Heráclito 41 Jacinto Azul

Poema de Sylvia Maclagan

Peregrinaje

'¡Qué dientes grandes tienes, abuelita!',
exclamó Caperucita Roja.

Seré sombra
que serpentea por el bosque
invisible a la mirada de la fiera.
Apagaré el fuego en sus orbes
con mi mirada gélida
y con dedos ligeros tocaré los colmillos.
Pasaré a través del monstruo
como silueta sutil
vestida de transparencias.
En aquel lugar
habitado por espíritus de criaturas fantásticas,
de alimañas y lobos y cazadores,
de ancianas voraces con gorros de dormir,
entre la esencia y la forma de seres emblemáticos,
de vidas irreales,
de leyendas escritas en memorias imaginadas,
renaceré.
Con invencibles garras
destrozaré a la fiera que habita en mí.
Del laberinto de fábulas
que tejí en mi infancia
anticipando la aurora de mis noches
volveré.
Libre de mi caperuza roja
volveré desnuda a la fuente
para ofrecer los frutos
–prodigio de la Madre Tierra–
que llevaba en mi canasta dorada
cuando inicié el peregrinaje por espacios míticos.

Suplemento de H 132 – Dic. 2002


Un cuento sufí

La olla tuvo cría

Versión y nota de Eduardo Dermardirossian

Fue para cocinar pilav* que cierta vez Nasreddín pidió a su vecina que le prestara una olla grande, a lo que ésta accedió, entregándosela prestamente.

Transcurrido un breve tiempo, Nasreddín le devolvió la olla a su vecina, quien al destaparla comprobó que dentro tenía otra olla, pero más pequeña. Sorprendida, inquirió al Maestro por ello, a lo que éste contestó: "Es que... tuvo cría". Complacida, la mujer guardó para sí ambas ollas.

Transcurrido un mes, Nasreddín volvió a pedir a su vecina la misma olla en préstamo, accediendo feliz la señora, quizá con la secreta esperanza de una nueva parición. Pero no fue así, porque corrían las semanas y la olla no era devuelta.

Ya ansiosa por la tardanza, la vecina se apersonó en la casa del Maestro y le recordó que aún no le había devuelto lo prestado.

"La olla..., ah sí -recordó Nasreddín-, se murió".

Indignadísima, la mujer reprochó al que eso había dicho, advirtiéndole que no le tomara por tonta. "¿Cómo puede morir una olla?", preguntó con indisimulado fastidio.

Con la serenidad que le era propia, Nasreddín contestó: "Si pudiste creer que esa olla tuvo cría, ¿qué te impide creer también que ahora ha muerto?”

Mediante la sátira el cuento reprocha la fragmentación del conocimiento y la experiencia, sazonando el relato con un dejo de animismo malicioso. Los diálogos y las reflexiones en el sufismo no tienen rigor alguno, como acontece entre los griegos antiguos o entre los racionalistas modernos. Pero las consecuencias que devienen de ellos no son menos relevantes. Las ollas no nacen ni mueren, lo sabemos. Pero ignoramos la verdadera relación del hombre con su entorno.

* Plato típico del Medio Oriente elaborado a base de arroz.
Suplemento de H 132 – Dic. 2002


Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier sitio que exista [...], debes empezar por saber que ya has llegado

Richard Bach, Juan Salvador Gaviota, Pomaire, Buenos Aires 1973, pags 55/59. Traducción de Carol y Frederick Howell.

Una noche, las gaviotas que no estaban precticando vuelos nocturnos se quedaron de pie sobre la arena, pensando. Juan echó mano de todo su coraje y se acercó a la Gaviota Mayor, de quien, se decía, iba pronto a trasladarse más allá de este mundo.

–Chiang... –dijo, un poco nervioso.

La vieja gaviota le miró tiernamente.

–¿Sí, hijo mío?

En lugar de perder fuerza con la edad, el Mayor la había aumentado; podía volar más y mejor que cualquiera gaviota de la Bandada, y había aprendido habilidades que las otras sólo empezaban a conocer.

–Chiang, este mundo no es el verdadero cielo, ¿verdad?

El mayor sonrió a la luz de la Luna.

–Veo que sigues aprendiendo, Juan –dijo.

–Bueno, ¿qué pasará ahora? ¿A dónde iremos? ¿Es que no hay un lugar que sea como el cielo?

–No, Juan, no hay tal lugar. El cielo no es un lugar, ni un tiempo. El cielo consiste en ser perfecto.
–Se quedó callado un momento–. Eres muy rápido para volar, ¿verdad?

–Me... encanta la velocidad –dijo Juan, sorprendido, pero orgulloso de que el Mayor se hubiese dado cuenta.

–Empezarás a palpar el cielo, Juan, en el momento en que palpes la perfecta velocidad. Y eso no es volar a mil kilómetros por hora, ni a un millón, ni a la velocidad de la luz.
Porque cualquier número ya es un límite, y la perfección no tiene límites. La perfecta velocidad, hijo mío, es estar ahí.

Sin aviso, en un abrir y cerrar de ojos, Chiang desapareció y apareció al borde del agua, veinte metros más allá. Entonces desapareció de nuevo y volvió en una milésima de segundo, junto al hombro de Juan.

–Es bastante divertido –dijo.

Juan estaba maravillado. Se olvidó de preguntar por el cielo.

–¿Cómo lo haces? ¿Qué se siente al hacerlo? ¿A qué distancia puedes llegar?

–Puedes ir al lugar y al tiempo que desees –dijo el Mayor–. Yo he ido dónde y cuándo he querido. –Miró hacia el mar–. Es extraño. Las gaviotas que desprecian la perfección por el gusto de viajar, no llegan a ninguna parte, y lo hacen lentamente. Las que se olvidan de viajar por alcanzar la perfección, llegan a todas partes, y al instante. Recuerda, Juan, el cielo no es un lugar ni un tiempo, porque el lugar y el tiempo poco significan. El cielo es...

–¿Me puedes enseñar a volar así? –Juan Gaviota temblaba ante la conquista de otro desafío.

–Por supuesto, si es que quieres aprender.

–Quiero. ¿Cuándo podemos empezar?

–Podríamos empezar ahora, si lo deseas.

–Quiero aprender a volar de esa manera –dijo Juan, y una luz extraña brilló en sus ojos–. Dime qué hay que hacer. Chiang habló con lentitud, observando a la joven gaviota muy cuidadosamente.

–Para volar tan rápido como el pensamiento y a cualquier sitio que exista –dijo–, debes empezar por saber que ya has llegado...

El secreto, según Chiang, consistía en que Juan dejase de verse a sí mismo como prisionero de un cuerpo limitado, con una envergadura de ciento cuatro centímetros y un rendimiento susceptible de programación. El secreto era saber que su verdadera naturaleza vivía, con la perfección de un número no escrito, simultáneamente en cualquier lugar del espacio y del tiempo.

Suplemento de H 132 – Dic. 2002


Sean los lectores quienes digan si hemos emprendido el camino correcto para encontrar niños grandes que nos ayuden a mirar lo que la vida nos muestra cada día.

Con estos términos finalizamos nuestro mensaje inaugural en junio de 2002, cuando dimos a luz este suplemento mensual de Heráclito. Y con estos términos queremos presentar el cuento de Ray Respall Rojas que ocupa las columnas de esta entrega. Nacido hace quince años en La Habana, Cuba, nuestro juvencísimo autor ha merecido varios premios dentro y fuera de su país. Su pluma ligera, su temática aleccionadora y el vuelo de su imaginación hacen de él una promesa cierta para la literatura de lengua hispana. Sin embargo, la creatividad de Ray no se limita a las letras. Él muestra el fruto de su talento también con líneas y colores, con formas y volúmenes, con luces y sombras. Los talleres de artes plásticas de su ciudad lo cuentan entre sus artistas noveles.

Nos gusta mostrar a nuestros lectores un cuento de este escritor que ha recorrido una buena parte del camino de la niñez, que se apresta a iniciar el de la juventud y que aún no ha ingresado en el territorio lleno de condicionamientos de la adultez. Nos gusta estimular a quienes buscan el premio de la vida en la creación artística, antes que en los fulgurantes estímulos de nuestra sociedad mercantilista. Y nos gusta imaginar que alguna vez las sociedades humanas se construirán con las herramientas que provee el espíritu.

“Ilusos”, nos señalarán los pragmáticos; “utópicos”, nos acusarán quienes ocupan su tiempo en sumas y restas numerales. “Bienvenidos”, nos recibirán los que aún pueden lucir -como queríamos- la conciencia blanca.

La dirección

Suplemento de H 136 – Enero 2003


La epopeya de los morlos

Cuento de Ray Respall Rojas

Esta epopeya comenzó en el pueblo de los morlos, seres que poblaron nuestro planeta hace millones de años, mucho antes de que llegaran los primeros dinosaurios. Su punto débil estaba en que se dejaban arrastrar por su imaginación, confundiendo a menudo fantasía con realidad. En los primeros momentos esto no era nada anormal, porque el mundo era aún muy nuevo y todo empezaba a cobrar vida a partir de los sueños, pero en la medida en que el universo fue tomando consistencia, este poder comenzó a desvanecerse y quedó solo como una aspiración interior, que aún sobrevive en nosotros, sus herederos.

Un morlo joven llamado Teri soñó que descubría un talismán a través del cual alcanzaba la inmortalidad. Cuando despertó, contó lo sucedido a sus amigos Ibbi y Trolki. Curiosamente, ellos habían soñado algo parecido. Ese mismo día partieron a perseguir sus anhelos.

Caminaron incansables hasta llegar a una cueva tenebrosa, en cuyo interior penetraron sin temor. Era el Templo de los Moltarks, malévolos hermanos dotados de poderes místicos, que al momento percibieron la presencia de los morlos y se hicieron invisibles. De este modo atraparon a nuestros protagonistas y los encerraron en una celda en la que sólo había un libro. Trolki, enojado, tiró el libro a un rincón diciendo:

-¡Tanto soñar para terminar en una mazmorra con un libro por compañía!

Para su sorpresa, el libro habló:

-¿No has oído, soñador, que un libro puede ser tu mejor compañero? Además, no soy un libro común, soy el espíritu de un guerrero, atrapado en esta forma por un encantamiento. Hace un siglo vine a luchar con los Moltarks, contaba con la ayuda del Diamante Enolk, que tiene el poder de desintegrar a los malvados cuando se coloca frente a ellos, pero fui sorprendido por la espalda. Conservé el diamante entre mis manos, por eso no pudieron destruirme, pues éste siempre ha de tener un dueño digno de poseerlo. Veo que ha llegado el momento de entregar Enolk y pasar a otro plano de existencia, donde los valientes que me antecedieron aguardan mi llegada.

Y diciendo esto comenzó a desmoronarse como un castillo de arena. Al final quedó un montón de polvo, en cuyo centro relucía un diamante azul en forma de pirámide. Trolki lo recogió y se encaró a los Moltarks, llamándolos cobardes.

Estos se enfurecieron tanto que se volvieron al unísono, momento que aprovechó el morlo para enseñarles la gema. Se esfumaron al instante, junto con su magia. Los barrotes de la celda se desintegraron. La caverna se transformó en una cueva llena de estalactitas que relucían como piedras preciosas. Al atravesar sus túneles, alumbrados por la luz del diamante, salieron de nuevo al mundo exterior.

Habían llegado, sin saberlo, al Desierto del Cansancio. Al tratar de cruzarlo, sintieron que los pies les pesaban más a cada paso y que los ojos se les cerraban, presos de un agotamiento como nunca antes habían sentido. Aún así, caminaron hasta más allá del límite de sus fuerzas, ayudándose mutuamente, por espacio de dos días con sus noches, al cabo de los cuales cayeron rendidos, justo en el borde del desierto.

Los despertó el calor del sol, anunciando la llegada de un nuevo día. Teri había empezado a comprender que el talismán de la vida eterna no había sido más que un sueño, pero a pesar de eso le parecía hermoso buscar algo que sabía que nunca iba a encontrar –desde entonces ese es el principio que rige las grandes aventuras-. Sus compañeros pensaban lo mismo, así que decidieron proseguir su viaje.

Al mediodía, encontraron una choza de techo muy alto que parecía habitada. Ibbi entró y no vio a nadie, a pesar de que la mesa estaba servida. Probaron los alimentos, un poco insípidos comparados con las imaginativas recetas de las morlas, pero que alcanzaron para satisfacer su hambre. Horas más tarde, mientras conversaban sentados alrededor de la mesa, esperando la llegada del dueño de la casa para disculparse por haberse comido su almuerzo, los sorprendió el sueño.

Comenzaba a caer la noche cuando Teri sintió unos pasos que retumbaban como truenos. Asustado, despertó a sus amigos. Ya no les daba tiempo de salir, así que salta­ron al techo, agarrándose de las vigas -había olvidado decirles que los morlos se distinguían por su enorme agilidad-. Sin sospecharlo, habían dormido y comido en la Cabaña de los Ogros de Tres Ojos, un matrimonio con dos hijos gigantescos y de muy mal carácter. Comprendieron que los descubrirían y harían con ellos la nueva cena si no hacían algo pronto.

El padre Ogro entró quejándose de hambre, seguido por sus hijos, que reclamaban la comida a gritos, pero la Ogresa, que todo el tiempo estuvo durmiendo en el cuarto del fondo, despertó malhumorada y los echó a escobazos, diciendo que primero había que lavarse las manos. Abrió la ventana para que entrara aire fresco y sólo alcanzó a ver tres figuritas que cruzaron por delante de sus ojos como relámpagos, perdiéndose en la oscuridad. Lo que pasó cuando vio la mesa vacía es motivo de otra historia...

Los tres aventureros se alejaron lo más que pudieron y se echaron a dormir en la hierba. Al despertar, vieron que se hallaban en un prado de colores fantásticos, cubierto de flores de tamaño y aromas inusuales. Habían llegado a la Pradera del Olvido, cuya belleza hacía que aquel que arribara se quedara fascinado, olvidando su pasado y su presente. Atrapados en el olvido, sin recordar su nombre ni su destino, estuvieron por espacio de tres meses. Se sentían bien, en un estado de extraña felicidad, pues todo allí era hermoso, pero cuando dormían no soñaban, pues los sueños están hechos de recuerdos. Esto hacía que despertaran asustados, pen­sando que les faltaba algo. Y es que no se puede concebir a un morlo sin sueños.

Un atardecer se sentaron a descansar a la sombra de un árbol gigantesco. Teri descubrió un hueco entre las raíces y allí encontró un rubí que parecía un colmillo. Al tomarlo entre sus manos recordó su pasado, incluso el sueño que lo llevó hasta allí. Asombrado y algo aturdido aún, tocó con la joya la frente de sus amigos y estos también despertaron del encanto. Al ver el rubí, Trolki pensó que se trataba del talismán tanto tiempo buscado, pero Ibbi evocó una antigua leyenda que había escuchado de sus padres:

"Los morlos fueron los primeros en surgir cuando comen­zaron a materializarse los pensamientos de los Antiguos Sabios. En sus inicios tenían el poder de hacer realidad sus sueños por medio de un rubí mágico que les había entregado Sarlon, soberano del Reino de la Muerte. Lo único que tenían prohibido era atravesar las barreras que sólo los espíritus podían cruzar para llegar al Otro Mundo. Mientras no lo hicieran, mantendrían ese don. Pero uno de entre ellos ambicionó demasiado, tomó el rubí y deseó lo que le había sido prohibido. Pasó al Reino gobernado por Sarlon, el que no nació ni está destinado a morir y quiso enfrentársele. Fue fácilmente vencido, el soberano del inframundo lo maldijo, convirtiéndolo en una roca negra. Desde ese día, ningún morlo pudo hacer sus sueños realidad y no se supo el destino del rubí, que quedó sepultado en las raíces del olvido".

Teri comprendió que tenía en sus manos el rubí de la leyenda y propuso ir a conocer aquel reino misterioso, conocido como El Otro Mundo. Al instante se abrió ante ellos un agujero oscuro que los arrastró hacia su interior. Cayeron por un túnel interminable, sin saber qué sería de ellos. Al fin aterrizaron, confusos y mareados, en una estancia cuyas pa­redes eran de bronce. El aire era una bruma gris, que le daba a todo lo visto un aspecto irreal y lóbrego. En ese momento oyeron gritar a sus espaldas:

-¡Alerta! ¡Intrusos!

Apenas giraron el rostro para alcanzar a ver unos lagartos enormes con armaduras de plata, que se lanzaron sobre ellos y los condujeron ante Sarlon, que se encontraba sentado en su enorme trono, tallado directamente en la roca de la Eternidad. Éste los condenó a sufrir el mismo castigo que el morlo de la historia, a no ser que tuvieran una explicación que lo convenciese de su intrusión.

-Gran Rey, hemos oído hablar de tu sabiduría y tu poder desde pequeños- fue la respuesta de Trolki-. No tenemos intenciones de enfrentarte. Sólo pretendíamos conocerte y comprobar si la leyenda del Rubí era parte de nuestra historia o simplemente un sueño más de los muchos que guían nuestros pasos.

Sarlon admiró su valor y su prudencia. Les perdonó la vida, pero les explicó que según las Leyes de la Antigüedad, el que entrara a sus dominios no podía regresar al mundo de los vivos. Aún así les daría una oportunidad: les estaba permitido recorrer su reino, si los atrapaban de nuevo sus soldados, debían quedarse para siempre, pero si encontraban la salida, los liberaría.

Los tres valientes salieron dispuestos a todo con tal de escapar de ese mundo de sombras. Buscaron la salida por espacio de un tiempo incontable, pues no se cuenta el tiempo después de la muerte. A veces tenían que esconderse para no volver a ser atrapados por los lagartos armados, que eran los guardianes del reino.

En una ocasión casi tropezaron en la niebla con un monstruo muy arruga­do, casi oculto bajo una capa, que estaba sentado en una mesa con patas de elefante, construida con un enorme caparazón de tortuga. El tintero, en lugar de tinta, contenía rayos de luz. Con estos rayos, el monstruo escribía en papeles blancos o rojos. Teri y Trolki retrocedieron asustados ante su presencia pero Ibbi, sin inmutarse, lo saludó amablemente y le preguntó qué estaba haciendo. El extraño escribiente respondió:

-Estoy muy ocupado, si no firmo alguno de estos papeles pudiera suceder cualquier catástrofe. Cada papel equivale a un ser, los blancos son para los que van a nacer, los rojos para los que van a morir. No puedo hablar más contigo, pero ya que has llegado hasta aquí te entrego, si puedes con su peso, el Escudo de Oro que Sarlon dejó bajo mi cuidado hace miles de años, cuando lo vi por última vez. Tiene el poder de ahuyentar a los enemigos pero, te advierto una vez más, su peso podría aplastarte.

Diciendo esto, echó atrás su capa y le señaló un bellísimo escudo dorado que colgaba de su espalda. Ibbi lo tomó, sorprendiéndose de encontrarlo muy liviano; pensó que el monstruo había querido hacerle una broma, le dio las gracias y volvió con sus compañeros, que admiraron alegres su nueva adquisición.

Con la ayuda del escudo, prosiguieron su camino en busca del final del reino, al menos ahora los feroces guardianes se aparta­ban a su paso.

Cierta vez en que reponían sus fuerzas, evocaron entre otros recuerdos que ahora parecían tan lejanos, el sueño que los llevó a esa aventura: encontrar un tesoro único en su clase, un verdadero talismán que les otorgara la gloria, que es una forma de alcanzar la inmortalidad. Ya todos tenían uno: Trolki, el Diamante Enolk, que destruía el mal; Ibbi, el Escudo dorado que protegía contra los enemigos y Teri, el Rubí que hacía los sueños realidad.

Al mencionar este último, Teri comprendió la profecía de su sueño: el Rubí era la clave para salir del reino de Sarlon, pues la Muerte no tiene fin, solamente se puede soñar con la Inmortalidad. Con un simple deseo suyo, regresarían a casa utilizando el poder de la gema. Al escucharle, sus compañeros saltaron de alegría, ¡al fin serían libres! El morlo tomó entre sus manos la piedra encantada, pero cuando se disponía a concentrarse, se materializó ante ellos la imponente figura de Sarlon, cuyo rostro era imposible de describir, y les dijo:

-Tal vez nunca sospecharon que sus sueños fueran algo más de lo que parecían, o que realmente no les pertenecieran. Sus pasos han sido vigilados desde el comienzo por los Sabios de la Antigüedad, yo mismo me he prestado para seguir el juego. Se les han puesto pruebas y las han vencido, han demostrado ser los merecedores de los tres tesoros con los que soñaron. Trolki, sólo un ser de bondad impecable puede sostener en su mano el Diamante Enolk sin quedar destruido por su poder. Ibbi, el monstruo a quien hablaste es nada menos que El Tiempo, encargado del nacimiento y la muerte de todas las criaturas, él te entregó el Escudo de Oro, cuyo peso sólo aquel cuyo valor no tenga mancha puede soportar. En cuanto a ti, Teri, sólo un verdadero soñador, de fantasía sin límites, podía rescatar el Talismán de los Sueños de las raíces del Olvido. Me gustaría que se quedaran conmigo, este mundo parecerá aburrido después de su partida; pero sé que el destino de los morlos es fabricar historias para otros seres que aún no han sido imaginados. Les deseo buena suerte. ¡Adiós!-. Al pronunciar esta última palabra se esfumó con la misma velocidad con que había aparecido.

Teri apretó nuevamente el rubí entre sus manos y cerró sus ojos para formular el deseo, sus amigos lo imitaron.

Al abrirlos se vieron a las puertas del pueblo que los había visto nacer y corrieron a sus casas, para contarles a sus padres, abuelos, hermanos, novias y amigos lo sucedido... sumado a todo lo que fueran inventando para enriquecer la narración.

Como corrió cada cual por su lado a contar la historia de un modo diferente y cada uno de los que la oyó -morlo en fin de cuentas- la contó y coloreó a su manera, añadiendo los detalles que le parecía que faltaban, al final hubo tantas versiones como morlos la escucharon y transmitieron a sus hijos; pero eso, lejos de molestar, agradó sobremanera a los valientes que la vivieron.

Los tres amigos vivieron muchos años, más que cualquier otro de su raza, esto se debió a que conocían la fórmula para abandonar el reino de la Muerte y entraban o salían de él a voluntad.

Finalmente decidieron que era hora de partir definitivamente al mundo de Sarlon para dejar lugar a nuevos héroes, forjadores de futuras leyendas. Escondieron sus tesoros en diferentes puntos del planeta y cruzaron por última vez, contentos como quien marcha a una aventura, la barrera que sólo los espíritus pueden atravesar.

Esta epopeya pudo haber sido destruida por el paso del tiempo, o haber caído en las raíces del olvido, pero ese no era su destino. Fue resca­tada hace unos años por unos exploradores amigos de mis padres, que encontraron un cofrecillo oculto en una caverna. Lo abrieron, esperando encontrar algún objeto de valor, pero sólo hallaron un pergamino, sin nada escrito. Al no encontrarle utilidad, me lo obsequiaron como recuerdo de su viaje.

Yo descubrí que, si se creía intensamente en algo bello, sin importar qué fuera, el pergamino se llenaba de letras de luz que contaban esta historia que ahora te regalo.

Tal vez tú puedas encontrar los tesoros que ocultaron los tres morlos, tal vez tú seas el nuevo elegido.

Basta con que salgas a perseguir tus sueños.

© 2003 Especial para Heráclito.
Suplemento de H 136 – Enero 2003