Heráclito 65

Aquella Caperucita Roja

Escrito originalmente por Charles Perrault hace más de 300 años, el relato está incluido en su volumen Cuentos de Antaño.

El final trágico del cuento es así: "¡Abuelita, qué dientes más grantes tienes! Son para comerte. Y diciendo estas palabras, el malvado lobo se arrojó sobre Caperucita y se la comió". Actualmente circula la versión de los hermanos Grimm. Ésta incluye un leñador que rescata a la niña y a su abuelita del vientre del lobo

Evidentemente Perrault quiso castigar a Caperucita por hablar con desconocidos; el lobo en el bosque representa a un desconocido. Casi todos los cuentos de Perrault incluyen una moraleja y la de este cuento es la siguiente: "vemos aquí que las adolescentes y más las jovencitas elegantes, bien hechas y bonitas, hacen mal en oír a ciertas gentes, y que no hay que extrañarse de la broma de que a tantas el lobo se las coma. Digo el lobo, porque estos animales no todos son iguales: los hay con un carácter excelente y humor afable, dulce y complaciente, que sin ruido, sin hiel ni irritación persiguen a las jóvenes doncellas, llegando detrás de ellas a la casa y hasta la habitación. ¿Quién ignora que lobos tan melosos son los más peligrosos?".

Este autor quiso dar una lección moral a las jóvenes que con alguna ligereza entablan tan riesgosas relaciones.

Perrault es también autor de otros cuentos famosos como Pulgarcito, Cenicienta o el zapatito de cristal y La bella durmiente del bosque.

H 79 – 30.11.2001



Los niños también nos leen

Caperucita Roja

Eduardo Dermardirossian, Cuentos de Caperucita para Mariel.

De todos es sabido que debía su nombre a la capucha que cubría su cabeza para proteger sus oídos en los días fríos. Y el color de esa capucha oficiaba de apellido a la hora de nombrarla.

Caperucita Roja era una niña bonita y de corazón generoso, inteligente y graciosa. Y tenía entre dos y tres años de edad cuando le ocurrió lo que voy a relatar. Mas habrá que ofrecer oídos atentos a cuanto diga desde ahora mismo, pues será ésta la única vez que se oiga de mí este cuento. Porque mañana quizá ya lo habré olvidado.

Es preciso advertir primero que la niña de nuestro cuento vivía con sus padres en una casita pequeña, sí, pero graciosa y acogedora como las de chocolate que suelen adornar el centro de las tortas en las fiestas grandes. Hasta hacía no mucho tiempo también vivía con ellos su abuelita –mamá de su mamá-, pero habiendo enfermado se vió precisada a trasladarse en medio del bosque, a una casa rodeada de unas plantas que hacían mucho bien a su salud. De modo, entonces, que diariamente la anciana salía a recoger algunas hojas de esas plantas para sazonar con ellas sus comidas y sanar, también, sus dolores. Así es que ya no vivían juntas. Pero, eso sí, frecuentemente la niña visitaba a su abuela, llevándole algunas cosas que necesitaba o dulces que preparaba su madre.

Cierta vez la mamá le pidió a Caperucita que acudiera a la casa de su abuela para llevarle algunos comestibles entre los que, como era habitual, contaban unos ricos dulces. Feliz la niña, tomó el cesto en su brazo y enderezó el camino que ya conocía tan bien y que conduce a la morada de la anciana. Primero atravesó unos prados y luego vadeó el arroyo hasta encontrar su lugar menos profundo y lo cruzó alegremente saltando sobre las piedras que emergían del agua. Y se internó en el bosque por una senda otrora abierta por los leñadores, a cuya vera divisó pronto la casa de su abuelita. Felices ambas, abundaron los besos. Departieron niña y anciana durante un tiempo, hasta que se oyó golpear insistentemente la puerta. Acudió la niña a abrirla y se encontró frente a un hombre ya entrado en años, delgado, de larga barba blanca y jadeante: “niña, mira, aquí, a mis piés. Este pobre animal herido. Lo he traído a cuestas desde el arroyo y mucho aprecio el haber llegado a este lugar antes de que muriera desangrado. Está mal, quizás una caída o una rama oculta del monte lo hirió. Ayúdame a curarlo. Y que sea pronto porque si nó morirá”. También acudió la abuela y entre los tres alzaron al animal y lo entraron a la casa depositándolo sobre una mullida manta, donde le prodigaron toda suerte de cuidados.

Se trataba de un lobo, herido en su cuerpo, del lado izquierdo. Inconsciente ya, el animal no reaccionaba frente a las primeras curaciones que le prodigaban en esa casa. Pero insistieron ellos y mucho se afanaron en los cuidados. Lavaron su herida y vieron que era profunda, luego aplicaron sobre ella unas hierbas que la abuela aseguró serían útiles para la cicatrización, le vendaron con paños limpios lo mejor que pudieron y le dejaron dormir y descansar al abrigo de la estufa que ardía cerca. Y cuando hubo transcurrido tiempo bastante, el animal despertó.

Caperucita le dio a beber, sorbo a sorbo, una caliente y nutritiva sopa que su abuela había preparado. Y vieron, por fin, cómo aquel lobo herido iba recuperando sus fuerzas y mejorando su ánimo, hasta incorporarse por sí solo y lamer con gratitud las manos de la niña y de la anciana. Al cabo, el animal partía, ya repuesto, hacia la espesura del bosque.

¿Quién era el hombre que trajo al animal herido? ¿Por qué razón acudió a esa casa para que le sanaran? ¿Por cuál causa se fue sin siquiera despedirse ni decir su nombre? No supieron contestar a estas preguntas la abuela ni la niña ni tuvieron noticias de los que habían partido.

Y transcurrió algún tiempo y otras veces Caperucita visitó a su abuela. En cierta ocasión, cuando tomaban el té al sol ya fresco de la tarde, vió la niña que un torbellino blanco como la nieve descendía del cielo. Descendía cada vez más hasta alcanzarla a ella sin que la abuelita se percatara. Y la envolvió el torbellino acariciando sus mejillas y quitando de su cabeza la capucha roja hasta ensortijar su pelo. Tuvo una sensación la niña, no de miedo, no de inquietud siquiera. Sensación de que, cautiva de aquel dulce torbellino, era trasladada lejos. Muy lejos. Allá donde jamás había estado antes. Y vió sentado en un trono a aquel hombre de barba que un día trajo al lobo herido. El hombre miró a la niña con indecible dulzura y vio Caperucita que al costado de su cuerpo, del lado izquierdo, el hombre tenía una cicatriz. Alzó su mano desde el trono e irradió luz sobre la niña y al pronto ella se encontró nuevamente sentada al sol ya fresco de la tarde tomando té con su abuelita. Miró a la anciana, miró al cielo. Nada había cambiado en derredor ni se habían anoticiado de lo acontecido. Sólo ella, Caperucita Roja, sabía lo ocurrido.
Permítaseme confesar mi especial simpatía para con aquel lector que se basta con la precedente narración para comprender todo lo que implica. De acertado o de errado, de valioso o de pueril, no lo sé. Digo mi particular afecto para aquel que, dueño aún de su inocencia (inocente es quien no merece castigo), se basta con el vuelo de su imaginación, con la anchura de su corazón y con el ideograma de cada circunstancia de su vida, para comprender sin recurrir al menudeo verbal a que nos ha llevado nuestra condición de adultos. Yo, desde luego, me cuento entre estos últimos. De otro modo no hubiera añadido a mis cuentos éstas que llamo reflexiones.

Dichas las disculpas iniciales, pues, a reflexionar ahora al pié de cada cuento.

Con frecuencia se pregunta el hombre de qué sirve la ficción, cuál es su utilidad y cuál su motivo. Se pregunta si acaso no es pernicioso que desde el inicio de su vida se le oriente por senderos ajenos a la realidad cotidiana, con la que tendrá que vérselas a lo largo de su existencia adulta. En los tiempos presentes –el último peldaño previo al 2000 es cuando escribo esto-, con todo cuanto ha hallado la ciencia y puesto al servicio del hombre la tecnología y con cuanto se añadirá de seguro en el futuro próximo, ¿qué justificación tiene la ficción y el aliento de la fantasía? El conocimiento humano en ocasiones ha superado su imaginación y donde hasta hace poco había perplejidad, ahora hay recursos produciendo a escala industrial lo que era inexistente. Éstas y otras afirmaciones sirven para que los detractores de la ilusión apoyen sus prédicas. Son verdaderos los hechos aducidos, pero falsas las consecuencias que de ellos se derivan.

La capacidad de imaginar es una de las pocas cosas que distingue al hombre de las otras especies. Sobrevuela las urgencias cotidianas y busca respuestas que quizá nunca hallará. Pero a sabiendas de ello busca, hurga, dentro y fuera de sí (siempre es dentro) y en la búsqueda encuentra el gozo. Sutil y hondo, no comparable a la satisfacción de hallar el resultado. Por esto el hombre es hombre, distinto, particular. No saben de la muerte las otras especies, no saben de Dios. Sólo el hombre se plantea las cosas del infinito, del tiempo, del bien y del mal. El hombre es biología, sí. Mas no tan sólo eso.

Dejadme imaginar un personaje que diga así: Quiero volar con mis alas, porque no afecta a mi condición primera que hayamos pisado ya la luna, no he dejado de decir poesías por eso. La biogenética y sus prodigios no discuto, antes bien, procuro favorecerme con ellos. Pero seguiré preguntándome como siempre de dónde vengo y hacia dónde voy. Y no me hagáis inmortal alguna vez, no. Porque entonces ya no querré vivir, no tendrá sentido mi vida si no tengo que cuidar de ella y hasta temer a la muerte. Y si me hacéis inmortal contra mi voluntad, os pido un favor: quitadme la ilusión, cortadme las alas y así, quizá, no sufra mi nueva condición. Es mi parecer que, a la postre, así reaccionaría el hombre -todo hombre- frente a la hipótesis de que le sea reemplazada su imaginación a cambio de seguridades que cancelen sus dudas.

Por qué soñar, titulé el pórtico de ingreso a mi Ensayo utópico. Esa es la cuestión. Y mientras sea una cuestión (y por ser tal, irresuelta) seguiré abrazando la vida, edificando ilusiones. Y si los vientos de la adversidad las derriban, volveré a levantarlas, que en eso radica el vivir. Es insípida la certeza, tiene sabor la esperanza y la duda es su sazón. Heráclito y Sócrates de sobra lo sabían, como lo saben los niños. Son esos viejos griegos y estos niños quienes tienen lugar en su entendimiento y en su corazón para "aquel hombre ya entrado en años, delgado, de barba blanca y jadeante". Sólo ellos pueden percibir ese torbellino blanco como la nieve que desciende del cielo.

Verás, lector, que no hay erudición ni rebuscamiento en lo que digo. Tal no es mi propósito. Hay, sí, un tanto de confesión. Diría de desnudamiento de mis adentros para exponerlos a tu lectura. Y una invitación: cada quien crece y crecerá en la vida y esto es ajeno a su voluntad, mas cuidar de crecer en todo, armónicamente, en eso radica la virtud. Que no quede el alma a la zaga de la bolsa ni el corazón postergado a la razón.

© 2001 especial para Heráclito
Hecho el depósito Ley 11723
H 79 – 30.11.2001



En una antología de los mejores relatos infantiles que puso en Red la Presidencia de la República de Colombia, puede leerse la siguiente versión de Triunfo Arciniegas, autor malagueño de dilatada trayectoria literaria en España y América. Panamericana lo editó en 1996.

Caperucita Roja y otras historias perversas

Ese día encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decían Caperucita Roja. La conocía pero nunca había tenido la ocasión de acercarme. La había visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí una carta y la encontré sin abrir días después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver.

Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegría. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar.

¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz?

Me quedé mudo. Sí era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendía regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije:

- Quiero regalarte una flor, niña linda.

- ¿Esa flor? No veo por qué.

- Está llena de belleza –dije, lleno de emoción.

No veo la belleza –dijo Caperucita–. Es una flor como cualquier otra.

Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí a la bicicleta y le di alcance.

- Mira mi reguero de lágrimas.

- ¿Te caíste? –dijo–. Corre a un hospital.

- No me caí.

- Así parece porque no te veo las heridas.

- Las heridas están en mi corazón –dije.

- Eres un imbécil.

Escupió el chicle con la violencia de una bala.

Volvió a alejarse sin despedirse.

Sentí que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el río de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veía por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. "Bonito disfraz", me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche había fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comía un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo.

Volví a ver a Caperucita unos días después en el camino del bosque.

- ¿Vas a la escuela? –le pregunté, y en seguida caí en la cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete.

- Estoy de vacaciones –dijo–. ¿O te parece que éste es el uniforme?

El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo.

- ¿Y qué llevas en el canasto?

- Un rico pastel para mi abuelita, ¿quieres probar?

Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecía su pastel. ¿Qué debía hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar? Si aceptaba pasaría por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, heriría a Caperucita y jamás volvería a dirigirme la palabra. Me parecía tan amable, tan bella. Dije que sí.

- Corta un pedazo.

Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí con delicadeza, con educación. Quería hacerle ver que tenía maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí algo raro en el estómago, como una punzada que subía y se transformaba en ardor en el corazón.

- Es un experimento –dijo Caperucita–. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita pero tú apareciste primero. Avísame si te mueres.

Y me dejó tirado en el camino, quejándome.

Así era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres días. Volví al camino del bosque y juro que se alegró de verme.

- La receta funciona –dijo–. Voy a venderla.

Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocía. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí un favor muy especial. Batí la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo:

- Cómete a la abuela.

- Abrí tamaños ojos.

- Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad.
No podía creerlo.

Le pregunté por qué.

- Es una abuela rica –explicó–. Y tengo afán de heredar.

No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policía se lo creyó y anda detrás de mí para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al río, y que nunca se vuelva a saber de mí.

Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores. Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veía muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No quería comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo.

Es su palabra contra la mía. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Sólo soy el lobo de la historia.

Aparte de la policía, señores, nadie quiere saber de mí. Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difícil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difícil, inútil y peligroso. El otro día dijo que si la seguía molestando haría conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

H 79 – 30.11.2001



Caperucita, el más enigmático de los cuentos

Antonio Rodríguez Almodóvar *

Más de tres siglos después de su primera publicación, Caperucita roja continúa siendo el más enigmático de todos los cuentos. Por dondequiera que se le mire, su deslumbrante anécdota apenas nos deja barruntar algo acerca de su verdadera significación, al tiempo que atrae todas las miradas. Etnógrafos, psicoanalistas, semiólogos, antropólogos, y de las más variadas tendencias, se disputan tan suculento manjar. Pero no llegarán a hincarle el diente por completo, pues esta ambigua niña, acosada por un lobo multívoco, volverá a escurrirse una y otra vez por entre los árboles de un verdadero bosque de símbolos. Acaso el de la civilización occidental.

Todo empezó cuando Charles Perrault, un académico de la lengua francesa e Inspector de Obras de Luis XIV, tuvo la ocurrencia de adaptar literariamente algunos cuentos de tradición oral, para divertimento de cortesanos en 1697. Pero entre los verdaderos cuentos ("Cenicienta", "Barbazul", "Piel de asno", "La bella durmiente", etc.), se coló "Caperucita", que era más bien una leyenda de miedo (lo que los alemanes llaman Schreckmärchen), destinada a prevenir a las niñas de encuentros con desconocidos, y cuyo ámbito territorial no iba más allá de la región del Loira, la mitad norte de los Alpes y el Tirol; nada, en comparación con los auténticos cuentos folclóricos, que cubren todo el ámbito indoeuropeo y sus zonas de influencia, incluida la América poscolombina.

Caperucita Roja según Tomi Ungerer.

Sobre la marcha, al travieso racionalista se le ocurrieron algunos "arreglos". De la auténtica leyenda popular (muy bien estudiada por Paul Delarue en 1951) suprimió el lance en que el lobo, ya travestido de abuelita, invita a la niña a consumir carne y sangre, ésta a guisa de vino, pertenecientes a la pobre anciana, a la que acaba de descuartizar. No hay que asustarse. Los restos de canibalismo ritual flotan a la deriva en numerosos cuentos populares, como en el muy hispánico "Mariquilla, jura, jura"; aquél en que un difunto regresa por el trozo de hígado que una familia acaba de cenarle, precisamente por la desobediencia de otra niña. Igualmente eliminó Perrault el desenlace en que nuestra heroína, al sospechar lo peor, engaña al lobo fingiendo una repentina necesidad de exonerar el vientre y escapa por la puerta. En su lugar prefirió el académico otra versión, también popular, en que simplemente el lobo devora a las dos mujeres. (Lo cruel era de mejor gusto que lo escatológico en los libertinos salones del Rey Sol.) Por último, pero no lo último, se sacó no se sabe de dónde la indumentaria colorada y el tarrito de manteca, de incalculables consecuencias.

En ningún caso hay final feliz, hasta que los hermanos Grimm, sintiendo sin duda una gran pena por suceso tan triste, tomaron en préstamo el episodio del cazador, de otro cuento, "El lobo y los siete cabritos", y se lo pegaron por detrás a nuestra historia, sin muchos miramientos. La cuestión era devolver a la vida a abuela y nieta, enteritas, desde la barriga del lobo, pese a haber sido devoradas. Hay que aclarar que "Caperucita" también se coló en la colección de los dos filólogos alemanes, quienes quisieron hacernos pasar por auténticamente germánica una narración que no era sino un nuevo arreglo sobre la que les contó una amiga de ascendencia francesa. (Pero eso le ocurre a cualquiera. A José Mª Guelbenzu le sucedió. Se le coló en una colección de cuentos españoles nada menos que "El gato con botas", que ya los hermanos Grimm quitaron de su antología a partir de la segunda edición, tras percatarse de que era otra leyenda exclusivamente francesa.) Pero sigamos.

Lo que nos interesa ahora destacar es que fue esa versión recompuesta una y otra vez la que conquistó el mundo, a partir de 1812, para desesperación de etnógrafos y folcloristas, y por alguna razón tan profunda como mal conocida. Necesario será ya acudir a la opinión de otros expertos: los psicólogos y los psicoanalistas. Dos en particular: Bruno Bettelheim y Erich Fromm. Tomando como base el consabido conflicto freudiano entre el principio del deber (acudir en socorro de la pobre abuelita) y el principio del placer (entretenerse por el bosque cogiendo florecillas y charlando con desconocidos), uno y otro llegan a diferentes conclusiones, o quizás sean complementarias. Para el primero, Caperucita, una vez superada la fijación oral (representada por Hänsel y Gretel), encarna el problema de un complejo de Edipo mal resuelto, que retorna en la pubertad, y que la arroja inconscientemente a la posibilidad de ser seducida. Ni que decir tiene que el lobo es la figura de todo hombre, padre incluido. Para el neoyorquino, la caperuza roja y el tarrito de manteca no otra cosa pueden ser que la primera menstruación y la virginidad, respectivamente. Por uno u otro lado rondan los peligros de un sexo prematuro, en el que no son inocentes ni la madre ni la abuela, quienes al empujar y reclamar a la niña por un camino tan peligroso, en realidad la están induciendo a desviarse. ¿Creeremos por esto que Caperucita es inocente? En absoluto. También ella está deseando perder de vista a las dos. Con notable gracejo, escribe Bettelheim: "Sólo los adultos, que están convencidos de que los cuentos son absurdos, pueden dejar de ver que el inconsciente de Caperucita está haciendo hora extras para librarse de la abuela".

De las ansiedades edípicas y los sentimientos ambivalentes hemos de enlazar con los antropólogos, en este caso Vladimir Propp. El gran formalista ruso no se conformó con descubrir la relojería interna de los cuentos de hadas, sino que nos aportó valiosas noticias sobre ritos arcaicos, muchas veces explicativos del trasfondo que hay en los cuentos, así como del contacto sorprendente que por el lado oscuro cabe detectar entre inconsciente individual e inconsciente colectivo, sueños recurrentes y cuentos populares. Verbigracia: muchos neuróticos refieren sueños de canibalismo, que equivalen a incesto. (¿Van encajando las piezas?) En nuestro caso, la perla es un rito de iniciación, todavía vigente en Nueva Guinea y en algunos puntos de la América primitiva: al iniciado se le hace entrar en una cabaña, que tiene forma de algún animal salvaje, y volver a salir, como si fuese engullido y regurgitado por la fiera.

Misteriosas galerías del alma humana. Por la razón que sea, o por todas juntas, Caperucita sigue desconcertando a los estudiosos y, eso sí, cautivando a los niños, que son los únicos que de verdad poseen su secreto. Como poseen el de todos los demás cuentos populares, que renuevan una y otra vez su extraño, y al parecer imprescindible, mensaje terapéutico y civilizador. Lástima que cuando aquéllos pudieran revelárnoslo, ya dejan de ser niños.

* Antonio Rodríguez Almodóvar nació en Alcalá de Guadaira, España, en 1941. En su juventud, combinó estudios de Filosofía y Náutica. Catedrático de literatura española en la Universidad de Sevilla. Es autor de numerosas monografías, ensayos y artículos. En 1983, dio a conocer su antología Cuentos al amor de la lumbre, recopilación de narraciones españolas de origen popular.

H 79 – 30.11.2001



Gabriela Mistral le escribió estos versos a

Caperucita roja
.
Caperucita Roja visitará a la abuela
que en el poblado próximo sufre de extraño mal.
Caperucita Roja, la de los rizos rubios,
tiene el corazoncito tierno como un panal.

A las primeras luces ya se ha puesto en camino
y va cruzando el bosque con un pasito audaz.
Sale al paso Maese Lobo, de ojos diabólicos.
«Caperucita Roja, cuéntame adónde vas».

Caperucita es cándida como los lirios blancos.
«Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel
y un pucherito suave, que se derrama en juego.
¿Sabes del pueblo próximo? Vive en la entrada de él».

Y ahora, por el bosque discurriendo encantada,
recoge bayas rojas, corta ramas en flor,
y se enamora de unas mariposas pintadas
que la hacen olvidarse del viaje del Traidor...

El Lobo fabuloso de blanqueados dientes,
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor,
y golpea en la plácida puerta de la abuelita,
que le abre. (A la niña ha anunciado el Traidor.)

Ha tres días la bestia no sabe de bocado.
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender!
... Se la comió riendo toda y pausadamente
y se puso en seguida sus ropas de mujer.

Tocan dedos menudos a la entornada puerta.
Caperucita Roja visitará a la abuela
que en el poblado próximo sufre de extraño mal.
Caperucita Roja, la de los rizos rubios,
tiene el corazoncito tierno como un panal.

A las primeras luces ya se ha puesto en camino
y va cruzando el bosque con un pasito audaz.
Sale al paso Maese Lobo, de ojos diabólicos.
«Caperucita Roja, cuéntame adónde vas».

Caperucita es cándida como los lirios blancos.
«Abuelita ha enfermado. Le llevo aquí un pastel
y un pucherito suave, que se derrama en juego.
¿Sabes del pueblo próximo? Vive en la entrada de él».

Y ahora, por el bosque discurriendo encantada,
recoge bayas rojas, corta ramas en flor,
y se enamora de unas mariposas pintadas
que la hacen olvidarse del viaje del Traidor...

El Lobo fabuloso de blanqueados dientes,
ha pasado ya el bosque, el molino, el alcor,
y golpea en la plácida puerta de la abuelita,
que le abre. (A la niña ha anunciado el Traidor.)

Ha tres días la bestia no sabe de bocado.
¡Pobre abuelita inválida, quién la va a defender!
... Se la comió riendo toda y pausadamente
y se puso en seguida sus ropas de mujer.

Tocan dedos menudos a la entornada puerta.
De la arrugada cama dice el Lobo: «¿Quién va?»
La voz es ronca. «Pero la abuelita está enferma»
la niña ingenua explica. «De parte de mamá».

Caperucita ha entrado, olorosa de bayas.
Le tiemblan en la mano gajos de salvia en flor.
«Deja los pastelitos; ven a entibiarme el lecho».
Caperucita cede al reclamo de amor.

De entre la cofia salen las orejas monstruosas.
«¿Por qué tan largas?», dice la niña con candor.
Y el velludo engañoso, abrazado a la niña:
«¿Para qué son tan largas? Para oírte mejor».

El cuerpecito tierno le dilata los ojos.
El terror en la niña los dilata también.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes ojos?»
«Corazoncito mío, para mirarte bien...»

Y el viejo Lobo ríe, y entre la boca negra
tienen los dientes blancos un terrible fulgor.
«Abuelita, decidme: ¿por qué esos grandes dientes?»
«Corazoncito, para devorarte mejor...»

Ha arrollado la bestia, bajo sus pelos ásperos,
el cuerpecito trémulo, suave como un vellón;
y ha molido las carnes, y ha molido los huesos,
y ha exprimido como una cereza el corazón...

H 79 – 30.11.2001



Mª. Carmen Diez Navarro: «De mí diré que me gusta cantar, bailar y recoger tesoros. Me gusta leer, escribir y preguntarme el por qué de las cosas. Me gusta la poesía, las cajas, estar con los amigos, el mar… Y reírme y aprender y jugar con los niños».

La risa de Caperucita

Caperucita Roja
ríe de noche
y le sale la luna
sin un reproche.

Caperucita Roja
ríe de día
y le sale el agüita
de la bahía.

Caperucita Roja
ríe de tarde
y le sale un fueguito
que siempre arde.

H 79 – 30.11.2001