba el tema no como un malabarismo intelectual, sino como un ejercicio sobre lo maravilloso que puede ser la literatura, sin mencionar que por alguna parte uno tiene su doble. Por ejemplo muchos de mis amigos (y conocidos) coinciden al encontrarme un leve parecido con José Ignacio Cabrujas. El escritor y dramaturgo a su vez se repetía en el actor de teatro y telenovelas Alejo Felipe.

Como es natural estuve hurgando en el desván de mi memoria. Buscaba algunos escritores entrampados también por el tema del doble. Al primero que encontré fue a Edgar Allan Poe. Su cuento William Wilson abordaba el tema de manera tensa y laboriosa. No podía faltar Julio Garmendia y su relato “El difunto yo”, donde el humor desencuadernado y el absurdo se daban la mano. Por supuesto fue inevitable no tropezarse con Julio Cortázar y sus cuentos “Lejana” y “Botella de mar”. También estaba aquella singular anotación de Nathaniel Hawthorne: “Hacer de la propia imagen en un espejo el tema para un cuento” y por supuesto tampoco podía quedar al margen Stevenson y su soberbia narración larga: “El extraño caso del doctor Jekill y Mister Hyde”.

El primer antecedente sobre el tema del doble en Borges se encuentra en su ensayo “Historia de los ecos de un nombre”, analiza la respuesta que ofreció Dios a Moisés con respecto a su nombre y que registra el libro del Éxodo. Dios le dice a Moisés: “Soy El que soy”. Borges despliega su erudición y desgrana citas y algunos ejemplos sobre la peculiar respuesta. Así en un aparte del texto refiere: “Moisés preguntó al Señor cuál era Su nombre; no se trataba, lo hemos visto, de una curiosidad de orden filológico, sino de averiguar quién era Dios, o más precisamente, qué era (En el siglo IX Erígena escribiría que Dios no sabe quién es ni qué es, porque no es un qué ni es un quien)”.

Más adelante, hace mención de un personaje de Williams Shakespeare que descubierto en su falsedad queda desnudo. Cita a Swift, quien ante su degradación física (en sus últimos días estaba sordo, había perdido la memoria y la locura le jugaba una mala pasada) repetía con vehemencia: “Soy lo que soy, soy lo que soy”. Por último se saca de la manga de su sabiduría libresca a Shopenhauer, quien ya al borde de la muerte confesaría a Eduard Grisebach lo siguiente: “Si a veces me he creído desdichado, ello se debe a una confusión, a un error. Me he tomado por otro, verbigracia, por un suplente que no puede llegar a ser titular...”

Juan Nuño postula que no es casual que el tema de la identidad asume en Borges forma de pesadilla especular. Además, el tratamiento de la identidad y del doble es para Borges un medio para exorcizar una presencia que parece acosarlo. Para Borges el tema del doble más que preocupación metafísica, o cierto juego de espejos literarios, es una paradoja altamente seductora. ¿Cómo será eso de toparse con su propio yo? ¿Cómo saber cuál exclamará soy el que soy? ¿Quién escribe y quién sueña? Luego retomará el tema de la identidad y del doble desde un punto de vista narrativo y poético.

Borges trata el tema en un extenso texto en prosa (¿poética?) titulado “Borges y yo”. En dicho escrito el ciego bibliotecario y escritor describe ya dos Borges. Cada uno posee características particulares y bien diferenciadas o como lo escribe algunos de esos dos Borges: “Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en unos atributos de un actor”. El texto termina de esa forma limpia y exacta que tiene la buena literatura: “Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál escribe esta página”. Si uno nace con la enciclopedia Británica bajo el brazo de seguro escribirá frases así, ¿no?

En el cuento titulado “El otro”, publicado en el “Libro de arena”, un Borges de más edad se encuentra con otro Borges más joven. Trata de convencerlo con datos de que son dos Borges distintos, pero a la vez también son uno. El otro Borges refuta la enumeración de hechos y particularidades diciendo: “…Esas pruebas no prueban nada. Si yo lo estoy soñando, es natural que sepa lo que yo sé. Su catálogo prolijo es del todo vano”. Ante esto el otro Borges arguye: “Si esta mañana y este encuentro son sueños, cada uno de los dos tiene que pensar que el soñador es él. Tal vez dejemos de soñar, tal vez no. Nuestra evidente obligación, mientras tanto, es aceptar el sueño, como hemos aceptado el universo…”. El relato prosigue con un diálogo sobre el porvenir del otro Borges. Termina cuando se despiden y luego el narrador nos da la pista del enigma: “El encuentro fue real, pero el otro conversó conmigo en un sueño y fue así que pudo olvidarme; yo conversé con él en la vigilia y todavía me atormenta el recuerdo”.

Borges vuelve a retomar el tema del otro en su cuento titulado “Veinticinco de agosto, 1983”, publicado en “La memoria de Shakespeare”. Este cuento parece una reescritura, mejorada y más sutil, del cuento “El otro”, no obstante este cuento atrapa al lector desde el inicio: “Fui caminando hasta el hotel. Sentí, como otras veces, la resignación y el alivio que nos infunden lugares muy conocidos. El ancho portón estaba abierto; la quinta a oscuras. Entré en el vestíbulo, cuyos espejos pálidos repetían las plantas del salón. Curiosamente el dueño no me reconoció y me tendió el registro. Tome la pluma que estaba sujeta al pupitre, la mojé en el tintero de bronce y al inclinarme sobre el libro abierto, ocurrió la primera sorpresa de las muchas que me depararía esa noche. Mi nombre, Jorge Luis Borges ya estaba escrito y la tinta, todavía fresca.” El relato se desarrolla de manera normal. El Borges que llega se apresura en subir a la habitación y se encuentra con el otro Borges mucho más viejo y que esta a punto de suicidarse. El cuento concluye con una frase hermosa: “Afuera me esperaban otros sueños”. Esos textos narrativos sobre el doble más que un juego fantástico de prestidigitación literaria, fueron un medio para conjurar al otro Borges. He leído una buena porción de textos sobre los dos Borges bien diferenciados y delineados en sus actuaciones públicas e intelectuales (...).

Hay un escrito antológico de George Steiner, “Los tigres en el espejo”, en el que describe la cualidad más sobresaliente de este Borges dividido: “La función liberadora del arte reside en su singular capacidad de soñar a pesar del mundo, de estructurar mundos de modo diferente. El gran escritor es anarquista y arquitecto al mismo tiempo. Sus sueños socavan y vuelven a construir el paisaje chapucero y provisional de la realidad.

H 80 – 07.12.2001



H. O.

En cierta calle hay cierta firme puerta
con su timbre y su número preciso
y un sabor a perdido paraíso,
que en los atardeceres no está abierta
a mi paso. Cumplida la jornada,
una esperada voz me esperaría
en la disgregación de cada día
y en la paz de la noche enamorada.
Esas cosas no son. Otra es mi suerte:
Las vagas horas, la memoria impura,
el abuso de la literatura
y en el confín la no gustada muerte.
Sólo esa piedra quiero. Sólo pido
las dos abstractas fechas y el olvido.

Jorge Luis Borges

H 80 – 07.12.2001



La amortajada *

Jorge L. Borges

Yo sé que un día entre los días o más bien una tarde entre las tardes, María Luisa Bombal me confió el argumento de una novela que pensaba escribir: el velorio de una mujer sobrenaturalmente lúcida que en esa visitada noche final que precede al entierro, intuye de algún modo —desde la muerte— el sentido de la vida pretérita y vanamente sabe quién ha sido ella y quienes las mujeres y los hombres que poblaron su vida. Uno a uno se inclinan sobre el cajón, hasta el alba confusa, y ella increíblemente los reconoce, los recuerda y los justifica... Yo le dije que ese argumento era de ejecución imposible y que dos riesgos lo acechaban igualmente mortales: uno, el oscurecimiento de los hechos humanos de la novela por el gran hecho sobrehumano de la muerta sensible y meditabunda; otro, el oscurecimiento de ese gran hecho por los hechos humanos. La zona mágica de la obra invalidaría la psicológica o viceversa; en cualquier caso la obra adolecería de una parte inservible. Creo asimismo que comenté ese fallo condenatorio con una cita de H. G. Wells sobre lo conveniente de no torturar demasiado las historias maravillosas... María Luisa Bombal soportó con firmeza mis prohibiciones, alabó mi recto sentido y mi erudición y me dio unos meses después el manuscrito original de La amortajada. Lo leí en una sola tarde y pude comprobar con admiración que en esas páginas estaban infaliblemente salvadas los disyuntivos riesgos infalibles que yo preví. Tan bien salvados que el desprevenido lector no llega a sospechar que existieron.

En nuestras desganadas repúblicas (y en España) sigue privando el melancólico parecer de aquel vindicador de Góngora, que a principios del siglo XVII dijo que la poesía "consistía en el conceptuoso y levantado estilo" —o sea en el manejo maquinal de un repertorio de inversiones y de sinónimos—. Infieles a esa tibia tradición, los libros de María Luisa Bombal son esencialmente poéticos. Ignoro si esa involuntaria virtud es obra de su sangre germánica o de su amorosa frecuentación de las literaturas de Francia y de Inglaterra: lo cierto es que en este libro no faltan sentencias memorables ("flores de hueso y esqueletos humanos, maravillosamente blancos e intactos, cuyas rodillas se encogían como otrora en el vientre de la madre") ni tampoco páginas memorables (por ejemplo, el incendio furtivo del retrato; por ejemplo, el descubrimiento atroz del placer en una carne detestada) pero que vastamente las supera el conjunto del libro. Libro de triste magia, deliberadamente suranée, libro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nuestra América.

* El texto data de 1938.
H 80 – 07.12.2001



La desventurada bancarización de Oriana
(o de Anatole France a Domingo Cavallo)

Eduardo Dermardirossian

Buenos Aires, Argentina, viernes 30 de noviembre de 2001. Oriana recibió un cheque de la compañía aseguradora para resarcirle por el daño y el perjuicio que había sufrido en el accidente ocurrido hace ya algún tiempo. La asistí como abogado para negociar el acuerdo, y no obstante que el banco girado estaba a poca distancia del lugar del acuerdo y que me ofrecí a acompañarla para hacer efectivo el importe del cheque, la mujer decidió posponer la diligencia porque en ese momento se desató la lluvia. Dijo que el lunes iría a cobrarlo con más tiempo, en horario adecuado y sin mojarse.

Durante la tarde de ese mismo viernes y los dos días siguientes, las autoridades dictaron unas medidas que limitaron el retiro de fondos depositados en bancos, con lo cual Oriana se vio impedida de reunirse con su dinero. Forzada por las disposiciones del novísimo decreto de necesidad y urgencia, abrió una cuenta en el banco girado y allí depositó el cheque. Así es como quedó su dinero en “noventena”. Pero, eso sí, con el módico consuelo de poder extraer unas flacas cuotas semanales que en nada servían a los propósitos que el viernes 30 le hicieron aceptar aquella transacción.

Y bien, ¿qué hizo la dama que, a más de verse forzada a dejar cautivo su dinero y su esperanza, ya otras veces había sufrido menoscabos importantes en su libertad y en su patrimonio? Dijo primero un improperio irreproducible, y luego, quizás un poco aligerada de su rabia infinita, recordó cierto cuento que hace ya muchos años publicó en su contratapa el extinto matutino “La Opinión” de Buenos Aires, el nombre de cuyo autor yace ahora en el basurero de la amnesia.

Quiero relatarte, lector, lo que de ese cuento todavía conservo en mi memoria. Pero antes déjame hacer una breve excursión reflexiva para aligerar la carga que estos tres días aciagos depositaron sobre mi testa. Me pregunto por qué razón Oriana vio frustradas sus expectativas, a cuál causa debe atribuirse su desventura bancarizada de este día. ¿Es debido a la malicia especulativa de los argentinos que apresuradamente vaciaron los tesoros de los bancos para llevar su dinero a destinos más piadosos o para cobijarlo al calor de sus almohadas y colchones?, ¿o es porque la irremediable inercia de nuestras autoridades las condujo a otro desacierto para horadar los bolsillos de los habitantes de nuestro suelo, para minar su confianza y para aniquilar cualquier vestigio de esperanza? Puede buscarse otra razón más confortante aunque menos fiable: que el buen juicio y la mejor voluntad de las autoridades nacionales -asistidas por cierto director gerente y por cierto secretario del tesoro-, empeñadas por hallar solución efectiva a los problemas argentinos, las llevaron a requerir de toda la nación un esfuerzo patriótico para que de una vez y para siempre arreglemos los desaguisados que nos aquejan. Por fin, y para consuelo de algunos, puedo todavía atribuir la desventura de mi clienta a la meteorología, que, como es sabido, suele tener influencias no desdeñables en los asuntos económicos. En efecto, unas veces la lluvia puede favorecer cosechas, y otras veces puede malograrlas; puede acarrear dificultades en la ejecución de obras públicas y privadas, o puede favorecerlas; puede fastidiar durante la celebración de unas bodas o puede tornar deliciosa una noche de amor. La lluvia, por fin, puede ser la causa de que un dinero quede, curiosamente, cautivo. Más razones pueden aducirse aún, de suerte que cada quien encuentre la que mejor conviene a su interés o a su desventura.

Ahora quiero recordar cuanto me es posible el cuento al que me referí. Érase un tiempo argentino de desaguisados políticos, económicos y de desorden social. El desconcierto gobernaba el ánimo de las gentes, fatigadas ya de tantos experimentos sobre su piel y su esperanza; el gobierno de entonces no acertaba a conducir la barca con derrotero cierto, ni siquiera a amarrarla en puerto seguro. En tales condiciones, un ciudadano argentino, de prosapia argentina y otrora orgulloso de su pertenencia nacional, harto finalmente de enajenar su voluntad y su esfuerzo a las inciertas condiciones del país, colmada su paciencia y seguro por una vez de que nada cambiaría sus desventuras, decide ya no ser argentino, renunciar a su nación y a su ciudadanía y adquirir otra identidad en la geografía del mundo. Otra identidad sin importar cuál. Y así es como decide hacerse portugués. Para dar el salto ritual profiere una palabrota luenga y grosera como la que dijo Oriana y, ya exorcisado, corre a una academia para inscribirse en un curso de idioma portugués, luego se suscribe a un diario portugués, más tarde se asocia a un club portugués y para anoticiarse acerca de su nueva condición acude a una gruesa y numerosa enciclopedia adonde lee con fruición cuanto dice bajo el vocablo “Portugal”. Otras muchas cosas hace el renunciante argentino para ser, desde ese momento, verdaderamente portugués. Y al cabo de algún tiempo comienza a sentir los efectos bienhechores de su nueva nacionalidad. Un cierto sosiego se apodera de su espíritu, unas esperanzas nuevas nacen sobre la simiente lusitana y cierta sonrisa comienza a poblar su boca y su mirada. Y es aquí donde el olvido me impone detener mi pluma.

No sé, lector, qué fue de aquel personaje de papel y de tinta que por un día habitó la contratapa del diario “La Opinión””, no lo sé. Sospecho que alguna vez cayó en la cuenta de que aún siendo portugués por rabia y por opción, seguía habitando su original territorio de desventuras argentinas. Quizá –tampoco lo sé de cierto- le ocurrió como a Crainqueville, aquel personaje de Anatole France, que cierta vez fue injustamente encarcelado por un crimen que no había cometido, y por eso se acongojó y lloró; pero al cabo de algún tiempo comprobó que la cárcel era un mejor sitio que el que la vida le había deparado allende las rejas. Vio que siendo prisionero de la justicia tenía techo y comida, bienes que no había logrado cuando deambulaba libremente por las calles de París. Y cuando se cumplió el tiempo de su condena y fue dejado en libertad, Crainqueville volvió a las desventuras del frío y del hambre, agravadas esta vez por su nueva condición de ex-convicto. Entonces quiso regresar a la cárcel, pero le fue dicho que ese no era un sitio adonde se ingresaba por propia determinación, sino por decisión de la justicia, para castigar a los malhechores. Y comenzó Crainqueville a cometer toda suerte de fechorías para merecer la cárcel anhelada, pero con tan mala suerte que ninguna de ellas lo llevó al destino querido.

Quizá –digo quizá solamente- hoy no advierte la desventurada Oriana, ni advertimos los argentinos de este día que nuestro destino es mejor que el que sospechamos. No advertimos que buenamente las autoridades nacionales han venido esta vez a cuidar nuestros dineros, nuestra libertad; han venido a custodiar nuestra esperanza, a ponerla bajo la tutela bienhechora de las instituciones financieras.

Por eso, nadie entienda que estas líneas quieren inducirle a decir improperios o a hacerle portugués.

H 80 – 07.12.2001