Julien Green (1900-1998)
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Suplemento de H 145 – Mar. 2003
Desde Cuba
Este cuento de Ray Respall Rojas, columnista de Heráclito y de Jacinto Azul que a los quince años de edad ha mereció diversas distinciones en su país y en el exterior, le da nombre al libro que editó Extramuros y que fue presentado en febrero de 2003 en la Feria Internacional del Libro de La Habana.
¡Un verdadero dolor de cabeza!
Al llegar el galeno, la reina comenzó con los dolores de parto. Entre la confusión de a quién atender, los chillidos del rey, las groserías que gritaba la reina, las oraciones del cura -que también fue llamado- y el ajetreo de los sirvientes, el médico se desmayó y todos los presentes fueron a cuidar de él.
La reina, al ver esta reacción, comenzó a decir frases peores y a lanzar como una catapulta lo que veía a su alcance. Luego de muchos esfuerzos, el doctor volvió en sí y al disponerse a atender a la reina, ésta le lanzó su corona, dándole en la cabeza y obligándolo a volver a caer sin sentido, esta vez sobre el rey, el cual comenzó a delirar, imitando a un niño pequeño.
En medio de esto, la reina tuvo una gran contracción y, con un grito que se escuchó en el reino entero, dio a luz a un hermoso bebé, al cual tomó entre sus brazos y lanzó por los aires. Por suerte, el cura lo agarró en su vuelo accidental y al verle gritó:
- ¡Es un varón!
Por espacio de un minuto, se hizo un gran silencio donde hasta el rey paró de delirar y soltó al médico. Desde el suelo, la cama real, las puertas o las ventanas, decenas de ojos se posaron en el sacerdote, que exhibía feliz al niño, repitiendo:
- ¡Varón, varón!...
El recién nacido, al parecer, se dio cuenta de que era el centro de la atención, hizo pipí encima del cura y emitió un sonoro aullido. Los presentes comenzaron a aplaudir, a reír y a felicitar a la reina. El rey, volviendo a sus delirios, empezó a llorar a coro con su bebé. La reina, al percatarse de lo que hacía su esposo, decidió calmarlo golpeándole con el cetro. Increíblemente, la medida pareció surtir efecto.
Comenzó entonces a soplar un viento muy fuerte, lo que provocó que el bebé arreciara con el llanto. La reina, que continuaba afectada, pidió que le alcanzaran el niño para darle "un buen golpecito con el cetro", aclarando que eso lo sedaría un poco, como había sucedido con su padre. Por suerte, los sirvientes la convencieron que eso sedaría demasiado al bebé.
Así estuvieron las gentes de palacio hasta el mediodía, dando carreras entre el delirio del rey, la locura temporal de la reina, la ropa mojada del cura, el dolor de cabeza del médico, y el niño, que fue entregado a la cocinera. Esta, tras vanos intentos de calmarlo, desesperada y sintiendo que se desmayaba, lo colocó un momento en el suelo, sin darse cuenta que a su lado estaba Cuca, una enorme perra. Cuca acababa de tener una camada de perritos, y confundiendo al crío con uno de sus cachorros, lo tomó entre sus dientes y lo llevó a su cesta, donde el niño se puso a mamar hasta que se durmió, rendido y satisfecho.
Cuando la cocinera volvió en sí y vio que el niño no aparecía, empezó a gritar, atrayendo a criados y guardias. No tuvieron que buscar mucho, porque el muchacho que ayudaba en los establos vino a anunciar que había encontrado al heredero. Lo siguieron los sirvientes, y constataron que, efectivamente, el bebé dormía feliz junto a Cuca. Como no se les ocurrió mejor idea, y la reina no parecía haber quedado muy bien de las impresiones sufridas, le llevaron unas mantas y optaron por dejarlo en la cesta...
Es una pena contar esto, pero sólo volvieron a pensar en él un mes después, cuando el rey y la reina se repusieron totalmente y preguntaron por su hijo, así que de no ser por Cuca, no habría historia.
Un trauma individual
- ¡Causefog! ¡Causefog!
La reina, al verle hacer algo tan vergonzoso frente a los invitados, montó en cólera, tomó un pescado ahumado y comenzó a darle. El médico trató de detenerla y recibió como premio un golpetazo en la cabeza que lo desmayó. Esto hizo que la mayoría de los invitados fueran a socorrerle, temiendo ver repetirse las escenas vividas años atrás.
El pequeño, tratando de salvarse de los mandobles de su madre, que con mucho arte esgrimía el pescado, empezó a correr por el castillo con la reina detrás. El médico, que logró recuperar el conocimiento gracias al cura, que le volcó sobre la cabeza una jarra de vino, se marchó gritando:
- ¡Locos, todos están locos!
El rey logró agarrar a su esposa y decirle, mientras trataba de esquivar los golpes, que si su hijo tenía algo, tal vez fuera un desajuste debido a los grandes traumas que sufrió al nacer; por ello lo mejor era enviarlo con el médico a una casa de campo en las afueras del reino.
Les costó algo de trabajo que el galeno volviera a pisar el castillo, pero finalmente se dejó convencer y partió junto con el niño por dos años. De más está decir que llevaron con ellos a Cuca.
Un trauma colectivo
Como es de esperar, la reina llamó al médico, el cual llegó cubriendo su cabeza con un yelmo, aclarando que era por si habían terremotos o tornados. El rey, la reina, el galeno y el cura celebraron una reunión secreta que duró seis horas. Cuando salieron habían tomado grandes decisiones.
Antes que nada, había que ocultarse en el sótano del castillo por un período mínimo de tres semanas, tiempo que consideraban suficiente para que el espíritu se aburriera y se marchara. Nobles de la corte, soldados y sirvientes, los soberanos, el príncipe, la perra Cuca, el sacerdote y el médico debían dirigirse inmediatamente al sótano. Los seguiría la cocinera con las provisiones necesarias. Las reglas a seguir eran:
1: No decir groserías mientras estuvieran en el sótano -esto iba sobre todo referido a la reina... creemos que la medida la dictó su esposo, pero bien pudo haber sido el médico, o el cura.
2: Rezar una oración por la mañana, una por la tarde, y otra por la noche -este fue el aporte del cura.
3: Lavarse las manos siempre antes de comer -ni que decir que esto fue idea del médico.
4: No salir de allí, para nada, ni siquiera asomar la cabeza, hasta haberse cumplido las tres semanas exactas.
¡Ah!, que alivio...
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El cura, lleno de pánico, salió del claustro en busca del barbero. Afuera todo parecía en calma y el pueblo estaba como siempre, así que después de contratar al experto en cabellos y barbas, decidió dejarse ver por la taberna, para refrescar un poco, de paso invitó al barbero. A la mañana siguiente estaban dando los tres toques en la puerta del sótano y hacían su entrada, rodando escaleras abajo, borrachos como trompos.
Mientras la reina dormía, el barbero inició su labor con el médico, pero como estaba totalmente ebrio se tambaleaba peligrosamente, navaja en mano, de un lado a otro. El galeno le gritó que, o se estaba quieto, o sucedería algo malo. El barbero lo interpretó como una ofensa y lo empujó, haciéndole caer sobre la reina, la cual despertó con tal furia que le arrebató el crucifijo al cura y empezó a golpear al médico, dejándolo sin sentido.
En eso, el barbero vio al príncipe y le dijo que si recordaba la vez que había ido al castillo a pelarlo, la mañana antes de su tercer cumpleaños, y para refrescarle la memoria le recordó al chico que había llorado al ver las tijeras, y él había tenido que entretenerlo contándole la leyenda de "Causefog, el endemoniado". Al oír esto, la reina se lanzó, cruz en ristre, sobre el barbero. Su esposo fue a detenerla, diciendo que por lo menos ya no había a quien temer, y recibió un golpetazo en la sien, con lo que regresó a su estado infantil.
El cura, ya más sobrio gracias a las impresiones recibidas, se echó en hombros al galeno y se marchó del reino gritando:
- ¡Y nos escondíamos de El Endiablado; si más endiablados que estos es imposible encontrar en la faz de la Tierra!
Se corren historias de que renunció al sacerdocio, lo mismo hizo el médico con la medicina, pues ambas profesiones les habían traído muchos problemas; también se cuenta que sumaron sus ahorros y abrieron una taberna en un pueblo vecino, ya que, además de las penas y una vieja amistad, compartían el interés por el buen vino.
Regresando al tenebroso escenario del sótano real, el príncipe, que había soportado el encierro de dos semanas y contemplado la violenta escena con tal calma, que había hecho volver a pensar a los presentes que algo andaba mal en su cabeza, se incorporó sacudiéndose los pantalones, recogió en una bolsita algo de la comida almacenada, se montó a horcajadas sobre su perra y se marchó al campo.
De él se cuenta que vivió muy feliz lejos de sus tormentosos padres, que se tuvieron que conformar con pelear entre ellos y con irlo a ver a su cabaña, cada vez que Cuca estaba de humor para dejarlos pasar.
... De la vida del barbero nada se sabe, se sospecha que escapar de esa locura fue para él un verdadero dolor de cabeza.
Suplemento de H 145 – Mar. 2003
Cuento desde La Habana
El fantasma y el hipódromo romano
Guillermo Badía Hernández
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A diferencia de los días precedentes, el hipódromo estaba atestado de personas que aguardaban expectantes la entrada de los domadores de bestias. Mi ínsula era un gran edificio situado cercano al Forum Romano. De él había salido esta mañana para admirar el espectáculo circense del que había oído hablar tanto cuando vivía en Britania. Yo era un romano que jamás había visto Roma. Ahora, tras la misteriosa muerte de mi padre, había viajado a dicha ciudad y me deleitaba viendo sus maravillas, a pesar de que fueran puros embustes de los autómatas.
Di un rodeo al hipódromo para contemplarlo desde todos sus ángulos. Fue entonces que sentí un agudo dolor en la espalda, que me derribó. Comencé a sentir la cálida salida de mi líquido vital, percibía que me desangraba. Vi una aureola de luz pálida que descendió sobre el circo y sobre mí... entonces quedé inconsciente. No sé cuanto tiempo estuve en ese estado; el hecho es que al volver en mí era de noche, y no había nadie. Para mí nunca amaneció nuevamente...
Suplemento de H 145 – Mar. 2003
Los versos de Marié Rojas Tamayo
Canción para una princesa majadera
A mi hija Sarah
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fueran palomas
para abanicar tu estío.
Y mi eterno desvelo...
ese pertinaz insomnio,
sirviera a tu tiempo sin prisas,
para contarte las mil historias
que guardo escondidas
en un rincón de los recuerdos.
Antes de conocerte
te sabía de memoria.
Mis labios pronunciaban tu nombre
Incansables, empecinados,
porque ya presentía
la certeza del cuerpo compartido.
Ahora estás conmigo,
llenas los espacios,
ocupas los silencios.
Recortas arcoiris en las sábanas,
pintas duendes en las paredes,
rompes todo lo superfluo.
Vas quedando solo tú, la maga
que encuentra plumas de elefante
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sepultadas en la arena.
Hablas al viento con el idioma
que sólo tú y él conocen,
que apenas yo entiendo.
Inventas una danza antigua,
exiges más juegos, un cuento...
No te importa la presencia de la reina de la noche.
De pronto, al borde ya de la locura,
sin previo aviso
arriba el silencio...
Veo cómo al fin, vencida,
partes a ese viaje misterioso
a solas con tus sueños.
Y te miro, sin que llegue el hastío.
Feliz porque no recuerdo un mundo
anterior a tu llegada.
Suplemento de H 145 – Mar. 2003
Reflexiones chinas recogidas de aquí y allá
Los cerrojos y los ladrones
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No es exagerado afirmar que todo lo que llamamos "cordura" no es sino empacar para los ladrones. Y lo que llamamos "virtud", acumular botines para los malhechores. ¿Por qué digo esto? A lo largo y a lo ancho del país de Chi (un territorio tan poblado que el mero cacareo de los gallos y el ladrido de los perros en un pueblo se oye en el pueblo vecino), entre pescadores, campesinos, cazadores y artesanos, en santuarios y cementerios, prefecturas y palacios, en ciudades, poblados, distritos, barrios, calles y casas particulares... en fin, en todo el reino, veneradas por todos sus habitantes, imperaban las leyes de los Reyes Antiguos. Sin embargo, en menos de veinticuatro horas Tien-Ch'eng Tzu asesinó al príncipe de Chi y se apoderó de su reino. Y no sólo de su reino, sino también de las leyes y artes de gobierno de los sabios de antaño, que habían inspirado a los soberanos legítimos de Chi. Es verdad que la historia llama a Tien-Ch'eng Tzu usurpador y asesino; pero mientras vivió fue respetado como el virtuoso Tsen y el benévolo Shun. Los pequeños reinos no se atrevieron a criticarlo, ni los grandes a castigarlo. Durante doce generaciones sus descendientes conservaron entre sus manos la tierra de Chi...
Suplemento de H 145 – Mar. 2003