Heráclito 47

El imperio de la imagen

Arancha Desojo*

En la era en que vivimos, la era de la imagen, la eterna juventud se ha impuesto en la estética como el ejemplo a seguir. La belleza rozagante de los años jóvenes, la figura firme, la fuerza vital intacta y el resto de la vida para cumplir los sueños son valores que quedan reservados en exclusiva para los que no han cumplido aún la treintena. Pero los maduros pretenden no perder su momento, y, sin dejar de aprovecharse de la experiencia que dan los años, se aprestan a disimular como pueden los estragos de la edad en cara y cuerpo, con el consiguiente desgaste psicológico y el gasto económico que remediar un deterioro físico imparable conllevan.

Existen estudios que aseguran que una imagen joven y una figura esbelta dan más y mejores oportunidades en el terreno laboral y amoroso, mayor seguridad en uno mismo y mejor calidad de vida. Permiten vestir mejor, dar impresión de un aspecto más sano y trasmitir sensación de triunfo. Lo que, parece, aumenta las perspectivas de mejorar en los aspectos más importantes de la vida. Conseguir un trabajo mejor, una pareja más deseada y la distinción y consideración social que todos anhelamos.

Estas suposiciones han disparado en los últimos años los casos de trastornos alimenticios (anorexia y bulimia), y nerviosos (depresión, ansiedad, frustración) como consecuencia del "querer y no poder" al que lleva pretender conservar un estado pasajero de juventud que degenera cada minuto. El dinero que se despilfarra en consultas de falsos dietistas, el sacrificio para dejar de comer, el peligro de tomar medicamentos innecesarios, el esfuerzo que se empeña en el ejercicio físico por mantener la imagen y no por mejorar la salud, y la exposición al peligro inherente a las operaciones estéticas, no se pueden justificar. La dictadura de la imagen está sostenida por la industria de la moda y por el cine. En ambas se basa la publicidad, que nos inunda de manera más o menos velada con el mensaje de que lo bello, lo delgado y lo joven son valores eternos. Y es ese valor de eternidad el que hay que poner en duda. Más salud, más sabiduría, más conocimiento, más amor, son valores que aumentan conforme al tiempo. La belleza, la juventud y la delgadez se resienten inevitablemente. Y parte de la enseñanza de la vida es asumirlo. Estar cada vez mejor con nosotros mismos es una aspiración natural. El desacierto es poner el objetivo en aspectos secundarios y difíciles de controlar.

Quienes han sido sometidos por su médico a un suave régimen terapéutico para reducir la presión arterial, el colesterol o los daños en las vértebras conocen la dificultad de adelgazar, incluso por obligación. Si cuesta dejar de comer féculas, azúcares y grasas en exceso con fines saludables, ¿no debería costar aún más hacerlo para alcanzar una hipotética y falsa figura perfecta? Si se hace cuesta arriba hacer ejercicio físico moderado para mantenernos en forma y beneficiar con ello la salud, ¿no nos será más costoso gastar tiempo y dinero en esculpir los músculos para parecernos a los modelos que se nos ofrecen como dignos de ser copiados? Pues hay personas que sacrifican para siempre el disfrute de la buena mesa y la natural tendencia a la pereza para adaptarse a los dictados de la moda. Una moda que es, por propia naturaleza, volátil y cambiante, que arrumba o resucita patrones de temporada en temporada. Y hay otros que pasan por el quirófano para intentar aparentar una edad o constitución física que ya no tienen. Todos consumen tiempo, dinero e inteligencia en convertir en aspectos vitales algunos que deben ser sólo auxiliares, haciendo buena la suposición de que todos los guapos son tontos.

Gran parte de las afectadas por este síndrome de la obsesión por la belleza son las mujeres. En la lucha por sus derechos, se intentaron disminuir las antaño valoradas capacidades femeninas de pasividad y ornamentación conforme se reafirmaban sus conquistas en el terreno social y laboral. Pero la tiranía de la moda las ha sometido de nuevo. Aunque los hombres están cayendo también en la trampa, y los casos de enfermos por trastornos de la alimentación y los sometidos a operaciones estéticas son cada vez más.

La naturaleza tiene sus propias leyes, inasequibles a la mano humana. Ella misma invita y enseña a la humanidad a alargar la vida y mejorar su calidad. Lo que parece dudable es que alargar la vida pase por acortar la vejez, aun contando con la participación de la ciencia.

* Farmacéutica y experta en cooperación sanitaria residente en Madrid.
H 66 – 31.08.2001


El cierre del universo del discurso

Herbert Marcuse*

En el estado actual de la historia todo escrito político sólo puede confirmar un universo policíaco, del mismo modo que todo escrito intelectual sólo puede instituir una para-literatura, que ya no se atreve a decir su nombre. Roland Barthes.

La conciencia feliz –o sea, la creencia de que lo real es racional y el sistema social establecido produce los bienes- refleja un nuevo conformismo que se presenta como una faceta de la racionalidad tecnológica y se traduce en una forma de conducta social. Esto es nuevo en tanto que es racional hasta un grado sin precedentes. Sostiene a una sociedad que ha reducido –y en sus zonas más avanzadas eliminado- la irracionalidad más primitiva de los estadios anteriores, y que prolonga y mejora la vida con mayor regularidad que antes. Todavía no se llega a la guerra de aniquilación; los campos nazis de exterminio han sido abolidos. La conciencia feliz rechaza toda conexión. Es cierto que se ha vuelto a introducir la tortura como un hecho normal; pero esto ocurre en una guerra colonial que tiene lugar al margen del mundo civilizado. Y ahí puede realizarse con absoluta buena conciencia, porque, después de todo, la guerra es la guerra. Y esta guerra también está al margen; sólo azota a los países “subdesarrollados”. Por lo demás, reina la paz.

El poder sobre el hombre adquirido por esta sociedad se olvida sin cesar gracias a la eficacia y productividad de ésta. Al asimilar todo lo que toca, al absorber la oposición, al jugar con la contradicción, demuestra su superioridad cultural. Del mismo modo, la destrucción de los recursos naturales y la proliferación del despilfarro es una prueba de su opulencia y de “los altos niveles de bienestar. ¡La comunidad está demasiado satisfecha para preocuparse” **.

* El hombre unidimensional, Planeta, Barcelona 1985, pág. 114. La descripción de la realidad y un dejo de ironía le dan marco a este fragmento monográfico (N de la R).
** John K. Galbraith, American Capitalism, Houghton Miffin, Boston 1956, pág 96 (Nota del autor).
H 66 – 31.08.2001


Cuentos del Antiguo Egipto

La golondrina y el mar

Versión, introducción y notas de Emma Brunner-Traut. Ed. Edaf, Buenos Aires 2000, págs. 174/5. Traducción de Pablo Villadangos.

Uski, el príncipe del país de Arabia, dijo ante el faraón: ¡Escúchame! ¡Que Ra te sea favorable! Voy a regresar ahora al país de Arabia. Pero (antes de ello) ten a bien, mi gran señor, escuchar (y tomar en consideración) la historia de la golondrina.

Una vez que hubo empollado a sus polluelos en una playa a orillas del mar, la golondrina entraba y salía volando del nido para buscar alimento para sus crías, y le dijo al mar: “Cuida de mis crías hasta que regrese”. Eso era lo que solía hacer diariamente.

Un día, cuando la golondrina iba a emprender el vuelo para buscar alimento para sus crías, le dijo al mar: “Cuida de mis hijos gasta que regrese, como hago diariamente”. Entonces sucedió que el mar se encrespó con gran estruendo y arrastró a las crías de la golondrina.

Luego volvió la golondrina, con el pico lleno, los ojos brillantes y el corazón muy alegre. Pero entonces ya no pudo encontrar allí a sus crías.

Le dijo al mar: “¡Devuelve(me) mis crías, que puse a tu cuidado! ¡Si no me devuelves mis crías, que puse a tu cuidado, te vaciaré hoy mismo y te llevaré a otro lugar. Te recogeré con el pico y te verteré sobre la arena. ¡Que no se te olvide! ¡Será como te digo!”.

Y del mismo modo que lo había venido haciendo diariamente, continuó (volando siempre de un lado a otro): la golondrina iba y llenaba su pico de arena y la soltaba en el mar; después llenaba su pico de agua de mar y la soltaba sobre la arena.

Esto hacía la golondrina diariamente ante el faraón, mi gran señor. Cuando la golondrina hubo vaciado el mar, regresó con el corazón alegre al país de Arabia”.

Comentarios: La fábula de la golondrina y el mar está revestida de un significado especial, ya que disponemos de un texto comparable que se encuentra en la colección de fábulas hindúes “Pantschatantra” escrita en el siglo II a. de C.

Es cierto que la fábula hindú es más antigua, pero Egipto no sólo conoce por el mito del ojo solar este tema, cuyo argumento es que dos animales que se habían comprometido a cuidar mutuamente de sus cachorros rompen su palabra, sino que también conoce la exageración. Finalmente, habría que pensar también en el faraón del “Banquete de los siete sabios” de Plutarco, que se ve obligado a beberse el mar. El encuentro con el mar sólo se convirtió en una fuerte vivencia para los antiguos egipcios a partir de la época tolomaica, en la cual fue fundada la ciudad portuaria de Alejandría, pero el poder devastador del mar fue una de las fuentes de inspiración para crear las leyendas sobre la creación. Su “codicia” queda reflejada en la imagen de las enseñanzas para Merikare (alrededor del 2000 a. de C.), mucho antes de que se escribiera el mito del mar insaciable. Vénse también las golondrinas constructoras de diques de Egipto en Trásilo de Mendes, Pseudo-Plutarco, De. Fluv. 16, 2, y Plinio X, 33.

En lo que se refiere a la forma adoptada por el texto, que hasta ahora ha sido interpretada como una carta, no encuentro ningún fundamento para esta teoría. Me parece más bien que se trata de una historia contada por un notable árabe al término de su conversación con el faraón, y que por lo tanto tiene una intención política. El árabe quiere darle a entender al faraón que los pequeños, si se lo proponen con tesón y decisión, también pueden hacer mella en los poderosos. En la consonancia entre “regresó con el corazón alegre al país de Arabia”, al final de la fábula, y entre: “Voy a regresar ahora al país de Arabia” de la introducción de la conversación subyace una clara indicación de que el interlocutor árabe, con esta historia como trasfondo, podría regresar a su tierra con el corazón alegre, aún cuando el faraón hiciera uso de su poder y no lo reciba amigablemente.

Arabia ejerció siempre un poder sobre Egipto, aunque fuese solamente por el hecho de que sus habitantes del desierto, los beduinos, incordiasen continuamente al rico país del Nilo atacándolo en pequeñas hordas que se dedicaban al pillaje y al robo.

H 66 – 31.08.2001


Sobre el oficio de escribir *

Jonathan Rosen, de The New York Times. Traducción de Zoraida J. Valcárcel.

Los místicos judíos creían que Dios tuvo que empequeñecerse para crear el mundo. Esta noción me sirvió de consuelo cuando, al nacer mi hija, debí trasladar mi escritorio a la habitación de servicio. Pero desde mucho antes fui profundamente consciente de las extrañas expansiones y contracciones que exige la vida creativa, en particular la dolorosa paradoja de tener que retirarse del mundo para escribir acerca de él. No del todo, desde luego. Me gusta la manera como lo describió Walt Whitman: “Estar a lez dentro y fuera del juego, mirándolo y maravillándose de él” (...),

El viaje interior es a menudo peligroso. Hasta la contracción divina estuvo preñada de peligros. Los místicos infirieron que al tener que encogerse para dejar espacio al mundo, Dios había perdido su omnipotencia. Las vasijas que recibían su gloria se quebraron y esparcieron chispas divinas por todas partes e introdujeron la imperfección en el mundo; esto explicaría por qué el mundo está lleno de personajes defectuosos y horrendos giros argumentales. Yo sólo tuve que instalar una segunda línea telefónica.

Pero aunque yo no tenga motivos para preocuparme de que mi energía sobreabundante pueda rebasar unos recipientes inadecuados (¡ojalá los tuviera!), retirarse de la vida puede desorientar y hasta parecer un tanto humillante, sobre todo en Nueva York, con el mundo ajetreado que fluye frente a mis ventanas. Tomé aguda conciencia de esto cuando, junto con nuestra hija, mi familia “adquirió” una niñera. Su presencia me ha hecho embarazosamente consciente de cómo ven los otros mi jornada de escritor (...).

Keats hablaba de la “indolencia diligente” del poeta, un estado de actividad suspendida necesario para la creatividad. Los días en que soy diligente de veras, hasta podría dormir como mi hija, que tras doce horas de sueño nocturno todavía necesita una siestita suplementaria. Después de todo, jugar es un trabajo duro. Anna Freud llamaba al juego "el trabajo de los niños". Y, quizá, también de los escritores.

El juego es trabajo; lo interno es externo; la indolencia es actividad. Podríamos añadir que lo imaginario es real y la introspección es, en realidad, una forma de investigación social. No me extraña que necesite una siesta de vez en cuando. A la larga, hay que dejar a un lado las paradojas y las explicaciones y, simplemente, ponerse a escribir.

Pero aún entonces advierto que las paradojas se infiltran en la escritura. Mi libro más reciente, El Talmud e Internet, pese a su título y tema, terminó siendo, en esencia, una descripción de mis dos abuelas. Al escribir sobre una armonización improbable, el desafío mayor fue mi propia herencia contradictoria: una de mis abuelas tuvo una vida larga y próspera, al estilo norteamericano; la otra fue asesinada por los nazis. Cada vida y cada muerte apuntaban a conclusiones radicalmente distintas sobre la naturaleza del mundo y la conducta humana. Lo mejor que podía hacer era aparearlas y, a la manera del Talmud, dejar que cada una fuese a la vez punto y contrapunto, sin disolverse la una en la otra. Les dejé ocupar un lugar en mi libro, junto a personajes famosos (talmudistas sabios, grandes escritores, figuras históricas) porque, sin ese elemento personal, mis especulaciones públicas sonaban extrañamente abstractas. En lo escrito siempre hay algo que, para mí, debe estar próximo al hogar, la cuerda que ata el globo a la tierra.

En alguna parte de mí, descubrirme escribiendo acerca de mis abuelas fue tan molesto como descubrirme escribiendo acerca de una mujer que se dejaba morir de hambre. ¿Dónde estaba la gran aventura picaresca norteamericana que siempre imaginé crear algún día? ¿Qué hacían mis abuelas en medio de todo eso, llamándome a casa? Lo maravilloso de escribir es que obliga a carearse con uno mismo de un modo inhabitual. De más está decir que eso es también lo terrible.
Solía malgastar mi energía envidiando a la generación anterior de escritores judíos, hijos de inmigrantes, que parecían mantener un vínculo umbilical con la experiencia auténtica. Los alentaba una avidez de conquistar el mundo que hizo quijotes de sus protagonistas. Y bueno, como escribió Borges: “El mundo, desgraciadamente, es real; yo, desgraciadamente, soy Borges”. No es un problema literario, sino universal. Todos tienen que encontrar su propia voz, sean o no escritores. Por eso todos los arcanos que un escritor descubre en su oficio no son tales en realidad. Todos tenemos que descender al fondo de nuestro ser, necesitamos metáforas nutrientes y tenemos que ordenar el caos de la experiencia en algún tipo de narrativa, aunque sólo sea en el dormir profundo, hacedor de sueños. En esto, el escritor que se queda en su casa viene a representar, en verdad, a todos los hombres.

Es también una especie de inmigrante que explora el mundo procurando atrapar las palabras que lo ayudarán a dominarlo. Al quedarme en casa, he aprendido que mi hija también es una especie de inmigrante. Pronto conocerá tan bien mi idioma, que el mundo físico al que hoy está tan íntimamente ligada quizá le parecerá algo abstracto que le llega asordinado a través de un amnios de palabras. Este proceso de asimilación, aún siendo necesario, me entristece un poco por lo mucho que amo su actitud de ingenua admiración frente al mundo.

“No venimos envueltos en el olvido absoluto, ni completamente desnudos, sino arrastrando nubes de gloria”, escribió Wordsworth. Para él, Dios también era “nuestro hogar”, la Madre Patria donde todos vivimos una vez y que todos añoramos en secreto. Aquí, en la Tierra, aprendemos un nuevo idioma. Pero si logramos retener cierto dejo de aquel misterio, tanto mejor.

Todos mis escritores preferidos han conservado, por cierto, su actitud de asombro. Creo que esto es lo que más me importa en el oficio de escribir, más allá de la historia y la política, del argumento y la estructura, de lo literal y lo simbólico. Desde luego, también deseo todo eso. Pero hay algo mucho más primitivo, simple, esquivo y medular que tiene que ver con el misterio puro del mundo creado. Para mí, es lo que vincula una pintura rupestre con una página de Ulises. Tal vez, la necesidad de encarar este misterio explica que, siendo un hombre adulto, me quede en casa con la niñera cuando otros salen a trabajar. Y por qué al oír orgulloso, desde el cuarto de servicio, los primeros balbuceos de mi hija en mi idioma, descubro en mí la esperanza de atrapar unos pocos elementos del suyo.

La Nación, junio 8 de 2001.
H 66 – 31.08.2001


Las paradojas del desarrollo

Viejas y nuevas exclusiones

Carlos Mendoza *

Hay más de 1.300 millones de pobres en el mundo. Esta realidad no sólo refleja una exclusión económica sino también étnica. Por ejemplo, en Sudáfrica, mientras que el 40% de la población total es pobre, el porcentaje de negros pobres es del 60%. En Guatemala el 57% de la población es pobre (ingreso per cápita inferior a 2 dólares por día), pero el porcentaje se eleva al 74% para los indígenas.

Los pobres de todo el mundo han sido excluidos de los servicios de salud, educación e infraestructura. Ni siquiera gozan de igual acceso al sistema de justicia. En muchos países simplemente no son ciudadanos pues no pueden ejercer sus derechos políticos. Esas son algunas de las exclusiones más comunes y denunciadas. Sin embargo, el desarrollo de la nueva economía basada en la información y la revolución tecnológica pone al descubierto otros tipos de exclusión, incluso dentro de los países más ricos. La revista The Economist (Septiembre 23, 2000) provee interesantes datos al respecto.

La tecnología ha creado más empleos de los que ha destruido, contrario a lo que se pensaba. Las oportunidades se expanden para los bien educados, pero los afectados son los trabajadores menos calificados. Esto ha aumentado la brecha de ingresos entre profesionales y obreros. Hoy, en Estados Unidos, un gerente gana 475 veces más que el promedio de los trabajadores de la fábrica que administra (en 1980 era 42 veces). Si un empleado de General Electric quiere ganar lo que ganó su jefe en 1999, debe trabajar 3660 años.

Las diferencias también se amplían a nivel regional. Los países ricos, que son el 15% de la población mundial, realizan el 90% de la inversión global en informática y tecnología y poseen el 80% de los usuarios de Internet. En muchos de los países pobres no se pueden comprar computadoras ni teléfonos. En Bangladesh una computadora cuesta el equivalente a 8 años de trabajo (con el salario promedio). Los 2.000 millones de personas que viven en los países de bajos ingresos sólo tienen 35 líneas telefónicas y 5 computadoras por cada 1000 habitantes, mientras que en los Estados Unidos las tasas son 650 y 540 respectivamente. La mitad de los estadounidenses están conectados a Internet, mientras que sólo uno de cada 250 africanos lo está.

Estas nuevas formas de exclusión están íntimamente ligadas a la viejas formas. Es muy poco el impacto que puede tener una inversión millonaria para conectar aldeas al Internet si las personas no saben leer ni escribir. Sin embargo, el conocimiento al que tendrían acceso los pobres en lugares remotos les facilitaría el desarrollo. Lo que se requiere es derribar los muros de exclusión que los Estados han levantado a lo largo de la historia. Esfuerzos conjuntos entre las comunidades, las ONG, el sector privado y los gobiernos locales pueden contribuir a superar esta paradoja del desarrollo.

* Economista, Universidad de Stanford EEUU.
H 66 – 31.08.2001


El autor de este breviario ha querido refugiarse en el anonimato

Diario 2001

Anotación al 1° de enero

¿Cuáles impresiones, reflexiones, sueños encontrarán un espacio en este diario y cuáles no? ¿a quién, a más de a mí, está dirigida cada anotación y cada trazo de este intimario?

Con un ala quebrada no pueden volar las aves.

Las aves no quiebran sus propias alas. Los hombres, sí.

Anotación al 2 de enero

Roto el cántaro, se derrama el vino. Y con él, los sueños, las ilusiones, las tibiezas. Las esperanzas, ¿también?

Se ha roto mi cántaro en la mitad del camino, o lo he roto yo, no lo sé. Derramado mi vino, ha teñido el agua del arroyo, aclarándose después y desapareciendo pronto, muy pronto. ¿Qué será de mi vino? ¿qué de mis sueños y esperanzas? ¿será siempre vino mi vino o se perderá en las aguas del arroyo, del río, y quizá del populoso mar?

Anotación al 10 de enero

Hoy vi blanco a mi perro negro. Al que tuve por negro hasta ahora, lo vi blanco. Y tras cavilaciones sabihondas comprendí que el que vi negro hasta hoy, era la imagen negativa del perro, tal que, como en un fotograma, precisaba que fuera puesto del revés para que lo viera como es ahora.

Otras cosas vemos de un color cuando en verdad son de otro. De una forma y son de otra o no tienen forma. Vemos acciones que tenemos por buenas y son malas o su viceversa. O son, quizá, a un tiempo lo uno y también lo otro: Heráclito en casa.

Telefoneé sin tardanza a mi amigo nigeriano para pedirle que mire bien a sus compatriotas y me diga de qué color los ve: averiadas las líneas, me dijeron que la comunicación debía posponerse unas horas. Llamé entonces a un argentino que ahora se ha establecido en Washington para preguntarle de qué color ve al presidente de ese país; inútil también, su autocontestador, obsesivo hablador de un único discurso, se negó a complacerme. Impaciente ya, corrí a mi cuarto para ver mi rostro en la luna del espejo, miré bien, miré mejor; miré de cerca y de lejos mi perfil izquierdo y luego el derecho. Por fin, harto ya, irritado mi ánimo y ofendida mi inteligencia, con mi puño hice trizas el espejo.

H 66 – 31.08.2001