Heráclito 62

Fragmento de Empédocles

Simplicio, Phisyca, 157, 25 y 161,14; Plutarco, Amat., 756 D; Clemente, Stromateis, V, 15, siguiendo la clasificación de Diels-Kranz. Tomado del título original Die Fragmente der Vorsokratiker, sin indicación del traductor. Ed. Edicomunicación, Barcelona 1995.

Será doble mi discurso: pues tan pronto el Uno creció y se quedó uno solo desde mucho,
tan pronto se dividió para ser muchos a partir del Uno.

Doble es el nacimiento de las cosas mortales, doble su cesación:

Pues el encuentro de todos los seres en uno engendra la cesación de ellos y acaba con su nacimiento,

pero al desunirse los seres el nacimiento vuelve y se desvanece la cesación.

Y este perpetuo movimiento alternante nunca tiene fin, unas veces reuniéndose todos los seres en uno por el Amor,

otras separándose todas las cosas arrastradas por la repulsión del Odio.

Así por cuanto el Uno ha aprendido a nacer de los muchos,

y de nuevo, disgregado el Uno, los muchos surgen,

por eso nacen y nacen y no hay vida firme para ellos;

pero por cuanto un cambio perpetuo sigue sin fin,

por ello las cosas subsisten siempre inmutables en su ciclo.

Y bien, escucha mis palabras, pues el aprender aumenta la inteligencia;

pues como antes te dije, anunciándote los límites de mi discurso,

éste será doble: pues unas veces el Uno creció hasta ser único

a partir de los muchos, otras veces se disgregó para ser muchos a partir del Uno,

fuego, agua, tierra y éter inmensamente alto...

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Diels y Kranz explican así la

Doctrina de Empédocles

Cuatro son las raíces de todas las cosas: Zeus (fuego), Hera (tierra), Edoneo (aire) y Nestis (agua), no hay nacimiento ni muerte, sino sólo mezcla y disolución de los elementos y nacimiento es como lo llaman los hombres, no puede nacer nada de la nada, ni es posible que algo muera por entero *.

El Uno se dividió en muchos y luego a partir de los muchos se vuelve Uno. Unas veces reuniéndose todos los seres en Uno por el Amor, otras separándose por la fuerza de la repulsión del Odio.

Amor y Odio por turno dominan en la evolución del tiempo.

Un ejemplo de esto nos pone Empédocles en el cuerpo humano. En éste, cuando los elementos están reunidos existe el cuerpo y, cuando se disgregan, es la muerte.

...nos dice que los elementos son los mismos, que pasan unos a través de otros y nacen así cada vez de una forma.

De estos elementos vienen cuantas cosas fueron, son y serán, árboles, hombres y mujeres, bestias salvajes y pájaros y los peces nutridos en el agua y los dioses.

La obra de la creación la compara con la de un pintor, que para componer sus formas elige los colores mezclándoles.

Que no penetre en la mente el error de que hay otro origen en las cosas mortales.

Cuando está unido el Uno en sí mismo es la Esfera. Entonces ni se distingue el claro aspecto del sol, ni tampoco la fuerza velluda de la Tierra, ni el mar, de tal modo estaba apoyada en el sólido refugio de Armonía la Esfera bien redonda, ufana en su circular solitario, igual por todas partes a sí misma y absolutamente sin límites.

Pero cuando el Odio en sus miembros es alimentado, éstos empiezan a sacudirse unos a otros.

Cuando el Odio se ha retirado, en cambio, a la parte más profunda del torbellino, y el Amor alcanza el centro de éste, se concentran en él todas las cosas para formar un solo ser.

Y cuanto más se aleja el Odio, tanto más siempre avanza el impulso divino y dulce del Amor sin queja.

Hay un paralelismo evidente entre las teorías de Empédocles y Parménides o Heráclito. Recuerda mucho a Heráclito en la primera parte del poema De la Naturaleza, ya que dice, hablando de la situación de los hombres, “muchos males asaltan a los mortales y embotan su pensamiento, y se dan sólo cuenta de una pequeña parte de la vida (...) y cada uno se jacta de haberlo descubierto todo”.

Para Aristóteles, Empédocles es un filósofo pluralista, por explicar el cambio no a partir de un solo ser o principio, sino de cuatro elementos. Sin embargo para ésto se ve obligado a suponer que la Esfera es un estadio precósmico. Pues de otro modo está claro que antes de los cuatro elementos separados está la Esfera, donde todo está unido con el Amor, una Esfera comparable a la de Parménides.

El Uno y lo múltiple son dos etapas que alternan cíclicamente, marcadas por el predominio del Odio o el Amor.

Esta alternancia supone, para nuestro entender, que nunca hay un momento en que exista solamente Amor, pues el Odio debe conservarse en forma de semilla, lo cual explicaría que, en un momento dado, despierte y haga sacudir de nuevo los miembros de la Esfera, para comenzar a separarse entre sí.

Lo mismo que en el período de predominio del Odio, debe conservarse el amor en forma de semilla, para poder crecer a partir de ahí y recomenzar el camino de vuelta a casa.

Empédocles afirma ambos momentos como polos de una misma realidad, como dos aspectos contrarios que ésta adquiere.

En cambio, Parménides considera real sólo el momento en que la Esfera está, eterniza la Esfera, por cuanto la manifestación de la multiplicidad, la apariencia dividida no le parece real, pertenece a la apariencia que capta la ignorancia, es objeto de la opinión.

En todo caso, desde el momento en que la Naturaleza comienza a manifestarse, empiezan a tener personalidad los cuatro elementos de Empédocles, que provienen de uno sólo; en Heráclito, desde luego, surgen de uno sólo, que es el Fuego, del cual salen y en el cual se reasumen luego todas las cosas, pero también en algún lugar hace ver que “la muerte del fuego es el nacimiento del aire y la muerte del aire el nacimiento del agua” (LXXVI Plut.), es decir que Empédocles y Heráclito coinciden bastante en la evolución de la Esfera, mejor dicho, a partir de este momento en que la Esfera empieza a disgregarse, pues Heráclito no nombra a la Esfera más que en ésto. Empédocles ve cuatro elementos, fuego, aire, tierra y agua, que son el mismo cambiando de forma, y Heráclito ve un solo principio, el fuego, que cambia en aire y luego en agua. Los tres afirman directa o indirectamente la unidad que subsiste bajo todo, pero Empédocles goza con la descripción de la Naturaleza, de la Creación, como si bendijera la unidad por dar lugar a la diversidad. Lo peculiar de Heráclito es el necesario enfrentamiento para la unión. De Parménides podría decirse que es el más abstracto o el más puro.

Pero todos afirman necesariamente la Unión, puesto que si todas las formas variadas por obra del Odio (Empédocles) u opuestas por obra de la Armonía (Heráclito), provienen de lo Uno y a lo Uno han de volver, son por ello irreales, pues son sólo para dejar de ser. En cambio es la identidad real que subsiste bajo estas formas, variadas u opuestas o aparentes respectivamente, a la cual han de volver, o por la cual son sustentadas.

* Si bien la puntuación y algunas veces la sintaxis son incorrectos, hemos respetado escrupulosamente el texto, dado que esclarece el pensamiento del filósofo sin deformación ni menoscabo (N. de la R.)
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El señor George W. Bush y el señor Osama Bin Laden nos amenazan y nos mienten

Eduardo Dermardirossian

En efecto, ambos nos amenazan sin disimulo. Que esta es una guerra del bien contra el mal, que se está con nosotros o contra nosotros, que el castigo alcanzará a quienes cometieron el atentado múltiple de Nueva York y Washington y a todo aquel que les de alojo o protección; y también que Dios está de nuestra parte: todo esto y aún más dijo el presidente Bush. Lo dijo al mundo todo, con lo cual hizo extensiva su amenaza a todas las naciones y comunidades del planeta. Bin Laden fue más cauto, porque si bien echó mano de la amenaza igual que su otrora amigo, la enderezó hacia los Estados Unidos de Norteamérica e Israel. Consciente de que sus palabras no debían exceder las dimensiones de su poder y atendiendo a la necesidad de alentar el sentimiento antinorteamericano extendido en el mundo, fue discreto. Y ganó la primera batalla antes del comienzo de las hostilidades sobre suelo afgano: logró que el gobierno norteamericano reconociera la necesidad de que el pueblo palestino sea dueño de su propio Estado y levantó la ira del gobierno israelí, hoy comandado por la derecha. El millonario saudí, ahora devenido referente islámico y dueño de un poderoso aparato capaz de acometer acciones que atormenten a una nación como la norteamericana, producto él mismo de los afanes imperiales para resistir el avance de la otrora superpotencia, la Unión Soviética, habría asestado un segundo golpe sobre su actual enemigo: sembrar el miedo en toda la sociedad norteamericana, tenerla poco menos que recluida en sus hogares, hacerla presa de zozobra y hasta de pánico en algunos casos: despobló Wall Street durante varios días, precipitó sus cotizaciones de manera alarmante, desalojó más de una vez las sedes del poder militar y político de los EEUU, tales como su Pentágono primero y luego su Capitolio y la mismísima Casa Blanca, nada menos.

Así, entonces, el señor Bush profiere sus amenazas erga homnes y nos somete a sus presiones diplomáticas y financieras para, luego, sembrar con fuego el territorio afgano. El señor Bin Laden, por su parte, endereza sus amenazas al Estado con el que está en conflicto y es su territorio que siembra prolija, medida y selectivamente con miedos que enferman. Aún más: los datos con que se cuentan parecen indicar que el ataque que le es atribuido a al-Qaeda proviene del propio territorio del país de Bush. El señor George W. Bush pelea dispersando su poderío militar, financiero y diplomático por todo el mundo, aún en los países islámicos cuyos pueblos manifiestan una señalada simpatía con al-Qaeda, en tanto que el señor Osama Bin Laden parece operar centralmente desde y sobre el territorio de su enemigo. Tácticas y estrategias diferentes y divergentes, que resultan de una capacidad operativa también diferente pero, a un tiempo, de una concepción diversa de lo que es esta guerra. Y quizás -por qué no- de unos propósitos distintos, de objetivos disímiles. ¿Quién sabe, en definitiva, cuáles son los fines queridos por las partes beligerantes cuando las hostilidades ya se han desencadenado?

A propósito de los fines de la guerra digamos también algo. Y de su justificación. El señor Bush (cuanto él representa y simboliza, en definitiva) ha definido a ésta como “guerra contra el terrorismo”. Mal comienzo: no hay guerras contra “ismos”. Hay una lectura trágica de la historia de la humanidad y es la que se hace examinando las guerras por las que ella ha transitado a través de los tiempos. Nunca una de ellas ha sido contra alguna clase de “ismo”, porque la guerra, por su propia naturaleza, no pretende la destrucción de abstracciones (y los “ismos” siempre lo son). La guerra procura, por definición, la destrucción física, material y efectiva del oponente; y, en el mejor de los casos, la neutralización definitiva de su capacidad operativa. De modo que en cualquier caso el propósito del beligerante es la aniquilación del enemigo como tal. Y aquí sobran los eufemismos. Hablar de “guerra contra el terrorismo” memora el concepto de “guerra santa” que levantan importantes sectores del Asia Central y del Oriente Medio para concitar la adhesión de sus correligionarios y de los gobiernos que vacilan entre el poder fenomenal de la potencia occidental y la presión de sus comunidades y del clero. De modo que los fines de la guerra que hoy ocupa nuestra atención son difíciles de determinar, más allá de quienes siempre medran con sus calamidades. La dinámica de los hechos, que generalmente es escamoteada por unos y por otros, muda de continuo y con ella mudan también los fines inmediatos y mediatos perseguidos. Saben los estrategas que otro modo de obrar y de mirar la guerra puede conducirlos a la derrota. Cerca están los ejemplos.

Un último tema del que quiero ocuparme ahora es el referido a la justicia de la guerra, no al concepto en sí -arduo de tratar y que ha ocupado a sesudos filósofos, teólogos y otros especímenes de la aventura del pensamiento-, sino al juicio, a la valoración que somos proclives a hacer en nuestro decir cotidiano respecto de la “guerra justa”. Y esto dependerá del lugar donde estemos situados y de los insondables sentimientos de simpatía o antipatía y hasta odio que despierten en nosotros los contendientes. También, claro, de la posición ideológica de cada quien. Lejos de utilizar recursos oratorios, lingüísticos o dialogales, digo desde ya mi rechazo, es más, mi visceral repugnancia respecto de cualquier intento de adherir a uno u otro partido cuando de la guerra se habla. No hay guerra justa. Es mentida la invocación de una voluntad divina cuando los hombres se matan unos a otros, no importa por qué causa sea. ¿Qué hombre de fe judeo-cristiano-islámica, pensando, sintiendo y obrando según lo que tenga por voluntad divina y las enseñanzas de su religión, puede sinceramente creer que mata con justicia? Quienes así dicen hacerlo –y lo dicen los Bush y los Bin Laden- nos mienten. Y saben que nos mienten. Y a quienes situados en algún partido sienten la justicia de su causa y por eso matan o mueren en la creencia de obrar bien, habrá que decirles que nunca hay justa causa para matar, tampoco para morir o inmolarse; decirles, también, que la particular y trágica circunstancia que genera la guerra oscurece el juicio, tal que mientras dure la conflagración nadie será capaz de discernir el bien del mal, lo justo de lo injusto.

El señor Bush y el señor Bin Laden nos amenazan, sí. Y también nos mienten.

Nota: Este artículo fue publicado a días de producido el atentado al World Trade Center, N. Y.
H 76 – 09.11.2001



Conciencia de la libertad

José Carlos García Fajardo *

En un momento en que se acusa a nuestras sociedades de secularizadas y desprovistas de valores se extiende con peligro una ofensiva de fundamentalismo integrista que amenaza los auténticos pilares del ser humano: el derecho a la vida, a la libertad, la justicia y la solidaridad así como el derecho a la búsqueda de la felicidad porque la persona es algo más que una máscara, que una representación o que una tarea. El ser humano es un fin en sí mismo y jamás podrá ser un objeto o medio para nada. Aunque no supiéramos explicar el sentido de la vida, hay que afirmar que tiene que tener sentido vivir. Y vivir con plenitud en el despliegue de capacidades porque ser felices es el único quehacer digno del ser humano. Si todo ser que alienta "vive", el ser humano "vive para", y esta dimensión no se agota en el mero altruismo sino en la reciprocidad fecunda.

El filósofo Raimundo Panikkar, una vez más, aporta luz en nuestro caminar. Aborda con clarividencia la paradoja de la antropología que como "ciencia del hombre" corre el peligro de quedar aprisionada en el ámbito de la razón, de la cultura o de la filosofía reduciéndola a la esfera en la que el anatómico de Leipzig, Magnus Hundt, la comenzó a utilizar en 1501.

Pero el hombre en cuanto hombre se pregunta por sí mismo. Ya en los albores de nuestra civilización, Chilón, uno de los siete sabios de Grecia, formuló la frase magistral que figuraría en el frontón del templo de Apolo en Delfos: "conócete a ti mismo". El hombre, dice Panikkar, es el sí mismo que no puede conocerse si no se ve en el espejo del otro porque su autoconocimiento pertenece a su misma naturaleza. Por eso, como sujeto no puede ser objeto de ninguna ciencia. Es el conocedor y no sólo lo conocido.

De ahí que la antropología pueda significar la escucha con todas nuestras capacidades de lo que el hombre dice sobre sí mismo. Para eso, "hay que saber escuchar las diversas voces, las diversas canciones, las diversas melodías que el hombre dice, que el hombre canta."

Este saber escuchar requiere simpatía, amor y conocimiento de lo que los otros dicen de sí. "Sin simpatía no se puede entender, sin amor no nos abrimos al otro, sin conocimiento no se puede saber lo que los otros dicen de sí." Y los hombres se han interpretado de muy diversas maneras según las distintas culturas de la humanidad. No existe, pues, una sola voz, una sola cultura ni una única religión verdadera pues la verdad es lo que todos buscamos y nadie puede poseerla, sino participarla.

Cada cultura es como una galaxia que crea sus criterios de verdad, bondad y belleza y es preciso acercarnos a ellas mediante un diálogo dialogal y no reducir al hombre a un solo modelo. Por eso, Panikkar sugiere la expresión "antropofanía" para entender lo que los otros dicen de sí.

Habla de la fenomenología como una de las ramas de la filosofía que intenta describir lo que aparece. Pero en la fenomenología religiosa no basta la razón ya que el creyente cree ver algo más que lo que el mero observador ve con ayuda de la razón y de los sentidos. Por eso "una buena fenomenología debe abstenerse de juzgar sobre la verdad objetiva del fenómeno". La interculturalidad nos impide caer en semejante reduccionismo porque la razón no es el único órgano del conocimiento, "el único ojo con el que el hombre ve". Ya la tradición escolástica cristiana y la tradición budista tibetana hablan de los tres ojos con que el hombre entra en contacto con la realidad: razón, sentidos e intuición.

Ricardo de San Víctor habla de los tres ojos y Nicolás de Cusa dice que para saber lo que el hombre es no basta con la sensación, hace falta imaginación, razón e intelecto intuitivo. De lo contrario la humanidad se vuelve estrábica cuando no tuerta.

Aduce Panikkar ejemplos de los sistemas filosóficos de la India para evitar el peligro de una antropología reduccionista y así contribuir a superar el falso dilema de la racionalidad /irracionalidad.

Pero hay más, el hombre en sí no existe. Existe en una tierra y junto a otros muchos seres entre los cuales sus semejantes ocupan un lugar especial. La idea que el hombre tiene de sí mismo depende del mito en el cual vive, se mueve y piensa... Sus distintas manifestaciones darán lugar a otras tantas antropologías o antropofanías."

De ahí que R. Panikkar distinga un triple telón de fondo sobre el cual las distintas culturas de la humanidad se han autointerpretado: el cosmológico, el teológico y el antropocéntrico que ilustra con ejemplos del Rig Veda y de otros textos védicos, del Tao Te Ching, de la Grecia clásica, de la Biblia y de pensadores cristianos como Agustín o del Renacimiento como Nicolás de Cusa, Pico de la Mirándola o Juan Luis Vives para culminar con Zubiri y el antropólogo Geertz.

Como es conocida la intuición cosmoteándrica de nuestro pensador, baste decir que su anhelo es superar el monoculturalismo tan enraizado en Occidente, reconocer la relatividad cultural, que no el relativismo que se destruye a sí mismo en su formulación, y el reconocimiento del pluralismo como la forma adecuada de acercarnos al fenómeno humano. "Una antropofanía intercultural nos facilita una fecundación mutua entre las culturas de la humanidad; fecundación que exige conocimiento y amor."

Ante el marasmo de basuras televisivas, ante el consumismo preconizado por un modelo de desarrollo inhumano, ante la evasión inane de sucedáneos deportivos y ante descalificaciones de responsables religiosos que no respetan la realidad del otro, reconforta escuchar palabras de esperanza y de justicia de personas que van por el camino en busca de la verdad sin fijarse límites ni imponer prejuicios. Es un auténtico progreso en la conciencia de la libertad.

* Presidente de la ONG Solidarios para el Desarrollo y profesor de Pensamiento Político y Social en la Universidad Complutense de Madrid.
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Temas de ética, moral y derecho

Derechos Humanos

Pelayo García Sierra, Diccionario filosófico, 1999, pág. 481.

Los llamados «derechos humanos» parece que tienen mucho que ver con la Ética y con la Moral. ¿Por qué llamarlos derechos y no deberes, por ejemplo? La pregunta alcanza toda su fuerza desde las coordenadas que, según modos muy diversos, tienden a ver la distinción entre los términos «ética y moral», por un lado, y «derecho», por otro, como una distinción dicotómica. Quienes, por el contrario, no entienden esa distinción dicotómicamente, puesto que presuponen la efectividad de un entretejimiento sui generis entre la ética y moral, y el derecho, estarán lejos de hacerse esta pregunta. Más bien tendrían que hacerse la pregunta contraria: «¿Por qué no llamar derechos a los deberes éticos y morales?» En términos gnoseológicos: «La cuestión de los derechos humanos, ¿no corresponde antes a la Teoría del Derecho (a la Filosofía del Derecho) que a la Teoría de la Ética y de la Moral?» El debate en torno a la cuestión de si los derechos humanos han de considerarse desde una perspectiva estrictamente jurídica, o bien desde una perspectiva previa, o por lo menos no reducible a la esfera estrictamente jurídica —es decir, una perspectiva ética y moral— compromete evidentemente la cuestión general de las relaciones entre el derecho estricto y la moral o la ética; así como la cuestión general de las relaciones entre las normas éticas y las normas morales. Partimos de la hipótesis general según la cual las normas jurídicas (los derechos, en sentido estricto) presuponen las normas éticas y morales, pero casi a la manera como el metalenguaje presupone el lenguaje objeto. Sólo que las normas jurídicas no las entendemos como un mero «nombre» de las normas morales o éticas, algo así como una reexposición reflexiva de normas prejurídicas o preterjurídicas. Las normas jurídicas no son un pleonasmo de las normas morales o éticas. Si a las normas jurídicas les corresponde una función peculiar y no la de una mera redundancia de las normas morales o éticas, sin que tampoco pueda decirse que se mantienen al margen o más acá de la ética o de la moral, es porque las propias normas morales o éticas, en un momento dado de su desarrollo, necesitan ser formuladas como normas jurídicas. Si esto es así es porque las normas morales, y las normas éticas, no sólo no son idénticas entre sí, sino que ni siquiera son estrictamente conmensurables. Es en este punto en donde pondríamos la función más característica de las normas jurídicas, prácticamente ligadas a la constitución del Estado, como una sistematización de las normas éticas y morales, orientada a resolver las contradicciones, a llenar las lagunas y a coordinar las normas yuxtapuestas (y también, es verdad, a generar un proceso infinito de «normas intercalares» específicamente jurídicas). Es en este proceso de sistematización en donde los deberes éticos o morales, en general, cobrarán la forma de derechos positivos estrictos garantizados por el Estado. Según esta concepción, decir, por ejemplo, que la política (o el derecho) «debe respetar la ética» no tiene el sentido de que la ética o la moral sea algo así como una regla más alta inspiradora de la política (como si el político o el jurista estuviese vigilado por el moralista, lo que es un último residuo de la subordinación del Estado a la Iglesia); pues no se trata de que se inspire por ella, sino, más bien, porque la ética y la moral son la materia sobre la que se basa la política y el derecho. Según esto, la crítica al derecho, desde la perspectiva ética o moral, sólo encuentra su verdadero punto de apoyo cuando puede tomar la forma de «crítica a un derecho» desde «otros derechos». La dialéctica de la sistematización jurídica incluye, desde luego, la aparición de normas jurídicas que violentan determinadas normas éticas y morales, las que han debido ser sacrificadas a la sistematización global. Este esquema general de las relaciones entre el derecho y la moral y ética es el que podemos aplicar, como a un caso particular, para dar cuenta de las relaciones entre los derechos humanos, como normas jurídicas, y los derechos humanos como normas éticas y morales. En términos generales diríamos, refiriéndonos por ejemplo a la Declaración de 1789, que esa Declaración de los derechos humanos habría consistido, sobre todo, en una sistematización muy precaria, sin duda, de los deberes éticos, separándolos de los deberes morales (que aparecen, sobre todo, como derechos del ciudadano).

H 76 – 09.11.2001



Poema de Ernesto “Che” Guevara

Vieja María

Vieja María, vas a morir.
quiero hablarte en serio:

Tu vida fue un rosario completo de agonías,
no hubo hombre amado, ni salud, ni dinero,
apenas el hambre para ser compartida;
quiero hablar de tu esperanza,
de las tres distintas esperanzas
que tu hija fabricó sin saber cómo.

Toma esta mano que parece de niño
en las tuyas pulidas por el jabón amarillo.
Restriega tus callos duros y los nudillos puros
en la suave vergüenza de mi mano de médico.

Escucha, abuela proletaria:
cree en el hombre que llega,
cree en el futuro que nunca verás.

Ni reces al dios inclemente
que toda una vida mintió tu esperanza;
ni pidas clemencia a la muerte
para ver crecer a tus caricias pardas;
los cielos son sordos y en ti manda el oscuro,
sobre todo tendrás una roja venganza
lo juro por la exacta dimensión de mis ideales.
Muere en paz, vieja luchadora.

Vas a morir, vieja María;
treinta proyectos de mortaja
dirán adiós con la mirada,
el día de estos que te vayas.

Vas a morir, vieja María,
quedarán mudas las paredes de la sala
cuando la muerte se conjugue con el asma
y copulen su amor en tu garganta.

Esas tres caricias construídas de bronce
(la única luz que alivia tu noche)
esos tres nietos vestidos de hambre,
añorarán los nudos de los dedos viejos
donde siempre encontraban alguna sonrisa.
Eso era todo, vieja María.

Tu vida fue un rosario de flacas agonías
no hubo hombre amado, salud, alegría,
apenas el hambre para ser compartida,
tu vida fue triste, vieja María.

Cuando el anuncio de descanso eterno
enturbia el dolor de tus pupilas,
cuando tus manos de perpetua fregona
absorban la última ingenua caricia,
piensas en ellos... y lloras,
pobre vieja María.

¡No, no lo hagas!
No ores al dios indolente
que toda una vida mintió tu esperanza
ni pidas clemencia a la muerte,
tu vida fue horriblemente vestida de hambre,
acaba vestida de asma.

Pero quiero anunciarte
en voz baja y viril de las esperanzas,
la más roja y viril de las venganzas
quiero jurarlo por la exacta
dimensión de mis ideales.

Toma esta mano de hombre que parece de niño
entre las tuyas pulidas por el jabón amarillo
restriega los callos duros y los nudillos puros
en la suave vergüenza de mis manos de médico.

Descansa en paz, vieja María,
descansa en paz, vieja luchadora,
tus nietos todos vivirán la aurora,
lo juro.

H 76 – 09.11.2001



Diario

Anotación al sábado 13 de enero de 2000.

Bono

Monté sobre mi Pegaso y enderecé el rumbo hacia la casita azul que alguna vez vi en sueños. Allí me aguardaban Esperanza y el guardián; ella, vestida con gasas que transparentaban promesas y frescores, mañanas y alegrías; él, cubierto por robusta armadura y lanza al puño, la mirada brillante y severa, oteaba los alrededores desde un promontorio. Ella sirvió dos copas de vino, una para mí y la para a él. “Otra copa –pedí-, que Esperanza beba con nosotros”. No me respondió; él alzó su copa celebrando el encuentro y bebiéndola de un solo trago. Permanecí inmóvil. Luego rompí mi copa sin medir mi osadía y montando nuevamente sobre mi Pegaso, regresé.

© Especial para Heráclito.
H 76 – 09.11.2001



Por qué se baña la gente

Bono

Pero ¿por qué, para qué? Por razones de higiene, me dicen unos. Para no oler mal, otros. Los hay, me fue dicho también, que se bañan por una necesidad no consciente de limpiarse por dentro, para expiar culpas. Finalmente, no pocos lo hacen para cumplir un débito cultural cuyo origen se ha extraviado en los tiempos. Unos y otros se bañan cotidianamente, a veces repetidas veces. Bien por ellos.

Recojamos el propósito de higiene y mirémoslo por fuera, por la epidermis, y luego mirémoslo por dentro. Porque es verdad que de las variadas maneras que se baña la gente ninguna limpia más allá de la epidermis. Tales escrupulosos custodios de su apariencia y bien oler no se ocupan con igual énfasis de higienizar sus adentros. Los de su conciencia, los de su alma. Frecuentemente llevan a cuestas las señas de su mal hacer y de su hedor interior sin preocupación, porque saben que tales fealdades son invisibles a a los ojos, acostumbrados como están a que sus sentidos escudriñen las superficies, nunca los interiores.

Y así ves andar bajo la luz del sol a prolijos y bienolientes señores cuyas conciencias y almas yacen, quién sabe cómo, bajo primorosos ropajes.

© Especial para Heráclito.
H 76 – 09.11.2001