Heráclito 53

Mi esposa, mi mujer, mi compañera. Mi pareja

Eduardo Dermardirossian
eduardodermar@blogspot.com

Pongo el título con pluma de varón, no con vocación machista. Por eso, si mis lectoras quieren cambiar el género no me fastidiarán. Antes bien, me ahorrarán aclaraciones fatigosas. Y escribo lo que sigue como sociólogo, sin serlo, como psicólogo social, sin serlo, como antropólogo, sin serlo. O siendo, de todas estas cosas, un poco, sólo un poco. Como soy un poco economista, un poco médico y un poco moralista.

Creo sin hesitar que ninguna acción humana me es ajena, ningún discurso me está vedado ni puede impedírseme que escriba sobre las cosas que me atañen. Así, mi derecho viene de mi hechura humana, no de títulos o talentos ausentes. Y también viene de dos generosidades, la del editor y la del lector, que hasta hoy han consentido mis dislates.

Por otra parte, ¿siempre has de leer las mismas cosas, esos ardides de la política, esas austeridades de los credos, esas promesas de los mercaderes y las crónicas adonde tan pronto te enfrentas a un nuevo hallazgo de la ciencia como a un accidente de tránsito, al precio del crudo en la plaza de Nueva York o al resultado de un comicio?

Inicio, pues, mi excursión discursiva de este día. Quieran los dioses que mi razón prime sobre mi pasión, quiera descansar la tradición y el escrúpulo en su sitio para dar paso a los nuevos legisladores, a los jóvenes que, forzando vejestorios, vienen a decir cómo quieren que sea el mundo en sus días. Quiero ser como la uva nueva, no como la pasa que escamotea sus rugosidades en el amasijo de los panes dulces. Quédense otros con los dimes y diretes que yo elijo pasear mi humanidad en la primavera de las generaciones.

Se trata de revisar el viejo concepto de matrimonio, de ver cómo en un viaje de vértigo el siglo XX nos llevó de ese viejo instituto a la unión de nuestros días, sin ritos ni abalorios, cómo esa tradición multimilenaria cedió al embate de unas pocas generaciones. En el decurso de un siglo escaso la tradición depuso su soberbia, la moral desdobló su insinceridad, cayó con estrépito el estrado de la ley y en la antesala del templo se quemó el estandarte de la moralina.

De casados, concubinados, monógamos y polígamos


Todo esto debí decir para atreverme al asunto. Y como no es bastante todavía, pido el auxilio de David Hume, el escocés: “El mundo es tal vez el bosquejo rudimentario de algún dios infantil, que lo abandonó a medio hacer, avergonzado de su ejecución deficiente; es obra de un dios subalterno, de quien los dioses superiores se burlan; es la confusa producción de una divinidad decrépita y jubilada, que ya se ha muerto”*. Quizá sea así y por eso el hombre, ese presuntuoso émulo del Creador, ahora quiere perfeccionar la obra y ensaya otra forma de organización familiar, más libre, más espontánea, más conforme a los vaivenes del espíritu que a las mandas divinas o terrenales. Quizá sean estos jóvenes de ahora los nuevos apóstoles de una humanidad que ha empezado a cambiar de golpe, cuestionando el valor y la sacramentalidad del matrimonio.
Cuando los de mi edad decíamos “mi esposa”, algunos, tibios todavía, se atrevieron a decir “mi mujer”. Poco después los osados nombraron a sus evas “mi compañera”. Y por fin vinieron los nuevos y, sueltos de huesos, consagraron el concepto y la voz que había de saldar todas las cuentas: “mi pareja”, dijeron. Y contentos se fueron los casados a compartir la cama, como los concubinados, como los monógamos y los polígamos, los étero y los homo. Cayeron las paredes del templo, naufragaron las leyes y los leguleyos debieron aceitar su imaginación para salvar los restos del naufragio.

Los de mi generación obedecimos mandatos y nos prosternamos ante la tradición, la religión, la ley; creímos en la virtud de una moral que no habíamos diseñado, fuimos (somos) súbditos del pasado. Los que llegaron a la vida después de nosotros, en cambio, abolieron aquellas reglas y legislaron para sí y para su tiempo. En otros términos, reivindicaron su libertad de ser y fueron construyendo sus relaciones maritales a medida que discurría su vida. Era su derecho.

Si estas reglas y hábitos son mejores o peores que los anteriores, es ocioso discutirlo ahora. Son y rigen las conductas de los jóvenes aquí y en buena parte del mundo, de suerte que deben mirarse como una realidad que va afirmándose más cada vez y que no cambiará en plazos previsibles.

Estas formas de unión entre el varón y la mujer conocen algunos antecedentes, sobre todo en el siglo pasado. Quizá el más ilustre sea el de Sartre y Simone de Beauvoir. Por eso, hoy no importa su forma, sí su extensión; hoy los jóvenes sortean las mandas religiosas y legales y estrechan alianzas maritales que otrora hubieran suscitado escándalos. Las familias, aún las más tradicionales, empiezan a ver con benevolencia este nuevo estilo de apareamiento y sólo aspiran a su consistencia y perduración cuando tienen hijos. Y en lo patrimonial el viejo régimen de los bienes gananciales tiende a ser reemplazado con otro régimen aún más viejo, el del condominio. Ellos compran por mitades indivisas y así sortean los engorros de las sociedades conyugales, sobre todo cuando deben disolverse. Y las obligaciones alimentarias entre los cónyuges, fruto del diferente lugar que otrora ocupaban el hombre y la mujer en la sociedad, van perdiendo significado a partir de la irrupción de ésta en las más variadas profesiones y cargos.

Ciertamente, no es igual un condominio que una sociedad conyugal, no son parejas las consecuencias patrimoniales si muere un condómino o un esposo, y la atribución de paternidad puede suscitar engorros judiciales si el varón no ha reconocido expresamente al hijo, cosa que no ocurre cuando la pareja se ha unido en matrimonio legal. Otras dificultades pueden señalarse todavía, pero los detractores del matrimonio las van sorteando con los recursos de la legislación civil.

Confrontando valores

Más allá de los preceptos religiosos y legales y de los mandatos sociales, más allá de los excesos de moralina y de las reputaciones olorosas, creo que las nuevas formas de unión plantean una vez más el viejo dilema de la seguridad y de la libertad. Otra vez la sociedad confronta esos dos valores: la seguridad de una unión duradera que cumpla el mandato divino y humano, y la libertad de soltar amarras cuando la unión no satisface las expectativas de una de las partes. Un planteo filosófico, una forma de organización familiar que naturalmente tendrá consecuencias en la organización social, un estilo de vida y una manera de relacionarse con el otro. En definitiva, una vida, dos vidas, la vida de toda una sociedad que se está reconstruyendo sobre valores nuevos.

Y están las otras uniones, aquellas en las que se quiere romper el molde biológico y alterar las funciones que la naturaleza le asigna a cada una de sus dos mitades. Se pretende (se ha logrado en muchos casos) consagrar las uniones de personas del mismo sexo y semejarlas al matrimonio legal. Hay países que han legislado el matrimonio homosexual, otros le han reconocido un estatuto legal que lo semeja al matrimonio convencional, y los hay que autorizan a las parejas homosexuales a tomar niños en adopción. En estos casos yo tengo algunos reparos: creo que las leyes no deben desdeñar la razón biológica; creo que la sexualidad garantiza la perduración de la especie y por eso no deben equipararse las uniones heterosexuales y las homosexuales; creo que las otras diferencias, las que están más allá de las funciones reproductivas, las que tienen que ver con el goce sexual, quieren que la sociedad se construya sobre el apareamiento del hombre con la mujer, del varón con la varona en la nomenclatura bíblica**. Y creo que quienes prefieren otra clase de uniones pueden tenerlas sin forzar la razón biológica. Nadie puede ser privado de lo que la ley no prohíbe, de lo que, a esta altura de los tiempos, hasta Perogrullo autoriza.

Por una parte el mundo parece encaminarse a la abolición del matrimonio; por la otra, consiente la regulación por ley de uniones que hasta ayer eran denostadas y anteayer merecían la hoguera. Y hoy mismo, en algunas partes del mundo, se castigan con la cárcel y los tormentos. Paradojas de nuestro tiempo.

* Debo esta cita a Borges, El idioma analítico de John Wilkins, en Otras Inquisiciones, Emecé, 17ª impresión, Buenos Aires 1996.
** Gén. 2.23
Este artículo no ha sido publicado en Heráclito Filosofía y Arte.


La enseñanza del abuelo

Ramiro Calle*

Era un apacible día luminoso, de esos que se suceden en la India. Estaban paseando por el bosque un abuelo y su nieto. El niño gozaba del espíritu del buscador, de aquel que quiere hallar respuesta a los grandes misterios de la existencia. De repente, dijo:

-Abuelo, ¿qué sucede cuando el cuerpo muere?

La voz cansada pero cariñosa del abuelo dijo:

-Mi querido nieto, el cuerpo muere, pero el Ser (sí mismo) nunca muere. Él está en ti y en mí y en todos los seres, pero es también el Ser de todo el Universo. Es la esencia sutil que todo lo anima.

-Abuelo, perdona, pero no termino de comprender lo que quieres decirme –replicó con respeto el jovencito.

En el perfecto silencio del bosque, el abuelo y el nieto siguieron paseando. De pronto, el abuelo dijo:

-Ve hasta aquel árbol y coge un fruto de sus ramas.

El niñito fue hasta el árbol y cogió uno de sus frutos. Luego volvió hasta su abuelo y se lo mostró. El anciano dijo:

-Ahora quita la cáscara a ese fruto y dime qué ves.

-El fruto, abuelo.

-Abre el fruto. ¿Qué ves?

-Granos, abuelo.

-Coge un grano y ábrelo. ¿Qué ves?

-Minúsculos granitos, abuelo.

-Abre uno. ¿Qué ves ahora?

-Abuelo, nada. No hay nada dentro.

Y el abuelo explicó:

-Esa esencia sutil que tus ojos no pueden ver, querido mío, esa esencia sutil es el Ser. Mantiene en pié al gran árbol. Nos mantiene vivos a ti y a mí, como hace que el fuego arda y el río fluya. No ves esa esencia sutil, pero está ahí.

El niño sonrió satisfecho agarrándose a la mano caliente de su abuelo. El anciano y el muchacho siguieron caminando por el bosque.

* Cuentos Hindúes, Sirio, Barcelona 1998.
H 69 – 21.09.2001


Imputación y libertad

“No hay un verdadero conflicto entre la necesidad y la libertad”

Hans Kelsen, Teoría pura del derecho, Eudeba, 2° ed, Buenos Aires, 1960, pags. 28/31. Traducción de Moisés Nilve y anotación de Eduardo Dermardirossian. Tras advertir que ha de referirse al “problema de la libertad atribuida al hombre en su calidad de miembro de una sociedad,de persona sometida a un orden moral, religioso o jurídico”, nuestro autor dice:

Por libertad se entiende generalmente el hecho de no estar sometido al principio de causalidad, ya que ésta ha sido concebida –en su origen al menos- como necesidad absoluta. Se suele decir que el hombre o que su voluntad es libre, puesto que su conducta no está sometida a las leyes causales y en consecuencia, por deducción, que puede ser hecho responsable de sus actos, que puede ser recompensado, hacer penitencia o sancionado. La libertad sería así la condición misma de la imputación moral, religiosa o jurídica.

Sin embargo, lo contrario es lo verdadero. El hombre no es libre sino en la medida en que su conducta, a pesar de las leyes causales que la determinan, se convierte en el punto final de una imputación, es decir, la condición de una consecuencia específica (recompensa, penitencia o pena) *.

A menudo se ha querido salvar el libre albedrío tratando de probar que la voluntad humana no está sometida al principio de causalidad, pero tales esfuerzos han sido siempre vanos. Se ha pretendido, por ejemplo, que cada hombre hace en sí mismo la experiencia del libre albedrío. Pero esta experiencia no es más que una ilusión. No es menos erróneo afirmar la imposibilidad lógica de someter la voluntad al principio de causalidad, en razón de que ella formaría parte del yo, y que el yo, sujeto del conocimiento, escaparía a todo conocimiento, incluyendo al conocimiento causal. En los hechos, la voluntad es un fenómeno psicológico que cada uno puede observar en su propia experiencia y en la de los otros recurriendo al principio de causalidad. Ahora bien, la afirmación de que existe el libre albedrío solamente puede tener un sentido si se la relaciona con la voluntad concebida como un fenómeno objetivo, referido al yo en tanto que objeto (y no sujeto) del conocimiento. Por el contrario, es bien evidente que el yo sujeto del conocimiento escapa como tal al conocimiento causal, dado que no puede ser simultáneamente sujeto y objeto del conocimiento.

Los físicos modernos pretenden que ciertos fenómenos –por ejemplo, la reflección de un electrón particular producida en el impacto contra un cristal- no están sometidos al principio de causalidad. Admitamos que su interpretación sea exacta. De aquí no cabe deducir, sin embargo, que la voluntad del hombre puede ser también sustraída del principio de causalidad. Los dos casos no tienen nada en común. En los hechos, la afirmación de que el libre albedrío existe no vale para el dominio de la realidad natural sino para el de la validez de un orden normativo (moral, religioso o jurídico). Dicha afirmación no tiene el sentido puramente negativo de que la voluntad del hombre no está sometida al principio de causalidad. Expresa la idea positiva de que el hombre es el punto final de una imputación.

Si la conducta de los hombres debiera ser sustraída a las leyes causales para poder ser sometida al principio de imputación, la causalidad, en el sentido de necesidad absoluta, sería naturalmente incompatible con la libertad, y un abismo infranqueable separaría a los partidarios del determinismo y a los del libre albedrío. En cambio, no hay contradicción entre ambos si la libertad de voluntad humana es entendida en el sentido que le hemos dado. Nada impide, en efecto, aplicar a la conducta de los hombres dos esquemas de interpretación diferentes.

Para las leyes causales las conductas humanas forman parte del dominio de la naturaleza; se encuentran enteramente determinadas por causas de las cuales son efectos. Como no puede escapar a la naturaleza y a sus leyes, el hombre no goza de ninguna libertad. Pero las mismas conductas pueden también ser interpretadas a la luz de normas sociales, ya se trate de leyes morales, religiosas o jurídicas, sin que haya que renunciar por eso al determinismo. No correspondería exigir, seriamente, que un criminal no fuera sancionado o que un héroe no fuera recompensado, en razón de que el crimen de uno o el acto heroico del otro son el efecto de ciertas causas. Inversamente, la imputación de una pena a un crimen o de una recompensa a un acto heroico no excluye la idea de una determinación causal de las conductas humanas (...)

Por consiguiente, si el hombre es libre en la medida en que puede ser el punto final de una imputación, esta libertad, que le es atriduída en el orden social, no es incompatible con la causalidad a la cual está sometido en el orden de la naturaleza. Además, el principio de imputación utilizado por las normas morales, religiosas y jurídicas para regular la conducta de los hombres presupone por sí mismo el determinismo de las leyes causales.

Ésta es la solución puramente racional y no metafísica que damos al problema de la libertad y con la cual mostramos que no hay verdadero conflicto entre la necesidad y la libertad. Allí donde se oponían dos filosofías pretendidamente inconciliables (la filosofía racionalista y empírica del determinismo y la filosofía metafísica de la libertad) vemos dos métodos paralelos de conocimiento, fundados sobre la causalidad y la imputación, respectivamente, pero ambos racionalistas y empíricos.

* He sido un fervoroso defensor de la teoría kelseniana. Su estructura lógica, su construcción cientista y su exposición impecable por parte de este filósofo del derecho ganaron mi adhesión durante mucho tiempo. Pero nuevas experiencias y reflexiones pueden mudar opiniones, sobre todo en las ciencias sociales, y tal me ha acontecido. De modo que a la arquitectura racionalista que levanta toda una ciencia en el laboratorio de la voluntad, hoy prefiero la sospecha, si no la convicción, que deviene de la observación de la realidad. Así, objeto la pretensión de Kelsen de adjudicar al hombre la libertad sólo porque su conducta es “el punto final de una imputación” querida por la norma o por el legislador y “a pesar de las leyes causales que determinan” su conducta. A esta altura de los tiempos y del desarrollo social habrá que prestar atención a las afanosas búsquedas y a algunos hallazgos de la medicina y de la psiquiatría, que tornan imperativo, cuando menos, un nuevo examen respecto de la libertad del hombre y de su responsabilidad. E.D.

H 69 – 21.09.2001


La cultura de la paz y los derechos humanos

Los deberes humanos

Ramón Acuña *

¿Quién habló del ocaso de las ideologías? Ahí están los 30 artículos de los Derechos Humanos.. Olvídense de utopías ilusorias y perversas, recuerden que hundieron al mundo en guerras, revoluciones y dictaduras estériles causantes de angustia y terror. Desconfíen del planteamiento "tragedia ahora, justicia más tarde", que se ha convertido en un cruel e histórico "hoy no se fía, mañana sí". Sigan al pie de la letra la Declaración Universal de los Derechos Humanos, ahonden en ella, no hay mejor herramienta para hacer una sociedad justa. No necesitan cosmogonías, ni creencias trascendentes, ni teorías de salvación planetaria, ni visiones nacionalistas. Basta con estas "tablas de la ley" que nacieron auspiciadas por la Unesco el 10 de diciembre de 1948 y cuyo primer artículo ya plantea directamente la solución cuando dice que "todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y en derechos", una vibrante proclama debida a la pluma del gran jurista francés René Cassin. Derecho a la vida, derecho a la libertad de pensamiento y de opinión, derecho a la justicia, derecho a la propiedad, derecho al trabajo, derecho al descanso, derecho a la seguridad social, derecho a desplazarse libremente, derecho a la educación. Y la lista no es exhaustiva. Son los principios que nos quedan. Hay que defenderlos vigorosamente aunque tal ardor provoque "la sonrisa del infiel", el sarcasmo de los escépticos.

Sí, sarcasmo, sí. Que se lo pregunten al ex dictador chileno Augusto Pinochet, detenido en Londres a los 83 años por orden del juez español Baltasar Garzon en una de las iniciativas que mejor demuestran la vigencia y el arraigo de esta ideología de los derechos humanos que cambió el mundo. No constituyen sólo una expresión de la cultura occidental, como algunos denuncian, forman parte de una conciencia moral universal que los torturados o perseguidos en Asia o Africa entienden desgraciadamente sin esforzarse.

Ahora bien, no se aplican como debieran.

En estos últimos cincuenta años el planeta asistió, impotente, a las purgas, deportaciones y represión de disidentes por parte de Stalin y de sus sucesores en la Unión Soviética, al genocidio reincidente perpetrado por Pol Pot en Camboya, a los asesinatos sistemáticos y caprichosos de los "tonton macoute" de los Duvalier en Haití por no citar más que tres casos en tres continentes del largo catálogo del horror político. Aún hoy en día, en millones de situaciones, los derechos humanos parecen haber sido promulgados sólo para ser transgredidos. Europa no se salva, Yugoslavia la acusa ¿Hay algo que celebrar? Sin duda: han desaparecido los regímenes totalitarios en la URSS y en sus países satélites, ya no existe el oprobioso régimen de apartheid racial en Africa del Sur, el Viejo Continente es enteramente democrático, ya no hay dictaduras en América Latina, salvo en Cuba. En lo que nos es más próximo, España pasó con éxito a la democracia a partir de un régimen como el franquista que conculcó todos y cada uno de los derechos humanos con mayor o menor ferocidad a lo largo de 36 años. Para hacerlos reales y efectivos, España se dotó de una Constitución que también celebra ahora aniversario.

El anterior director general de la Unesco, Federico Mayor Zaragoza, propugnaba que se añadiera a los 30 artículos de la Declaración de 1948 "el derecho a la paz". Hay cerca de treinta guerras olvidadas hoy en día en el mundo, con su cohorte de muerte y desolación. No existe pues demanda más cabal. Las guerras arrasan los derechos humanos.

Es hora de pasar de los derechos humanos a los deberes humanos y proponer -como sostiene un grupo de intelectuales- una Declaración Universal de Responsabilidades y Deberes Humanos. Deber para los científicos de adoptar un código ético en investigaciones genéticas ;deber para las multinacionales de evitar daños y perjuicios ecológicos; deber para los gobiernos de poner fin a la fabricación de armas de destrucción masiva ( nucleares, químicas y biológicas); deber de injerencia de los estados para paliar situaciones de urgencia humanitaria o prevenir o detener agresiones; el deber de crear un Tribunal Penal Internacional. Hay que hacer un esfuerzo para pasar de una cultura de guerra a una cultura de paz.

* Corresponsal en España de Le Figaro y titular de la Cátedra UNESCO "Minorías, nacionalismos y culturas trasnacionales".
H 69 – 21.09.2001


Somos los últimos e irrefutables árbitros del valor

Bertrand Russell, Lo que creo, Escritos Básicos, Planeta, Barcelona 1964, t. 1, págs. 295 y 296. Traducción de Luis Escobar Bareño. Este trabajo se publicó como opúsculo en 1925. Russell decía en el prefacio: “He intentado decir lo que pienso acerca del puesto del hombre en el universo y de sus posibilidades para conseguir una vida mejor... En los asuntos humanos podemos ver que hay fuerzas que tienden a la felicidad y fuerzas que tienden a la miseria. No sabemos cuáles prevalecerán, mas para obrar prudentemente debemos ser conocedores de unas y otras.” En el proceso incoado en el tribunal de Nueva York, en 1940, Wath I Believe fue uno de los libros presentados como prueba de que Russell no era idóneo para enseñar en el City College. También se citaron ampliamente en la prensa extractos de él y, en general, de forma que dieran una impresión completamente falsa de las ideas de Russell (N de la R).

La filosofía de la naturaleza es una cosa y la filosofía del valor otra muy distinta. Sólo perjuicio puede acarrear confundir ambas. Lo que consideramos bueno, lo que nos gustaría, nada tiene que ver con lo que es, lo cual constituye el tema de la filosofía de la naturaleza. Por otra parte, no se nos puede vedar que valoremos esto o lo otro basándonos en que el mundo no humano no lo valora, ni se nos puede obligar a admirar nada porque sea una “ley de la naturaleza”. Indudablemente, somos parte de la naturaleza, la cual ha producido nuestros deseos, esperanzas y miedos, de acuerdo con leyes que los físicos comienzan a descubrir. En este sentido somos parte de la naturaleza, somos el producto de las leyes naturales y, a la larga, sus víctimas.

La filosofía de la naturaleza no debe ser indebidamente terrestre; para ella, la Tierra es simplemente uno de los planetas más pequeños de una de las estrellas menores de la Vía Láctea. Sería ridículo desviarla con el fin de obtener resultados que fueran gratos a los minúsculos parásitos de este insignificante planeta. El vitalismo, como filosofía, y el revolucionismo muestran, a este respecto, falta de sentido de proporción y de congruencia lógica. Observan los hechos de la vida, que personalmente nos interesan, como si tuvieran importancia cósmica, no una importancia limitada a la superficie de la Tierra. Optimismo y pesimismo, como filosofías cósmicas, muestran el mismo humanismo ingenuo; el amplio universo, tal como lo conocemos por la filosofía de la naturaleza, no es ni bueno ni malo y no le concierne hacernos felices o desgraciados. Tales filosofías surgen de la propia estimación y como mejor se corrigen es con algo de astronomía.

Pero, en la filosofía del valor la situación es inversa. La naturaleza es sólo una parte de lo que podemos imaginar; todo, sea real o imaginado, lo podemos valorar y no hay ninguna unidad de medida exterior que nos demuestre que nuestra valoración es errónea. Somos los últimos e irrefutables árbitros del valor y, en el mundo del valor, la naturaleza es sólo una parte. Así es que, en este mundo, somos mayores que la naturaleza. En el mundo de los valores, la naturaleza en sí misma, es neutral, ni buena ni mala, ni merece admiración ni censura. Somos nosotros los que creamos el valor y nuestros deseos los que conceden el valor. En ese reino somos reyes, y rebajamos nuestro reinado si nos inclinamos ante la naturaleza. A nosotros nos corresponde determinar la vida recta, no a la naturaleza, ni aún a la naturaleza personificada como Dios.

H 69 – 21.09.2001


De hormigas y de hombres también

¿Cómo se vuelve esclava una hormiga? (1)

Pierre Jaisson es autor del texto y del comentario que integran su obra La hormiga y el sociobiólogo, editada por el Fondo de Cultura Económica, México, 2000, pags. 128/129 y 131. La traducción es de J. A. Castell y las notas de Eduardo Dermardirossian.

Ésta era la pregunta que más me intrigaba cuando abordé el estudio del comportamiento de las hormigas, e hice de ella el tema de mi doctorado. Las respuestas que se presentaron no carecieron de consecuencias para la aplicación de la teoría de la parentela a las hormigas y otros himenópteros sociales.

El punto de partida fue la observación de las sociedades mixtas formadas por una hormiga esclavista difundida por Europa occidental, en particular en los bosques de abedules y las malezas de la región parisiense: Raptiformica sanguinea, u hormiga “sanguínea”, esclavista facultativa cuyo tórax y cabeza tienen un bello color rojo ladrillo. Sus hormigas esclavas pueden pertenecer a varias especies, generalmente pardas o negruzcas (2), las Serviformica. Los nidos puros de Serviformica son generalmente mucho más numerosos que los de Raptiformica y pueden pulular en las zonas donde están ausentes estas últimas (3). Las colonias de Raptiformica se estancan, aunque no desaparecen ni decaen si son capaces de proveerse de esclavas (4). La ausencia de esclavas es tanto más sensible cuanto que éstas se hallan sometidas a un régimen severo. La disección lo muestra: en efecto, es muy difícil encontrar tejido adiposo en una Serviformica tomada del nido de la esclavista, en tanto que la misma hormiga, tomada en un nido de su propia especie, es a menudo regordeta (5). Ahí se ve el beneficio que obtienen las esclavistas de la estrategia de confianza absoluta de las Serviformica desviada en provecho suyo, aunque no las ligue ningún parentesco. Si se hace un nido de Raptiformica, inmediatamente las Serviformica se precipitan por su cuenta y riesgo sobre la progenitura de las esclavistas, a fin de recogerla delicadamente con las mandíbulas y dejarla a buen resguardo en las profundidades protegidas del nido, tan empeñosas como hubiesen debido serlo hacia sus cohermanas emparentadas (6)...

(1) ¿Cómo se vuelve esclavo un hombre? Esta pregunta tiene respuesta cierta. Mirar en derredor, ver a los hombres y a las naciones, y establecer las diferencias habidas entre unos y otras, es bastante para concluir que un hombre se vuelve esclavo cuando otro usufructúa su trabajo y le somete a condiciones que le hacen pesarosa su vida. De parecida manera ocurre entre las naciones.
(2) Puede considerarse el comentario como una ironía, pero es cierto que los hombres esclavos (utilizo el concepto en su sentido lato) suelen “pertenecer a varias especies, generalmente pardas o negruzcas”.
(3) Ciertamente, también los hombres que malvenden su trabajo “son generalmente mucho más numerosos”; mas, a diferencia de las hormigas, suelen asentarse en las proximidades de las zonas donde viven los poderosos, para nutrirse con sus deposiciones domiciliarias.
(4) “No desaparecen ni decaen” las corporaciones económicas de los hombres “si son capaces de proveerse de esclavos” (léase: de mercados que consumen compulsivamente sus productos, de privilegios fiscales y crediticios y de mano de obra barata y susceptible de ser descartada cuando deja de ser rentable).
(5) Similarmente, es muy difícil encontrar bienestar (“tejido adiposo” le llama el autor cuando se refiere a las hormigas) en hombres que trabajan al servicio de otros, o de naciones que tributan su esfuerzo en beneficio de su metrópoli; en tanto que, tomados esos hombre o esas naciones “en un nido de su propia especie, son a menudo regordetas”.
(6) He aquí una observación enteramente aplicable a los hombres. Porque es cierto que aquellos que tributan su esfuerzo en beneficio de sus patrones, debieran ser no menos empeñosos a la hora de reivindicar el trabajo del que han sido despojados. Parece ser que el afán por gustar al opresor es a menudo más fuerte que el de construír una sociedad más justa y solidaria.

Algo más de Pierre Jaisson

No seamos esclavos de las palabras; aprovechemos la comodidad de su sentido descriptivo, reservando gustosamente a la especie humana su connotación subjetiva e intencional.

Es cierto que las hormigas esclavistas no tienen ninguna doctrina, puesto que ni siquiera saben que son hormigas... Su esclavismo no es en modo alguno intencional: no es el homólogo del esclavismo humano y por ello no puede ser objeto de ningún juicio moral. Pero sí es su análogo desde el punto de vista de las consecuencias sobre la economía de los hormigueros. Millones de hormigas se han vuelto objetivamente esclavistas sin saberlo. ¡Y el Hombre, por desgracia, no ha necesitado sospechar la existencia, a sus pies, de esta forma de vida social para tomarla por modelo! Él sólo ha descubierto la fórmula con su cultura, en unos cuantos breves milenios.

H 69 – 21.09.2001


“No había llegado aún a la verdad, pero ya había salido del error”

San Agustín, Las Confesiones, Juventud, Barcelona, 1968. Fragmento del libro VI, cap. 1, págs. 111/112. Trad. del latín de Agustín Esclasans.


Oh Vos, mi esperanza desde mi juventud, ¿adónde estabais para mí, y adónde os habíais retirado? ¿No erais Vos quien me había creado, que me habiais hecho diferente de los cuadrúpedos, y más sabio que los pájaros del cielo? Y yo caminaba en tinieblas, por un camino resbaladizo, y os buscaba fuera de mí, y no encontraba al Dios de mi corazón; me hundía en los abismos del mar, y perdía la confianza, la esperanza de volver a encontrar la verdad.

Ya mi madre había venido a mi encuentro; firme en su piedad, me seguía a través de tierras y mares, recibiendo de Vos la seguridad en medio de todos los peligros. En los momentos críticos de la travesía, ella animaba a los mismos marineros, de los cuales, en alta mar, los pájaros novicios esperan, habitualmente, que les animen cuando sienten miedo; y ella les prometía que llegarían a puerto sanos y salvos. Ella misma había recibido de Vos, por medio de una visión, esta seguridad.

Me encontró en grave peligro; ¡yo desesperaba de encontrar la verdad! Pero cuando le dije que ya no era maniqueo, sin ser todavía cristiano católico, no saltó de júbilo como si acabase de oir una noticia inesperada. Encontraba en ello seguridad sobre un punto de mi miseria, que la obligaba a llorar ante Vos, como un muerto, pero un muerto a resucitar, y a presentarme a Vos sobre las parihuelas de su pensamiento, para que dijerais al hijo de la viuda: “Joven, te lo ordeno: ¡levántate!, y éste, recuperando la vida, comenzaba a hablar, y Vos lo devolvisteis a su madre. Su corazón, por consiguiente, no vibró con ninguna alegría intemperante, cuando se enteró que ya me había convertido, en gran parte, en aquello que sus ruegos os pedían cada día. No había llegado aún a la verdad, pero ya había salido del error. Todavía mejor: como ella estaba segura de que no dejaríais de ejercer a medias el don que le habíais prometido por entero, me contestó, con gran serenidad y un corazón lleno de confianza, que tenía la certeza en Jesucristo de que, antes de salir de esta vida, me vería católico practicante. Esto es lo que ella me dijo. Pero, ante Vos, oh fuente de misericordias, ella redoblaba sus plegarias y sus lágrimas para que acelerarais vuestro socorro e iluminarais mis tinieblas. ¡Con qué celo corría a la iglesia, para suspenderse de los labios de Ambrosio, como “de la fuente que mana para la vida eterna”! (...)

H 69 – 21.09.2001