Heráclito 81 Jacinto Azul

Mensaje de la dirección

Jacinto muda de cuarto

Cuando en junio de 2002 dimos a luz este suplemento de Heráclito, dijimos que estaba destinado a quienes sean capaces de mirarse a sí mismos sin condicionamientos y con el corazón abierto. Desde entonces publicamos estas entregas mensuales que llegaron a los ordenadores de nuestros suscriptores el primer viernes de cada mes. Plumas y conciencias de todas las edades escribieron sus cuentos, versos, ficciones y reflexiones desde esa condición humana que excluye el castigo: la inocencia. Y a ellos se sumaron los textos selectos de quienes ya partieron.

Doce entregas ininterrumpidas de Jacinto Azul fueron premiadas por la buena acogida que le dieron los lectores y con el regusto dulce que experimentamos al releer sus columnas. Digámoslo sin rodeos: nuestra vanidad es acariciada con los mensajes laudatorios que recibimos con cada nueva entrega del suplemento.

Pero un ciclo se ha cumplido, el vástago ya hizo la experiencia de habitar su casa propia y ahora quiere regresar la casa paterna. De ahora en más Jacinto Azul verá la luz en las columnas de nuestra publicación central. Lo hará en su propio formato, con el espíritu que le ha caracterizado y con sus columnistas habituales; lo hará cada semana.

Y si alguna vez riñe con el viejo de Éfeso, sabrá nuestro lector que tales entuertos son de poca monta y que en ningún caso estará ausente el amor filial.


E. D.

H 153 – Mayo 2003



Magia en la literatura cubana contemporánea

La Gárgola

Un cuento de Marié Rojas Tamayo

La gárgola despertó de su sueño milenario. El mundo apenas había cambiado en el tiempo que dedicó a su reposo, si consideramos que para su especie la tecnología no importaba; quizás en vez de castillos había rascacielos, los caballos tenían ruedas, escupían humo y alcanzaban velocidades increíbles para tan nobles brutos, o las aves aparecían protegidas por extrañas cubiertas metálicas, pero los hombres estaban allá abajo, esperando, como cada milenio, su advenimiento a la vida para cumplir el deseo de uno y sólo uno de los mortales: El Elegido.

Decidió mostrarse a lo que identificó con sus sensores de empatía como un genio, que al verlo le envió un correo electrónico a su competidor con el siguiente texto: "Me ganaste, sólo por esta vez, tu aporte a la realidad virtual puede ser mejor que el mío, pero espera que termine mi último programa", y le volvió la espalda. Los genios siempre fueron algo locos, pensó, y escogió un científico, que tras informarse de que no era un experimento de la NASA ni un extraterrestre, le tomó unas muestras de ADN y se fue a estudiarlo, diciéndole que volviera al día siguiente para lo del deseo, sin darle siquiera tiempo a explicarle que al concluir la noche retornaría a la cima de su montaña para fundirse con ella por otros mil años, porque así había sido decidido por fuerzas superiores a las suyas, allá al comienzo de la historia.

Algo preocupado, eligió a un artista del lienzo, que le pidió que se quitara de en medio, porque le ocupaba un tercio del paisaje con su inmensa anatomía y tenía que cumplir con los compromisos de su próxima exposición; continuó intentándolo con un escritor, para escuchar de sus labios que ya los temas medievales habían pasado de moda; con un actor, que le susurró que el disfraz está genial, socio, pero no estamos en Halloween ni es carnaval, así que dale para la casa antes de que tu mujer se entere que otra vez estás bebiendo; trató de hallar un músico, pero no pudo encontrar un solo sonido de los recientemente creados que le recordara una melodía – con lo cual concluyó que esa especie había sido barrida de la faz de la tierra -; con un estadista, que le preguntó si quería trabajar para su servicio de inteligencia, en caso de que tuviera el poder de hacerse invisible y ante su negativa lo acusó de agente del enemigo...

Finalmente comprendió que había errado su rumbo desde el principio: los hombres estaban ya hechos a su propia medida y habían abandonado su capacidad de soñar, olvidando por tanto la magia de un deseo hecho realidad. Debía buscar entre los que aún no estaban corrompidos por la ambición, la avaricia o el odio, los seres más tiernos y frágiles del planeta: los niños, que con su fantasía abierta y sin manchas mantenían con vida a los elfos, los duendes y las hadas.

Feliz de su elección voló a una ventana abierta, cuando ya casi se agotaban las doce horas de vigilia concedidas por los dioses para que hiciera feliz a un mortal. Un niño, con expresión atribulada y un extraño artefacto en la mano, miraba un cuadrado de luz brillante situado a unos dos metros, en cuyo interior unas figuras de colores se movían bajo el influjo de sus dedos...

Pura magia, pensó y se sentó cerca de él, en el borde de la ventana, para contarle de su misión, de su desencanto, de su soledad y sus temores ante lo que acababa de vivir, de la esperanza que significaba él como símbolo de las nuevas generaciones y, cuando apenas faltaban un minuto para que rompiera de nuevo el sol, le pidió que formulara su deseo, aún a riesgo de no poder regresar a tiempo a su montaña.

- ¿Puedes soplarme la clave para ganarme el Tomb Rider 5?

La gárgola negó con la cabeza lentamente, sin comprender una sola palabra.

- ¿Algún truco para pasar directamente al último nivel?

La criatura, tan antigua como el universo mismo, se quedó mirándolo, agazapada, con una enorme expresión de tristeza. El niño, que por mirarlo un instante había perdido una de las oportunidades del juego, presa de un ataque de rabia, le lanzó un pesado objeto, perteneciente a este mundo moderno y ajeno, que el pobre monstruo jamás alcanzaría a identificar.

El golpe le tomó tan de improviso que le hizo perder el equilibro. Mientras caía desde una altura mayor que la de aquellas torres donde encerraban a las doncellas, lo alcanzó el primer rayo de sol. Justo antes de caer al asfalto, regresó a ser piedra, estallando en mil pedazos, que fueron barridos al terminar de romper el día por un artefacto mecánico, creado por los ciudadanos de un mundo sin fantasía.

Los restos de la Gárgola fueron echados al mismo vertedero donde descansaban los últimos polvos dorados que esparció el Hada Azul antes de caer en el descrédito y colocarse de camarera en un bar, con la esperanza de que alquilaran sus servicios de vez en cuando para hacer trucos en cumpleaños. Mientras, en la oscuridad de un laboratorio, una computadora encargada de analizar ciertas muestras de ADN comprendía que había sido testigo de un milagro y borraba todo rastro de información acerca de la nueva criatura, por miedo a que los hombres la reprogramaran ante un nuevo error, como le había sucedido a su compañera con las cenizas del Ave Fénix, resucitada hacía apenas unos días...

Es que cuesta mucho trabajo creer en la magia, pensó para disculpar a sus Creadores.

© 2003 Especial para Heráclito
H 153 – Mayo 2003



Un cuento sufí

No soy de aquí

Versión y nota de Eduardo Dermardirossian

Estando de visita en un pueblo que no era el suyo, alguien le preguntó qué día era, a lo que Nasreddín contestó:

Lo ignoro, porque no soy de aquí.



La chanza -comoquiera sea ella entendida- aquí está puesta en boca de un niño. Porque ¿de qué otro modo puede entenderse el devenir del tiempo? ¿Puede el hombre aprehender el tiempo? Si lo intenta sucumbe irremediablemente a la angustia o se refugia en la ignorancia de creer que sabe. Nasreddín, con sabiduría, ha elegido el sendero del absurdo.

Suplemento de H 153 – Mayo 2003



Desde el taller El rincón de los niños cubanos, de La Habana, nos envían este poema de Eleanne Triff, de 17 años de edad.

A un duende

Estaba oscuro,
Dormía,
Y una silueta velaba.
Hablamos de lo mucho,
De lo mucho y de lo poco,
Yo con mi silencio
Tú con el alma.

Estaba oscuro,
Reía,
Reía y te miraba
No te sabía, duende negro,
No te sabía nada.
Porque estabas como ausente,
Como un fantasma que no habla,
Como un ser extraño
Que se borra con el tiempo,
Como aquel niño viejo
De inmortal infancia.

Y está oscuro
Y aún duermo
Ya no hay siluetas que velan.
Mi yo te sabe invisible
Y aún te hablo
Yo con mi silencio
Tú con el alma.

Suplemento de H 153 – Mayo 2003



Del discurso del Jefe Seattle, 1853

Esto lo sabemos. La Tierra no pertenece al hombre; el hombre pertenece a la tierra. Esto lo sabemos. Todas las cosas están conectadas entre sí, como la sangre que une a una familia.
Cuanto le ocurre a la Tierra, también les ocurre a los hijos de la Tierra. El hombre no tejió la telaraña de la vida; él es tan sólo una hebra en ella. Todo cuanto se hace a la telaraña, se lo hace a sí mismo.

Suplemento de H 153 – Mayo 2003