Heráclito 51 Jacinto Azul

Un cuento sufí

El rey, el espejo y el llanto

Versión y nota de Eduardo Dermardirossian

Nasreddín obsequió a su rey con un lustroso espejo de platino. Miróse el monarca en él y al verse tan feo prorrumpió en un llanto. Nasreddín -que se hallaba a su lado- lloró asimismo con desconsuelo.


Cuando el rey dejó de llorar, advirtió que el Maestro seguía derramando lágrimas y evidenciando una gran congoja. Fue entonces que el rey lo confortó diciéndole que estaba emocionado al comprobar cuánto le amaba, por cuanto le acompañaba en su pena mas allá de su propio dolor. Y le pidió que dejara de sufrir.

Entonces Nasreddín exclamó: "Oh mi Señor, tú te viste por un instante en el espejo y lloraste por un instante. Siendo que yo te veo durante todo el día, ¿no es justo que llore un poco más?".

El hombre ordinario ignora cuán grande es la pesadumbre que causa su torpeza al hombre sabio. Tal que, de saberlo, con frecuencia guardaría silencio o se cuidaría de actuar. Pero no le fue dado saberlo, por lo que seguirá siendo ordinario y torpe, cualquiera sea su linaje o rango. Me parece que es éste uno de los cuentos más lineales de los muchos que le son atribuídos al Maestro sufí, siendo la fealdad del rostro el reflejo del alma, y el espejo la medida de la estimación del prójimo.

Suplemento de H 141 – Feb. 2003



La luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se ven, vagamente, no sé qué cabras negras, entre las zarzamoras… Alguien se esconde, tácito, a nuestro pasar… Sobre el vallado, un almendro inmenso, níveo de flor y de luna, revuelta la copa como una nube blanca, cobija el camino asaeteao de estrellas de marzo… Un olor penetrante a naranjas… Humedad y silencio…La cañada de las Brujas…

-Platero, qué… frío!

Platero, no sé si con su miedo o con el mío, trota, entra en el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos. Es como si un enjambre de claras rosas de cristal se enredara, queriendo retenerlo, a su trote…

-Y trota, Platero, cuesta arriba, encogida la grupa cual si alguien le fuese a alcanzar, sintiendo ya la tibieza suave, que parece que nunca llega, del pueblo que se acerca…


Fragmento de Platero y yo, de Juan Ramón Jiménez

“Entra en el arroyo, pisa la luna y la hace pedazos…”

Ma. Christina Migone Benfield*
Especial para Heráclito.


Un sinfín de metáforas, personificaciones y alegorías como ésta pueblan el poema Platero y Yo, elegía arábigo-andaluza como toda la poesía de Juan Ramón Jiménez, que según sus propias palabras, tan importante ha sido en la evolución de la poesía española, desde la Edad Media y a través del Renacimiento y el Neoclasicismo y cuya pureza tanto defendiera de los poetas castellanos (Unamuno, Antonio Machado, Azorín).


JRJ es un poeta a quien los niños eligen como uno de los suyos y aunque él no ha elegido a los niños, cuando se da cuenta que su poema en prosa llegará hasta ellos no le quita ni le agrega una coma, decidido a no explicarles nada.

Decidido a no subestimarles, ese pecado que suelen cometer tantos otros poetas para niños. Que los niños se contagien para siempre de su ternura, de su euforia, de su dolor; que sientan el frío de los atardeceres de Moguer, que vean el pinar teñido de rosa y de sangre, que las rosas se les multipliquen en las manos. Sin agregar ni quitar comas, JRJ conquistó el reino de la poesía para siempre.

Este poema en prosa desencantado de los fantasmas del modernismo, encuentra en lo inmediato, en lo que alcanzan los sentidos, en la humildad y hasta en la sabia pobreza que acompaña al hombre de la aldea perdida –el niño tonto, Aguedilla la loca que le mandaba moras y claveles, Darbón, médico de Platero-, ese grano de poesía o de naturaleza fermentada de humanidad que habría de sazonar el siglo XX.

JRJ (y J. de Ibarbourou) confirmó para siempre mi amor por la magia de las palabras cuando cursábamos séptimo grado y Platero y yo poblaba de imágenes andaluzas la tarde de los viernes. En oraciones propias reproducíamos aquellas palabras nuevas cuyo significado buscábamos en el diccionario con respetuosa curiosidad, mientras la lluvia del invierno se descolgaba con furia sobre el patio y bajo el tinte amarillo de unas escasas luces eléctricas disfrutábamos de la tibieza del aula evocando los crepúsculos estivales que tan bien describía Juan Ramón, el poeta de las “jotas”.

Para los niños, pues, y para los que aún tienen el alma blanca, escribió JRJ este libro pequeño, eterno e indómito; éste que da coces contra la razón y da suaves topetazos al pecho, donde anida el sentimiento.

* Corresponsal de Heráclito en Inglaterra
Suplemento de H 141 – Feb. 2003


Cuentos desde La Habana

Pasos en la escalera

Marié Rojas Tamayo


Ya se despertó de la siesta. A la misma hora de siempre, lo anuncian sus pasos de elefante agotado por la escalera, las viejas chancletas con su pam, pam, pam... en ritmo ascendente, que se ralentiza en la medida en que, sin resuello, va llegando a los escalones superiores. Ahora está cerrando los postigos de las ventanas del pasillo, verificando que queden bien puestos los cerrojos de la puerta que da al balcón, con esa manía antirrobos que le quita toda brizna de aire a la casa.

Viene hacia la oficina; mis tardes son pacíficas hasta que suenan las cinco campanadas, entonces el sonido de las pantuflas me avisa, escaleras arriba y luego a lo largo del pasillo, que se acabó mi tranquilidad. Ahí está, respirando tras la puerta, sin decidirse a abrir -sé que lo hará, siempre lo hace, no hay modo de que respete mi privacidad-, el pomo de la puerta gira y siento de nuevo los pasos cansinos.

Pobre anciano, ¿cómo hacerle comprender que hace años está muerto? Si en vida era medio sordo, ahora no parece escuchar nada. Falleció mientras dormía la siesta y ha quedado atrapado en medio de la consciencia del estar y el no estar al ser sorprendido en los umbrales del sueño. Sólo trata de aferrarse a sus costumbres, pero...

Se supone que los fantasmas deberíamos ser menos ruidosos.

© 2003 Especial para Heráclito.
Suplemento de H 141 – Feb. 2003


Cuentos desde La Habana

El relicario del Diablo

Guillermo Badía Hernández *
Especial para Heráclito

Era uno de los recintos de las mazmorras del Alcázar alrededor del cual giraba la leyenda. El Alcázar de Segovia, como cualquiera puede comprobar, es un gigantesco edificio que se levanta en las inmediaciones de un tupido valle, situado estratégicamente en la confluencia de los ríos Eresma y Clamores; fue construido en el siglo XIII. En los tiempos que nos ocupan (durante el reinado de Carlos I de España, que a su vez era Carlos V de Alemania) se había desatado la llamada guerra de las comunidades, encabezada por los nobles de Segovia contra el poder imperial.

Volviendo a nuestro relato, decíamos que tuvo lugar en una de las lúgubres mazmorras. Pues bien, se cuenta que, aquella tarde, una terrible lluvia se cernía sobre la ciudad. La habitación que desde algunos días atrás servía de laboratorio al doctor Ordóñez estaba sumida en el más grande desorden. Se podían ver alambiques por el suelo, gruesos volúmenes de alquimia y ocultismo manchados por líquidos violáceos, una mesa de madera repleta de pergaminos, plumas y tinta, candelabros que alumbraban con una tenue luz amarilla...

En el centro del recinto, recostado en una butaca, estaba Don Fáculo Ordóñez, un hombre enjuto y descuidado, su negro cabello le caía sobre el rostro, pues no acostumbraba a peinarse. Había sido novicio en el monasterio El Parral, por deseos de su padre, caballero real. Pero no tardó, después de morir su progenitor, en abandonar los hábitos para entregarse a la Alquimia. Gracias a que se volvió protegido del Rey, se hallaba a salvo de la suprema Inquisición, mas por esos días el poder del mismo no era respetado en Segovia y Fáculo temía por su vida.

Se encontraba inmerso en estas reflexiones cuando un gato negro gigantesco entró ronroneando en la celda laboratorio (esto quizá fue verdad o quizás una simple visión). Un relámpago estremeció los muros del Alcázar.

-¿Qué criatura infernal eres tú que provocas furia en el Cielo?- preguntó ya en pie y provisto de un puñal que siempre llevaba encima. En cuanto había advertido la presencia del animal en el lugar, habíase incorporado desenvainando la daga, pues no era normal que una alimaña de esa clase merodeara por esos parajes a esas horas.

El gato volvió a ronronear mostrando su lengua lasciva.

-Ah... te niegas a responder... vil catus, que de tu nombre incluso surgió una secta, aquella de los cátaros. Pero no lograrás engañarme, sé yo muy bien cómo desenmascararte: primero recitaré la fórmula de los cuatro y verás como tu espíritu maligno, tendrás que aparecer: Que se abrace la salamandra / retuérzace la ondina / desvanézcase el silfo / afánese el gnomo. !No sucede nada!

-Miauuuu- dijo el gato esbozando una fría sonrisa.

-¿De que te ríes maldito?.... No, no te vayas, espera...- gritó el Doctor Ordóñez mientras el gato se iba, a tiempo para correr tras él.

Atravesaron obscuros corredores y hermosas galerías hasta que al fin llegaron a un sitio completamente desconocido por Fáculo.

Era un gabinete de estilo gótico ojival con dibujos de signos representantes de las casas zodiacales, los mismos que utilizaban los nigromantes en sus tratados de magia. El gato se postró junto a un muro, donde podía distinguirse Géminis. El doctor Fáculo había olvidado su deseo de agarrar al animal. Se detuvo frente el muro, donde el felino ahora maullaba al percatarse del agujero del lado izquierdo de la pared. Introdujo suavemente su mano en la grieta y acomodó sus dedos a la forma de la bendición, que a los brujos le sirve para echar maldiciones, pues recuerda la silueta del macho cabrío. No supo bien por qué hacía eso y tampoco lo quiso saber, ya que le parecía que se lo había dicho el gato, que lo miraba con los ojos clavados en él. Al doctor le dio un escalofrío y sólo después se vino a dar cuenta de que la pared de mampostería cedía, observando una gruta oculta tras ésta.

El hombre penetró y comenzó a avanzar por un sendero que no parecía tener fin. Había descubierto un pasaje subterráneo, hasta entonces desconocido. El gato andaba junto a él. A medida que se internaban en las sombras, más le daba la impresión al Alquimista de perder los sentidos humanos. Cada vez se volvía más animal. Cruzaba, casi sin saberlo, la fina línea que nos separa de las bestias. Se encorvaba hasta llegar a caminar con las manos y los pies, pero qué digo, si sus manos ya no lo eran, se habían metamorfoseado en patas. Su cabeza se cubrió de pelos y también el resto del cuerpo, una enorme cola le surgió del trasero. El gato tenía clavadas sus pupilas en él.

Fue entonces cuando sin explicación alguna se vieron ambos fuera de la gruta, llegados a un claro del bosque. El hombre ya no era hombre, sino... lobo. Miró al árbol más alto y vio a Judas Iscariote colgado de una rama... Eran ...eran los mismos ojos del gato. Pero ya no razonaba y no reconoció el cadáver, sólo se sintió atraído por aquello, porque como todas las otras bestias nocturnas, los lobos pertenecen al demonio aun si eran en vida anterior un humano.

-Él es el amo, tú el servidor- declaró el felino en la lengua animal.

El lobo asintió.

Jamás se supo nada de Fáculo en Segovia... Los viejos dijeron que Mefistófeles tienta al hombre y cuando este cede, ya no es hombre, es bestia.

* Este cuento nos fue enviado junto al siguiente mensaje: “Mi nombre es Guillermo Badía Hernández, nací en La Habana, Cuba, el 8 de Septiembre de 1989. En estos momentos tengo 13 años. Desde pequeño me gusta la lectura y pronto me di cuenta que me gustaba crear mis propias historias. Siempre que puedo compro libros, realmente es mi entretenimiento favorito. Mis autores preferidos son Humberto Eco, Bram Stoker, H.P. Lovecraft, Poe, Goethe y Paulo Coelho. Entre mis libros preferidos están: El Nombre de la Rosa, Drácula, El Horror de Danwich, El Alquimista, Los Crímenes de la calle Morgue, Fausto y otros. Además de escribir, me gusta investigar acerca de la vida, cultura y costumbres del hombre del medioevo, también sobre historias de brujerías y esoterismo a través de la historia.”

Suplemento de H 141 – Feb. 2003


Del hablar

Gibran Khalil Gibran, El Profeta, Kier, 4° ed., Buenos Aires 1978, págs. 91/92. Traducción de Jose E. Guráieb.

Un erudito le dijo:

—Háblanos, Maestro, de nuestro parlamento.

Y le contestó diciendo:

—Vosotros habláis cuando se cierran contra vuestros pensamientos las puertas de la paz. Y cuando no podéis vivir la soledad de vuestros corazones, es cuando os habláis flotando a flor de vuestros labios, embobados por la vibración de la voz. La voz os sirve de pasatiempo.

En vuestra locuacidad se suicida dolorosa y tristemente vuestro pensamiento, porque éste es una de las tantas aves que surca el espacio y tiende sus alas dentro de la jaula de las palabras, pero que no puede remontar su vuelo en ese espacio.

Hay entre vosotros hombres que acuden al parlanchín, aburridos de la soledad y del aislamiento, porque la quietud del retiro exhibe ante sus ojos la clara figura de su desnudez, figura que les hace temblar y huir.

Hay otros entre vosotros que hablan, pero con toda ignorancia, y, sin propósito deliberado, manifiestan una verdad que ellos mismos no entienden*.

Mas otros hay entre vosotros que llevan la verdad y la razón dentro de sus corazones, pero que rehúyen revestirlas con el ropaje de las palabras. En el regazo de estos últimos descansa el Espíritu con paz y calma.

Si ves a tu amigo a la vera del camino, o si te reúnes con él en la plaza pública o en la feria, deja que el Espíritu que hay en ti mueva tus labios y tu lengua. Suelta la voz que está en lo más hondo de tu voz y así ella parlamentará al oído de su oído, y su alma conservará los secretos de tu corazón, a igual que su boca que conservará el perfume de la ambrosía, por más que no recuerde su color o que se haya roto el vaso que la contenía.

* Aquí el traductor dice “no la entienden”. Nos hemos tomado la licencia de introducir el cambio (N de la R).
Suplemento de H 141 – Feb. 2003